Título original: The Little
Foxes
Año: 1941
Duración: 116 min.
País: Estados Unidos
Dirección: William Wyler
Guion: Lillian Hellman. Obra: Lillian Hellman
Música: Meredith Willson
Fotografía: Gregg Toland (B&W)
Reparto: Bette Davis, Teresa Wright, Herbert Marshall, Patricia
Collinge, Carl Benton Reid, Richard Carlson, Russell Hicks, Charles Dingle,
Lucien Littlefield, Hooper Atchley, Dan Duryea, Al Bridge, Charles R. Moore,
Tex Driscoll, Lew Kelly, John Marriott.
Título original: Another Part of the Forest
Año: 1948
Duración: 107 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Michael Gordon
Guion: Vladimir Pozner.
Obra: Lillian Hellman
Música: Daniele Amfitheatrof
Fotografía: Hal Mohr
(B&W)
Reparto: Fredric March, Dan Duryea, Edmond O'Brien, Ann Blyth, Florence
Eldridge, John Dall, Dona Drake, Betsy Blair, Fritz Leiber, Whit Bissell, Don
Beddoe.
Los bajos
instintos y la descomunal avaricia en el deep south usamericano: una
historia de Lillian Hellman adaptada a la pantalla por ella misma y, en la
«precuela», por Vladimir Pozner: dos cumbres del melodrama para el mejor
programa doble.
Como desconocía la existencia de la segunda,
La otra cara del bosque, la vimos no solo porque aparecían actores tan
reputados como Fredric March, Dan Duryea, Edmond O’Brien o Betsy Blair, entre
otros, sino también porque la dirige Michael Gordon, autor de un auténtico clásico
ignorado: El secreto de Convict Lake, o de comedias tan perfectas como Confidencias
de medianoche, y ahí se me generó una confusión tremenda, porque, no
recordando la fecha de La loba, creí que esta había sido rodada con posterioridad,
cuando fue al revés y esta es una «precuela» de la primera, aunque ambas
basadas en obras de la misma autora Lillian Hellman, la primera con guion de
ella y la segunda con una exquisita adaptación escrita por Vladimir Pozner (con quien nada tengo que ver, aunque nada me importaría...).
El
dicho nos avisa de que «segundas partes…», pero pierdan los lectores de estas líneas,
y futuros espectadores de una brillante película, cualquier recelo que pudieran
tener, porque esta «precuela» está a la altura temática y estilística de la
primera. Sí, es cierto que Bette Davis es mucha Bette Davis, pero esta evocación
de la juventud de los hermanos en la que el padre de los tres tiene un papel
principalísimo, nos deja la actuación
estelar de un bandido ilustrado encarnado excepcionalmente por Fredric March.
Dada mi confusión, les rogaría a los espectadores que las vieran en el orden cronológico
de rodaje. Primero La loba y, después de su vil presente, la indagación
en su vil pasado, La otra cara del bosque, en la que Michael Gordon consigue
unos resultados que parecen estimulados por la maravillosa realización de
Wyler, con quien comparte un buen número de picados y contrapicados en los dos
espacios de la casa, en interiores y, en este caso, también en el exterior,
como una de las magníficas secuencias finales, cuando el primogénito, bajo
amenazas de revelar el oscuro pasado de estraperlista del padre, acaba
consiguiendo quedarse con su negocio, en el que el desalmado hijo es un simple
empleado, como su hermano, miembro, además, del incipiente en aquellos años Ku-klux-Klan.
En esta «precuela» solo un actor «repite», mi muy admirado Dan Duryea, quien,
en una suerte de guiño a los complacidos espectadores de la primera, La loba, hace de hijo tonto del hijo tonto que encarna
en La otra cara del bosque, en ambos casos con una propiedad absoluta y
un resultado a la altura de su encomiable capacidad interpretativa, si bien con
la diferencia notable de que en La loba aquella inmensa tontería de la
juventud se transforma en una madure avinagrada, con maltrato físico incluido a
su mujer, quien adquiere un protagonismo que eclipsa al personaje de su marido,
quien, con todo, es considerado un imbécil por sus hermanos, quienes, cuando
deciden cómo se repartirán los porcentajes de la ganancia de la inversión con
un capitalista del Este para el negocio que se traen entre manos, lo dejan a él
con un exiguo 20%, aunque con la inconsistente promesa de «emparentar», a
través de su hijo tonto, con la familia de Regina, propietaria de un banco.
La otra cara
del bosque es una historia coral en la que los personajes principales de la
familia Hubbard son movidos por el egoísmo más primitivo y siempre
desconsiderado. La lucha de un padre, que ha sabido conjugar el trabajo duro
con la educación nocturna, de tal manera que lee en latín y en griego a los clásicos,
con sus dos hijos sin luces y una persuasiva hija altamente sexualizada, aunque
uno de ellos, el primogénito, con una fortísima ambición, va a desarrollar ante
nuestros ojos un drama en el que la
situación inicial acabará girando 180º ante la indiferencia de una madre que,
maltratada y ninguneada por el esposo, ve con horror que tampoco puede apoyarse
en unos hijos tan abyectos que solo se ponen de acuerdo, hasta cierto punto,
para desposeer al padre de sus bienes. Se trata de una historia sórdida y
pasional en la que salvo la madre, los sirvientes y la hermana del prometido de
la hija, que busca un préstamo del patriarca Hubbard para subsistir sin tener
que hipotecar o vender su mansión y sus tierras, el resto de los personajes
hacen imposible la más mínima empatía con ellos, dada la perfecta representación
de la perversidad que los habita. Un drama de tales características se ha de fundamentar,
para que el espectador asienta a lo que ocurre, en interpretaciones de altísima
calidad, y es lo que Michael Gordon sabe extraer de su reparto. El resto ya lo
pone él a través de unos planos y un movimiento de la cámara que nos retratan
hasta los tuétanos esa piara de maldades que son los hermanos Hubbard.
La loba,
por su parte, apenas necesita crítica alguna, porque imagino que se trata de una
de esas películas que todos tienen bien presente en su memoria. Desaparecido el
padre, fundamental en la juventud de los tres hermanos, aquí los zorritos (The
Little foxes en el original) se alían para desvalijar al marido y cuñado
respectivamente, de modo que puedan hacer el gran negocio de su vida explotando
a los obreros con el salario más bajo de los alrededores. La promesa de un
matrimonio entre el nieto tonto y la hija dulce, tierna, hermosa e ingenua de
la malvada Regina Hubbard, con que quieren compensar al hermano tonto de la
primera, hallará aquí una enemiga a la altura de la propia Bette Davis, su
cuñada Birdie, quien se opone a ese matrimonio que, por supuesto, hace reír ala
hija de Regina, Alexandra, quien está enamorada de un periodista soñador y
rebelde, con quien tiene, cuando la despide en la estación, una escena
memorable. Ahora que menciona esta secuencia, caigo en la cuenta de que,
mientras veía ambas películas, pero especialmente La loba, pensaba mucho
en las abundantes similitudes de ambientación, tono, estilo e incluso retratos de
los principales personajes, con la obra de Ford dedicada a la vida del Sur
usamericano. El comienzo de La loba, por ejemplo, recuerda mucho el de El
sol siempre brilla en Kentucky, por ejemplo, una de las mejores películas de
Ford nunca reconocida como tal.
Birdie, esposa maltratada
de Óscar, el hermano tonto entre los tres, tiene una secuencia, la de la
confesión de su alcoholismo, en el que se refugia de las adversidades con las
que ha convivir a diario, que tiene la virtud de comenzar a abrirle los ojos a
Alexandra. El espíritu sensible y cultivado de Birdie es un trasunto, en esta
mezcla de características entre los personajes de las dos películas, de la
esposa del padre en la precuela: ambas nos muestran el lado positivo de la vida
cuando la sensibilidad la gobierna, y tiene su más alta recompensa cuando en la
cena con el capitalista que se va a aliar con los tres hermanos es a ella a
quien le dedica las mas delicadas atenciones, ante la sorpresa de su rudo y
violento marido.
En cualquier caso, el carácter sensual de
la Regina de la precuela, que no duda en coquetear con su propio padre para
conseguir sus fines, se ha convertido en La loba, en el retrato de una mujer a
la que solo mueve el interés por el dinero y una posición que muy probablemente
de nada le sirva cuando… ¡bueno, y quién ignora que uno de los momentos cumbre
de la película es cuando ella deja morir a su marido enfermo!, para nada le
sirva al quedarse sola y más que sola, sin el consuelo de «dirigir» el destino
de una hija que, horrorizada, se aleja de su lado nada más comprobar hasta
dónde llega la maldad diabólica de su madre… A este respecto, ¡qué sabia
Hellman al incluir en la «precuela» la maldición que arroja contra el hijo que
se lo roba todo: «vivirás eternamente solo», que en La loba sigue vigente,
porque el hermano mayor sigue soltero, pero a quien se dirigía era a quien
representa la maldad absoluta, en este caso la hija, Regina, en quien se cumple
aquella maldición.
No he llegado a
tanto como a ponerme las dos películas en dos pantallas al mismo tiempo, pero
hay una unidad de realización entre ambas que les confieren un aire de familia
que trasciende el origen teatral de ambos textos, como si Michael Gordon
hubiera querido rendir un entrañable homenaje de admiración a William Wyler,
por más que fuera coetáneo suyo, ¡y a fe
que lo ha conseguido!
En todo caso,
conviene alertar a los espectadores para que vean con mucha atención una
secuencia inmortal: la del afeitado conjunto del padre y el hijo, cuando este
revela los bonos que su tío guarda en la caja fuerte del banco donde ha sido
empleado por estricta caridad, porque esa muestra inequívoca de gran cine.
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