lunes, 16 de septiembre de 2024

«How to have sex», de Molly Manning Walker, debutante...

 

La iniciación sexual regada con alcohol y las tristes noches locas…, en una ópera prima incisiva.

 

Título original: How to Have Sex

Año: 2023

Duración: 90 min.

País:  Reino Unido

Dirección: Molly Manning Walker

Guion: Molly Manning Walker

Reparto: Mia McKenna-Bruce; Samuel Bottomley; Lara Peake; Enva Lewis; Daisy Jelley; Eilidh Loan; Shaun Thomas.

Música: James Jacob

Fotografía: Nicolas Canniccioni.

 

          Vista en dos intentos. En el primero, dado el sesgo documental de los primeros compases de la película: un reportaje sobre el desmadre de una juventud alcoholizada e hipersexualizada que a veces acaba en tragedias como la del balconing, nos retiramos con cierta decepción. ¿Por qué hubo un segundo intento? Porque, fundamentalmente, intuimos que toda esa locura del desmadre veraniego de las adolescentes que cifran el éxito de su gran semana de vacaciones en la cantidad de veces que han follado o los litros de alcohol que han consumido nos conducía a un retrato naturalista de quienes tienen derecho a voto y forman parte de una generación llamada a gobernar su país en un futuro no muy lejano. A su manera, y salvando el abismo inglés de la diferencia de clases, esta película tiene mucho que ver con The Riot Club, de  Lone Scherfig, aunque si frente a esta no sentimos la más mínima compasión, frente a los destinos de las tres jóvenes que buscan sus noches locas en Grecia tenemos una actitud muy diferente, porque tras las fachada de la locura semicontrolada hay una protagonista que va a recibir una herida que no cicatrizará jamás, por más que su inconsciencia, su idealización de la pérdida de la virginidad y la perversa y nefasta influencia de una de sus amigas tenga mucha responsabilidad en el asunto.

          Teniendo próximos los ambientes asalvajados de Magaluf en Palma y los encuentros «deportivos» del Saloufest, tan despreciables, una película como esta no nos pilla por sorpresa, de ahí que la contemplación del primer tercio de la película constituya un auténtico sufrimiento para la retina y para la moral, en modo alguno puritana, sino liberal a fuerza de cargar las tintas sobre la responsabilidad individual de cada cual para escoger lo mejor de sí mismos y contribuir a la mejora de la sociedad. En pantalla, sin embargo, aunque con una pulcritud y ritmo muy potentes, la directora nos ofrece una visión directa, sin intermediaciones morales de ninguna clase, de un modo de diversión muy extendida entre la juventud, ¡y aun entre la madurez!, y no hay más que recordar La gran belleza, cuyas fiestas casi en nada se distinguen, salvo cierto decadente glamur jethortera, de la que atrae a los jovencitos que hacen de las transgresiones hepática y sexual el no va más de la diversión. Reconozco que esta es una película que, vista por un abstemio no militante, resulta bastante dura de ver sin sentir cierto asco, pero el abismal vacío humano de la fiesta orgiástica va más allá de esa condición. Los alucinógenos, en su día, significaron la búsqueda de la ampliación de la conciencia, y, de verdad, me resisto a comparar a Aldous Huxley con los niñatos que pululan por esta historia de simulacros y negaciones.

          Pero la película tiene dentro una pequeña historia que va creciendo a medida que la devastación emocional y psicológica de su protagonista se apodera del guion: entonces choca esa isla de decepción, ¡de sufrimiento!, con el entorno agresivo de las noches disparatadas de las que se sale para recobrar un pelín de energía y volver al ataque con energías cada día más mermadas. Una de las protagonistas, la que parece tener menos luces —de las tres es la

única que ha suspendido el examen para entrar en la universidad— y es manipulada —patronize en inglés— por las otras dos, aspira a que este que hace sea el viaje de la pérdida de su virginidad, algo que se presenta de la forma más banalizadora del mundo, casi como un estorbo del que se ha de librar, y para el que, en principio, cualquier candidato sería un buen candidato. Pero… —ese viejo «pero» del «príncipe azul» que parece dormir escondido en el universo ancestral de los deseos femeninos— se cruza la atracción y el deseo en forma de un joven atractivo, apodado Badger, alojado en la misma planta del hotel y cuyo balcón se comunica con en de la protagonista, quien coquetea con él. Los seis jóvenes formarán un sexteto que se une estrechamente para apurar la diversión hora a hora, si bien no siempre los caminos de ella y de él coinciden, ¡y a veces se apartan radicalmente!, como cuando el tal Badger participa en uno de esos concursos piscineros, que entretienen a las hordas «diversivas»…, en que un candidato es asaltado por varias jóvenes dispuestas, a boca armada, a conseguir del candidato la más potente erección jamás vista…

          La historia se crece cuando advertimos que Tara, la protagonista, se queda sola, aislada en medio de una fiesta en la que el agente del sueño feliz de su desvirgamiento disfruta en el escenario mientras ella se arrima a unos y otros y bebe y baila y va entristeciéndose a cada minuto que pasa. La aparición del amigo de Badger, Paddy,  la «rescata» de esa deriva, y le propone ir a la playa a bañarse desnudos, ella acepta, y entre risas y abrazos, cede a la sugerencia de Paddy de «hacerlo», algo que ella vive más como un sufrimiento que como el gran logro que era el objetivo de su viaje.

          A partir de ese momento, la depresión anímica de la joven se instala en el corazón de la aventura orgiástica y ya nada vuelve a ser el proyecto loco que fue en sus inicios. El desdén de Paddy, el silencio propio, la intuición de que algo grave ha pasado que tiene Badger, y la banalización del recuento de la «aventura» por parte de las amigas hace derivar la película hacia una situación dramática que la protagonista interpreta con una convicción total. Lo peor está por llegar, no obstante, y ese es el momento en que las alarmas morales de ella y de los espectadores empatizan, finalmente. Lo dejo a la contemplación y enjuiciamiento de los espectadores. Por el camino ha quedado claro que la presión del grupo tiene unos efectos devastadores en personas con débil fundamento moral y escasa formación. ¡Cuántas Taras no son sacrificadas en esos ritos de paso hacia ninguna parte…!

          Como narración dramática y como falso documental de unas prácticas alienantes, la película tiene un valor superior al de esas mismas características. Y lo mejor es la fidelidad con que la directora ha sabido «meternos», para horror y desesperación de algunos…, en el corazón de esa locura que contrasta, en sus escasas fases diurnas, con la calle vandalizada, llena de residuos, como el escenario de una batalla terrible, de un saqueo, de una violación…

domingo, 15 de septiembre de 2024

«El arpa birmana», de Kon Ichikawa o los desastres de la guerra.

 

Esperando a Mizushima…o, perdida la guerra, lo prioritario es honrar a los muertos.

 

Título original: Biruma no tategoto.

Año: 1956

Duración: 116 min.

País: Japón

Dirección: Kon Ichikawa

Guion: Natto Wada. Novela: Michio Takeyama

Reparto: Rentarô Mikuni; Shoji Yasui; Jun Hamamura; Taketoshi Naitô; Kô Nishimura;

Hiroshi Hijikata; Sanpei Mine; Yôji Nagahama; Yoshiaki Kato; Sojiro Amano; Eiji Nakamura.

Música: Akira Ifukube

Fotografía: Minoru Yokoyama (B&W).

 

          Llama la atención que tras una carrera con más de setenta títulos, sea El arpa birmana la única película de su autor que ha escalado hasta la condición de «clásica» por sobrados méritos propios. De hecho, Ichikawa rodó un remake de su propia obra, en color, en 1985, que he preferido no arriesgarme a ver, dado el impacto estético y emocional que me ha deparado la visión de esta película desgarradora y, al mismo tiempo, llena de esperanza en la visión de una realidad sin guerras que, desgraciadamente, no se corresponde con la realidad, porque parece que, como especie, no salimos de ese callejón sin salida del delirio de la violencia y el exterminio.

          El arpa birmana es una película bélica muy sui géneris, porque, de hecho, la acción bélica propiamente dicha no ocupa más allá de unos brevísimos minutos tras el fallido intento de mediación del soldado prisionero que es enviado para invitar a la rendición a una compañía sitiada por los ingleses. El enviado forma parte de un grupo que se ha rendido a los británicos, algo que hacen mediante un original duelo de canciones corales para manifestar su disposición a no luchar inútilmente. El título de la película ha de asociarse con el poder de la música para expresar distintos sentimientos, y muy poderosamente, la nostalgia de la tierra propia que se ha abandonado para conquistar otras tierras por la vía de la violencia. Los prisioneros llevan una vida ocupada en trabajos forzados y en la paciente espera de ser repatriados cuando la guerra acabe, algo que no tarda en suceder.

          El soldado, que sabe tocar el arpa y que es enviado como mediador, se ve entre dos fuegos: el de los vencedores que quieren aniquilar las últimas resistencias y el de los fanáticos que ven en la rendición la máxima deshonra, una infamia que marcará sus vidas. Tras el tiempo concedido para la mediación, el ataque a la posición de los resistentes acaba con ellos, y el único soldado que queda con vida es el mediador, quien, ante el terrible espectáculo de la masacre de sus compatriotas, decide desertar  y profesar como monje budista. Al cabo del tiempo, cuando regresa al lugar del sacrificio en vano de sus camaradas y contempla las pilas de cadáveres que aún siguen expuestos a las aves carroñeras, decide dedicar sus días a la piadosa tarea de dar sepultura a quienes prefirieron morir antes que rendirse.

          La acción va cambiando entre el campo de prisioneros donde esperan impacientes que Mizushima vuelva de la misión arriesgada a la que fue enviado y las propias andanzas religiosas del protagonista, quien siempre camina llevando un loro en el hombro. En un momento dado, los destinos de unos y del otro se cruzan en un puente, porque los soldados creen reconocer en el monje que lleva el loro sobre el hombro a su compañero de armas. La tensión que se produce en ese encuentro va a acompañarnos durante toda la película, porque el protagonista comparte con ellos la nostalgia del hogar y el deseo de volver a su patria, pero el supremo deber moral que se ha impuesto se sobrepone a su debilidad emocional egoísta.

          Ya dije que lo bélico ocupa poco espacio en la película, que estamos, sobre todo, ante una película de índole moral que  lidia más con el efecto desgarrador de la posguerra que con la guerra misma, aunque la renuncia del arpista y su entrega a la piedad caritativa para con las almas de los caídos, merecedores de un entierro digno, domina sobradamente el metraje.  La película, rodada en Birmania, el país de las tierras rojas, es, como se desprende de lo reseñado, un alegato antibelicista, rodado en plena posguerra japonesa, para una sociedad muy necesitada de mensajes que enaltecieran sentimientos humanitarios que hicieran olvidar la locura fanática del Imperio expansionista y sojuzgador. Recordemos que hasta 1974 aún quedaba algún soldado que no aceptaba la capitulación y seguía luchando, como Hiroo Onoda en Filipinas, por ejemplo. Como él eran todos los miembros del batallón que prefiere ser aniquilado antes que rendirse y cubrirse de vergüenza.

          La parte musical de la película es una de sus mejores bazas, porque los coros y las canciones cantadas logran generar una emoción genuina. Lo mismo sucede con las melodías ejecutadas con el arpa del protagonista, que expresan mejor que cualquier discurso la necesidad de paz que busca el alma devastada por el mal fehaciente de la guerra y su sinsentido radical, más allá, claro está, de las propagandas de las ideologías.

          Hay en el blanco y negro impactante de la película una suerte de ascetismo de la imagen que se une a los áridos paisajes y los espacios interiores para crear una puesta en escena que nos aleja de cualquier esteticismo gratuito. Ver al monje enterrando con sus propias manos a sus compañeros de armas, hasta que los birmanos que lo contemplan deciden ayudarlo nos depara una fortísima sensación física de penitencia por los males causados; males que, sin embargo, no aparecen en la película. La «buena» relación de una mujer que comercia con los prisioneros japoneses y que servirá de nexo de unión entre ellos y el monje parece esconder esa cara de los desastres de la guerra que sin duda cometieron los japoneses en Birmania, aunque fueran, al principio, bien recibidos por las fueras que buscaban una independencia que fue el pretexto para invadirlos e intentar gobernar su territorio.

          Sí, El arpa birmana es una película de emociones y sin discursos, porque el monje, más allá de la música, renuncia al discurso oral. En ese sentido, nada más emocionante que el intento coral de seducir al protagonista para que vuelva con ellos a Japón y la bellísima respuesta instrumental del arpa del protagonista.

          Más adelante, cuando están en el barco en que los repatrían, el capitán de la unidad leerá la carta en la que Mizushima explica las razones por las que ha decidido quedarse en la tierra ajena para reparar parte del daño causado. La lectura de la carta es, propiamente, el desenlace de la austera narración, un recurso empleado en otras películas, pero en ninguna como en este se alcanza tal grado de emotividad, por la estrechísima unión entre el capitán, un musicólogo, y el arpista birmano que se ha entregado a la causa de la «reparación». Inolvidable.

         

 

         

jueves, 12 de septiembre de 2024

«Decálogo, 1. Yo soy el Señor, tu Dios», de Krzysztof Kieślowski, «Magnum Opus».

 

Esos insondables espacios terribles y oscuros entre la razón y la fe…

 

Título original: Dekalog, jeden.

Año: 1989

Duración: 53 min.

País: Polonia

Dirección: Krzysztof Kieślowski

Guion: Krzysztof Kieślowski, Krzysztof Piesiewicz

Reparto: Henryk Baranowski; Wojciech Klata; Maja Komorowska; Artur Barcis; Aleksandra Majsiuk; Ewa Kania; Magdalena Mikolajczak.

Música: Zbigniew Preisner

Fotografía: Wieslaw Zdort.

 

          El Decálogo de Krzysztof Kieślowski es un proyecto cinematográfico de tal entidad que constituye una obra maestra digna de ser vista en lo más parecido a un  «maratón», como suele hacerse con algunas series o miniseries. La unidad de fondo de todos los mandamientos, tanto en la escenografía como en la aparición de algunos personajes en tramas totalmente diferentes, permite comprender que subyace una unidad formal y temática que nos obliga a no ver estas pequeñas joyas del cine de forma aislada. Las únicas que «aisló» fueron la quinta, No matarás y la sexta, No cometerás actos impuros,  que alargó para exhibirlas como largometraje. Me reservaba para un tiempo en el que no tuviera ninguna otra urgencia crítica y pudiera centrarme en estos episodios que afrontan la ley moral del Occidente desde una perspectiva agnóstica y poco afín a la institución eclesiástica que ha dominado espiritualmente Europa desde la caída del Imperio romano. Enraizadas, las historias, en la sociedad polaca anterior a la caída del comunismo, Kieślowski va a plantear en cada episodio un problema moral al que hemos de enfrentarnos desde una doble vertiente: la estética y la ética. Para la segunda, pocas son las respuestas que hallamos en los episodios; la primera, sin embargo, nos nutre de hermosas y precisas declaraciones que valen casi como postulados, aunque la ambigüedad permita no pocas interpretaciones.

          Al espectador lo primero que le va a llamar la atención es la fotografía de la película, los encuadres, los primeros planos poderosos y una puesta en escena en la que, como en los países comunistas, no hay diferencia de clases visibles entre los habitantes de unos bloques como los que los turistas visitamos en la parte oriental de Berlín, el famoso estilo «pastelero». Hay un tono sombrío en la fotografía que podemos asociar con los hondos problemas morales que afectan  a los personajes de estas historias, tan densas como sobriamente actuadas por un elenco de actores y actrices que exhiben un poderío interpretativo contundente. Lo segundo, o puede que lo primero y al tiempo que la fotografía es la música, obra de Zbigniew Preisner: ¡una maravilla más allá de toda ponderación! Que no me pregunten cuánto contribuya esta magistral banda sonora a conferirle a los episodios su personalidad, porque estaría dispuesto a confesar que las imágenes son una aproximación a la atmósfera que crea la peculiar e intensa banda sonora de este Decálogo, digna de cualquier acreditada sala de conciertos de cualquier parte del mundo.

          La primera entrega del Decálogo tiene que ver con la presencia de lo espiritual en la vida moderna, en lucha contra la ciencia que todo lo domina, aquí encarnada por un ordenador que les permite, a un padre y su hijo, plantear y resolver problemas y buscar la solución a preguntas sencillas de la vida corriente. Se trata de una primerísima versión de los ordenadores, anterior a Microsoft y Windows. El padre es profesor de universidad y el hijo es un ser superdotado que, al contacto con la realidad de la muerte en forma de un perro congelado en las inmediaciones de su casa, se hace preguntas, las fatales preguntas que la humanidad lleva haciéndose desde que descubrió el razonamiento en todas sus variedades. El padre está separado, y es su hermana quien se encarga de mantener una presencia femenina en la vida del chico. Él es agnóstico. Ella es creyente. El niño se mueve entre la admiración hacia el padre y «su» ciencia, que parece tener la última palabra sobre la realidad. El hijo, Pawel es una adorable criatura llena de curiosidad por todo, incluso por esa fe tan abstracta que abraza su tía y en la que él quiere iniciarse, para comprenderla. El padre no se opone, curiosamente, en lo que constituye una hermosa muestra de tolerancia que no siempre es correspondida desde el lado de la Iglesia Católica, tan intolerante con los paganos. Es notable la secuencia en la que el padre, aconsejado por el hijo, es capaz de ganarle una simultánea a una profesional del ajedrez, y cómo comparten ambos el orgullo de esa victoria insólita.

          La película se abre, no obstante, con la imagen de un personaje junto a una fogata, a quien se le escapa una lágrima, como si se nos quisiera alertar de una tragedia que está por venir. Más adelante entenderemos su significado. ¿Quién es? No lo sabemos. Está y mira, y ahí se acaba su cometido. El director, amante de símbolos y metáforas, no se explaya, aunque en otros capítulos volverá a aparecer el mismo actor encarnando al mismo personaje observador, testigo, pero ajeno a las tramas en las que se inserta.

          Gracias al ordenador, cuando en el invierno profundo el lago se ha helado, padre e hijo calculan la densidad del hielo y su capacidad de resistencia para saber si el hijo puede patinar sobre él. Fiado en esa certidumbre, el hijo, que no ha tenido clase de inglés porque la profesora estaba enferma, decide con otros amigos patinar. Y ahí surge, con una fuerza inusitada, el drama de un padre que se enfrenta a la muerte de un hijo tras haber fiado su seguridad a la otra diosa soberbia que se enfrente al «Todopoderoso», la «ciencia». La devastación del padre, que se niega a arrodillarse a orillas del río cuando empiezan a sacar los cuerpos, algo que hacen el resto de presentes, su hermana incluida, nos conmueve de tal manera que es imposible hurtarse a la lucha interior de quien no acaba de explicarse lo que ha sucedido. Es magnética la escena en que desarma violentamente un altarcillo erigido en torno a la virgen y la cera de las velas de homenaje se estrella contra el rostro divino y se funde en lágrimas que parecen emanar de los ojos del retrato… Toda la película nos ha mostrado reiteradamente la vitalidad, desparpajo, alegría y hasta entusiasmo del joven Pawel, de modo que, tras su muerte, solo nos queda una grabación que la tía contempla al comienzo de la película con tristísima añoranza.

          Toda la película está llena de afirmaciones positivas en pro de la ciencia y de cómo la nueva industria de los ordenadores va a cambiar la realidad de las generaciones futura, es decir, la de todos nosotros. Incluso en la casa del profesor y del hijo han instalado un sistema domótico que exhibe con fe ciega ante la mayúscula sorpresa de su tía, que ve cómo se cierran puertas o se abren grifos mediante órdenes dada al ordenador. Nos dirigimos, pues, al mejor de los mundos posibles, salvo error de cálculo…, y ese error es el que nos sume en la desesperación y la duda.

«El Decálogo, 2. No invocarás el nombre de Dios en vano», de Krzysztof Kieślowski.

 

La conciencia como campo de batalla o no se pueden querer dos amores a la vez…

 

Título original: Dekalog, dwa - Dekalog 2 (Decalogue: Thou Shalt Not Take the Name of the Lord Thy God in Vain)

Año: 1990

Duración: 57 min.

País: Polonia

Dirección: : Krzysztof Kieślowski

Guion: Krzysztof Kieślowski, Krzysztof Piesiewicz

Reparto: Krystyna Janda; Aleksander Bardini; Olgierd Lukaszewicz; Krystyna Bigelmajer; Artur Barcis; Stanislaw Gawlik; Krzysztof Kumor; Maciej Szary; Jerzy Fedorowicz.

Música: Zbigniew Preisner

Fotografía: Wieslaw Zdort, Edward Klosinski.

 

          Una imagen inquietante, el cadáver de una liebre que, al parecer, ha caído de uno de los pisos donde viven los protagonistas de esta entrega del Decálogo. Una mujer asomada a una ventana del vestíbulo de una planta, que no se atreve a entrar en contacto con un vecino. Pronto sabremos que ella atropelló no hace mucho a su perro. Él es el médico que está atendiendo a su marido, quien se debate entre la vida y la muerte. La tensión de la mujer mete escalofríos en el cuerpo. Es altiva, y está a punto de un ataque de nervios, si bien parece controlarse con cierta experiencia. El médico la despacha con desdén: vaya a la clínica el día que toca visita. Ella no se corta: «Ojalá lo hubiera atropellado a usted».  Más tensión es imposible concentrar de buen comienzo. Estamos en la misma barriada que en la primera entrega. La fotografía de interior tiende al registro tenebroso. La cámara se sitúa en ángulos que parecen indicar que se rueda en un espacio real, no en estudio. Hay una cierta pobreza decente en los espacios: en la escalera, en las casas, en la clínica, donde lucha entre la vida y la muerte el marido de ella, alpinista.

          A pesar del encontronazo entre la mujer y el doctor, la bondad natural de este no tarda en aliviar la tensión y acaba aceptando la confidencia de la situación que tiene a la mujer al borde de ese ataque de nervios: a pesar de que los médicos le habían asegurado que no podría tener hijos, se ha quedado embarazada, pero el hijo no es del marido, sino de su amante, director de orquesta; ella, a su vez, es violinista. Con notable angustia, se dirige al doctor para que este le asegure si su marido va a morir o no, puesto que está en coma y se ignora si progresa hacia la muerte o hacia la recuperación. Como en otras narraciones de la serie, el director construye un espacio de ambigüedad que deriva hacia los personajes la obligación de tomar ellos sus propias decisiones autónomas, o lo más autónomas posible. El doctor no pone la mano en el fuego ni por lo uno ni por lo otro, pero la decisión de ella de abortar si no sale de la indecisión, lo obliga a pronunciarse.

          El doctor ha perdido a su familia en un bombardeo durante la guerra. Y algunas tardes recibe a una amiga con quien lleva a cabo una especie de psicoterapia. En esas sesiones informales el doctor le cuenta a su invitada los sueños en que vívidamente rememora su vida familiar. Notemos, porque todos los movimientos de los personajes tienen algún significado, que cuando entra la mujer para revelarle él como ve a su marido,  pone boca abajo el retrato de su familia, como si no quisiera mezclar ambas historias ni abrir sus recuerdos a la impertinente vecina angustiada.

          Las imágenes del delirio febril del marido: la amplificación del sonido de una gota de agua que cae sobre una cañería herrumbrosa, los primeros planos sudorosos de él,  nos indican lo que parece entenderse como un inexorable destino. El momento culminante del relato es la exigencia de ella de que él, en modo alguno creyente, jure que su marido morirá, porque solo así evitará abortar. Y el médico lo jura, con la escasa solemnidad que él le pueda conceder al juramento, pero con el efecto deseado de que la mujer no aborte y se «salve» ese milagro de la vida que le parecía negado. No mucho más tarde, en la misma habitación del enfermo, el director centra la cámara en la evolución de una abeja que ha caído en un líquido azucarado y que pretende salir de él escalando sobre el mango de la cucharilla que reposa en el vaso. El titánico esfuerzo del insecto es clara alegoría de la lucha del enfermo por sobrevivir a su mal, que el médico consideraba inexorable.

          La mujer, en el ínterin, ha rehuido contestar a las llamadas de su amante, que está trabajando en otra ciudad, y sufre en silencio el drama de querer a ambos hombres por igual y la «imposibilidad» de tener un hijo con su marido, si sobrevive, sabiendo que el padre es «el otro»…, una estructura melodramática que, gracias a los silencios, las interpretaciones, la música de Preisner y el agobio de los espacios públicos opresivos, a fuer de impersonales, convierte la pieza en una pequeña obra maestra de la introspección y el conflicto moral. No desvelo el final, pero, de hecho, el guion está construido de tal forma que la interpretación última recae en el espectador de cuanto sucede, y de nuevo aquí vuelve a aparecer ese personaje-testigo que, supuestamente, nos representa o representa al propio director, su perplejidad ante casos tan humanos, demasiado humanos, y, por ende, tan llenos de vida como de esperanza y de dolor.

          No deja de sorprenderme cómo Kieślowski edifica los mandamientos de este Decálogo sobre una percepción de la vida cotidiana que viene a decirnos que los conflictos éticos se nos presentan de forma cotidiana, en nuestra propia vida o en la que nos rodea, que somos todos habitantes de unos bloques  en los que la vida es la vida de todos. Y la presencia de unos personajes en unos y otros episodios permite referirnos a intentos creativos como la Comedia humana, de Balzac.

«Décalogo, 3. Santificarás las fiestas», de Krzysztof Kieślowski.

Entre la Eva bíblica y el Janos bifronte: el rescoldo y el engaño. 

Título original: Dekalog, trzy

Año: 1990

Duración: 56 min.

País: Polonia

Dirección: Krzysztof Kieślowski

Guion: Krzysztof Kieślowski, Krzysztof Piesiewicz

Reparto: Daniel Olbrychski; Maria Pakulnis; Joanna Szczepkowska; Krystyna Drochocka; s

Artur Barcis; Zygmunt Fok; Krzysztof Kumor; Dorota Stalinska; Jacek Kalucki.

Música: Zbigniew Preisner

Fotografía: Piotr Sobocinski.

 

          Tercera entrega del Decálogo, con una notable variación respecto a las anteriores: el coche se erige en vehículo privilegiado que servirá de pretexto para iniciar una búsqueda con trampa el día de Nochebuena, tras la misa del gallo. El bloque en el que un hombre disfrazado de Santa Claus sale de un taxi y se cruza en el portal con el padre devastado del primer episodio, lo que nos sitúa en el microcosmos conocido donde todo puede suceder y, de hecho, sucede, es el mismo de las otras películas. Santa entra en el piso, venciendo la incredulidad de los pequeños y reparte los regalos. Cuando, más tarde, se quita el disfraz, rehúye la caricia de su mujer y confirma que irán a misa del gallo. De forma paralela, una hermosísima mujer, de nombre Ewa, visita un internado en el que está su tía, no sin que antes un interno salga corriendo sobre la nieve, en actitud de escapar. Cuando el protagonista cruza  la mirada en la misa del gallo con esa mujer sabemos, por el esbozo de sonrisa que ella dibuja en su rostro, que entre ellos ha habido una historia, y que no parece del todo superada. En cualquier caso, los destinos de ambos se cruzan cuando ella se presenta junto a su bloque y le comunica que su marido, amigo de él,  ha desaparecido, y le pide ayuda para buscarlo. Él pone como excusa en casa que les han robado el taxi. La mujer, incrédula, sabe que ahí hay una vuelta a un pasado del que su marido no parece haberse liberado. Simbólicamente, ella es Ewa; él, Janusz, el dios bifronte de los griegos, el dios de las entradas y salidas, el que da nombre a nuestro mes de enero en el calendario. Todo sencillo y evidente, en principio. Las lágrimas que recorren las mejillas de ella cuando le pide ayuda contrastan, una vez que ambos han salido a buscar al desaparecido, con el hombre que pasa por delante de la esposa abandonada el día de Nochebuena arrastrando un árbol de Navidad desnudo y repitiendo: «¿Dónde está mi casa?» Dos contactos con la locura, o, mirado desde una perspectiva cultural, con el surrealismo, y enseguida los espacios desérticos de una ciudad  que, como pide el título de la entrega: «santifica las fiestas».

          Este episodio, así pues, se va a construir sobre una doble indagación: la de los personajes sobre el «tercero» que influyó en su relación y la modificó radicalmente, porque apartó al uno del otro; y la del espectador que quiere conocer la naturaleza de esa relación y, ya de paso, el destino de ese Edward desaparecido súbitamente, dejándola a ella sumida en la más acuciante de las angustias, lo que la lleva a buscar ayuda en quien se supone que algo importante tuvo que ver en su vida. Él, Janusz, la recibe con descortesía y como si quisiera quitarse de encima una mujer que lo asedia. Solo las lágrimas de ella lo aplacan y consiguen sumarlo a la búsqueda de Edward. El espectador irá descubriendo ambas historias a medida que avanza la película y la búsqueda por hospitales, comisarías y centros de toxicómanos se vuelve infructuosa. Sí, hay algo de las famosas road movies, e incluso asistimos a dos escenas de tráfico sorprendentes hasta el momento, dado el tenor de los otros episodios, que transcurren básicamente en interiores. En una, después de que la mujer confiesa que está en tal estado depresivo que no le importaría morir, Janusz, en parte harto del chantaje emocional de la mujer, dirige el coche, a toda velocidad, contra un autobús conducido, curiosamente, por el personaje que contemplaba la fogata en el primer mandamiento, el enfermero que contempla a la mujer y al marido enfermo en el segundo y, ahora, conduciendo ese autobús que puede sufrir el impacto suicida del coche que acelera su marcha contra él. Solo un volantazo en el último momento impide la consumación de la tragedia; porque nos movemos en ese ámbito, el de lo trágico: la búsqueda de la mujer es la búsqueda de su propia salvación, no solo la de su marido. Varsovia durante la noche del 24 de diciembre es una ciudad tan fantasmal como delirante es la tela de araña que Ewa teje alrededor de una presa que, aun resistiéndose a caer en ella, casi podríamos decir que se ofrece voluntariamente. La búsqueda  se extiende, sin que tenga sentido alguno, a un centro de detención de toxicómanos en el que, en un acto de crueldad suma, el encargado, más perturbado aún que los allí retenidos, dirige el chorro de agua fría de una manguera contra dos detenidos desnudos, lo que provoca una defensa por parte de Janusz que nos hace ver la indescriptible crueldad del método que emplea para que, al darse la vuelta, puedan identificar o no a la persona que buscan. La extensión de la búsqueda a una estación de trenes en la que muy probablemente será la única noche en que no viaje nadie, nos ofrece la estampa de una celadora que llega, atravesando un amplísimo vestíbulo, sobre una tabla de skate, una imagen turbadora de la modernidad que contrasta con la festividad religiosa.

          No forma parte del desenlace el hecho de saber, para tranquilidad de los espectadores, que el tal Edward no ha abandonado a Ewa, sino que lleva tres años viviendo en otra ciudad y está casado y con hijos, algo que no le queda más remedio que confirmar a raíz de que él deduzca por el paripé de las cosas íntimas de baño que ella saca para crear la apariencia de que Edward vive allí. Toda la tensión vivida en la fiesta santificada se revela, pues, como el ancestral intento de atraer la hembra al macho para cumplir con los preceptos divinos: creced y multiplicaos. Otra cosa, claro, es qué decide él y cómo ha de explicar, al llegar a casa, su larga ausencia en noche tan señalada del año.

          Añadiría que a los espectadores les resultará muy familiar el rostro del protagonista, porque Daniel Olbrychski  ha sido intérprete de varias películas del reconocido director polaco Andrzej Wajda, aunque ha trabajado con otros directores de igual o mayor valía. Este episodio depende en gran medida de su maestría para trasladar a los espectadores estados de ánimo confusos y desconcertantes para el propio personaje, porque, una vez rehecha su vida, tras haber sido preterido por el supuesto rival, Edward, la soledad y el egoísmo de Ewa la empuja a pretender recuperarlo. La tentación es grande, a juzgar por cómo dócilmente decide acompañar a la mujer en el recorrido nocturno en busca de su amigo, pero la incomodidad no es menor. No decepcionará al espectador ni el desenlace ni este capítulo tan intenso en una noche tan señalada.

«Decálogo, 4. Honrarás a tu padre y a tu madre», de Krzysztof Kieślowski.

Las frágiles fronteras del tabú: del incesto y sus condiciones. 

Título original: Dekalog, cztery.

Año: 1990

Duración: 55 min.

País: Polonia

Dirección: Krzysztof Kieślowski

Guion: Krzysztof Kieślowski, Krzysztof Piesiewicz

Reparto: Adrianna Biedrzynska; Janusz Gajos; Artur Barcis; Adam Hanuszkiewicz; Elzbieta Kilarska; Jan Tesarz; Andrzej Blumenfeld; Aleksander Bardini.

Música: Zbigniew Preisner

Fotografía: Krzysztof Pakulski.

 

          La cuarta entrega del Decálogo es, sin duda, junto a la quinta, que convirtió en un largometraje, la más polémica, y he leído, además, que fue la última que rodó. Esta circunstancia le ha servido a un crítico de FilmAffinity para establecer una correlación alegórica entre los destinos de los personajes y los destinos de Polonia, puesto que el país, tras la caída del muro de Berlín se sume en una suerte de caos del que ni se sabe cómo puede salir. Desde el plano simbólico se desdeña, sin embargo, la potente figura del personaje-testigo que vuelve a aparecer en esta entrega, en este caso en una canoa que cruza el río justo cuando la protagonista, una joven huérfana de veinte años, está a punto de abrir una carta que puede cambiar radicalmente su vida, porque se trata de la misiva que escribió su madre antes de morir, cinco días después de haberla alumbrado; se trata del mismo personaje mudo encarnado por Artur Barcis. En este caso, carga la canoa sobre sus hombros y se interna en la arboleda cercana, pasando junto a la protagonista sin cruzar ni una palabra con ella, tal y como ha aparecido en todos los capítulos en los que lo vemos. La figura de la canoa, blanquísima, tanto que parece iluminada, acaba, a distancia, convertida en un rombo, una suerte de losange que los duchos en iconografía identificarán claramente con uno de los símbolos del cristianismo.

          La historia se abre con una escena en la que una mujer joven se acerca a la mesa de comedor y ve el pasaporte de quien se supone que convive con ella y debajo una carta en la que se lee: «Abrir solo tras mi muerte». Acto seguido se dirige a la cocina y se aproxima a la cabecera de la cama donde duerme un hombre de mediana edad, le da un beso cariñoso en la mejilla y le vierte un chorro de agua felicitándole el Lunes de Pascua. Después se esconde tras un sillón y deja que el hombre se confíe. Inmediatamente después le vacía la jarra sobre la cabeza. El hombre coge una olla con agua y se dirige al baño, donde la joven se ha refugiado y le exige que abra. Cuando puede entrar, le lanza el agua, dejándola empapada, lo que visualmente consigue el efecto de casi desnudarla. La mirada extraña del hombre a ese cuerpo húmedo y hermoso de 20 años, impropia de un padre, algo nos da a entender ya. Y no tardamos en adentrarnos en una historia morbosa, llena de angustia, culpa y remordimientos que constituye la relación de esa joven con quien hasta la fecha ha considerado que es su padre. Antes de salir de viaje, oye la conversación de su hija con el novio, a quien le tranquiliza porque, finalmente, le ha venido el periodo y no hay peligro de embarazo.

          La carta, estratégicamente situada para despertar la curiosidad de la joven, atrae poderosamente a la joven, quien se la lleva fuera de la casa, junto con unas grandes tijeras, para abrirla y leerla. Abierto el primer sobre, sale otra carta de él, esta escrita por su madre y dirigida a su hija Anka (Anna). Luego aparece el canoero que pasa por su lado como cuando decimos, tras un poderoso silencio, que «ha  pasado un ángel». Y a partir de ahí se va a iniciar un drama de consecuencias terribles, porque la hija le comunica al padre, cuando este vuelve de viaje, que ha leído la carta de su madre en la que le confiesa que su padre no es su padre. Este reacciona dándole una bofetada, tras la cual se va. La hija, que estudia arte dramático y está a punto de licenciarse, aparece en una de las sesiones en las que ha de practicar su oficio, pero sin lograr concentrarse para conseguir la verosimilitud que le pide el profesor. Está ya trastornada por la revelación, que no sabemos si se corresponde a la realidad o no, porque en un momento dado se la ve escribiendo una imitación de la letra de la madre, y en ningún momento el espectador ve con sus propios ojos la carta de la madre desplegada en pantalla. Ella le repite el contenido al padre de memoria, pero apenas dos frases sobre sus orígenes, y ahí se acaba la historia.

          Que la sombra del incesto, que es el tema fundamental de la historia, sobrevuela todo el tiempo sobre la inusual «pareja» queda claro cuando en una noche de confidencias «a calzón quitao», que dicen los colombianos, se confiesan mutuamente una atracción que jamás ha dado un paso más allá del sufrimiento interior de cada uno de ellos, sin que nunca, en su convivencia, haya habido la más mínima transgresión de una relación paterno-filial, a pesar de los celos de hombre de uno y de la insatisfacción de ella con todas sus parejas, en quienes no encontraba lo que buscaba: a su propio padre. El tono intimista de esta historia está tejida con unas luces apagadas y violentas, con unos planos incluso agresivos, sin mediar ese cristal que rompe «un golpe de viento», tan airado como el nivel de sus propias pasiones. El hombre confiesa que siempre ha querido que ella tuviera descendencia  para convertirla en imposible objeto de deseo; ella, sin embargo, jamás ha querido ni comprometerse ni mucho menos quedarse embarazada, porque sabía que nunca iba a estar junto a la persona adecuada, lejos de quien ha convivido con ella y la ha cuidado tan solícitamente. Cuando la situación queda finalmente esclarecida, al hombre no le queda más remedio que alejarse de ella, marcharse del piso y renunciar a lo que la moral le prohíbe, aunque Anka no sea su hija y siga sintiendo por ella una poderosa atracción. El final no lo revelo. Han de verlo. Les recuerdo, eso sí, la futura profesión de la hija y la aparición del losange para cerrar la historia.

«Decálogo, 5. No matarás», de Krzysztof Kieślowski, una amarga reflexión sobre el asesinato y la pena de muerte.

 

El autor de la trilogía Azul, Blanco y Rojo,  Krzysztof Kieślowski,  alargó uno de los mediometrajes de su Decálogo rodado para la televisión polaca: El raro hechizo de la pulsión de muerte temblando en cada plano…

 

Título original: Krótki film o zabijaniu (A Short Film About Killing)

Año: 1988

Duración: 85 min.

País: Polonia

Dirección: Krzysztof Kieślowski

Guion: Krzysztof Kieślowski, Krzysztof Piesiewicz

Música: Zbigniew Preisner

Fotografía: Slawomir Idziak

Reparto: Miroslaw Baka, Krzysztof Globisz, Jan Tesarz, Zbigniew Zapasiewicz, Barbara Dziekan, Aleksander Bednarz, Krystyna Janda, Artur Barcis, Olgierd Lukaszewicz.

 

Esta fue la película que dio a conocer al realizador polaco en Europa y la que le permitiría, poco después, rodar la trilogía Azul, Blanco y Rojo, con una buena aceptación crítica y de público. No matarás es la ampliación de uno de los capítulos del decálogo que Kieślowski dirigió para la televisión polaca, y reconozco que fue todo un acierto, porque ha construido una película llena de misterio, de tensión y de temblor, teniendo en cuenta el arranque de la misma: un gato ahorcado por unos chiquillos que juegan a torturar animales en un barrio degradado. En el mismo, un taxista limpia su coche para disponerse a realizar su jornada laboral. Una pareja requiere sus servicios, pero él desaparece sin llevarlos, con una expresión de malicia indefinida que culmina el breve retrato de su desagradable figura, con la que de ninguna de las maneras puede simpatizar el espectador. Al poco, la cámara se entra en un joven que deambula por las calles de Varsovia, sin aparente rumbo, y entra en un cine, allí le pregunta a la taquillera qué tal es la película. Le dice que “aburrida”, aunque no la ponen hasta la noche, porque en esos momentos se está celebrando una asamblea en el local. La cámara enfoca el perfil del protagonista y observamos el cartel de la película: Wetherby, de David Hare, aquí traducida como Un pasado en sombras, un mensaje inequívoco sobre el desarrollo de la película, a pesar de lo explícito del título, porque ella arranca con la presencia de un extraño que se cuela en una celebración de amistad en una casa y allí, delante de la anfitriona, sin ningún tipo de explicación se quita la vida. Desde ese momento, la película se centra en la reacción de los invitados frente a tal hecho y en la posibilidad remota de tener alguna relación con el suicida. Con este antecedente, pues, y con el título propio de la obra, tardamos un decir amén en percatarnos de que el joven que va a protagonizar la historia, y en quien reconocemos enseguida un cierto trastorno mental cuyo alcance no estamos en disposición, de momento, de evaluar con suficientes garantías como para temernos lo peor, acabará llevándose a alguien por delante. De forma paralela se nos cuenta la situación de otro joven, con una estética muy diferente de la del joven protagonista, que tiene un aire más “usamericanizado”, y al que se nos presenta en el día de su examen final para sacar el título de abogado y poder ejercer. Más adelante, cuando el joven sea acusado de asesinato, el abogado será el responsable de llevar su defensa, por el turno de oficio. La película sigue los pasos del joven perturbado a través de Varsovia, fotografiada de un modo casi expresionista y con un plano de bordes alterados por un filtro como la banda tintada del parabrisas de algunos coches que distorsiona la percepción de la ciudad, dándonos a entender la propia perturbación del joven. Es desoladora la imagen de la ciudad que nos ofrece el director, del mismo modo que es desalentadora la presencia del protagonista, mudo durante la larga primera parte de la película, la gestación del asesinato que  acabará perpetrando, si bien en no pocos de sus gestos a lo largo de ese metraje, casi de cine mudo de su deambular por la ciudad y su entrada en un bar, lleva a cabo actos de gratuita maldad, próximos a la mera gamberrada, que nos alertan de lo que vendrá después. Con un crescendo de irritación cuyos orígenes desconocemos, el protagonista coge el taxi del taxista desagradable que hemos conocido al comienzo de la película y lo dirige hacia una dirección a las afueras de la ciudad en pleno campo, momento en el que lleva a cabo el pecado contra el quinto mandamiento con una crueldad que mete el espanto en el cuerpo, todo sea dicho. ¡Qué contraste el del intuido desvalimiento del joven perdido en la gran ciudad y la crueldad infinita de su pecado! El director no nos ahorra crudeza ninguna, ciertamente, y consigue una suerte de naturalismo dostoievskiano que preludia el arrepentimiento que habrá de venir.

          La segunda parte de la película, pues la elipsis nos ahorra la investigación y la detención del joven, tiene que ver con el juicio y la sentencia del joven a morir en la horca. Esta segunda parte, estamos en 1986, se convierte en un alegato contra la pena de muerte. Y en ella logramos saber cuál es la raíz del impulso asesino que sufre el protagonista y cuyo conocimiento bien puede decirse que es el verdadero «desenlace» de la obra. Todo lo relativo a la actuación del abogado en relación con el acusado y el procedimiento protocolario para la realización de la ejecución tienen mucho que ver con el lado trágico de la película El verdugo, de Berlanga.

          La música  de Zbigniew Preisner que va subrayando los diferentes momentos de la acción, desde su comienzo, ya nos pone sobreaviso de la dimensión espeluznante del suceso en el que se basa la obra, algo que se adensa especialmente al final, con la interpretación de la voz sola que probablemente pueda relacionarse con su Réquiem for my friend, del que es eminentemente deudora, si es que no ha reproducido una parte del mismo.

          Hay en la visión desoladora del espacio degradado una suerte de correspondencia con el alma estragada del joven protagonista, y ahí es donde el Director se esmera para transmitirnos fielmente el abismo en que cae el protagonista, como si el vacío interior, reflejado en la ciudad, se metiera en él como un desierto inmoral. Los encuadres y los planos fijos que abundan en la realización nos dan, también, la sensación de ese “tiempo suspendido” en el que parece habitar el protagonista, al margen completamente de la realidad, de ahí el desasosiego que va creciendo, plano tras plano, hasta esa secuencia brutal del asesinato.

          En fin, en pocas películas se mezcla tan efectivamente el mejor arte cinematográfico con la más desagradable de las realidades, pero ello mismo hace de No matarás una obra excepcional, valiente y necesaria.

«Decálogo. 6. No cometerás actos impuros», de Krzysztof Kieślowski.

 

El primer amor o en brazos de la mujer madura:  la inocencia de la enamorada mirada obsesiva.

 

Título original: Krótki film o milosci

Año: 1988

Duración: 87 min.

País:  Polonia

Dirección: Krzysztof Kieślowski

Guion: Krzysztof Kieślowski, Krzysztof Piesiewicz

Reparto: Grazyna Szapolowska; Olaf Lubaszenko; Stefania Iwinska; Piotr Machalica; Artur Barcis.

Música: Zbigniew Preisner

Fotografía: Witold Adamek.

 

          Hasta de tres maneras he leído que titulan en español esta película que, en su versión extendida, Un cortometraje acerca del amor, la única que se «elevó» a largometraje junto a No matarás, consagró a Kieślowski: No cometerás adulterio, No amarás y esta por la que yo he optado y que me parece más fiel a la idea del original, puesto que la inocencia del protagonista, su ingenuidad amorosa y su inexperiencia sexual, unido a un particularísimo carácter bivalente, retraído y exhibicionista, lleva a esa idea de que, para el protagonista, determinados actos, como el que se ve explícitamente en la película, profanan el ideal romántico del amor platónico que él siente tan intensamente por la mujer madura a la que espía cada día a través de un catalejo desde el edificio de enfrente del de la mujer.

Estamos ante una de las películas más complejas y cinematográficas, si se me permite el juicio, del conjunto del Decálogo, porque en ella la mirada, la cuádruple mirada, juega un papel decisivo. La referencia obvia pudiera ser La ventana indiscreta, de Hitchcock, por supuesto, pero en esta historia nos movemos muy lejos de los presupuestos de la cinta del maestro inglés, porque el mirón no es un fotógrafo ocioso aburrido, postrado en una silla de ruedas, aunque se llame Tomek, que evoca la denominación británica del mirón peeping Tom…, del mismo modo que la atractiva y lujuriosa vecina se llama Magda, como la María de Magdala pecadora de la Biblia, sino que se trata de un joven de diecinueve años perdidamente enamorado de esa mujer lasciva, hermosísima y tentadora, aunque ni siquiera él sepa definir el amor que siente y, cuando es interrogado, tras entrar en contacto, por qué quiere de ella, el joven se acoja a una triple negación: «nada». No quiere nada, porque ella lo es «todo» para él; lo que le da sentido a su vida de humilde funcionario de Correos que se convierte, además,  en repartidor de leche solo por tener la posibilidad de verla si le abre la puerta para dejarle la botella;  que le envía resguardos de recogida misteriosos para poder verla frente a sí en la oficina, y, en resumen, un joven que vive en casa de la madre de un amigo que ha «huido» de ella alistándose en los cascos azules de la ONU, porque no la soporta.

Hay un pudor en el joven estrechamente vinculado a su sentimiento amoroso, de ahí que las escenas tórridas con los amantes de la pintora le hagan apartar la vista de su catalejo intrusivo, porque valen tanto como el desmoronamiento, la profanación del ídolo al que adora. Cuando los resguardos para retirar un giro la dejan en evidencia ante los responsables últimos de la oficina de Correos, tras su enérgica protesta, el joven asume su culpabilidad y se lanza a la carrera en pos de la mujer para confesarle que él es el responsable, y que lo ha hecho porque está enamorado de ella, amén de revelarle que la espía cada día, por la misma razón. La alteración de la mujer cuando se entera de la, para ella, perversión sexual de su joven vecino, va a sufrir una evolución muy curiosa, porque el hecho de sentirse vigilada, observada, admirada, por un joven tan tímido como resulta ser su vecino despierta en ella complejos sentimientos de ultraje, halago, desafío y compañía, porque Magda es una mujer de varios amantes, pero vive tan sola como el propio protagonista junto a la madre de su amigo, pegada a la televisión, quien instruye al muchacho, cuando se percata de la vigilancia que lleva a cabo sobre la vecina, en que a las mujeres les gusta relacionarse con hombres jóvenes y que si él quiere traer a alguna joven a casa, que no se corte, que lo haga con total libertad. La mujer, con todo, ve con preocupación el grado de entrega absorbente de su inquilino y el daño que esa pasión, con semejante desnivel de edad, puede causarle. De hecho, la pintora planea una de sus citas moviendo la cama junto a la ventana para que el mirón pueda recrearse en la escena, pero, en el momento cumbre, ella le confiesa al amante que están siendo observados. Este sale al patio que separa ambos bloques, los mismos bloques de todo el Decálogo, por cierto, y reta al mirón para que baje a enfrentarse con él. Ante la posibilidad de que los gritos alerten al resto del vecindario, el joven baja y acaba noqueado por un golpe seco en el ojo del amante.

La vida de la pintora, tras romper con su último novio, por razones no explicadas, pero en ningún momento por los alicientes que pueda tener el acoso del joven vecino, revela una soledad notable y dolorosa. La escena en que entra en casa con la botella de leche y acaba tropezando con ella y derramando sobre la mesa el blanquísimo líquido está llena de un simbolismo evidente, sobre el que no se requiere insistir más, y vale como prueba de ese destino solitario. Tras un encuentro en el rellano del piso en el que el joven, acosado por la joven para que le diga qué quiere de ella, a lo que él responde tres veces que «nada», él consigue arrancarle una cita en una cafetería para tomar un café y hablar. La indescriptible alegría del joven, quien ejecuta una suerte de frenética danza con el carrito de las botellas de leche que reparte es contemplada por el personaje silente encarnado por Barcis, un testigo mudo que, en esta ocasión, y me parece que la única hasta ahora, sonríe de forma cómplice ante tal explosión de genuina alegría.

Ahí la película, una vez que hemos pasado de la mirada a los hechos, da un giro que la hace discurrir en sentido contrario: ahora será la pintora quien, con unos prismáticos, oteará en la noche de dónde la mira su joven admirador inocente, platónico, tímido e inexperto. Del encuentro entre ambos sale el espectador con un choque tremendo: Tomek está enamorado de ella; Magda trata de convencerlo de lo imposible: que el amor no existe. ¿Qué es lo que siente él, entonces?

La escena cumbre del relato es la supuesta demostración práctica de la inexistencia del amor y la confusión de tal sentimiento con  la urgencia sexual. Como experta maestra en la materia, Magda, revestida por una túnica abierta, se dirige sensualmente al joven y le dice que una mujer cuando desea a un hombre se humedece, como ella lo está en ese momento, y entonces atrae las manos de él para que desciendan por sus muslos hacia el manantial del sexo, pero el joven vive el momento con tal grado de intensidad que antes incluso de llegar a cometer «el acto impuro» eyacula torpe y culpablemente… La frialdad de la mujer, indicándole donde puede asearse lo lleva a salir precipitadamente de la casa y huir, huir, huir… inundado por una vergüenza de tal naturaleza que no duda en hacer lo irremediable: cortarse las venas y dejar que el líquido rojo de la vida, fluya en el agua como antes fluyó la leche sobre la mesa y como ha fluido su semen ante la tentación…

De cómo la madre del amigo, que también ha mirado por el catalejo parta confirmar sus sospechas, reacciona frente a Magda y de cómo esta vive angustiada la ausencia del joven a quien no se ha tomado en serio y cuya vuelta del hospital acecha con los prismáticos constantemente, en un juego invertido de miradas que preside la película, es mejor que el espectador se entere por sí mismo.

La película, teniendo en cuenta que se vea el capítulo original de Decálogo o su extensión a largometraje, tiene dos finales distintos. El del largo fue elaborado a requerimiento de la actriz, cuya interpretación es tan soberbia que bien merecía ser atendida la petición. Yo me quedo con el original, mucho más congruente con el resto de los capítulos del Decálogo, por supuesto.