Esperando a
Mizushima…o, perdida la guerra, lo prioritario es honrar a los muertos.
Título original: Biruma no
tategoto.
Año: 1956
Duración: 116 min.
País: Japón
Dirección: Kon Ichikawa
Guion: Natto Wada. Novela:
Michio Takeyama
Reparto: Rentarô Mikuni; Shoji
Yasui; Jun Hamamura; Taketoshi Naitô; Kô Nishimura;
Hiroshi Hijikata; Sanpei
Mine; Yôji Nagahama; Yoshiaki Kato; Sojiro Amano; Eiji Nakamura.
Música: Akira Ifukube
Fotografía: Minoru Yokoyama
(B&W).
Llama la
atención que tras una carrera con más de setenta títulos, sea El arpa
birmana la única película de su autor que ha escalado hasta la condición de
«clásica» por sobrados méritos propios. De hecho, Ichikawa rodó un remake
de su propia obra, en color, en 1985, que he preferido no arriesgarme a ver,
dado el impacto estético y emocional que me ha deparado la visión de esta
película desgarradora y, al mismo tiempo, llena de esperanza en la visión de
una realidad sin guerras que, desgraciadamente, no se corresponde con la
realidad, porque parece que, como especie, no salimos de ese callejón sin
salida del delirio de la violencia y el exterminio.
El arpa
birmana es una película bélica muy sui géneris, porque, de hecho, la acción
bélica propiamente dicha no ocupa más allá de unos brevísimos minutos tras el
fallido intento de mediación del soldado prisionero que es enviado para invitar
a la rendición a una compañía sitiada por los ingleses. El enviado forma parte
de un grupo que se ha rendido a los británicos, algo que hacen mediante un
original duelo de canciones corales para manifestar su disposición a no luchar inútilmente.
El título de la película ha de asociarse con el poder de la música para
expresar distintos sentimientos, y muy poderosamente, la nostalgia de la tierra
propia que se ha abandonado para conquistar otras tierras por la vía de la
violencia. Los prisioneros llevan una vida ocupada en trabajos forzados y en la
paciente espera de ser repatriados cuando la guerra acabe, algo que no tarda en
suceder.
El soldado, que
sabe tocar el arpa y que es enviado como mediador, se ve entre dos fuegos: el
de los vencedores que quieren aniquilar las últimas resistencias y el de los
fanáticos que ven en la rendición la máxima deshonra, una infamia que marcará
sus vidas. Tras el tiempo concedido para la mediación, el ataque a la posición
de los resistentes acaba con ellos, y el único soldado que queda con vida es el
mediador, quien, ante el terrible espectáculo de la masacre de sus
compatriotas, decide desertar y profesar
como monje budista. Al cabo del tiempo, cuando regresa al lugar del sacrificio
en vano de sus camaradas y contempla las pilas de cadáveres que aún siguen
expuestos a las aves carroñeras, decide dedicar sus días a la piadosa tarea de
dar sepultura a quienes prefirieron morir antes que rendirse.
La acción va
cambiando entre el campo de prisioneros donde esperan impacientes que Mizushima vuelva de la misión arriesgada a la que fue
enviado y las propias andanzas religiosas del protagonista, quien siempre camina
llevando un loro en el hombro. En un momento dado, los destinos de unos y del
otro se cruzan en un puente, porque los soldados creen reconocer en el monje
que lleva el loro sobre el hombro a su compañero de armas. La tensión que se
produce en ese encuentro va a acompañarnos durante toda la película, porque el
protagonista comparte con ellos la nostalgia del hogar y el deseo de volver a
su patria, pero el supremo deber moral que se ha impuesto se sobrepone a su
debilidad emocional egoísta.
Ya dije que lo
bélico ocupa poco espacio en la película, que estamos, sobre todo, ante una
película de índole moral que lidia más
con el efecto desgarrador de la posguerra que con la guerra misma, aunque la
renuncia del arpista y su entrega a la piedad caritativa para con las almas de
los caídos, merecedores de un entierro digno, domina sobradamente el metraje. La película, rodada en Birmania, el país de
las tierras rojas, es, como se desprende de lo reseñado, un alegato
antibelicista, rodado en plena posguerra japonesa, para una sociedad muy necesitada
de mensajes que enaltecieran sentimientos humanitarios que hicieran olvidar la
locura fanática del Imperio expansionista y sojuzgador. Recordemos que hasta
1974 aún quedaba algún soldado que no aceptaba la capitulación y seguía luchando,
como Hiroo Onoda en Filipinas, por ejemplo. Como él eran todos los miembros del
batallón que prefiere ser aniquilado antes que rendirse y cubrirse de vergüenza.
La parte
musical de la película es una de sus mejores bazas, porque los coros y las
canciones cantadas logran generar una emoción genuina. Lo mismo sucede con las
melodías ejecutadas con el arpa del protagonista, que expresan mejor que
cualquier discurso la necesidad de paz que busca el alma devastada por el mal
fehaciente de la guerra y su sinsentido radical, más allá, claro está, de las
propagandas de las ideologías.
Hay en el
blanco y negro impactante de la película una suerte de ascetismo de la imagen
que se une a los áridos paisajes y los espacios interiores para crear una
puesta en escena que nos aleja de cualquier esteticismo gratuito. Ver al monje
enterrando con sus propias manos a sus compañeros de armas, hasta que los
birmanos que lo contemplan deciden ayudarlo nos depara una fortísima sensación
física de penitencia por los males causados; males que, sin embargo, no
aparecen en la película. La «buena» relación de una mujer que comercia con los
prisioneros japoneses y que servirá de nexo de unión entre ellos y el monje
parece esconder esa cara de los desastres de la guerra que sin duda cometieron
los japoneses en Birmania, aunque fueran, al principio, bien recibidos por las
fueras que buscaban una independencia que fue el pretexto para invadirlos e
intentar gobernar su territorio.
Sí, El arpa
birmana es una película de emociones y sin discursos, porque el monje, más
allá de la música, renuncia al discurso oral. En ese sentido, nada más
emocionante que el intento coral de seducir al protagonista para que vuelva con
ellos a Japón y la bellísima respuesta instrumental del arpa del protagonista.
Más adelante,
cuando están en el barco en que los repatrían, el capitán de la unidad leerá la
carta en la que Mizushima explica las razones por las que ha decidido quedarse
en la tierra ajena para reparar parte del daño causado. La lectura de la carta
es, propiamente, el desenlace de la austera narración, un recurso empleado en
otras películas, pero en ninguna como en este se alcanza tal grado de
emotividad, por la estrechísima unión entre el capitán, un musicólogo, y el
arpista birmano que se ha entregado a la causa de la «reparación». Inolvidable.
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