miércoles, 24 de junio de 2020

«Bucking Broadway» y «Policía sin esposas», de John Ford, tan mudo como siempre elocuente.



Un western «crepuscular» ¡de 1917! y una comedia policial muy próxima, en su primer tercio a la Keystone y, después, al mejor espíritu de la gran comedia usamericana.

Título: Bucking Broadway
Año:  1917
Duración: 53 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: George Hively
Música: Película muda
Fotografía: John W. Brown, Ben F. Reynolds (B&W)
Reparto: Harry Carey, Molly Malone, L.M. Wells, Vester Pegg, William Steele.

Título original: Riley the Cop
Año: 1928
Duración: 68 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Fred Stanley, James Gruen
Música: Película muda
Fotografía: Charles G. Clarke (B&W)
Reparto: J. Farrell MacDonald, Nancy Drexel, David Rollins, Louise Fazenda.

Las primeras imágenes de Bucking Broadway, una cabalgata de vaqueros que se reúnen para dirigirse de vuelta al rancho, con esos descensos por laderas que tanto gustaban a Ford, más la idílica estampa del capataz cortejando a la hija del dueño del rancho, a la que regala un corazón tallado en madera como prenda que, si alguna vez vuelve a él, significará que ella estará en peligro y que él irá a salvarla, lo cual es poco menos que avanzarnos el desarrollo de la película, ofrecen, sin embargo, una idea equivocada de lo que es uno de los primeros westerns de Ford, con su actor fetiche de entonces, Harry Carey, algo maduro para amante, pero muy eficaz como noble corazón y amparo de doncellas inexpertas.
¿Cuándo cambia nuestra percepción de que no es un western del XIX? Justo cuando aparece un refinado comprador de caballos conduciendo un coche con otros caballos muy distintos. Ahí nos preguntamos hacia dónde diablos nos dirige Ford, porque en ese ambiente de vaqueros la aparición del coche es como en La balada de Cable Hogue, de Peckinpah, la aparición sobre la moto del falso predicador. No tarda, el fino caballero de la ciudad de Nueva York en seducir a la joven palurda que sueña con «otra vida» que el tratante le describe con todos los lujos del mundo. Ni corta ni perezosa, y aun a pesar de que se había comprometido con el capataz e incluso habían señalado un día para celebrar el anuncio de su compromiso ante las amistades, ella decide, a espaldas de su padre, «escaparse» con el comprador. Antes, la película tiene una de esas secuencias que propiamente podemos calificar, con toda propiedad, de inconfundible «humor fordiano», y que constituyen algo así como una de sus principales señas de identidad. A la vista de cómo el «dandy» le entra por los ojos a la hija del propietario, el capataz decide ponerse a la altura del contratista y va a la tienda del pueblo a «ponerse elegante». La secuencia es magnífica, cuando se está probando el pantalón del traje ¡con las botas y las espuelas! y entra una mujer mayor a comprar a la tienda. Cuando cree que ya ha quedado «niquelado», sale de allí y se encuentra con un negro  vestido con un traje como el suyo, más chaleco, que le sienta como el frac a Fred Astaire, se acerca a él, se compara, y vuelve a la tienda a devolver la prenda…
Aunque no se dice explícitamente, parece que la joven ha sido reclutada para convertirse en prostituta de lujo. Antes, desengañada por el trato desconsiderado de su amante, envía a su antiguo novio el corazón de madera, de tal modo que cuando este lo recibe no tarda ni un segundo en marchar a Nueva York en tren, con la silla de montar, porque ha tenido que cogerlo al galope… La llegada, la confusión del ruido del radiador con una serpiente de cascabel y otras lindezas, vuelven a «centrar» la película en el tono cómico del que tanto le cuesta a veces salir al director. Deforma paralela, los vaqueros del rancho han llevado los caballos en tren a Nueva York.
Finalmente, en una escena muy anticipada al género del que el propio Ford es casi inventor, cuando el capataz los llama para que vayan en su ayuda, porque ha descubierto  que retienen a la protagonista contra su voluntad, hay un trávelin de los jinetes recorriendo al galope las avenidas de Nueva York -aunque la escena se rodó en Los Ángeles- y todo acaba decidiéndose en una pelea de Saloon que, en este caso, es la terraza de un hotel en un rascacielos de la ciudad. Lo cierto es que, para ser de 1917, es una visión muy «moderna» de las leyes del género.
J. Farrell McDonald es uno de los grandes secundarios del cine de Ford a quien le llegó la ocasión de convertirse en protagonista en esta película, ¡y a fe que supo aprovecharla!, porque bien puede decirse que él solito mantiene todo el interés de los espectadores en esta comedia amable y algo disparatada que llega a rozar en algún momento, como en la noche de hotel, él con camisa larga de dormir, junto a dos prostitutas que acaban siendo agentes encubiertas de la policía francesa, la screwball comedy. La perspectiva de Ford, que incluye un aforismo del policía, Riley, al inicio de la película: “Puedes hablar de un buen policía por los arrestos que no ha hecho”, parece que incluyera la posibilidad, si la película funcionaba, de rodar otras aventuras de Riley. Hizo esta, que es magnífica, y podemos estar agradecidos. La historia de un policía de barrio, que en 20 años no ha hecho ni un arresto, y del que se nos ofrece una sucesión de pequeñas «aventuras», que no excluyen incluso algún minúsculo «delito» en las pocas calles que ha de patrullar cada día, parece inspirada en los famosos policías de la Keyston de Mack Sennett, que han hecho las delicias de todos los espectadores del mundo con sus locas persecuciones y peleas. Siendo él de origen irlandés, solo tiene rivalidad con el «germano» Krausmeyer, un enfrentamiento que acabará teniendo relación con el desenlace de la trama, que queda muy al estilo del final de Con faldas y a lo loco, de Wilder. El policía «apadrina» los amores de dos jóvenes del barrio que quieren casarse, pero a la joven se la llevan a Europa ese verano con la intención de disuadirla. El joven decide embarcarse e ir a buscarla, pero en la empresa donde trabaja ha habido un desfalco y, enseguida asocian el viaje del joven con el atraco. Detenido el joven en Alemania, Riley es encargado de ir a hacerse cargo del prisionero para repatriarlo. Todo ello da pie a una comedia de contrastes entre los usos policiales de Alemania, Francia y Usamérica llena de gags que se centran en los tópicos propios de dichos países. Hay algunas alusiones a la Ley Seca en contraste con las cervecerías alemanas y el champaña que riega la cena en París, lo que da pie a que el protagonista se coloque de lo lindo…, siguiendo la línea de «borrachines» simpáticos de las películas de Ford, como vimos hace nada en Lightnin’.
Sin ser tan eficaz como la muy posterior sobre Scotland Yard, que también critiqué hace poco, Un crimen por hora, la película tiene el encanto de un guion bien trabajado y de unas interpretaciones muy convincentes. Luego, claro está, hay escenas «animadas», como la del viaje en taxi desde París a Le Havre que vuelven a enlazar con lo mejor del cine mudo cómico y que bien podríamos considerar una «constante» del nuevo arte, extensiva a todos los géneros. Quien no disfrute con ella, le ruego me lo haga saber…

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