lunes, 22 de noviembre de 2021

«Los duelistas», de Ridley Scott, el más prometedor de los comienzos…

El «odio fou» o los escenarios de la fijación: una ópera prima deslumbrante.

 

Título original: The Duellists

Año: 1977

Duración: 101 min.

País: Reino Unido

Dirección: Ridley Scott

Guion: Gerald Vaughan-Hughes. Novela: Joseph Conrad

Música: Howard Blake

Fotografía: Frank Tidy

Reparto: Keith Carradine, Harvey Keitel, Edward Fox, Albert Finney, Cristina Raines, Robert Stephens, Tom Conti, Diana Quick, John McEnery.

 

         ¡Qué ganas tenía de volver a ver Los duelistas, después de lo mucho que me impactó en la juventud esta suerte de western extraño en el que el escenario pesa tanto como la propia rivalidad de dos hombres, sobre todo de uno de ellos, que ha hecho de la «cuestión de honor» una suerte de asunto religioso que no admite componendas, paripé ni transacciones de ningún tipo! En su momento no caí en ello, a pesar de mi inveterada afición al cine, iniciada en la niñez, pero mientras volvía a verla no dejaba de hacerme una pregunta tan recurrente como la repetición de los enfrentamientos de estos dos duelistas franceses: ¡qué capacidad de seducción tan enorme no hubo de tener Ridley Scott para convencer a los productores de que invirtiesen tantísimo dinero en una ópera prima que, además, parecía dirigida a un sector muy minoritario de la audiencia, dado el desarrollo argumental, el minimalismo del tema y el esteticismo asociado a unos exteriores de marcado cariz romántico, como la lucha final en las ruinas! La respuesta, sin embargo, choca muchísimo con la idea de la gran superproducción: No llegó ni al millón de dólares la producción, básicamente de la Paramount, pero lo que sí se cumplió fue el fracaso de taquilla. Solo con la relativamente reciente edición en DVD, la compañía ha recuperado el dinero que invirtió hace tantísimos años. ¿Cuál fue el secreto? La experiencia de Scott en el mundo de la publicidad, lo que le da un dominio de la puesta en escena tan apabullante que aparenta el gasto que no hubo. De esos orígenes publicitarios, de los que Scott está tan orgulloso, proviene la estructura de la película, en forma de breves cortos que suceden en espacios distintos para marcar los enfrentamientos que a lo largo de 15 años los dos oficiales napoleónicos mantuvieron, un auténtico tour de force en el que empeñan algo más que su integridad física, porque, al menos a D’Hubert (Keith Carradine) no deja de planteársele como un insoluble enigma la obcecación, fijación y determinación asesina de Feraud (Harvey Keitel). En ese largo proceso de enfrentamientos, D’Hubert acaba muy maltrecho, físicamente, y Feraud, por su extrema lealtad a Napoleón, a punto de ser ejecutado, muerte de la que es salvado por la intercesión de su contrincante, lo cual aún espolea con mayor intensidad la voluntad ciega de Feraud de batirse con él para «dejarlo en el sitio».

         La estética de la película, al menos por lo que se refiere a los interiores, es deudora total de una película que, a ese respecto técnico, marcó un antes y un después, Barry Lyndon, de Stanley Kubrick. Los exteriores, concienzudamente buscados para potenciar desde su belleza el absurdo de la intención deletérea de los combatientes, son de una belleza extraordinaria y tienen un peso específico de capital importancia en el desarrollo de la relativamente monótona acción, aunque los enfrentamientos, en esos escenarios, se convierten en una suerte de dramático ballet de esgrima que cautiva la atención del espectador. No hay más que recordar la escena de la campaña napoleónica en Rusia para percatarnos del mimo con que se han cuidado todos los detalles de la puesta en escena, de modo que Scott consigue un impacto poético notabilísimo. Ese es el gran contraste de la película. Por en medio hay varias historias de pasiones soldadescas de las de un amor en cada país, sin excluir los de pago, pero incluso a los fieros militares franceses que aterrorizaron media Europa les llega el tiempo del sosiego y la vida doméstica. Eso le ocurre a D’Hubert cuando su hermana le organiza un casamiento que es de su entero agrado. La escena de la declaración, mientras él intenta controlar los impulsos de su caballo, tiene un cariz cómico que no aparece, salvo muy parcialmente, en el resto de la película, cuya acción gira única y exclusivamente en torno a las oportunidades de que pueden disfrutar ambos contendientes para batirse en el campo del honor.

         La estructura de pequeñas miniaturas preciosistas le quita, es cierto, agilidad narrativa a la película, aunque gana en profundidad estética, de modo que la fotografía de Frank Tidy adquiere un protagonismo determinante en el desarrollo de la misma, y recuerda notablemente a algunas de las películas de asunto histórico de Eric Rohmer, como La marquesa de O  o La inglesa y el duque, por ejemplo. Tidy formaba parte del equipo con el que trabajó Scott en el cine publicitario, lo cual debió de permitir un entendimiento cuyo fruto a la vista está, para deleite de los espectadores.

         Estamos ante la ópera prima de Scott, pero creo que pocas hay tan prometedoras como la suya, porque en modo alguno lo parece, sino lo contrario, una obra de madurez a la que se ha llegado tras no pocas horas de rodaje. En el caso de Scott esa experiencia fue adquirida, sin embargo, en la publicidad. Cualquier aficionado a bucear en este Ojo sabe lo mucho que me interesan las óperas primas de los cineastas, y hasta he llegado a pensar en exportar todas las críticas de las mismas a un blog complementario de este Ojo. No sé. Todo a su debido momento. En cualquier caso, lo determinante es que esta película deslumbrante le abrió a Scott las puertas para ulteriores producciones con una entidad mayor, aunque no siempre con resultados como los de este brillante inicio suyo.

         La película sigue fielmente la historia de Joseph Conrad, una novela corta que llegó a tener tres títulos, basada a su vez, al parecer, en una historia real y documentada, algo que, intuitivamente, se puede percibir en el carácter demasiado humano de esa fijación absurda, capaz, sin embargo, de condicionar, de algún modo, la existencia de una persona. Podríamos hablar, en cierta manera, de un carácter narcisista alimentado por la violencia de su obsesión. Tampoco es descartable pensar esta relación de los contendientes como una deturpación del entusiasmo romántico, dada la melancolía que provoca en el protagonista, Feraud, la contrariedad final de sus fieros deseos.

         Las interpretaciones de, en aquel año, dos jóvenes actores como Carradine y Keitel son magníficas, sobre todo la del oscuro y enrevesado anímicamente Feraud (Keitel), soberbio en todo momento.

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