El «odio fou» o los escenarios de la fijación: una ópera prima deslumbrante.
Título original: The
Duellists
Año: 1977
Duración: 101 min.
País: Reino Unido
Dirección: Ridley Scott
Guion: Gerald Vaughan-Hughes. Novela:
Joseph Conrad
Música: Howard Blake
Fotografía: Frank Tidy
Reparto: Keith Carradine, Harvey Keitel, Edward Fox, Albert Finney,
Cristina Raines, Robert Stephens, Tom Conti, Diana Quick, John McEnery.
¡Qué ganas tenía de volver a ver
Los duelistas, después de lo mucho que me impactó en la juventud esta
suerte de western extraño en el que el escenario pesa tanto como la
propia rivalidad de dos hombres, sobre todo de uno de ellos, que ha hecho de la
«cuestión de honor» una suerte de asunto religioso que no admite componendas,
paripé ni transacciones de ningún tipo! En su momento no caí en ello, a pesar
de mi inveterada afición al cine, iniciada en la niñez, pero mientras volvía a
verla no dejaba de hacerme una pregunta tan recurrente como la repetición de
los enfrentamientos de estos dos duelistas franceses: ¡qué capacidad de seducción
tan enorme no hubo de tener Ridley Scott para convencer a los productores de
que invirtiesen tantísimo dinero en una ópera prima que, además, parecía
dirigida a un sector muy minoritario de la audiencia, dado el desarrollo
argumental, el minimalismo del tema y el esteticismo asociado a unos exteriores
de marcado cariz romántico, como la lucha final en las ruinas! La respuesta,
sin embargo, choca muchísimo con la idea de la gran superproducción: No llegó
ni al millón de dólares la producción, básicamente de la Paramount, pero lo que
sí se cumplió fue el fracaso de taquilla. Solo con la relativamente reciente
edición en DVD, la compañía ha recuperado el dinero que invirtió hace tantísimos
años. ¿Cuál fue el secreto? La experiencia de Scott en el mundo de la
publicidad, lo que le da un dominio de la puesta en escena tan apabullante que
aparenta el gasto que no hubo. De esos orígenes publicitarios, de los que Scott
está tan orgulloso, proviene la estructura de la película, en forma de breves
cortos que suceden en espacios distintos para marcar los enfrentamientos que a
lo largo de 15 años los dos oficiales napoleónicos mantuvieron, un auténtico tour
de force en el que empeñan algo más que su integridad física, porque, al
menos a D’Hubert (Keith Carradine) no deja de planteársele como un insoluble
enigma la obcecación, fijación y determinación asesina de Feraud (Harvey
Keitel). En ese largo proceso de enfrentamientos, D’Hubert acaba muy maltrecho,
físicamente, y Feraud, por su extrema lealtad a Napoleón, a punto de ser
ejecutado, muerte de la que es salvado por la intercesión de su contrincante,
lo cual aún espolea con mayor intensidad la voluntad ciega de Feraud de batirse
con él para «dejarlo en el sitio».
La estética de
la película, al menos por lo que se refiere a los interiores, es deudora total
de una película que, a ese respecto técnico, marcó un antes y un después, Barry
Lyndon, de Stanley Kubrick. Los exteriores, concienzudamente buscados para potenciar
desde su belleza el absurdo de la intención deletérea de los combatientes, son
de una belleza extraordinaria y tienen un peso específico de capital
importancia en el desarrollo de la relativamente monótona acción, aunque los
enfrentamientos, en esos escenarios, se convierten en una suerte de dramático ballet
de esgrima que cautiva la atención del espectador. No hay más que recordar la
escena de la campaña napoleónica en Rusia para percatarnos del mimo con que se
han cuidado todos los detalles de la puesta en escena, de modo que Scott
consigue un impacto poético notabilísimo. Ese es el gran contraste de la película.
Por en medio hay varias historias de pasiones soldadescas de las de un amor en
cada país, sin excluir los de pago, pero incluso a los fieros militares
franceses que aterrorizaron media Europa les llega el tiempo del sosiego y la
vida doméstica. Eso le ocurre a D’Hubert cuando su hermana le organiza un
casamiento que es de su entero agrado. La escena de la declaración, mientras él
intenta controlar los impulsos de su caballo, tiene un cariz cómico que no
aparece, salvo muy parcialmente, en el resto de la película, cuya acción gira
única y exclusivamente en torno a las oportunidades de que pueden disfrutar
ambos contendientes para batirse en el campo del honor.
La estructura
de pequeñas miniaturas preciosistas le quita, es cierto, agilidad narrativa a
la película, aunque gana en profundidad estética, de modo que la fotografía de Frank
Tidy adquiere un protagonismo determinante en el desarrollo de la misma, y
recuerda notablemente a algunas de las películas de asunto histórico de Eric
Rohmer, como La marquesa de O o La
inglesa y el duque, por ejemplo. Tidy formaba parte del equipo con el que
trabajó Scott en el cine publicitario, lo cual debió de permitir un
entendimiento cuyo fruto a la vista está, para deleite de los espectadores.
Estamos ante la
ópera prima de Scott, pero creo que pocas hay tan prometedoras como la suya,
porque en modo alguno lo parece, sino lo contrario, una obra de madurez a la
que se ha llegado tras no pocas horas de rodaje. En el caso de Scott esa
experiencia fue adquirida, sin embargo, en la publicidad. Cualquier aficionado
a bucear en este Ojo sabe lo mucho que me interesan las óperas primas de
los cineastas, y hasta he llegado a pensar en exportar todas las críticas de
las mismas a un blog complementario de este Ojo. No sé. Todo a su debido
momento. En cualquier caso, lo determinante es que esta película deslumbrante
le abrió a Scott las puertas para ulteriores producciones con una entidad
mayor, aunque no siempre con resultados como los de este brillante inicio suyo.
La película
sigue fielmente la historia de Joseph Conrad, una novela corta que llegó a
tener tres títulos, basada a su vez, al parecer, en una historia real y
documentada, algo que, intuitivamente, se puede percibir en el carácter demasiado
humano de esa fijación absurda, capaz, sin embargo, de condicionar, de algún
modo, la existencia de una persona. Podríamos hablar, en cierta manera, de un
carácter narcisista alimentado por la violencia de su obsesión. Tampoco es
descartable pensar esta relación de los contendientes como una deturpación del
entusiasmo romántico, dada la melancolía que provoca en el protagonista, Feraud,
la contrariedad final de sus fieros deseos.
Las interpretaciones
de, en aquel año, dos jóvenes actores como Carradine y Keitel son magníficas,
sobre todo la del oscuro y enrevesado anímicamente Feraud (Keitel), soberbio en
todo momento.
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