lunes, 22 de mayo de 2017

Detentar la Historia: “Eleni”, de Theodoros Angelopoulos


 El fatal desacuerdo entre las imágenes, la narración y las emociones: Eleni, de Angelopoulos o la frialdad del esteticismo que retrata la Historia.


Título original: Trilogia I: To Livadi pou dakryzei (Eleni)
Año: 2004
Duración: 170 min.
País: Grecia
Director: Theodoros Angelopoulos (AKA Theo Angelopoulos)
Guion: Theodoros Angelopoulos (AKA Theo Angelopoulos)
Música: Eleni Karaindrou
Fotografía: Andreas Sinanos
Reparto: Alexandra Aidini,  Nikos Poursanidis,  Giorgos Armenis,  Vasilis Kolovos, Eva Kotamanidou,  Toula Stathopoulou,  Michalis Yannatos,  Thalia Argyriou.



Primer encuentro con Angelopoulos y primer deslumbramiento visual seguido de una incomprensible distancia emocional que me ha llevado a la frialdad, a la ausencia de empatía con el exceso lacrimógeno y dramático en que la narración del director griego se ha demorado durante casi tres horas, y  ello ha contribuido, en gran manera, la inexpresividad de la pareja protagonista, un prodigio de atonía interpretativa que fiaba el buen éxito de su cometido a la importancia de los hechos en los que se ven envueltos, prácticamente desde 1919 hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.  A partir del retorno de los griegos de Odessa después de que esta fuese tomada por los bolcheviques, se nos cuenta la historia de dos hermanos, de diferente padres, que acaban teniendo dos gemelos que, tras el parto, son entregados en adopción. El padre adoptivo de la joven madre enviuda y quiere desposarse con la joven a la que ha criado en su casa durante tantos años, pero esta, enamorada de su hermanastro, decide escaparse de la casa con él justo el día de la celebración de la boda, un argumento de inequívoca raíz lorquiana que se sitúa en los años de ascensión del fascismo, cuando los griegos inmigrados desde la Unión soviética han de llevar una vida miserable, en barrios de barracas y tratando de salir adelante en franca situación de miseria. La película se decanta más hacia la poesía visual que hacia el realismo puro y duro, y ello obliga a no reparar en determinadas incongruencias sobre las fuentes de ingresos de los protagonistas ni el modo milagroso como pueden sobrevivir sin oficio ni beneficio, días tras día en condiciones tan adversas. La artificial búsqueda y parcial recuperación de los gemelos forma parte de los meandros de una trama que hallan, sin embargo, en la puesta en escena la verdadera dimensión de su razón de ser. La película, desde el comienzo, se estructura en torno a una planificación de imágenes que en modo alguno dejan indiferente al espectador, dada su belleza y su capacidad  tanto lírica como pictórica, ya sea la disposición de un pueblo que nace junto al río como  por arte de magia (y de las oportunas e indispensables elipsis), ya un barrio de barracas en Salónica, adonde huyen los novios de la persecución del padre, con sabor de estudio con pedigrí, ya la desaparición del propio pueblo por una inundación, con el inolvidable ballet de las barcas, ya el mágico teatro cuyos palcos, cerrados con sábanas y cortinas son alojamiento de los inmigrantes rechazados. Como el joven novio es músico, acordeonista, su aventura laboral se funde, al tiempo, con la hermosa banda sonora de la película, momentos, todos ellos, de gran densidad cinematográfica, pero incapaces de articular una narración compleja de lo que pretende el director con su trilogía, de la que Eleni es la primer entrega: narrar la historia de Grecia a lo largo del siglo XX. Curiosamente, esta película de Angelopoulos me ha servido para fijar una doble filiación cinematográfica ascendente y descendente. Por un lado, me ha parecido ver la película de un hijo de Fellini, del creador de imágenes oníricas, pictóricas, escultóricas, desde Giulietta de los espíritus hasta el Satiricón, y, por otro, he descubierto en Angelopoulos el padre fílmico indiscutible de su vecino turco, Reha Erdem, el director de la inquietante Kosmos, cuya puesta en escena en los barrios degradados de la fronteriza ciudad turca donde transcurre la acción tanto tiene que ver con el de las chabolas de Salónica. Decía, sin embargo, que las imágenes sin narración dejan coja una película, excepto que queramos ver un pase de diapositivas con personajes vestidos de época. El director  narra desde un apriorismo: nadie puede “no emocionarse” con los “perdedores” de la Historia, con los oprimidos, los explotados, y ello le lleva a economizar al máximo en los planteamientos narrativos, llenos de silencios y no pocas escenas emotivas “por definición”, aunque no se haya hecho ninguna “inversión” narrativa en presentarlas de manera que los espectadores se sientan partes de esas acciones, en vez de privilegiados espectadores que valoran, sobre todas las cosas, la belleza de las imágenes teatrales, excesivamente teatrales con que nos deleita muy a menudo Angelopoulos, como cuando en uno de esos malentendidos de la joven pareja, ella cree que él la va a abandonar para seguir, en solitario, su carrera musical y, ni corta ni perezosa, se “disfraza” con el vestido de novia con que huyó de su boda y de su padrastro y se va al borde del mar, junto a un quiosco de bebidas en la que varios hombres acaban sucediéndose en un baile por relevos con ella, una escena impecable desde el punto de vista técnico: la iluminación, el color, la música, el suelo húmedo lleno de reflejos luminosos, las sillas metálicas, el vestuario de ella y el de los hombres…, hasta que llega quien no tarda en convertirse en su verdadera marido, si no se me ha despintado la cronología de la acción, claro, que es lo que tiene la creación de atmósferas en vez de ajustarse al hilo narrativo. La película, tan amiga de lo simbólico, incluso reúne a los hermanos gemelos, combatientes en  bandos opuestos e incluso  el reencuentro de la madre con el cadáver del hijo, en un clímax supuestamente “desgarrador” que queda desvirtuado por el apriorismo del que he hablado con anterioridad. Al marido, que finalmente emigra a Usamérica, en los años posteriores a la depresión del 29, tampoco le va muy bien y a duras penas sobrevive, sin poder en ningún momento, reunir el dinero suficiente para que la familia se reúna con él. De hecho, acaba alistándose para poder conseguir de manera más rápida la nacionalidad usamericana, pero muere en una batalla. La historia, así pues, es más una crónica de los desastres de la Historia que otra cosa y de cómo las vidas individuales de las personas son, podríamos decir,  juguete  de esa maquinaria social en la que funcionan como meros engranajes perfectamente sustituibles. Insisto, a pesar de la morosidad excesiva de muchas escenas, la película, visualmente, es un disfrute continuo y no decepcionará a quienes sean capaces de emocionarse con esa versión hieráticamente personalizada de la Historia.

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