sábado, 6 de junio de 2020

«Sin amor», de Andrey Svyagintsev. Sin palabras…



Un drama sin concesiones en el que la naturaleza adquiere un protagonismo dramático o el hijo no deseado y «desaparecido»…

Título original: Nelyubov
Año: 2017
Duración: 128 min.
País: Rusia
Dirección: Andrey Zvyagintsev
Guion: Andrey Zvyagintsev, Oleg Negin
Música: Evgueni Galperine
Fotografía: Mikhail Krichman
Reparto: Maryana Spivak, Aleksey Rozin, Matvey Novikov, Marina Vasilyeva, Andris Keishs, Alexey Fateev.

         La mayor violencia imaginable contra los hijos es demostrarles que jamás los has querido y que son un estorbo en tu vida. Esa es la situación de partida de una película que no se ve sin una poderosa conmoción interior que Zvyagintsev sabe potenciar, mediante la elipsis, hasta un dolor infinito. Prepárense los espectadores, porque se las van a ver con un drama que deviene tragedia familiar, y ello con un protagonista, Alyosha, el niño, que no aparece más que en el primer tercio de la película y no durante mucho tiempo. En él lo vemos compartirlo, o sufrirlo, con una madre que lo desprecia, lo insulta y le da algún que otro golpe, y un padre que lo ignora por completo. Ambos están en proceso de divorcio y tienen, cada uno de ellos su propia pareja. Solo les une la venta del piso para repartirse el dinero de la misma. Y, para su futuro, el hijo es, y así lo percibe la criatura, ¡para ambos!, un estorbo insufrible. De hecho, el marido ya está esperando un hijo de su nueva pareja, y en los cálculos de la pareja de ella, que ya tiene una hija independizada, no parecen entrar los hijos, propios o ajenos.
         Las primeras imágenes de la película, de unos troncos deshojados e inclinado a las aguas heladas de un río en el recio invierno ruso, son ya lo suficientemente  desoladoras como para, si no cabrilleara la luz en las aguas, creer que estábamos ante unas pinturas, no ante la realidad. La salida del niño de la escuela y su solitario paseo hacia casa, por la orilla del río, donde lanza a un árbol una cinta que queda suspendida de una rama, agitada por el viento, no hace presagiar el dramático desarrollo que va a seguir a esas escenas, aunque nos duela, porque la dureza de la madre, tanto con el padre de la criatura como con la propia criatura aún está por explicar. Lo que sí sabemos es que una terrible discusión entre los padres tiene un epílogo de película de terror, pues al salir la madre del baño, donde ha orinado ante la cámara, sale cerrando la puerta tras de ella y haciendo emerger de la penumbra el cuerpo frágil, convulso y deshecho en lágrimas de su hijo.
         La presentación de los personajes, un vendedor y una asesora de belleza, una pareja anodina y desigual, no tarda en mostrarnos la superficialidad de ambos y lo incomprensible de su unión. Habremos de esperar a que ocurra «el incidente» alrededor del cual gira la película, para que nos demos cuenta de que la explicación hay que buscarla en la relación de la madre con la abuela del niño. Antes de ese incidente, se nos ha mostrado, con una estética muy distinta en uno y otro caso, de clase media-baja en el caso de él y de clase alta acomodada en el caso de ella, las gratificantes relaciones sexuales de la pareja. La madre le confiesa a su pareja que ¡por fin! ha encontrado la felicidad junto a él.  Y el padre de la criatura le confiesa a la madre de su hijo que siempre “estará con ella y que no los abandonara nunca”, es decir, lo que, más tarde, sabemos que con idénticas palabras le había dicho a su primera mujer. Es tras esa «felicidad», al volver de buena mañana a casa, que  la madre, olvidada por completo del hijo, se percata de que no está en la casa y de que tampoco ha llegado a la escuela.
         Desde ese momento, y tras una espera prudencial, la pareja da aviso a las autoridades y se inicia el protocolo de búsqueda de un menor de 12 años en plena temporada de nevadas. De repente, el niño que apenas había tenido un mínimo protagonismo -«Siempre estás llorando», le recrimina la madre, «eres tan débil como tu padre»- adquiere un protagonismo insospechado, porque no hay escena, tenga el contenido que tenga, en que la atención de lo espectadores no esté clavada, como una saeta en una diana, en la ausencia del chiquillo, a quien se evoca constantemente. Hasta ese momento se nos había trazado un somero retrato de la banalidad y ambición de la madre -que había escogido al marido y tener un hijo con él para huir de su propia casa y de una madre dominadora y tiránica- y de la sumisión del padre tanto a quien fuera su primera mujer, como ahora a la segunda, amén de retratarlo en el trabajo como un ser apocado y con escasa iniciativa.
         La parte sustancial de la película se centra en las labores de búsqueda del niño desaparecido, para lo que no se escatiman esfuerzos, ni de la policía ni de los voluntarios, entre los que no siempre están los padres, aunque ambos acaban involucrados en la búsqueda hasta tal punto que acaban hermanados en la desolación, la tristeza, la culpa y el remordimiento, que les cambia la vida radicalmente. Los planos exteriores, más el desplazamiento hasta la destartalada casa de la madre de ella o los del refugio donde un compañero de escuela acaba confesando a la policía que tenían como guarida para sus juegos, un hotel en ruinas en el que la cámara extrae unos planos tan hermosos como dolorosos, constituyen una suerte de exploración de la desesperación; de idéntico modo que la visita a la morgue para identificar si un cadáver de un niño de esa edad es el de su hijo o no, un espacio degradado, sucio y tétrico, nos planta ante una escena difícil de «digerir» y en la que la madre, Maryana Spivak, tiene una actuación sobresaliente, como en el resto de la película, aunque la dureza despiadada de su personaje logra que el espectador no empatice para nada con ella, una belleza altiva y banal que busca explotar su poderoso atractivo físico para conseguir una posición social acomodada.
         Hay algo de documental y de sociológico en la película, que ha sido producida, en su mayor parte, por capital europeo, no ruso, lo cual nos da a entender que Leviatán no debió de procurarle muchas amistades al director. Y menos le va a granjear esta. La sociología es la básica de una pareja en crisis que nos ofrece el retrato de dos seres egoístas y sin escrúpulos que, como refiere el título, «no aman» a su hijo. El documental tiene que ver con las técnicas policiales de búsqueda y la implicación de la familia en esas pesquisas. Son ellas las que acaban transformando a la pareja en dos almas en pena que expían, así, todo el daño causado. Es triste, muy triste, una película dura de ver, pero por la que el Director nos conduce mediante un esteticismo que potencia los escenarios del crimen, al tiempo que degrada a los protagonistas. No deseo hablar del desenlace, porque es una de las grandes bazas de la película, pero quede aquí, entre nosotros, el inmenso dolor que quienes tengan hijos van a sentir viendo esta película que, por otro lado, es «necesario» ver; no solo porque nos acerca a un drama íntimo en un país bastante desconocido, sino también porque algo se revela de ese país que nos conviene saber. Advertidos quedan los lectores de este Ojo: es dolorosa, pero es película hermosa; es terrible, pero apasionante; es real, pero la belleza, que solo puede serlo de lo convulso, la trasciende…

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