Una lección fílmica de virtuosismo narrativo y espacial: Dos
personas o la excepcional intensidad de las pasiones humanas.
Título original: Två människor
Año: 1945
Duración: 78 min.
País: Suecia
Dirección: Carl Theodor Dreyer
Guion: Carl Theodor Dreyer (Obra de teatro: W.O. Somin)
Música: Lars-Erik Larsson
Fotografía: Gunnar Fischer (B&W)
Reparto: Georg Rydeberg, Wanda Rothgardt, Gabriel Alw, Stig Olin.
Acabo de apagar la televisión y el final de Dos personas
aún me percute en la cabeza con la intensidad de esos estados catárticos que
suelen acompañar el desenlace de las tragedias y que, en este caso, aunque sea
de origen teatral, yo lo he visto y vivido como una íntima representación
operística. Es evidente que no voy a decir ni una palabra que describa lo que acabo
de ver, pero no quiero dejar de señalar, como contexto, el sentimiento desde el
que escribo tras haber contemplado esta joya despreciada de Dreyer ¡y por
Dreyer mismo!, pues la rodó en Suecia, con actores impuestos, no los que él
quería, y no pudo “retirar” una secuencia que, a mi juicio con buen criterio,
dejó como estaba el productor. Dreyer renegó de ella y no quiso que se le
asociara con su obra. La película fue un tremendo fracaso de público en su día
y apenas ha sido vista, fuera de Suecia. ¡Diez años tardaría Dreyer en volver a
rodar, ¡y su vuelta fue nada más y nada menos que con Ordet, «la palabra», acaso, para mi gusto, la mejor película de todos los tiempos!
Durante esos diez años, Dreyer se refugió en la realización de documentales, un capítulo de su obra en el que tendré que entrar, por supuesto. Dos
personas, sin embargo, vista con ojos distintos del director, es una
película dignísima, con un desenlace estremecedor, que se suma, por calidad, a
cuantas rodó, porque aún estoy por ver alguna película suya que no impacte
profundamente en el espectador, al menos en este que se atreve a escribir una
crítica sobre uno de los grandes autores de la Historia del Cine.
El novedoso arranque de la película nos ofrece toda la información
que necesitamos saber para encuadrar el drama que se va a desarrollar a
continuación, un drama íntimo que afecta al matrimonio que se enfrenta a una situación
profesional y vital durísima. Con imágenes
de los procesos de investigación científica en laboratorios, probetas, líquidos
que hierven, agujas, etc., se superponen imágenes de titulares de diario, e
incluso hasta una entrevista, en los que un científico acusa a otro de haberle
plagiado una investigación sobre la curación de la esquizofrenia, lo cual
anularía la tesis doctoral con la que quiere consagrarse el joven investigador
que ha trabajado con él.
La
llegada a casa de la pareja, por separado, con la misma imagen desvaída de los
rostros reflejados en la placa dorada de la puerta donde aparece el nombre del
protagonista, Arne Lundell, antes de girar la llave de la puerta para entrar en
la casa, inicia el drama de una reputación caída en desgracia por la rivalidad
académica. Los entresijos de las rivalidades y los celos profesionales afloran
en un planteamiento austero y casi como carente de emociones, teniendo en
cuenta que solo ella aparece acusar el golpe que ha sufrido su marido con una
ansiedad muy superior a la frialdad con que lo acusa el protagonista, quien no
tiene más intención que huir, que alejarse, de tanto descrédito. Su mujer,
Marianne, lo convence para que intente algo nuevo, distinto, y reivindique su
buen nombre y su reputación.
Dispuestos a oír una conferencia radiada del profesor que
acusa al protagonista de plagio, interrumpen la misma para decir que el doctor
ha fallecido. Casi a continuación, cuando aún no han asimilado la primera
noticia, emiten otra en la que dan cuenta del descubrimiento del cadáver del
denunciante. A partir de ese momento, la mujer, de una forma muy calculada,
comienza a sospechar de su marido, aunque nunca se lo diga abiertamente. El
«duelo» dialéctico entre ambos progresa entre protestas de amor y de inocencia,
pero también de suspicacia. Todo ello con un juego de picados y contrapicados
que agilizan la acción en el escenario único en que se desarrolla la historia,
salvo una secuencia de la que luego hablaré, y que Dreyer sortea con una
habilidad extraordinaria, antes de que Hitchcock se sometiera a un reto
parecido en La soga.
Aunque
es él el principal sospechoso de un acto así, dada la denuncia que hizo del
plagio de la tesis -una situación muy difícil de trasplantar a España, si
juzgamos por el caso del presunto fraude académico del Presidente del
Gobierno-, es ella quien aparece a ojos del espectador más alterada. Cualquier
ruido la sobresalta; una sirena policial le hace entrar en pánico; una llamada
a la puerta la desquicia, aunque se trate de la entrega de una carta… Celosa de
su seguridad y de la firmeza del amor que comparten, viven lo que habría de ser
la víspera de su triunfo social y académico como una derrota que puede
llevarlos a perderlo todo. Poco a poco, pues, la protagonista va generando un pathos
que cala en el espectador, quien, a través de ella, se agita con la duda de si
el marido, a pesar de su frialdad, ha sido capaz de cometer ese asesinato.
Tiene una pistola, y en el pañuelo que le deja a ella para enjugar sus lágrimas
aparecen restos de sangre, por ejemplo…
La pericia con que Dreyer sabe llevarnos de la sospecha a la
convicción de la inocencia se nutre con una sinfonía de primeros planos en los
que la esposa exhibe un amor tan apasionado por su marido que, como ocurre cuando
lo abraza y lo acuna, cantándole una nana italiana bellísima, hay un sí se sabe
qué de maternidad frustrada en ese amor acaparador, protector y dominante. Y
entonces, cuando todo parece predisponernos a que irrumpa la policía en la casa
y detenga al marido, irrumpe, sombría, retorcida y deletérea, la verdad: Marianne
confiesa a su marido que ha sido ella la que ha asesinado al Dr. Sander, lo
cual supone un giro imprevisible en la historia, no solo por el alcance de tal
revelación, sino por la representación fílmica expresionista de la entrevista
entre el Dr. Sander y Marianne, pues Dreyer la filma como un “teatro de sombras”
en el que la sombra del Dr. aparece reflejada en el techo de la habitación
donde le pide a Marianne que se divorcie de su esposo y que se case con él, que
Arne es un ser débil que no se merece una mujer como ella. La sombra de Sander
es, cinematográficamente, lo más parecido a la del protagonista del Nosferatu,
de Murnau, y quiero creer que fue por esa clara similitud por lo que Dreyer
quiso eliminar esa secuencia de la película, algo que no consiguió, y de ahí la
renuncia a su paternidad sobre el film.
Como espectador he de agradecer en esta caso que el Productor
se impusiese al Director, aunque son conocidas las muchas maldades que aquellos
han cometido con toda suerte de películas. La secuencia es necesaria y,
fílmicamente, muy impactante.
Y aquí he de abandonar al espero que curioso espectador para
que, por lo reseñado, se acerque a esta «novedad» y disfrute, como yo lo he
hecho, de un auténtico «Dreyer» con la intensidad que le caracteriza y la estilización
formal que es su marca de autoría. Sabiendo, además, que lo mejor de la película, a pesar de lo revelado, está por llegar...
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