Una crítica de
la banalidad de los circuitos del arte en el marco de una divertida película
de terror.
Título original: Velvet
Buzzsaw
Año: 2019
Duración: 109 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Dan Gilroy
Guion: Dan Gilroy
Música: Marco Beltrami
Fotografía: Robert Elswit
Reparto: Jake Gyllenhaal, René Russo, Zawe Ashton, Toni Collette, John
Malkovich, Tom Sturridge, Natalia Dyer, Billy Magnussen, Daveed Diggs, Damon
O'Daniel, Valentina Gordon, Peter Gadiot, Pisay Pao, Steven Williams, Kevin
Carroll, James Paxton, Kassandra Voyagis, Pat Healy, John Fleck, Mark Steger,
Andrea Marcovicci, Christopher Darga, Marco Rodríguez, Kristen Rakes, Sal
López, Jasmin Marsters, Time Winters, Scott Peat, Mark Leslie Ford, Rebecca
Klingler, Mike Ostroski, Ian Alda.
Vaya, pues no me va a quedar más
remedio, a la vista de la descalificación general que ha sufrido esta película,
que convertirme en defensor de las causas perdidas, algo que tiene una
excelente recompensa, porque erigirse en degustador y apreciador de lo que todo
el mundo aborrece «genera» ego complacido por arrobas. No obstante, trataré de
explicar brevemente, como acostumbro, el porqué de mi placer como espectador.
Antes, eso sí, recordemos que Dan Gilroy es el creador de una obra excepcional:
Nightcrwaler, una película que, como dije en su crítica, aquí,
debería de verse en el primer curso de todas las escuelas de administración de
empresas. El respeto debido al autor, pues, exige tomarse en serio la crítica
de una película en la que se vapulea contundentemente a los críticos y hay una
mofa deliberada y potente de la engañifa que, a veces, es el arte moderno por
el que se pagan autenticas millonadas que nos abren las carnes a los devotos de
Caravaggio o Velázquez, pongamos por caso, pero también del mejor Juan Gris y
de Otto Dix.
Vaya por delante que no es una película
como La mejor oferta, de Tornatore, ¡ni mucho menos como Michael,
de Dreyer!, pero dentro del género de terror es una curiosa aportación, llena
de comicidad crítica, que distraerá a los espectadores que valoren ese macabro
sentido del humor, y pondré un ejemplo escalofriante del mismo: una galerista
queda encerrada en una exposición de artistas innovadores y, al meter la mano
en una abertura de una de las piezas para experimentar otra percepción del
fenómeno artístico, un salvaje mecanismo del aparato le secciona el brazo casia
la altura del hombro, tras lo cual cae desvanecida y, a esa hora de la noche en
que no hay nadie en la sala de exposiciones, muere desangrada. Hasta aquí, todo
normal, un ejercicio de gore. Pero un personaje describe lo que pasó al día siguiente,
que los espectadores creyeron que ese «montaje» formaba parte de la «instalación»
artística y pasaban junto a la macabra escena con aire circunspecto, hasta que
llegaron los chiquillos de un colegio y, traviesos como ellos solos,
chapotearon en la sangre para dejar impresas las huellas en los alrededores de
la «pieza». ¿Ven por dónde va la cosa? Pues, como en las películas de horribles
maldiciones que se cumplen porque ha habido una profanación que provoca las
muertes, el hilo conductor nos habla aquí de un pintor «maldito», Dease —¡tan cercano
fonéticamente a «deceased»!— cuya obra se exhibe y se vende, aunque él dejó
escrito, antes de su muerte, que fuera toda ella destruida. Cuadros suyos
cuelgan en diferentes espacios públicos y privados, de tal manera que a partir
de ellos se va a generar una amenaza contra sus poseedores que adopta las
formas de venganza más imaginativas que se hayan visto últimamente en las
pantallas. El asunto puede parecer de películas terroríficas de serie B, y así
es, pero el envoltorio crítico y estético que tantísimo destaca nos muestra un
cumplido censo de la vanidad, la soberbia y la avaricia, amén del poderoso don
especulativo que permite ese terreno tan complejo y usualmente banal de lo que
conocemos por arte contemporáneo, y aún me acuerdo de aquella «instalación»
de unos 200 0 300 patitos de goma en el suelo de un museo ante la que se
paraban los visitantes como se pararon los del cadáver desangrado en el suelo…
La película transcurre en Los Ángeles y
hay planos de la ciudad nocturna, propiamente como otra instalación artística
más, que actúan a modo de cortinillas que separan los episodios de la venganza.
En esa meca de la vanidad, la banalidad y la venalidad, Gilroy nos describirá
el mundo por de dentro de las galerías de arte, un reputadísimo crítico con
capacidad para poner en la órbita de los grandes coleccionistas ciertas obras y
hundir, con idénticas armas, otras reputaciones, y los seres que pululan alrededor
de ese mercado que genera sólidos beneficios. De alguna manera, y a pesar del
amaneramiento del crítico bisexual que encarna Jake Gyllenhaal, cuyos problemas
de visión no dejan de ser un excelente guiño crítico sobre el personaje, me ha
recordado a otro crítico, con más entidad y de otra escuela interpretativa,
pero con idéntico poder, al J.J. Hunsecke de Chantaje en Broadway, de
Alexander Mackendrick, aunque hay un abismo entre ambas películas, por
supuesto. Gyllenhaal realiza un tour de force interpretativo, eso está claro,
y a su alrededor gira un elenco sobresaliente que nos permite comprender el
subsistema social que se mueve en torno al complejo, al «artificioso» mundo del
arte moderno, aunque tengan papeles tan breves como el de un Malkovich cuya
presencia en los inicios de la película y en las imágenes explícitas del final,
trazando círculos en la arena de una playa que las olas no tardan en borrar,
tienen una capacidad de hacer verosímil algo que, en la medida en que es una
película de terror, más responde a los calenturientos esquemas del género que a
una obra realista, aunque la habilidad de Gilroy es esa: mostrar una sátira
verosímil, muy realista, del funcionamiento y la *caprichosería de ese mundillo
artístico y, al tiempo, meterle el miedo en el cuerpo al espectador con una
puesta en escena magnífica de los asesinatos que quedan sin respuesta posible.
En la medida en que no es una película al uso, tampoco aparece ninguna
investigación policial. Se trata del viejo esquema del ajuste de cuentas que,
como en tantísimas películas, va eliminando a los profanadores de uno en uno,
con recursos muy imaginativos y de los que poco o nada debo decir.
Por otro lado, y aquí la película sí que
se acerca más a la de Tornatore, la puesta en escena, dado el mundillo en que
se centra la trama, es de una exquisitez estética absoluta. Solo los planos de
la casa de la dueña de la galería y de la obra que dejó el artista maldito
constituyen un recreo para la vista impresionante, dado el enclave de la misma
en una elevación del terreno con vistas a un paisaje montañoso bellísimo. La
inquietante presencia en su hogar de un gato Sphynx o egipcio, le proporciona a
la película esa vinculación con ciertas «maneras» de la Hammer que son de
agradecer.
Tengo la impresión de que no se ha sabido
entender bien esa mezcla de géneros que nos propone Gilroy, y me parece que,
andando el tiempo, la película será mejor valorado. De momento, a quien le
guste el humor negro —elevando este ordenador desde el que escribo, para que no
se caliente, tengo un libro de Chumy Chumez…—, le aseguro que va a disfrutar de
lo lindo con esta película cuyos diálogos mordaces y rápidos son uno de sus
mejores alicientes.
Si no ando equivocado, solo se ha
estrenado en Netflix.
Por cierto, el título, en clave, alude a
los genitales femeninos y también al sexo oral que, moviendo la cabeza de un
lado a otro, frota con la lengua el clítoris, al modo de esa «sierra» de
terciopelo a la que se refiere el título.
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