Dos ejercicios estilísticos de muy diferente naturaleza y
dos juventudes casi irreconocibles.
Título original: Les cousins
Año: 1959
Duración: 112 min.
País: Francia
Dirección: Claude Chabrol
Guion: Claude Chabrol, Paul Gégauff
Música: Paul Misraki
Fotografía: Henri Decaë (B&W)
Reparto: Gérard Blain, Jean-Claude Brialy, Juliette Mayniel, Guy
Decomble, Geneviève Cluny, Michèle Méritz, Corrado Guarducci, Stéphane Audran.
Título: Le Diable probablement
Año: 1977
Duración: 95 min.
País: Francia
Dirección: Robert Bresson
Guion: Robert Bresson
Música: Philippe Sarde
Fotografía: Pasqualino De Santis
Reparto: Antoine Monnier, Nicolas Deguy, Tina Irissari, Henri de
Maublanc, Laetitia Carcano, Régis Hanrion.
Es curioso, con 18 años de distancia entre una y otra,
estando el Mayo del 68 por medio, nos acercamos a dos películas que retratan
dos juventudes francesas que pueden parecer distintas, pero que, en el fondo,
son muy parecidas. ¿Qué las distancia? Mayo del 68 y la inhibición total en el
comportamiento, las relaciones sexuales libres y el afán revolucionario. Por
otro lado, el de Los primos, vemos el germen de esas actitudes en la
juventud bohemia y supuestamente transgresora frente a la juventud del esfuerzo
y del estudio que aspira a cambiar la sociedad, no a demolerla, como los
postsesentayochistas. La película de Chabrol, segunda del autor de La
ceremonia, entre otras muchas, se sitúa en los orígenes de la nouvelle
vague y tiene todas las trazas de un experimento exquisito en el plano
formal, aunque, paradójicamente, siguiendo más unos patrones muy clásicos en la
composición del plano y en el movimiento de la cámara, que propiamente los
postulados de la nueva estética. De hecho, en la película, a pesar de su largo
metraje, predominan más los interiores que los exteriores. La película de
Bresson, fiel a sus postulados creativos: Aplicarme a imágenes
insignificantes; filmar de improviso, con modelos desconocidos, en lugares
imprevistos, adecuados para mantenerme en un estado tenso de alerta; producción
de la emoción obtenida por una resistencia a la emoción… entre otros que
desgranó en su ensayo sobre «el cinematógrafo», un arte muy distinto del cine
común, trivial, banal, que tanto gusta a las masas de espectadores. Si aquella
gloriosa clasificación franquista de las salas de cine, las llamadas “De Arte y
Ensayo”, así ideada para alejar al gran público de obras subversivas que permitía
exhibir como aval de una «apertura ideológica» que permitiera equipararnos,
¡sin éxito!, con las democracias europeas en cuyo club económico aspiraba el
franquismo a entrar, algo que solo fue posible tras la aprobación de la
Constitución plenamente democrática de 1978; si aquella clasificación, decía, tuvo alguna vez sentido, ¡jamás tan adecuado como
para definir el cine de Bresson! El planteamiento intelectual de Bresson nos
describe una juventud muy dividida. De un lado, quienes se orientan, ¡con
sorprendente antelación!, hacia el ecologismo y la salvación del planeta, pero
desde un planteamiento científico, no meramente ideológico. De otro, quienes
buscan y no hallan en la Religión un camino de rebelión y el descubrimiento de
una ética superior, y, finalmente, el nihilismo absoluto del protagonista, a quien
se describe en constante movimiento, pasando por todo y sin quedarse nunca en
nada ni en nadie, alimentado por su propia desesperación existencial y
robusteciendo, a cada nuevo desencuentro, su inclinación a ponerle fin a sus
días. Lo que sucede es que la «frialdad» de Bresson, cuyos planteamientos
fílmicos jamás permiten empatizar con los personajes, deja al espectador en un
terreno huérfano de sentimientos y pendiente de actos individuales que se nos
aparecen mecánicos, impostados y hasta banales, y un mucho pedantes, dada la
tendencia de los personajes a expresarse con «sentencias» en vez de con argumentos.
Los planos neutros de Bresson inundan la narración cotidiana: la mano que se
apoya en la barandilla, la puerta que se abre, una llave que gira en la
cerradura, los amantes que dialogan sentados sobre sentimientos que no afloran
de ninguna de las maneras. En esta tesitura, está claro que esos no-actores,
cuya rigidez domina la composición de los personajes, homogeneizándolos como si
fueran «invasores extraterrestres», son, al final, los responsables de la mayor
o menor simpatía con que el público acoja su peripecia. El protagonista, a mí,
lo reconozco, me sacaba de mis casillas, y de ninguna de las maneras lograba «conectar»
con un nihilismo un tanto «de opereta» y cuyo magnetismo erótico-amoroso, ¡se
nos presenta como un «seductor»!, brillaba por su ausencia. Se trata,
propiamente, de una película ideológica en conflicto con la vida, como si el
instinto vital y la deriva intelectual fueron incompatibles, y esa juventud que oscila entre la
responsabilidad científica y la violencia nihilista, sea contra otros, sea
contra uno mismo, acaba mostrándose, por el arte fílmico particular de Bresson,
totalmente «despersonalizada», mecánica, artificial. Toda la película parece empeñarse
en empequeñecer lo real, en mostrarlo como un escenario donde se «trazan» las vidas geométricas de
unos personajes simbólicos con escuadra y cartabón. La intención de Bresson es
excelente, la realización ya es otro cantar. Tengo la sensación de que su mirada
sobre la juventud francesa, estamos en su penúltima película, es la mirada de
quien la desconoce profundamente y la reconstruye sobre el esqueleto de sus
propios debates ideológicos, desde su dialéctica de inspiración religiosa que
le permite titularla El diablo probablemente, porque, acaso no tenga
otra explicación para el nuevo mal du siècle, el nihilismo tortuoso, que
la irrupción del Mal mayúsculo de toda la vida.
Chabrol, por su parte, traza el retrato de dos juventudes,
como ya dije, la de la disipación y la del estudio, pero con la particularidad
de encarnarla en dos primos, uno pueblerino y pobre, y el otro capitalino y
rico, que lo acoge en su casa, más dedicada a las parrandas que al estudio. La
película es, sustancialmente, la historia de un triángulo amoroso entre ambos
primos y una enamorada a la que poco le
cuesta ser seducida por el primo rico, aun a pesar de estar enamorada del primo
pobre. Finalmente se decanta por el rico y conviven los tres en la casa, un
espacio de paredes traslúcidas que rompen totalmente la intimidad o, visto de
otra manera, la abren a todos los residentes, con la consiguiente tensión que
esas vidas medio vistas generan en los rivales. El choque entre dos morales muy
distintas, la libertina del primo rico y la calvinista del pobre, quien tiene
una suprema responsabilidad ante su madre, quien le paga la carrera y la
estancia para que se licencie en Derecho, por lo que su compromiso está claro.
Otra cosa es que la carne es débil, claro. La figura del eterno estudiantón que
va de orgía en orgía, desentendido de cualesquiera responsabilidades o compromisos
éticos, tiene más de figura del siglo XIX, que propiamente del París del 59,
cuya Guerra de Argel no aparece ni siquiera de refilón en la película, como muy
bien señalaba un crítico de FilmAffinity. Hay, por lo tanto, una reducción de
lo real a ese «despertar» del joven provinciano a una vida que lo supera y para
la que no está en modo alguno preparado. Todo ello se transforma en una obsesión
neurótica que lleva al primo pobre a…adonde ni me está medio bien desvelarlo.
Entre, si quiere, el espectador en ella y asistirá a un prodigio de realización
intimista, con un blanco y negro que lo tiene todo de exploración psicológica y
con unos planos que «construyen» el infierno del joven explorador de la
transgresión y la amoralidad, realidades para las que no parece muy capacitado.
La película es excesivamente larga, pero se entiende el «entusiasmo» realizador
de quien comenzaba una de las carreras más sólidas de la cinematografía
francesa. Buena parte de la descripción de los jóvenes tarambanas tiene algo de
«operístico», como la vieja Bohemia de Puccini, y resulta especialmente
irritante la presencia de un adulto que «anima» las veladas con auténticos números
circenses, como el del «escapista» al que nadie acaba prestándole atención
cuando se inician otros escarceos más «liberales». Insisto, no dudo de la
pertinencia del cuadro trazado por Chabrol, pero esos jóvenes retratados ¡qué
poco tienen que ver con los que apenas nueve años después, van a poner la République
patas arriba!, ¡parecen sus padres o sus abuelos, no sus hermanos mayores! En
todo caso, y a pesar de su duración, la película merece mucho la pena desde el
punto de visto formal. Luego están, claro, ciertos detalles de «ambiente», como
el club canalla al que lleva Paul, el primo rico, al protagonista, allí donde
aparece Stéphane Audran, en un pequeño papel, quien luego sería esposa y musa
de Chabrol; la librería con el extravagante librero que le regala, ¡y ya es
premonitorio!, Las ilusiones perdidas, de Balzac; o la afición
wagneriana de Paul, un germanófilo cuya filia va bastante más allá de lo que el
buen gusto democrático permite…, pues está clara la genealogía nietzscheana de
Paul, más allá siempre del bien y del mal…Todo ello le da un cierto grosor a la
película, pero, al mismo tiempo, le añade antigüedad, como si ese libertinaje
fuera algo anacrónico, ¡a nueve años vista de mayo del 68!, por supuesto.
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