Un western «crepuscular» ¡de 1917! y una comedia policial
muy próxima, en su primer tercio a la Keystone y, después, al mejor espíritu de
la gran comedia usamericana.
Título: Bucking Broadway
Año: 1917
Duración: 53 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: George Hively
Música: Película muda
Fotografía: John W. Brown, Ben F. Reynolds (B&W)
Reparto: Harry Carey, Molly Malone, L.M. Wells, Vester Pegg, William
Steele.
Título original: Riley the Cop
Año: 1928
Duración: 68 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Fred Stanley, James Gruen
Música: Película muda
Fotografía: Charles G. Clarke (B&W)
Reparto: J. Farrell MacDonald, Nancy Drexel, David Rollins, Louise
Fazenda.
Las
primeras imágenes de Bucking Broadway, una cabalgata de vaqueros que se
reúnen para dirigirse de vuelta al rancho, con esos descensos por laderas que
tanto gustaban a Ford, más la idílica estampa del capataz cortejando a la hija
del dueño del rancho, a la que regala un corazón tallado en madera como prenda
que, si alguna vez vuelve a él, significará que ella estará en peligro y que él
irá a salvarla, lo cual es poco menos que avanzarnos el desarrollo de la
película, ofrecen, sin embargo, una idea equivocada de lo que es uno de los
primeros westerns de Ford, con su actor fetiche de entonces, Harry Carey, algo
maduro para amante, pero muy eficaz como noble corazón y amparo de doncellas
inexpertas.
¿Cuándo
cambia nuestra percepción de que no es un western del XIX? Justo cuando aparece
un refinado comprador de caballos conduciendo un coche con otros caballos muy
distintos. Ahí nos preguntamos hacia dónde diablos nos dirige Ford, porque en
ese ambiente de vaqueros la aparición del coche es como en La balada de
Cable Hogue, de Peckinpah, la aparición sobre la moto del falso predicador.
No tarda, el fino caballero de la ciudad de Nueva York en seducir a la joven
palurda que sueña con «otra vida» que el tratante le describe con todos los
lujos del mundo. Ni corta ni perezosa, y aun a pesar de que se había
comprometido con el capataz e incluso habían señalado un día para celebrar el
anuncio de su compromiso ante las amistades, ella decide, a espaldas de su
padre, «escaparse» con el comprador. Antes, la película tiene una de esas
secuencias que propiamente podemos calificar, con toda propiedad, de
inconfundible «humor fordiano», y que constituyen algo así como una de sus
principales señas de identidad. A la vista de cómo el «dandy» le entra por los
ojos a la hija del propietario, el capataz decide ponerse a la altura del
contratista y va a la tienda del pueblo a «ponerse elegante». La secuencia es
magnífica, cuando se está probando el pantalón del traje ¡con las botas y las
espuelas! y entra una mujer mayor a comprar a la tienda. Cuando cree que ya ha
quedado «niquelado», sale de allí y se encuentra con un negro vestido con un traje como el suyo, más
chaleco, que le sienta como el frac a Fred Astaire, se acerca a él, se compara,
y vuelve a la tienda a devolver la prenda…
Aunque
no se dice explícitamente, parece que la joven ha sido reclutada para
convertirse en prostituta de lujo. Antes, desengañada por el trato
desconsiderado de su amante, envía a su antiguo novio el corazón de madera, de
tal modo que cuando este lo recibe no tarda ni un segundo en marchar a Nueva
York en tren, con la silla de montar, porque ha tenido que cogerlo al galope…
La llegada, la confusión del ruido del radiador con una serpiente de cascabel y
otras lindezas, vuelven a «centrar» la película en el tono cómico del que tanto
le cuesta a veces salir al director. Deforma paralela, los vaqueros del rancho
han llevado los caballos en tren a Nueva York.
Finalmente,
en una escena muy anticipada al género del que el propio Ford es casi inventor,
cuando el capataz los llama para que vayan en su ayuda, porque ha
descubierto que retienen a la
protagonista contra su voluntad, hay un trávelin de los jinetes recorriendo al
galope las avenidas de Nueva York -aunque la escena se rodó en Los Ángeles- y
todo acaba decidiéndose en una pelea de Saloon que, en este caso, es la
terraza de un hotel en un rascacielos de la ciudad. Lo cierto es que, para ser
de 1917, es una visión muy «moderna» de las leyes del género.
J. Farrell
McDonald es uno de los grandes secundarios del cine de Ford a quien le llegó la
ocasión de convertirse en protagonista en esta película, ¡y a fe que supo
aprovecharla!, porque bien puede decirse que él solito mantiene todo el interés
de los espectadores en esta comedia amable y algo disparatada que llega a rozar
en algún momento, como en la noche de hotel, él con camisa larga de dormir,
junto a dos prostitutas que acaban siendo agentes encubiertas de la policía
francesa, la screwball comedy. La perspectiva de Ford, que incluye un
aforismo del policía, Riley, al inicio de la película: “Puedes hablar de un
buen policía por los arrestos que no ha hecho”, parece que incluyera la
posibilidad, si la película funcionaba, de rodar otras aventuras de Riley. Hizo
esta, que es magnífica, y podemos estar agradecidos. La historia de un policía
de barrio, que en 20 años no ha hecho ni un arresto, y del que se nos ofrece
una sucesión de pequeñas «aventuras», que no excluyen incluso algún minúsculo
«delito» en las pocas calles que ha de patrullar cada día, parece inspirada en
los famosos policías de la Keyston de Mack Sennett, que han hecho las delicias
de todos los espectadores del mundo con sus locas persecuciones y peleas. Siendo
él de origen irlandés, solo tiene rivalidad con el «germano» Krausmeyer, un
enfrentamiento que acabará teniendo relación con el desenlace de la trama, que
queda muy al estilo del final de Con faldas y a lo loco, de Wilder. El
policía «apadrina» los amores de dos jóvenes del barrio que quieren casarse,
pero a la joven se la llevan a Europa ese verano con la intención de
disuadirla. El joven decide embarcarse e ir a buscarla, pero en la empresa
donde trabaja ha habido un desfalco y, enseguida asocian el viaje del joven con
el atraco. Detenido el joven en Alemania, Riley es encargado de ir a hacerse
cargo del prisionero para repatriarlo. Todo ello da pie a una comedia de
contrastes entre los usos policiales de Alemania, Francia y Usamérica llena de
gags que se centran en los tópicos propios de dichos países. Hay algunas
alusiones a la Ley Seca en contraste con las cervecerías alemanas y el champaña
que riega la cena en París, lo que da pie a que el protagonista se coloque de
lo lindo…, siguiendo la línea de «borrachines» simpáticos de las películas de
Ford, como vimos hace nada en Lightnin’.
Sin
ser tan eficaz como la muy posterior sobre Scotland Yard, que también critiqué
hace poco, Un crimen por hora, la película tiene el encanto de un guion
bien trabajado y de unas interpretaciones muy convincentes. Luego, claro está,
hay escenas «animadas», como la del viaje en taxi desde París a Le Havre que
vuelven a enlazar con lo mejor del cine mudo cómico y que bien podríamos
considerar una «constante» del nuevo arte, extensiva a todos los géneros. Quien
no disfrute con ella, le ruego me lo haga saber…
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