sábado, 6 de noviembre de 2021

«Maelström», de Denis Villeneuve, antes de la fama global.

 

Los caminos erráticos de la culpa y la expiación, cubiertos de escamas…

 

Título original: Maelström (Maelstrom)

Año: 2000

Duración: 87 min.

País:  Canadá

Dirección: Denis Villeneuve

Guion: Denis Villeneuve

Música: Pierre Desrochers

Fotografía: André Turpin

Reparto: Marie-Josée Croze, Jean-Nicolas Verreault, Stephanie Morgenstern, Marc Gélinas, Bobby Beshro, John Dunn-Hill, Marie-France Lambert, Virginie Dubois.

        

         Que un mero gigante, a punto de ser descuartizado por un matarife de pescados en un escenario que remite al interior de la ballena donde Jonás habitara, tome la palabra y te comience a contar la historia de un personaje al que conoceremos inmediatamente en una clínica, donde se le practica un aborto por aspiración que se filma con toda crudeza científica, no es en modo alguno un arranque convencional para una historia, máxime si al pobre mero lo van a decapitar antes de acabar su historia, ¿o su fábula?, porque, al revés de nuestros clásicos, el animal es, en esta arriesgada película de Villeneuve, quien toma la palabra para intentar contarnos una fábula de humanos desorientados y perdidos en sus pequeños mundos en los que, a veces, casi siempre, acaban ahogándose. Retengan esta última reflexión, porque, hacia la mitad de la película, un buzo le dará un giro a la historia que nos dejará sin respiración…

         Bibiane es hija de un rico famoso que descuida sus obligaciones empresariales, genera una deuda insufrible para la empresa que dirige su hermano, y es puesta de patitas en la calle por este, dado que, a juicio del hermano, se ha vuelto un ser inconstante, impredecible, improductivo y tóxico.  El hecho de haber abortado por primera vez la ha trastornado física y psicológicamente, hasta el punto de cometer algunas barbaridades banales impropias de su estado. Se refugia en una amiga, pero la culpa la obsede y su malestar no cesa, porque, de hecho, como la amiga le dice sabiamente, aunque haya abortado, el cuerpo aún no se ha vuelto atrás de la revolución hormonal que desencadenó en su organismo al quedarse embarazada. Puede parecer un simple desajuste de tempos biológicos, pero es indudable que Bibiane sufre un desconcierto atroz.

         Una noche, en el marco de sus andanzas cinegéticas sexuales, va conduciendo y, sin percatarse siquiera de lo que ha ocurrido, atropella a un trabajador que sale de detrás de un vehículo sin mirar justo cuando ella pasa. Oye el golpe, mira por el retrovisor, pero no ve nada, aunque el bulto está en el suelo. No se detiene, sin embargo, y sigue su marcha, aunque compungida y pesándole la culpa de no haberse interesado por el estado del herido, si es que había herido a alguien. A partir de ese momento, para el que la primera parte de la película, quizá demasiado larga, funciona como una presentación de la niña rica con problemas, famosa por ser hija de un famoso cuya actividad no se especifica, pero que se ha convertido en un típico «desastre», su vida va a girar en torno a lo que no tarda en confirmarse como una muerte traumática provocada por un atropello que no le impidió al hombre llegar a su casa y sentarse en su cocina hasta morir. Parte de la obsesión con esa muerte de la que obviamente se siente responsable es el intento de deshacerse del coche en el puerto, imágenes que contrastan con otro espacio, el de una presa imponente en cuyas aguas un buzo realiza labores propias de su profesión. Ya tenemos a los dos protagonistas emparejados por un buceo profesional y un buceo desesperado por salvar la propia vida.

         Desde ese momento, las historias de ambos van a cruzarse en el tanatorio donde, para desolación del hijo, su padre ha sido incinerado, porque es «lo que se acostumbra». Desde el inicio de la película se pide a los espectadores noruegos, con un cartel en su lengua, que perdonen a los autores por haberse basado en tópicos a la hora de crearlos personajes noruegos de la historia. La historia, sin embargo, sean noruegos o no, funciona a la perfección, porque, tras haber coincidido ambos en el tanatorio, Bibiane se hace pasar por vecina del finado, a quien saludaba de vez en cuando, y el hijo, Evian, comienza a sentir una poderosa corriente de afecto hacia ella, quien, sin embargo, duda entre la prudencia y la seducción. Se impone al final la segunda, con tanta fortuna que, gracias a ella, Evian salva su vida, porque la avioneta en la que pensaba viajar se acaba estrellando y todos los pasajeros pierden la vida en el accidente.

         Pudiera parecer un final «feliz», construido sobre la impostura, el silencio y el engaño; pero Bibiane, como cualquiera que sea responsable de una muerte, no solo necesita «confesar» la culpa, sino expiarla y reconciliarse consigo mismo. Está claro que ese último tercio de la película ha de recorrerlo el espectador sin ningún adelanto importuno del crítico.

         En todo caso, y a diferencia de la que he criticado hace unos días, Un 32 de agosto en la Tierra, su ópera prima, Villeneuve consigue crear una dimensión moral profunda y auténtica, a pesar de la superficialidad del personaje femenino protagonista. De hecho, ese contraste entre la dimensión trágica y la banalidad de un ser perdido en lo trivial potencia el interés del espectador por lo que ocurre en la pantalla. Parte de esa «banalidad» es el cartel de Mao en la casa de la protagonista con su conocido lema:  El imperialismo y todos los reaccionarios son tigres de papel.

         Lo que no es sorprendente es la factura técnica de la película, porque entre la comicidad de los pescados parlantes en su predecapitación y la dureza de un pulpo que crea una cadena desde el consumidor hasta el origen de la cadena de consumo, sumado a la exquisitez de un buen número de planos esmerados, con una fotografía y una iluminación exquisitas, la película ofrece una calidad de realización que compensa sobradamente los posibles problemas de distribución de la materia narrativa. La película, sobre todo en su segunda mitad, atrapa, finalmente, al espectador en el pandemonio mental que vive la protagonista, con una interpretación de mucha altura, dado el difícil personaje que a Marie Josée Croze le ha tocado en suerte. Otra cosa son los elementos metafóricos, como la presencia de los peces en la trama o el doble buceo, ¡tan distinto!, de personajes que acabarán «forzosamente» enfrentados,  el propio retrato de Mao o el coche asesino…, pero eso son distracciones que a buen seguro complacerán a los espectadores que esta película merece.

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