lunes, 8 de noviembre de 2021

«Velvet Buzzsaw», de Dan Gilroy o el divertido humor macabro.

 

Una crítica de la banalidad de los circuitos del arte en el marco de una divertida película de terror.

 

Título original: Velvet Buzzsaw

Año: 2019

Duración: 109 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Dan Gilroy

Guion: Dan Gilroy

Música: Marco Beltrami

Fotografía: Robert Elswit

Reparto: Jake Gyllenhaal, René Russo, Zawe Ashton, Toni Collette, John Malkovich, Tom Sturridge, Natalia Dyer, Billy Magnussen, Daveed Diggs, Damon O'Daniel, Valentina Gordon, Peter Gadiot, Pisay Pao, Steven Williams, Kevin Carroll, James Paxton, Kassandra Voyagis, Pat Healy, John Fleck, Mark Steger, Andrea Marcovicci, Christopher Darga, Marco Rodríguez, Kristen Rakes, Sal López, Jasmin Marsters, Time Winters, Scott Peat, Mark Leslie Ford, Rebecca Klingler, Mike Ostroski, Ian Alda.

 

         Vaya, pues no me va a quedar más remedio, a la vista de la descalificación general que ha sufrido esta película, que convertirme en defensor de las causas perdidas, algo que tiene una excelente recompensa, porque erigirse en degustador y apreciador de lo que todo el mundo aborrece «genera» ego complacido por arrobas. No obstante, trataré de explicar brevemente, como acostumbro, el porqué de mi placer como espectador. Antes, eso sí, recordemos que Dan Gilroy es el creador de una obra excepcional: Nightcrwaler, una película que, como dije en su crítica, aquí, debería de verse en el primer curso de todas las escuelas de administración de empresas. El respeto debido al autor, pues, exige tomarse en serio la crítica de una película en la que se vapulea contundentemente a los críticos y hay una mofa deliberada y potente de la engañifa que, a veces, es el arte moderno por el que se pagan autenticas millonadas que nos abren las carnes a los devotos de Caravaggio o Velázquez, pongamos por caso, pero también del mejor Juan Gris y de Otto Dix.

Vaya por delante que no es una película como La mejor oferta, de Tornatore, ¡ni mucho menos como Michael, de Dreyer!, pero dentro del género de terror es una curiosa aportación, llena de comicidad crítica, que distraerá a los espectadores que valoren ese macabro sentido del humor, y pondré un ejemplo escalofriante del mismo: una galerista queda encerrada en una exposición de artistas innovadores y, al meter la mano en una abertura de una de las piezas para experimentar otra percepción del fenómeno artístico, un salvaje mecanismo del aparato le secciona el brazo casia la altura del hombro, tras lo cual cae desvanecida y, a esa hora de la noche en que no hay nadie en la sala de exposiciones, muere desangrada. Hasta aquí, todo normal, un ejercicio de gore. Pero un personaje describe lo que pasó al día siguiente, que los espectadores creyeron que ese «montaje» formaba parte de la «instalación» artística y pasaban junto a la macabra escena con aire circunspecto, hasta que llegaron los chiquillos de un colegio y, traviesos como ellos solos, chapotearon en la sangre para dejar impresas las huellas en los alrededores de la «pieza». ¿Ven por dónde va la cosa? Pues, como en las películas de horribles maldiciones que se cumplen porque ha habido una profanación que provoca las muertes, el hilo conductor nos habla aquí de un pintor «maldito», Dease —¡tan cercano fonéticamente a «deceased»!— cuya obra se exhibe y se vende, aunque él dejó escrito, antes de su muerte, que fuera toda ella destruida. Cuadros suyos cuelgan en diferentes espacios públicos y privados, de tal manera que a partir de ellos se va a generar una amenaza contra sus poseedores que adopta las formas de venganza más imaginativas que se hayan visto últimamente en las pantallas. El asunto puede parecer de películas terroríficas de serie B, y así es, pero el envoltorio crítico y estético que tantísimo destaca nos muestra un cumplido censo de la vanidad, la soberbia y la avaricia, amén del poderoso don especulativo que permite ese terreno tan complejo y usualmente banal de lo que conocemos por arte contemporáneo, y aún me acuerdo de aquella «instalación» de unos 200 0 300 patitos de goma en el suelo de un museo ante la que se paraban los visitantes como se pararon los del cadáver desangrado en el suelo…

La película transcurre en Los Ángeles y hay planos de la ciudad nocturna, propiamente como otra instalación artística más, que actúan a modo de cortinillas que separan los episodios de la venganza. En esa meca de la vanidad, la banalidad y la venalidad, Gilroy nos describirá el mundo por de dentro de las galerías de arte, un reputadísimo crítico con capacidad para poner en la órbita de los grandes coleccionistas ciertas obras y hundir, con idénticas armas, otras reputaciones, y los seres que pululan alrededor de ese mercado que genera sólidos beneficios. De alguna manera, y a pesar del amaneramiento del crítico bisexual que encarna Jake Gyllenhaal, cuyos problemas de visión no dejan de ser un excelente guiño crítico sobre el personaje, me ha recordado a otro crítico, con más entidad y de otra escuela interpretativa, pero con idéntico poder, al J.J. Hunsecke de Chantaje en Broadway, de Alexander Mackendrick, aunque hay un abismo entre ambas películas, por supuesto. Gyllenhaal realiza un tour de force interpretativo, eso está claro, y a su alrededor gira un elenco sobresaliente que nos permite comprender el subsistema social que se mueve en torno al complejo, al «artificioso» mundo del arte moderno, aunque tengan papeles tan breves como el de un Malkovich cuya presencia en los inicios de la película y en las imágenes explícitas del final, trazando círculos en la arena de una playa que las olas no tardan en borrar, tienen una capacidad de hacer verosímil algo que, en la medida en que es una película de terror, más responde a los calenturientos esquemas del género que a una obra realista, aunque la habilidad de Gilroy es esa: mostrar una sátira verosímil, muy realista, del funcionamiento y la *caprichosería de ese mundillo artístico y, al tiempo, meterle el miedo en el cuerpo al espectador con una puesta en escena magnífica de los asesinatos que quedan sin respuesta posible. En la medida en que no es una película al uso, tampoco aparece ninguna investigación policial. Se trata del viejo esquema del ajuste de cuentas que, como en tantísimas películas, va eliminando a los profanadores de uno en uno, con recursos muy imaginativos y de los que poco o nada debo decir.

Por otro lado, y aquí la película sí que se acerca más a la de Tornatore, la puesta en escena, dado el mundillo en que se centra la trama, es de una exquisitez estética absoluta. Solo los planos de la casa de la dueña de la galería y de la obra que dejó el artista maldito constituyen un recreo para la vista impresionante, dado el enclave de la misma en una elevación del terreno con vistas a un paisaje montañoso bellísimo. La inquietante presencia en su hogar de un gato Sphynx o egipcio, le proporciona a la película esa vinculación con ciertas «maneras» de la Hammer que son de agradecer.

Tengo la impresión de que no se ha sabido entender bien esa mezcla de géneros que nos propone Gilroy, y me parece que, andando el tiempo, la película será mejor valorado. De momento, a quien le guste el humor negro —elevando este ordenador desde el que escribo, para que no se caliente, tengo un libro de Chumy Chumez…—, le aseguro que va a disfrutar de lo lindo con esta película cuyos diálogos mordaces y rápidos son uno de sus mejores alicientes.

Si no ando equivocado, solo se ha estrenado en Netflix.

Por cierto, el título, en clave, alude a los genitales femeninos y también al sexo oral que, moviendo la cabeza de un lado a otro, frota con la lengua el clítoris, al modo de esa «sierra» de terciopelo a la que se refiere el título.

No hay comentarios:

Publicar un comentario