La
lealtad, la honestidad, la amistad, la naturaleza, el amor, la naturaleza y el
sentido innato de lo justo: las primeras constantes de un cineasta con una
caligrafía estilística exquisita...
Título original: Straight Shooting
Año: 1917
Duración: 57 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: George Hively
Música: Película muda
Fotografía: George Scott (B&W)
Reparto: Harry Carey, Duke R. Lee, George Berrell, Molly Malone, Ted
Brooks.
Título original: Hell Bent
Año: 1918
Duración: 50 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jack Ford
Guion: John Ford, Harry Carey, Eugene B. Lewis
Música: Película muda
Fotografía: Ben F. Reynolds (B&W)
Reparto: Harry Carey, Duke R. Lee, Neva Gerber, Vester Pegg, Joe
Harris, Steve Clemente, Millard K. Wilson, Molly Malone.
Título original: North of Hudson Bay
Año: 1923
Duración: 50 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Jules Furthman
Música: Película muda
Fotografía: Daniel B. Clark (B&W)
Reparto: Tom Mix, Kathleen Key, Jennie Lee, Frank Campeau, Eugene
Pallette, Will Walling, Frank Leigh, Fred Kohler.
Adentrarse en las primeras películas, todas ellas mudas, de
Jack Ford, quien después las firmaría como John Ford para pasar a la posteridad
como uno de los «creadores» del novedoso séptimo arte, es no solo un ejercicio
de cinéfilo, sino de explorador romántico de las primeras huellas de un arte
que no ha dejado de crecer y de consolidarse desde que salieran los obreros de
la fábrica o llegara el tren a la estación y esas maravillas se vieran en una
barraca de feria.
Vistas las tres en YouTube, advierto a
los intrépidos espectadores que habrán de disculpar la deficiente calidad de
las copias y perdonar ciertas repeticiones de planos e incluso la ausencia de
algún rollo que permita acabar la historia, como sucede en la última, y muy
interesante, de las tres que hoy traigo a este Ojo como parte del audaz plan de
visionar «todo Ford», aún en una fase bastante inicial, pues 45 vistas, de un
total de 147 recogidas en IMDB, no va más allá de dar los primeros pasos…
A prueba de balas , el primer «largo»
de John Ford, es una película sobre la vieja rivalidad entre ganaderos y agricultores,
en la que un pistolero es contratado por el je de los ganaderos para organizar
una auténtica masacre de agricultores, pero cuando el hijo de un agricultor es
asesinado por la espalda por un pistolero de los ganaderos, aquel se desengaña,
cambia de bando y se le comienzan a complicar las cosas al ganadero jefe.
Curiosamente, el protagonista, Harry Carey, una auténtica «estrella» del cine
mudo, que funcionó, para Ford, en sus westerns con la misma potencia totémica
con que lo haría muchos años después John Wayne, no va armado con pistolas,
sino que fía su defensa y su ataque al rifle que lleva en la montura del
caballo. La película, en la que aparecen los espacios emblemáticos del género, un
Hotel/Saloon, la calle mayor de un poblado, etc., no falta tampoco un
duelo que no es «a pistola», sino «a rifle», lo que no deja de ser harto
curioso, dado que el desafío con pistolas es lo más «clásico» del western. Es
muy curiosa la escena del Saloon en la que el protagonista y otro
pistolero, quien sí se mantendrá fiel a los ganaderos, y será con quien libre
el duelo en la calle mayor de la ciudad, se colocan de lo lindo, bajo la atenta
presencia del barman, antes de abusar de este y reírse de él. Al Hotel llegan
los diversos personajes de la película en esas secuencias bajo un aguacero que
capta tomas muy interesantes de la inclemencia del tiempo y cómo los cow-boys
se protegen de él. Como en el que rodaría al año siguiente, John Ford aprovecha
los mismos exteriores y calca algunas imágenes espectaculares del descenso de
los jinetes por la ladera de una montaña con el consiguiente efecto «de niebla»
del polvo levantado. Como un adelanto de lo que habrían de ser los ataques de
los indios, en esta ocasión, la casa del principal agricultor, al que le han
matado un hijo, es atacada por los secuaces de los ganaderos trazando círculos
alrededor de ella, como si se tratara de una diligencia asediada por los
indios, y disparando al mismo tiempo, escenas de acción que constituirán uno de
los registros «marca de la casa», siempre inclinado a la filmación de muchos extras
en agitado movimiento. El crítico Quim Casas ha dejado escrita una crítica
emocionado de esta primera película de Ford, que él vio en la Filmoteca y en la
que aguardaba, ansioso, el momento en que Harry Carey realizara el movimiento
de aguantarse el brazo derecho con la muñeca del izquierdo, típico suyo, y que John Wayne repitió, como homenaje al
actor, en una escena de la que dicen que es la obra cumbre de Ford: Centauros
del desierto. De alguna manera, el héroe de esta, Ethan Edwards, está ya
prefigurado en el protagonista de A prueba de balas, un pistolero desarraigado
que, por primera vez en su vida, tiene ante sí el desafío de echar raíces,
sustituyendo al hijo muerto del granjero y casándose con su hermana, a la que,
en un picado oblicuo impresionante, mira el protagonista como si la ternura
descendiese por ese tobogán como un grito de socorro que es perfectamente
captado por ella y que precipitará el desenlace de la película. Aun con ciertos
defectos de montaje, alguna repetición de planos y un contraste muy marcado
entre la acción y la pasión, en este primer largo de Ford, el buen aficionado
al maestro descubre tics propios de todas sus películas.
El barranco del diablo comienza
con una suerte de marco narrativo en la actualidad, y en el que un novelista, a
quien el editor le dice que esas vidas que narra sobre el far west son increíbles,
inverosímiles, se sitúa junto a un grabado de aquellos tiempos e imagina cómo
se anima el grabado, lo que da pie al comienzo de la película propiamente
dicha. En él, y tras un tiroteo por unas trampas en el juego de cartas, el
protagonista huye a uña de caballo para ganar el estado cercano y huir del
sheriff y sus ayudantes. Tras unas imágenes en las que se muestra el ardid del
sheriff para proteger los caudales, al margen del servicio del diligencia, y el
despido del empleado de la Wells Fargo, el intrépido jugador llega a un pueblo y, algo
achispado, busca alojamiento en la cantina del pueblo, a la que entra con el
caballo. Le dicen que habría de compartir la única habitación que tienen con un
feroz pistolero. Ni corto ni perezoso, el protagonista espolea al caballo, sube
por las escaleras y se cuela, a lomos del animal, en la habitación, momento en
que el caballo comienzo a comerse la paja del colchón. A partir de ese momento
se inicia una disputa muy graciosa entre el dormido pistolero y el intrépido
forastero que desconoce, en efecto, a «quién» está molestando. Cuando llega el
día, ambos personajes son, como quien dice, uña y carne, inseparables. Se trata
de un comienzo en el que la vena cómica de Ford aparece en todo su esplendor,
canción a grito pelado y desafinado incluida, por más que sea muda la película,
porque esa es una virtud del cine mudo de Ford: se oye hablar a los personajes…
¡Fantástica, la secuencia en la que, el borrachuzo expulsado de la habitación
del pistolero se encuentra a la entrada de la Cantina con dos hermanos gemelos…!
Como el empleado de la Wells Fargo
discute con su hermana, porque se han quedado sin oficio ni beneficio y ella le
pregunta si es que quiere que vaya a trabajar a la Cantina, y él le dice que
por qué no…, el tahúr acaba entrando en relación con ella y, sin darse ni
cuenta, acaba enamorándose, aunque el pistolero para quien trabaja el hermano
se le presenta como rival. A espaldas de los protagonistas, sin embargo, el
hermano está tramando con el ladrón de diligencias el modo de desvalijar la
caja fuerte de la compañía, aunque ahora el protagonista ha sido contratado para
defenderla. Cuando la raptan a ella
y el protagonista va en su busca, acaba prisionero de la banda en un refugio
del que logra huir con ella, aunque siendo perseguido por el atracador. Y en
ese momento es cuando entramos en una dimensión fordiana de la historia que nos
deja archiimpresionados, porque la persecución se adentra en un desierto inhóspito
en el que acaban enfrentándose, e hiriéndose, ambos hombres. Con un solo
caballo, en el que se va la protagonista, los dos hombres hacen su camino a pie.
Mientras, el amigo y un guía indio han ido en su ayuda. A los cuatro les pilla
una tormenta de arena frente a la que se protegen expeditivamente. Los jinetes,
echando al suelo las cabalgaduras y tapándose para evitar la asfixia de la
arena; los otros dos, uno de rodillas, metiendo la cabeza bajo el sombreo y el
otro, sin fuerzas, queda expuesto boca arriba a la dureza extrema de la
tormenta. Este último muere, por supuesto, pero el indio y el amigo llegan a
tiempo de rescatar al protagonista. Se trata de unas escenas impecables,
hermosas, en las que la potencia de la naturaleza, como en otras películas de
Ford, consiguen unos efectos visuales que impresionan.
Algo parecido ocurre en la última e
incompleta que traigo hoy a mi Ojo, La jornada de la muerte. Ambientada
en Canadá y en las zonas heladas del norte del país, el clima y la naturaleza
adquieren un valor protagonista que incluso da título a la película en español,
que no en inglés. Un hijo, Tom Mix, la celebérrima estrella de toda una época
del cine usamericano, le da a su madre una carta de su otro hijo, un aventurero
en el norte de Canadá, un buscador de oro que ha hecho fortuna, pero a quien,
con un plan maquiavélico, quieren desposeerle de la propiedad de la mina. Al
llegar adonde cree que se halla su hermano, se encuentra con que su hermano ha
fallecido y con que, un condenado a muerte a quien él ha intentado salvar la vida,
es el asesino de su hermano. La sentencia de muerte consiste en echar al
condenado, en el duro invierno del norte de Canadá, a vagar por la naturaleza
hasta que esta acabe con él. Cuando el hermano llega al lugar donde pretende
encontrarse con su hermano se encuentra con una chica a la que pretende
regalarle un gorro que toma por equivocación de una nativa inuit a quien, en
una escena hato jocosa, le cambia el gorro por un estuche de afeitar. Más adelante,
el condenado a muerte divisa una campaña en el bosque y entra a pedir auxilio,
El protagonista quiere dárselo, pero los dueños de la cabaña se lo niegan, porque
quien ayuda a quien ha de realizar «el camino de la muerte» será condenado a
hacerlo con él. Es lo que le ocurre al protagonista. En compañía del socio del
hermano, quien le jura y perjura que la muerte de su hermano fue un accidente, que
él no lo mató, ambos han de enfrentarse al desafío de su muerte en la
naturaleza inhóspita. Antes de iniciar el camino, el desfalcador que ha
pretendido desvalijar al hermano de su mina, quiere obligar al protagonista a que
firme su renuncia a la propiedad de la misma. Tras un forcejeo, el desvalijador
acaba muerto y el protagonista es acusado de asesinato. Ahora emprenderá el
camino hacia la muerte no como ayudante de un condenado, sino como otro
condenado más. A este respecto, el paisaje invernal, así como las canoas que
les permiten desplazarse en esos terrenos por los ríos helados que los
atraviesan adquieren una calidad de puesta en escena que va más allá del mero
decorado. Ahí hay un personaje que, más adelante, se convertirá, por ejemplo,
en el paisaje de Monumental Valley. Mientras los dos condenados intentan
sobrevivir en tan adversos parajes, la enamorada acabará descubriendo cómo
ambos hermanos y el socio han sido víctimas de una trampa que ella, finalmente,
aunque por azar, descubre. Mientras sale en su busca con una canoa, los dos
hombres sufren el acoso incluso de los lobos hambrientos, unas escenas
vigorosas en las que la acción trepidante adquiere momentos inolvidables, así
como otros momentos en los que el protagonista ha de lanzarse tras la canoa en
la que su «enamorada» se enfrenta al pasaje de unos rápidos sin remo alguno que
pueda ayudarla. Como pasó en la película anterior en la que el desierto y sus
leyes se imponen a los personajes; en esta, de paisaje nevado, el espacio actúa
de la misma manera frente al destino del que tratan de escapar los personajes.
Es cierto que deja muy mal sabor de boca que la película acabe tan bruscamente,
pero no es menos cierto que lo esencial de la misma parece haber sido contado,
¡y con qué brío!
Sigo adentrándome en la obra ciclópea
-y no lo digo por un parche que en modo alguno escondía tortedad alguna- de
Ford y, de momento, ni siquiera los documentales de cariz propagandístico me
han decepcionado. Sigo.
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