miércoles, 10 de junio de 2020

«Los primos», de Claude Chabrol y «El diablo probablemente», de Robert Bresson. Dos miradas envejecidas a una juventud airada y a otra acomodada.



Dos ejercicios estilísticos de muy diferente naturaleza y dos juventudes casi irreconocibles.

Título original: Les cousins
Año: 1959
Duración: 112 min.
País:  Francia
Dirección: Claude Chabrol
Guion: Claude Chabrol, Paul Gégauff
Música: Paul Misraki
Fotografía: Henri Decaë (B&W)
Reparto: Gérard Blain, Jean-Claude Brialy, Juliette Mayniel, Guy Decomble, Geneviève Cluny, Michèle Méritz, Corrado Guarducci, Stéphane Audran.

Título: Le Diable probablement  
Año: 1977
Duración: 95 min.
País: Francia
Dirección: Robert Bresson
Guion: Robert Bresson
Música: Philippe Sarde
Fotografía: Pasqualino De Santis
Reparto: Antoine Monnier, Nicolas Deguy, Tina Irissari, Henri de Maublanc, Laetitia Carcano, Régis Hanrion.

         Es curioso, con 18 años de distancia entre una y otra, estando el Mayo del 68 por medio, nos acercamos a dos películas que retratan dos juventudes francesas que pueden parecer distintas, pero que, en el fondo, son muy parecidas. ¿Qué las distancia? Mayo del 68 y la inhibición total en el comportamiento, las relaciones sexuales libres y el afán revolucionario. Por otro lado, el de Los primos, vemos el germen de esas actitudes en la juventud bohemia y supuestamente transgresora frente a la juventud del esfuerzo y del estudio que aspira a cambiar la sociedad, no a demolerla, como los postsesentayochistas. La película de Chabrol, segunda del autor de La ceremonia, entre otras muchas, se sitúa en los orígenes de la nouvelle vague y tiene todas las trazas de un experimento exquisito en el plano formal, aunque, paradójicamente, siguiendo más unos patrones muy clásicos en la composición del plano y en el movimiento de la cámara, que propiamente los postulados de la nueva estética. De hecho, en la película, a pesar de su largo metraje, predominan más los interiores que los exteriores. La película de Bresson, fiel a sus postulados creativos: Aplicarme a imágenes insignificantes; filmar de improviso, con modelos desconocidos, en lugares imprevistos, adecuados para mantenerme en un estado tenso de alerta; producción de la emoción obtenida por una resistencia a la emoción… entre otros que desgranó en su ensayo sobre «el cinematógrafo», un arte muy distinto del cine común, trivial, banal, que tanto gusta a las masas de espectadores. Si aquella gloriosa clasificación franquista de las salas de cine, las llamadas “De Arte y Ensayo”, así ideada para alejar al gran público de obras subversivas que permitía exhibir como aval de una «apertura ideológica» que permitiera equipararnos, ¡sin éxito!, con las democracias europeas en cuyo club económico aspiraba el franquismo a entrar, algo que solo fue posible tras la aprobación de la Constitución plenamente democrática de 1978; si aquella clasificación, decía,  tuvo alguna vez sentido, ¡jamás tan adecuado como para definir el cine de Bresson! El planteamiento intelectual de Bresson nos describe una juventud muy dividida. De un lado, quienes se orientan, ¡con sorprendente antelación!, hacia el ecologismo y la salvación del planeta, pero desde un planteamiento científico, no meramente ideológico. De otro, quienes buscan y no hallan en la Religión un camino de rebelión y el descubrimiento de una ética superior, y, finalmente, el nihilismo absoluto del protagonista, a quien se describe en constante movimiento, pasando por todo y sin quedarse nunca en nada ni en nadie, alimentado por su propia desesperación existencial y robusteciendo, a cada nuevo desencuentro, su inclinación a ponerle fin a sus días. Lo que sucede es que la «frialdad» de Bresson, cuyos planteamientos fílmicos jamás permiten empatizar con los personajes, deja al espectador en un terreno huérfano de sentimientos y pendiente de actos individuales que se nos aparecen mecánicos, impostados y hasta banales, y un mucho pedantes, dada la tendencia de los personajes a expresarse con «sentencias» en vez de con argumentos. Los planos neutros de Bresson inundan la narración cotidiana: la mano que se apoya en la barandilla, la puerta que se abre, una llave que gira en la cerradura, los amantes que dialogan sentados sobre sentimientos que no afloran de ninguna de las maneras. En esta tesitura, está claro que esos no-actores, cuya rigidez domina la composición de los personajes, homogeneizándolos como si fueran «invasores extraterrestres», son, al final, los responsables de la mayor o menor simpatía con que el público acoja su peripecia. El protagonista, a mí, lo reconozco, me sacaba de mis casillas, y de ninguna de las maneras lograba «conectar» con un nihilismo un tanto «de opereta» y cuyo magnetismo erótico-amoroso, ¡se nos presenta como un «seductor»!,  brillaba por su ausencia. Se trata, propiamente, de una película ideológica en conflicto con la vida, como si el instinto vital y la deriva intelectual fueron incompatibles,  y esa juventud que oscila entre la responsabilidad científica y la violencia nihilista, sea contra otros, sea contra uno mismo, acaba mostrándose, por el arte fílmico particular de Bresson, totalmente «despersonalizada», mecánica, artificial. Toda la película parece empeñarse en empequeñecer lo real, en mostrarlo como un escenario  donde se «trazan» las vidas geométricas de unos personajes simbólicos con escuadra y cartabón. La intención de Bresson es excelente, la realización ya es otro cantar. Tengo la sensación de que su mirada sobre la juventud francesa, estamos en su penúltima película, es la mirada de quien la desconoce profundamente y la reconstruye sobre el esqueleto de sus propios debates ideológicos, desde su dialéctica de inspiración religiosa que le permite titularla El diablo probablemente, porque, acaso no tenga otra explicación para el nuevo mal du siècle, el nihilismo tortuoso, que la irrupción del Mal mayúsculo de toda la vida.
         Chabrol, por su parte, traza el retrato de dos juventudes, como ya dije, la de la disipación y la del estudio, pero con la particularidad de encarnarla en dos primos, uno pueblerino y pobre, y el otro capitalino y rico, que lo acoge en su casa, más dedicada a las parrandas que al estudio. La película es, sustancialmente, la historia de un triángulo amoroso entre ambos primos y una enamorada  a la que poco le cuesta ser seducida por el primo rico, aun a pesar de estar enamorada del primo pobre. Finalmente se decanta por el rico y conviven los tres en la casa, un espacio de paredes traslúcidas que rompen totalmente la intimidad o, visto de otra manera, la abren a todos los residentes, con la consiguiente tensión que esas vidas medio vistas generan en los rivales. El choque entre dos morales muy distintas, la libertina del primo rico y la calvinista del pobre, quien tiene una suprema responsabilidad ante su madre, quien le paga la carrera y la estancia para que se licencie en Derecho, por lo que su compromiso está claro. Otra cosa es que la carne es débil, claro. La figura del eterno estudiantón que va de orgía en orgía, desentendido de cualesquiera responsabilidades o compromisos éticos, tiene más de figura del siglo XIX, que propiamente del París del 59, cuya Guerra de Argel no aparece ni siquiera de refilón en la película, como muy bien señalaba un crítico de FilmAffinity. Hay, por lo tanto, una reducción de lo real a ese «despertar» del joven provinciano a una vida que lo supera y para la que no está en modo alguno preparado. Todo ello se transforma en una obsesión neurótica que lleva al primo pobre a…adonde ni me está medio bien desvelarlo. Entre, si quiere, el espectador en ella y asistirá a un prodigio de realización intimista, con un blanco y negro que lo tiene todo de exploración psicológica y con unos planos que «construyen» el infierno del joven explorador de la transgresión y la amoralidad, realidades para las que no parece muy capacitado. La película es excesivamente larga, pero se entiende el «entusiasmo» realizador de quien comenzaba una de las carreras más sólidas de la cinematografía francesa. Buena parte de la descripción de los jóvenes tarambanas tiene algo de «operístico», como la vieja Bohemia de Puccini, y resulta especialmente irritante la presencia de un adulto que «anima» las veladas con auténticos números circenses, como el del «escapista» al que nadie acaba prestándole atención cuando se inician otros escarceos más «liberales». Insisto, no dudo de la pertinencia del cuadro trazado por Chabrol, pero esos jóvenes retratados ¡qué poco tienen que ver con los que apenas nueve años después, van a poner la République patas arriba!, ¡parecen sus padres o sus abuelos, no sus hermanos mayores! En todo caso, y a pesar de su duración, la película merece mucho la pena desde el punto de visto formal. Luego están, claro, ciertos detalles de «ambiente», como el club canalla al que lleva Paul, el primo rico, al protagonista, allí donde aparece Stéphane Audran, en un pequeño papel, quien luego sería esposa y musa de Chabrol; la librería con el extravagante librero que le regala, ¡y ya es premonitorio!, Las ilusiones perdidas, de Balzac; o la afición wagneriana de Paul, un germanófilo cuya filia va bastante más allá de lo que el buen gusto democrático permite…, pues está clara la genealogía nietzscheana de Paul, más allá siempre del bien y del mal…Todo ello le da un cierto grosor a la película, pero, al mismo tiempo, le añade antigüedad, como si ese libertinaje fuera algo anacrónico, ¡a nueve años vista de mayo del 68!, por supuesto.

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