martes, 16 de junio de 2020

«Sueños», de Ingmar Bergman, el melodrama desde la tragedia y la frivolidad.


Dos mujeres, dos aspiraciones fracasadas, frente al egoísmo, y otras necesidades oscuras, de los hombres.

Título original: Kvinnodröm
Año: 1955
Duración: 87 min.
País:  Suecia
Dirección: Ingmar Bergman
Guion: Ingmar Bergman
Música: Stuart Görling
Fotografía: Hilding Bladh (B&W)
Reparto: Eva Dahlbeck, Harriet Andersson, Gunnar Björnstrand, Ulf Palme, Inga Landgré, Sven Lindberg, Naima Wifstrand.

         Abre Bergman su película, acaso olvidada entre tanta obra maestra como ha salido de su fértil imaginación, con un exquisito juego de imágenes que tienen los rojos labios grosezuelos de una mujer como motivo dominante de una fotografía que se va revelando en la cubeta, y sobre la que aparecen los títulos de crédito. Poco después ocupa la pantalla la imagen de la directora de una agencia de modelos en quien, por la selección de fotos que hace y el gesto cómplice de su secretaria, advertimos una fortaleza de carácter que parece rayar en el despotismo. Viene, Bergman, de rodar Una lección de amor, una exquisita comedia moral sobre el fracaso del amor en el matrimonio, y se enfrenta ahora, desde la perspectiva dramática, al fracaso del amor fuera del matrimonio, por parte de la directora de la agencia, y antes de el por parte de su mejor modelo. Las secuencias iniciales de la película con el supuesto «capitalista» ocupando un ominoso lugar lúbrico en la sesión de fotos de los nuevos trajes define algo sustancial del estilo de Bergman: su capacidad sintética para, con ciertas imágenes escogidas, crear una atmósfera e incluso avanzar en la narración de la historia, porque la «murmuración» de las modelos nos informa del núcleo duro de la historia: el amour fou de la Directora por un hombre casado, al que acosa.
         Contrapunto de ese amor loco va a serlo el amor «doméstico» de una modelo con un hombre vulgar que en modo alguno colma sus aspiraciones de vivir como el lujo del  mundo de la moda le invita a creer que ella se merece. Y de ahí la escena en la que la modelo rompe con él, en parte también porque él desmerece su profesión, y viaja a Goteborg con su jefa. En el tren, poco después, podemos admirar una de las mejores escenas de la película, cuando a la Directora le asaltan impulsos suicidas ante la visión de un cartel que avisa del peligro de caer del tren si se abre la puerta. Para salir de la tensión, abre la ventanilla, en una noche de tormenta, y deja que la lluvia la empape, lo que concluye en un primer plano bellísimo que cae de lleno dentro del expresionismo que alimentó, sin duda, la formación de Bergman como director.
         En Goteborg se bifurcan los caminos de ambas mujeres. Mientras que la Directora se dedica al acoso de su amante, casado y con hijos, la modelo es interpelada ante un escaparate de moda por un cónsul cuya mujer lleva años en el psiquiátrico, tras enloquecer después del parto de la hija de ambos. Podríamos hablar de que estamos ante una alternativa cómica al drama de la Directora, pero no tardamos en descubrir que la generosidad «paternal» del cónsul, dispuesto a satisfacer los ricas caprichos de la modelo, tras dejarle claro que no está en presencia de un pervertido o un asesino en serie, esconde un drama cuya dimensión solo se nos hace patente hacia el final de la película, con la aparición crudísima de la hija del rico cónsul. A medio camino entre la Ariane, de la película del mismo título, de Wilder y la Holly de Desayuno con diamantes, de Blake Edwards, la modelo se va abandonando poco a poco a la vida de ensueño que el cónsul le va comprando y que le depara una jornada como nunca antes había imaginado que pudiera vivir. Poco a poco, incluso, va naciendo en ella la remota posibilidad de acabar convirtiéndose en la mujer del cónsul. La composición patética del galán, aquejado de una frágil salud, añade a la seducción una nota de dramatismo que anticipa la irrupción de la hija para, de una vez por todas arruinar el sueño de una vida lujosa en compañía del cónsul.
         La Directora, por su parte, logra atraer al amante a su hotel para seducirlo y conseguir que deje a su mujer y a sus hijos e inicie una nueva vida con ella. Todo parece ajustarse a sus planes, hasta que irrumpe en la habitación del hotel la mujer de su amante, dispuesta a defender su «posesión» y, por supuesto su «familia». El duelo entre ambas mujeres no tiene desperdicio, y Bergman no pierde ocasión de ridiculizar, desde la perspectiva de ambas, la figura empequeñecida e irrelevante del marido en semejante disputa, casi como si hablaran de una mascota, en vez de un hombre.
         La modelo llega tarde a la cita para la sesión de fotos al aire libre y la Directora la despide. Tras la quiebra de su relación legal, como si ella hubiera sido el pistoletazo de salida para iniciar el desenlace de la película, los dos personajes que sirven como líquido de contraste para «revelar» la imagen de la verdadera realidad aparecen en las vidas de ambas: la hija del cónsul y la mujer del amante. Pero lo que sucede entonces es el espectador quien ha de verlo y sacar sus propias conclusiones. Como Bergman no es la alegría de la huerta, aunque tiene un sentido del humor muy particular -como se manifiesta, por ejemplo, en la película que rueda justo antes que esta, Una lección de amor, y algunas otras de su filmografía, como la excelente El ojo del diablo-los espectadores pueden, legítimamente, sospechar que andaremos más cerca del drama que de la comedia, en el desenlace, pero no adelanten conclusiones…
         La película, sobre todo en la parte inicial, tiene unas imágenes fantásticas, porque al estar centrada la trama en el mundo de la moda, de la fotografía de moda, concretamente, Bergman mira con una cierta ironía socarrona ese mundo tan superficial de la belleza artificial, conseguida mediante la cámara y los trajes glamurosos, y nos brinda planos auténticamente memorables. Las correrías ciudadanas del cónsul y la modelo, centradas en el lujo, dan pie también a no pocos planos muy propios de la narrativa de Bergman, como los del interior de la tienda donde adquieren un vestido y unos zapatos, por ejemplo. Nunca deja de sorprender la contundencia formal de los planos de Bergman, tan atentos siempre, además, a los pequeños gestos, las miradas intencionadas y los claroscuros psicológicos. Yo me he hecho el propósito de ver “todo Ford”, pero lo cierto es que, bastante más accesible, porque solo contabiliza 71 películas, es posible que, de paso, acabe viendo “todo Bergman”. ¡Placer absoluto!
        

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