jueves, 4 de junio de 2020

«El águila azul» y «La hoja de trébol», de John Ford o la forja de un maestro.


Los duelistas en los bajos fondos y la democratización usamericana frente a la nobleza irlandesa: una exhibición de «constantes» fordianas…

Título original: The Blue Eagle
Año: 1926
Duración: 58 min.
País:  Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Gerald Beaumont, Malcolm Stuart Boylan, Gordon Rigby
Música: Película muda
Fotografía: George Schneiderman (B&W)
Reparto¨George O'Brien, Janet Gaynor, William Russell, Margaret Livingston, Robert Edeson, Philip Ford, David Butler, Lew Short, Ralph Sipperly, Jerry Madden.

Título original: The Shamrock Handicap
Año: 1926
Duración: 66 min.
País:  Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Peter B. Kyne, John Stone, Elizabeth Pickett
Música: Película muda
Fotografía: George Schneiderman (B&W)
Reparto: Janet Gaynor, Leslie Fenton, Willard Louis, J. Farrell MacDonald, Claire McDowell, Louis Payne, George Harris, Andy Clark, Ely Reynolds.

         Rodando entre tres y cuatro películas por año, Ford aprendió su oficio en el nulla dies sine línea del trabajo constante, y eso se advierte, por ejemplo, en la época muda, de la que traigo a este Ojo dos muestras muy diferentes, pero ambas, cada cual a su manera, muy atractivas, porque Ford jamás pierde de vista la historia que cuenta, del mismo modo que no pierde ocasión de introducir sus contrapuntos cómicos a la situación dramática o sus subrayados políticos o existenciales de profundo calado, pero dejados ir con la ligereza de las plumas que limpian de polvo el espacio donde se acaban posando.
         La primera, El águila azul, que se conserva muy defectuosamente, y de la que incluso falta una parte de la película, es una historia a medio camino entre la exaltación militar, la labor redentora de la Iglesia y una historia de amor en forma de triángulo y con dos duelistas que no pierden la ocasión para disputarse a puñetazo limpio los favores de Janet Gaynor, a quien Borzage  y Murnau convertirían en una estrella universal con los melodramas El ángel de la calle, El séptimo cielo y la tragedia Amanecer. No se trata, pues, de dos producciones de serie B, o baratas, sino de dos proyectos que reúnen ingredientes habituales de las mejores películas de Ford. Los dos duelistas, que son fogoneros en un barco de la Navy, amigos del mismo barrio y ambos enamorados de la misma chica, irrumpen en escena con el torso desnudo y sudoroso en plena faena de alimentar las calderas del barco, y en la que se retan, a propósito de la supuesta «flojera» de sus hombres. ¿Cómo lo resuelven? En cubierta, con una lucha a mamporros que el cura castrense enseguida detiene para ponerles guantes de boxeo y convertirla en una lucha deportiva. Una vez licenciados, el protagonista, un George O’Brien cuya simpatía y masculinidad representaba a la perfección el héroe fordiano, hasta que el modelo se fue haciendo más complejo con el paso del tiempo, lo cual requeriría de otros actores distintos; el protagonista, decía, descubre que su hermano, cojo, ha sido «abducido» por una banda de delincuentes que esta introduciendo grandes cantidades de droga en el barrio, con los consecuentes efectos destructivos en el tejido social del mismo. Los dos duelistas, cuya graciosa rivalidad se va alimentando a lo largo del metraje, con situaciones de comedia pura como la larga secuencia del baile, acaban colaborando para identificar y hundir un submarino que es el vehículo usado por los traficantes parta traer la droga, todo ello a sugerencia del sacerdote del barrio, claro, cuyo intervención es decisiva para la reconciliación temporal. Esa vertiente de película de acción compensa adecuadamente el tenso triángulo amoroso y permite un cierto lucimiento no solo de los actores, sino también de la dirección. Resuelto el drama de la droga, queda esa combate nuclear que ha de aclarar quién tiene «derecho» a pedir la mano de la hija del jefe de policía. Ese sí que es, a solas los dos contendientes con el párroco como árbitro, sin dejar entrar a sus amigos al combate, uno de los momentos estelares de la película, un combate «a muerte» en el que ninguno de los dos da su brazo a torcer hasta que… ¡Pero eso ya lo han de ver ustedes!
         La hoja de trébol toca de lleno el «tema irlandés», por el que Ford sentía predilección, y que aquí se nos muestra desde una perspectiva muy curiosa: asociado a la decadencia económica de la aristocracia irlandesa y a las carreras de caballos, porque un hombre de negocios usamericano no solo le compra dos caballos al noble, sino que también se lleva al cuidador de los mismos para convertirlo en jockey, aunque este duda entre aceptar el ofrecimiento o seguir al lado de su enamorada, la hija del noble, a pesar de la diferencia de clases entre ambos. Finalmente, acepta, y es presentado a otros jinetes en una escena muy divertida, en la que no falta el criado negro que asume el papel del «gracioso» de nuestro teatro clásico, aunque, en este caso, casi sin pretenderlo, dada su seriedad y su efectivo repertorio de muecas, visajes y miradas. La desgracia se acaba cebando en él y en una de las carreras cae del caballo y se lisia una pierna quedando incapacitado para montar. La escena de la visita de los colegas a la clínica tiene algo de "camarote de los hermanos Marx" avant la lettre. El melodrama se acelera cuando el noble, que no puede pagar los impuestos de su mansión, decide trasplantarse a Usamérica, llevando el caballo de su hija, con la pretensión de que participe en las carreras para resarcirse y poder recuperar sus propiedades. El choque cultural y económico entre la familia del noble y los escasos recursos de que disponen se pone de manifiesto cuando el mayordomo se emplea como peón y descubre que, al otro lado del talud en el que él cava, está su «señor» haciendo exactamente lo mismo que él. Como no puede ser de otra manera, se acerca el día de la gran carrera en la que debutará el caballo de la hija y contratan al jockey judío, el que tiene el criado negro, para montar el caballo en el gran acontecimiento. ¿…? Exacto, lo han adivinado, ese jockey monta un caballo solo acostumbrado a que lo monten o la hija o su cuidador, y acaba rodando por el suelo muy poco antes de empezar. Y ahí aparece la figura coja y salvadora del enamorado dispuesto a resarcirse ante su enamorado y ante todos a quienes ha defraudado por su merma física. Por cierto, hay un detalle que no me resisto a chafárselo a los espectadores: Cuando aparecen los intertítulos de los personajes animando al protagonista, cuando se ve al jockey judío desgañitado animándolo, ¡el intertítulo aparece escrito en hebreo! ¿Es o no es un gag de primera...! Antes de llegar a ese momento, está claro que el «factor irlandés» ha propiciado poco menos que una reunión patriótica con motivo de la aparición del noble, aunque esté empleado como peón caminero, porque la reverencia de sus compatriotas hacia él no merma por el hecho de verle rebajado de estado. Permítanme hacer hincapié en la aparición de una jovencísima actriz a la que no he podido identificar y que es portadora de una belleza que deja en estado de shock a cualquier espectador que la vea. Aparece al comienzo de la película, enviada por su madre a decirle al noble que no le puede pagar la renta y que acepte, a cambio, una cesta de galletas, y después cuando se forma la asamblea irlandesa en la obra. Supuse que se habría convertido en una gran estrella, pero ¡ni rastro de ella!
         Es evidente que no es difícil intuir por dónde discurrirá el romance entre Janet Gaynor y el mozo de cuadras buen mozo, Leslie Fenton, de quien está enamorada, pero toda la película rezuma ese clásico humor fordiano que no acabó cuajando nunca en la gran comedia que, como las de Lubitsch o Wilder, podría haber rodado, desde luego, pero aquí hay muchos de los mimbres con los que construyo secuencias inolvidables de sus muchas películas. Sumo y sigo, en mi larga andadura fordiana…

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