lunes, 1 de junio de 2020

«Paraíso», de Andrei Konchalovsky, una valiente aproximación al MAL.



El rigor y la experimentación formales para acercarse, con indignación, cautela e inteligencia a la devastación espiritual y material del nazismo

Título original: Rai
Año: 2016
Duración: 130 min.
País: Rusia
Dirección: Andrei Konchalovsky
Guion: Elena Kiseleva, Andrei Konchalovsky
Música: Sergey Shustitskiy
Fotografía: Aleksandr Simonov (B&W)
Reparto: Yuliya Vysotskaya, Christian Clauss, Philippe Duquesne, Peter Kurth, Jakob Diehl, Viktor Sukhorukov, Vera Voronkova, Jean Denis Römer, Caroline Piette.

En su momento vi dos películas de Konchalovsky, una meramente simpática, Tango & Cash y otra magnifica, El tren del infierno, con guion de Akira Kurosawa, tan buena, por cierto, como El emperador del norte, de Robert Aldrich, puestos en “películas de trenes”, y a las que podríamos añadir la joya de Frankenheimer, El tren. Al ver anunciada Paraíso, con un fotograma tan opuesto a la sinopsis de la película, creí que iba a vérmelas con una película viscontiniana, y algo de ello hay en la parte italiana de los protagonistas, pero la realidad ha sido muy otra, y aún me dura el impacto de una película tan inteligente, tan dura y tan necesaria, porque los destrozos inhumanos del nazismo solo pueden entenderse desde el supremacismo étnico que pretende instaurar el Paraíso sobre la Tierra, que es el equivalente moderno de «asaltar los cielos» con que ha rebrotado, al menos en nuestros lares españoles, el viejo sueño totalitario del comunismo.
Paraíso nos cuenta una historia desde el punto de vista del Juicio Final: tres personajes, un gobernador francés pronazi, una aristócrata rusa judía y un aristócrata alemán rusófilo, rinden cuentas de sus vidas ante la cámara, en plano fijo, vestidos de gris, con un blanco y negro que resalta la frígida nitidez de la imagen en contraste con las pasiones de las que nos van a hablar los tres y que se nos mostrarán en una continuidad de flash-backs que nos acercan, poco a poco, al desarrollo total de la historia y al final de cada uno.
Es curioso, pero los tres personajes hablan desde la tranquilidad judicial que otorga la confesión, como si supieran que, después de haber muerto, no tienen mayor pena que la eternidad de su  relativo remordimiento, aunque ha de decirse que hay una sutil distancia entre los dos hombres y la mujer, algo que se sustanciará al final de la película, de cuyo desarrollo no quiero acordarme. Da la impresión de que solo ella “padece” en su confesión ante la cámara, mientras que los dos hombres están dominados por una extraña ataraxia, teniendo en cuenta los hechos que narran. Es más, uno de ellos, el francés, contempla con cierto desapego la vida anodina que le toca vivir y el alemán, sin embargo, continúa asumiendo como propios y «legítimos» los ideales superiores que inspiraron sus decisiones militares, muy contrarias a lo que había sido su formación y su vida. Se advierte claramente en uno de los momentos claves de la película, cuando Heinrich Himmler le confidencia que el Führer ha confiado en la nueva generación de jóvenes con tan exquisita formación como la suya para plasmar sobre la Tierra el ideal del Paraíso del Reich eterno. En contraste con esa asunción, cuando el destino le hace coincidir con la protagonista femenina en el campo de concentración adonde llega para inspeccionar su funcionamiento y depurar responsabilidades, le declara a quien fue su amante que su amor por Rusia y la literatura rusa es tan fuerte que, «si no fuera alemán, sería un bolchevique más…»
La realidad del francés colaboracionista, que acepta tener relaciones sexuales con la aristócrata rusa encarcelada por haber escondido a dos niños judíos de las requisas hechas por los alemanes, a propuesta de esta para conseguir la libertad y unirse de nuevo a la Resistencia contra los invasores, nos detalla una vida familiar gris y aburrida de la que esa propuesta sexual parece sacarlo. De hecho, incluso la insólita relación sexual con su propia mujer, un contacto furtivo justo antes de llevar al niño a la escuela, solo se explica desde un atrevimiento como el de su «cena» con la elegante aristócrata. Una cena, sin embargo, que no se celebrará, porque, estando en el bosque en compañía de su hijo, un comando de la resistencia lo ejecutará delante del niño. El modo como el colaboracionista habla del desmoronamiento de su vida familiar, choca con la adhesión al ideal de los invasores, desde luego.
A través de la protagonista, enseguida evocamos una temporada en Italia, en 1933, en la que alegres aristócratas de diversos países, coinciden en una mansión en la que pasan alegremente lo que parecen unas alocadas vacaciones. Esta es la parte viscontiniana de la película, con escenas y planos que parecen salidos de la cámara del director italiano: decadencia, lujo, exquisitez y transgresión moral y sexual a partes iguales.
La rigurosa y dolorosa reconstrucción de la vida de un campo de concentración, lugar donde se reproducirá el reencuentro del aristócrata alemán y la joven rusa, ha venido precedida de la «conversión» del joven aristócrata a la ideología nazi, una suerte de adiós a la riqueza y sus posesiones que el director describe con una elegancia comparable a la de la cámara de Ophüls. Lo llamativo de la situación es que el joven abraza la causa nazi cuando todo parece indicar que van camino del desmoronamiento final, que él asume, sin embargo, como un deber, como una exigencia de «casta». Es sumamente extraña dicha adhesión a ese «Paraíso» que sigue defendiendo incluso tras la muerte, como si hubiera llegado al Walhalla, en vez de ante el juicio final cristiano.
El desarrollo de la relación entre los dos protagonistas de la película adquiere, en el campo de concentración, un parecido, aunque sin la perversión notable de la película de Cavani, con Portero de noche. De hecho, incluso varios rollos de película que él proyecta en su cabaña del campo de concentración, mientras ella atiende a sus labores de doncella del oficial, les devuelven a ambos a los tiempos felices de su encuentro en Italia, cuando eran otros muy diferente de quienes ahora son. Y por aquí nos vamos acercando a un desenlace en el que la presión de los aliados obliga, propiamente, a la «desbandada» caótica en la que se producen no pocas asunciones dramáticas de responsabilidades, antes de que les sean judicialmente exigidas por los vencedores de la guerra.
Las interpretaciones de los tres protagonistas, sobre todo en sus confesiones ante la cámara, son de un altísimo nivel. ¡Con qué placer narrativo se siguen sus declaraciones! ¡Con qué encogimiento de ánimo las revelaciones de ella! Paraíso es una película con un guion extraordinario: nada queda al azar. La sucesión de las diferentes fases de la historia nos va llevando por sus hechos contados a un desarrollo dramático capa de encogernos el corazón y  de hacernos temblar de horror ante lo incomprensible de ciertas conductas en ciertas personas con cierta formación…
Paraíso es una película sutil y persuasiva. La perversión de los ideales es su tema central, y cómo afectan a la vida cotidiana y el destino último de las personas que se enfrentan a ellos. Hay, y espero no revelar demasiado, cierto espiritualismo en el desenlace que puede parecer infantil, según y cómo, pero que, narrativamente, funciona con un carácter compensatorio evidente, y necesario.





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