Extraña pareja, Joanne Woodward y Robert Wagner, para una estilizada película sobre una novela del autor de La semilla del Diablo, Ira Levin.
Título original: A Kiss Before Dying
Año: 1956
Duración: 94 min.
País:s Estados Unidos
Dirección: Gerd Oswald
Guion: Lawrence Roman. Novela:
Ira Levin
Música: Lionel Newman
Fotografía: Lucien Ballard
Reparto: Robert Wagner, Jeffrey Hunter, Virginia Leith, Joanne Woodward,
Mary Astor, George Macready, Robert Quarry, Howard Petrie, Bill Walker.
Ópera prima de un autor con
breve filmografía y amplia dedicación a la realización en televisión, lo que impidió,
a buen seguro, poder disfrutar hoy de películas tan redondas como este
thriller, angustioso por momentos, perfectamente trazado con mano maestra por
un autor ducho en los misterios y el suspense como Ira Levin, de una de cuyas
obras hizo Polanski un auténtico clásico: La semilla del diablo, con
otra extraña pero efectiva pareja: Mia Farrow y John Cassavetes.
Un beso antes
de morir está ambientada en un College usamericano de una relativamente
pequeña población y arranca con la comunicación al novio de la protagonista de
que esta se ha quedado embarazada. Desde ese momento, y a pesar de la dulzura
con la que él la trata, una voz de terciopelo para unas intenciones a
redropelo, asistimos a una representación teatral en la que el protagonista va
perdiendo los nervios en momentos muy concretos y breves, pero que indican un
desasosiego cuyo origen desconoce el espectador. Tardaremos mucho en entender
por qué el protagonista pasa de «dar largas» al deseo de ella de que contraigan
matrimonio inmediatamente y lo sustituye por un plan de asesinato que, insisto,
nos cuesta entender como espectadores. No parece el más civilizado de los métodos
para rehuir la responsabilidad de un embarazo, ciertamente, y, cuando ella
insiste en que no quiere saber nada de su padre, no reparamos en la
trascendencia que, en ese momento, para el protagonista, tienen esas palabras.
Lo sabremos a posteriori, una vez se haya consumado el asesinato en una
secuencia en la azotea tan llena de tensión como de excelentes planos que
recuerdan notablemente lo mejor de Hitchcock, referente indiscutible de este
autor cuyo debut tras la cámara no pudo ser ni más profesional ni más exitoso.
Por supuesto que Woodward y Wagner componen una pareja de jóvenes actores
llenos de magnetismo, pero la trama que los vincula y que va reduciendo las
posibilidades de él de escaparse del compromiso, aboca a un asesinato que, como
siempre ocurre, no será el único de la película, porque la posibilidad de los «cabos
sueltos» aterra a cualquier asesino cerebral, no impulsivo, como el que se retrata
en esta película. La diferencia de clase entre ambos, por otro lado, ha de
tenerse en cuenta a la hora de entender de qué va la película, y por ahí es por
donde la renuncia a ser ayudada por su padre, a quien aborrece y de quien no
quiere nada, actúa como primer motor de la decisión asesina del joven. Aunque
Joanne Woodward, muy joven en esa película, aparece como una estudiante de
universidad, compañera de Wagner, lo cierto es que le han encasquetado un
peinado que no la favorece en absoluto y la avejenta de tal modo que choca lo
suyo con el flamante, esbelto y muy guapo Robert Wagner, en un papel de bello
despiadado que riza, ciertamente. Las escenas de la universidad y la vida de
ocio en esa pequeña ciudad, con los vestidos femeninos de falda de amplio vuelo
y los coches descapotables enormes, parecen una recreación de época pero son,
en realidad, “la” época, y aparecen en pantalla, vista la película hoy, como
una especialísima puesta en escena, si descontamos, insisto, el atroz peinado
que le infligieron a la belleza singular de Woodward. Recordemos, por otro
lado, que la actriz estaba a un año de ganar el Oscar por Las tres caras de
Eva, de Nunnally Johnson, en una de sus raras apariciones tras la cámara, relegando
temporalmente su bien ganada fama en la escritura de guiones. En su segunda
aparición ante las cámaras, de Joanne Woodward, diríamos que su papel es
relativamente secundario, pero «llena», ¡y de qué manera tan especial!, un
tercio de la película. Así que es asesinada por su desesperado novio, de quien
ya sabemos que vive con su madre —impecable Mary Astor, a quien acabo de ver,
sugestiva, atractiva y elegante en Desengaño, de William Wyler—, que no
andan muy bien de dinero y de que sufre por no estar a la altura de las muchas
expectativas que los demás tienen acerca de él para su inmediato futuro, la película
da un giro sorprendente.
Aparecen la
hermana y el padre para seguir de cerca una investigación que no tarda en
concluir, por las pruebas fabricadas por el novio, que se trata de un suicidio
evidente. El hijo del sheriff del condado, y profesor de la hermana fallecida en
la universidad, cede, por lo que le impresiona la belleza de la dolida hermana,
a considerar que su intuición de que su hermana ha sido asesinada, una prueba evidente
de lo cual le parece el descubrimiento de por qué estaba su hermana en el
edificio donde se celebraban los matrimonios por lo civil: something old,
something new, something borrowed, something blue… —que excluye el final de
la fórmula victoriana de la que
procede: and a silver sixpence in my shoe—, de donde se deduce con suma
facilidad que estaba en la oficina de matrimonios para conseguir una licencia
de su unión con el padre de su futuro hijo, un embarazo del que nadie en la familia
sabe nada y del que la autopsia tampoco informa.
¿Cómo se complica
la trama para dejarnos de una pieza? Cuando el asesino de la hermana aparece en
casa de su familia en aceptada calidad de pretendiente de la hermana. Ahí sí
que todos los esquemas previos se nos deshacen y las conclusiones sobre el
asesinato de la hermana se desvanecen y al tiempo fortalecen lo mucho que la
presencia de la criatura le arruinaba todos sus planes.
No diré nada
más, porque tras dos suicidios que aparentemente son dados por buenos por la
policía y la Justicia, no parece que haya posibilidades de que «el bien»
triunfe; pero…
Hala, no se
demoren, vayan a Filmin a ver la película y a disfrutar con ella, porque tiene
un final francamente impactante y hitchcockiano. Es cierto que la puesta en
escena en la mansión de la familia no es tan atractiva como en la universidad y
el pequeño pueblo en el que transcurre la primera mitad de la película, pero
las interpretaciones lo compensan con creces, tanto la de Wagner como la de
Mary Astor, por breve que sea, como la del padre, George MacReady, el patrón de
Glenn Ford en Gilda, de Charles Vidor, y, por supuesto, la de la seductora
Virginia Leith que se inició en el cine en la ópera prima de Stanley Kubrick,
criticada en este Ojo: Fear and Desire.
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