Una hermosa defensa de la libertad, la vida paradisíaca y
una eficaz película de catástrofes naturales. ¡And Thomas Mitchell as usual…!
Título original: The Hurricane
Año: 1937
Duración: 102 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford, Stuart Heisler
Guion: Dudley Nichols, Oliver H.P. Garrett, Ben Hecht, W.P. Lipscomb
(Novela: Charles Nordhoff, James Norman Hall)
Música: Alfred Newman
Fotografía: Bert Glennon (B&W)
Reparto: Dorothy Lamour, Jon Hall, Mary Astor, C. Aubrey Smith, Thomas
Mitchell, Raymond Massey, John Carradine, Jerome Cowan.
Quizá debería incluirse esta película de Ford dentro del
subgénero “cine anticolonial”, lo cual induciría a no pocos a acercarse a ella,
si, por una atrevida suposición, hay alguien que necesite otros motivos que los
de haber sido dirigida por John Ford para ver una película. En todo caso, el
conflicto a lo Rosa Parks que desata la red de la injusta fatalidad legal
sobre un indígena de la Polinesia bastaría para acreditar de qué lado se sitúan
los buenos sentimientos y la razón; y en él lo hacen el misionero, la esposa
del “gobernador” y el médico que, agarrado a la botella y a su ciencia,
continúa a regañadientes en “el culo del mundo”, pero en “la cabeza de la
civilización”, porque la visión idílica de los nativos, que viven de la pesca
conforme a su antiquísima presencia en el archipiélago, se nos ofrece sin
mácula alguna que parezca empañar la adversa realidad política de la
colonización, francesa, en este caso, excepto la figura misma del gobernador,
que se perfila, desde el inicio de la película como un partidario a ultranza de
la “mano dura” en el trato con los indígenas.
La belleza de los escenarios escogidos es sobrecogedora aun
en blanco y negro, y Ford ha sabido extraer de ese decorado natural planos
llenos de múltiples sugerencias, porque el indígena habita en ese espacio
exterior con una naturalidad absoluta; dicho de otro modo, la playa no es una
frontera entre la tierra y el mar, porque pasar de un elemento a otro es lo
esencial para una forma de vida como la retratada en la película. Solo desde
esa percepción podemos entender lo que significa la pérdida de libertad para el
indígena prisionero y cómo sus intentos de evasión de la prisión, que le van
aumentando la pena hasta los 16 años, van poco a poco labrando la dimensión
mítica del personaje, como suele ser de justicia cuando se vive bajo una
potencia extranjera.
Dorothy Lamour, de ascendencia española, monumental y guapísima,
no tiene un papel omnipresente, pero el espectador agradece su presencia tan
delicada como asalvajada en cada secuencia en la que ilumina la pantalla. Su
compañero de reparto, sin embargo, una reencarnación polinésica de Tarzán, Jon
Hall, deslumbra como el orgulloso indígena que no se deja avasallar, y mantiene
una lucha interpretativa ¡nada menos que con John Carradine!, espectacular.
Porque la película tiene varias fases muy distintas: es una película colonial;
una película romántica; una película carcelaria, y, finalmente, una película de
desastres naturales, y cada tramo mantiene unos niveles de calidad excepcionales.
Debería añadir que también es una película de náufragos, porque el protagonista
de escapa de Tahití, donde estaba prisionero y logra viajar, específicamente contra
viento y marea- casi 600 millas
El último tercio de la película es, precisamente, el tramo
de los desastres naturales, un huracán que provoca un tsunami que acaba
arrasando la isla, devorándola, y dejando muy escasos supervivientes. Todo
ello, creo no haberlo dicho con anterioridad, forma parte de un flashback que
el doctor le narra a una pasajera con quien se asoma a la amura del barco para
contemplar el resto de lo que fue la isla donde el doctor sobrevivió a ese huracán
que cambió tantas vidas.
Estamos en 1937, y puedo garantizar que los efectos
especiales empleados en la película son de lo mejorcito para la época y aun
para hoy, si comparados, por ejemplo, con el de la película Lo imposible,
de J.A. Bayona, porque el crudo realismo de los esfuerzos útiles e inútiles
para enfrentarse a él nos dan algunas de las mejores escenas de la película.
Espectacular es, por ejemplo, el derrumbamiento de la iglesia, con todos los
fieles que habían buscado protección en ella; o los esfuerzos del protagonista
por salvar a su familia y a la mujer del gobernador en lo alto de un árbol que
acaba flotando a la deriva y llegando, una vez que recogen una piragua
flotante, a una playa, donde esperan ser avistados… Es muy probable que muchos
espectadores a quienes impresionaron las escenas del desastre natural salieran
del cine convencidos de que ese era el asunto principal de la historia, pero
baste decir que el huracán solo hace acto de presencia en los últimos compases
de la película y actúa, respecto de la historia, como una suerte de Deus ex
machina que permitirá restablecer la verdadera Justicia. Hasta llegar al
huracán son muchas y muy acertadas las reflexiones que a través de los diálogos
se nos ofrecen, y ahí hablamos ya de lo humano, de lo demasiado humano.
Me pensaba, por las imágenes publicitarias, que se trataría
de una relativamente «simple» película de aventuras; pero sabiendo que John
Ford anda de por medio, es difícil conformarse con una impresión semejante. Y
acerté. No es una película como Centauros del desierto, por ejemplo, o Pasión
de los fuertes, pero tiene un componente exótico que supone un aliciente,
parta verlo desenvolverse lejos de Monumental Valley, y he de reconocer que es
indiferente que haya un cactus o un cocotero para que el señor Ford te convenza
de que estás viendo una auténtica joya…
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