sábado, 27 de junio de 2020

«Huracán sobre la isla», de John Ford, una película anticolonialista.


Una hermosa defensa de la libertad, la vida paradisíaca y una eficaz película de catástrofes naturales. ¡And Thomas Mitchell as usual…!

Título original: The Hurricane
Año: 1937
Duración: 102 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford, Stuart Heisler
Guion: Dudley Nichols, Oliver H.P. Garrett, Ben Hecht, W.P. Lipscomb (Novela: Charles Nordhoff, James Norman Hall)
Música: Alfred Newman
Fotografía: Bert Glennon (B&W)
Reparto: Dorothy Lamour, Jon Hall, Mary Astor, C. Aubrey Smith, Thomas Mitchell, Raymond Massey, John Carradine, Jerome Cowan.

         Quizá debería incluirse esta película de Ford dentro del subgénero “cine anticolonial”, lo cual induciría a no pocos a acercarse a ella, si, por una atrevida suposición, hay alguien que necesite otros motivos que los de haber sido dirigida por John Ford para ver una película. En todo caso, el conflicto a lo Rosa Parks que desata la red de la injusta fatalidad legal sobre un indígena de la Polinesia bastaría para acreditar de qué lado se sitúan los buenos sentimientos y la razón; y en él lo hacen el misionero, la esposa del “gobernador” y el médico que, agarrado a la botella y a su ciencia, continúa a regañadientes en “el culo del mundo”, pero en “la cabeza de la civilización”, porque la visión idílica de los nativos, que viven de la pesca conforme a su antiquísima presencia en el archipiélago, se nos ofrece sin mácula alguna que parezca empañar la adversa realidad política de la colonización, francesa, en este caso, excepto la figura misma del gobernador, que se perfila, desde el inicio de la película como un partidario a ultranza de la “mano dura” en el trato con los indígenas.
         La belleza de los escenarios escogidos es sobrecogedora aun en blanco y negro, y Ford ha sabido extraer de ese decorado natural planos llenos de múltiples sugerencias, porque el indígena habita en ese espacio exterior con una naturalidad absoluta; dicho de otro modo, la playa no es una frontera entre la tierra y el mar, porque pasar de un elemento a otro es lo esencial para una forma de vida como la retratada en la película. Solo desde esa percepción podemos entender lo que significa la pérdida de libertad para el indígena prisionero y cómo sus intentos de evasión de la prisión, que le van aumentando la pena hasta los 16 años, van poco a poco labrando la dimensión mítica del personaje, como suele ser de justicia cuando se vive bajo una potencia extranjera.
         Dorothy Lamour, de ascendencia española, monumental y guapísima, no tiene un papel omnipresente, pero el espectador agradece su presencia tan delicada como asalvajada en cada secuencia en la que ilumina la pantalla. Su compañero de reparto, sin embargo, una reencarnación polinésica de Tarzán, Jon Hall, deslumbra como el orgulloso indígena que no se deja avasallar, y mantiene una lucha interpretativa ¡nada menos que con John Carradine!, espectacular. Porque la película tiene varias fases muy distintas: es una película colonial; una película romántica; una película carcelaria, y, finalmente, una película de desastres naturales, y cada tramo mantiene unos niveles de calidad excepcionales. Debería añadir que también es una película de náufragos, porque el protagonista de escapa de Tahití, donde estaba prisionero y logra viajar, específicamente contra viento y marea- casi 600 millas
         El último tercio de la película es, precisamente, el tramo de los desastres naturales, un huracán que provoca un tsunami que acaba arrasando la isla, devorándola, y dejando muy escasos supervivientes. Todo ello, creo no haberlo dicho con anterioridad, forma parte de un flashback que el doctor le narra a una pasajera con quien se asoma a la amura del barco para contemplar el resto de lo que fue la isla donde el doctor sobrevivió a ese huracán que cambió tantas vidas.
         Estamos en 1937, y puedo garantizar que los efectos especiales empleados en la película son de lo mejorcito para la época y aun para hoy, si comparados, por ejemplo, con el de la película Lo imposible, de J.A. Bayona, porque el crudo realismo de los esfuerzos útiles e inútiles para enfrentarse a él nos dan algunas de las mejores escenas de la película. Espectacular es, por ejemplo, el derrumbamiento de la iglesia, con todos los fieles que habían buscado protección en ella; o los esfuerzos del protagonista por salvar a su familia y a la mujer del gobernador en lo alto de un árbol que acaba flotando a la deriva y llegando, una vez que recogen una piragua flotante, a una playa, donde esperan ser avistados… Es muy probable que muchos espectadores a quienes impresionaron las escenas del desastre natural salieran del cine convencidos de que ese era el asunto principal de la historia, pero baste decir que el huracán solo hace acto de presencia en los últimos compases de la película y actúa, respecto de la historia, como una suerte de Deus ex machina que permitirá restablecer la verdadera Justicia. Hasta llegar al huracán son muchas y muy acertadas las reflexiones que a través de los diálogos se nos ofrecen, y ahí hablamos ya de lo humano, de lo demasiado humano.
         Me pensaba, por las imágenes publicitarias, que se trataría de una relativamente «simple» película de aventuras; pero sabiendo que John Ford anda de por medio, es difícil conformarse con una impresión semejante. Y acerté. No es una película como Centauros del desierto, por ejemplo, o Pasión de los fuertes, pero tiene un componente exótico que supone un aliciente, parta verlo desenvolverse lejos de Monumental Valley, y he de reconocer que es indiferente que haya un cactus o un cocotero para que el señor Ford te convenza de que estás viendo una auténtica joya…

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