domingo, 15 de septiembre de 2024

«El arpa birmana», de Kon Ichikawa o los desastres de la guerra.

 

Esperando a Mizushima…o, perdida la guerra, lo prioritario es honrar a los muertos.

 

Título original: Biruma no tategoto.

Año: 1956

Duración: 116 min.

País: Japón

Dirección: Kon Ichikawa

Guion: Natto Wada. Novela: Michio Takeyama

Reparto: Rentarô Mikuni; Shoji Yasui; Jun Hamamura; Taketoshi Naitô; Kô Nishimura;

Hiroshi Hijikata; Sanpei Mine; Yôji Nagahama; Yoshiaki Kato; Sojiro Amano; Eiji Nakamura.

Música: Akira Ifukube

Fotografía: Minoru Yokoyama (B&W).

 

          Llama la atención que tras una carrera con más de setenta títulos, sea El arpa birmana la única película de su autor que ha escalado hasta la condición de «clásica» por sobrados méritos propios. De hecho, Ichikawa rodó un remake de su propia obra, en color, en 1985, que he preferido no arriesgarme a ver, dado el impacto estético y emocional que me ha deparado la visión de esta película desgarradora y, al mismo tiempo, llena de esperanza en la visión de una realidad sin guerras que, desgraciadamente, no se corresponde con la realidad, porque parece que, como especie, no salimos de ese callejón sin salida del delirio de la violencia y el exterminio.

          El arpa birmana es una película bélica muy sui géneris, porque, de hecho, la acción bélica propiamente dicha no ocupa más allá de unos brevísimos minutos tras el fallido intento de mediación del soldado prisionero que es enviado para invitar a la rendición a una compañía sitiada por los ingleses. El enviado forma parte de un grupo que se ha rendido a los británicos, algo que hacen mediante un original duelo de canciones corales para manifestar su disposición a no luchar inútilmente. El título de la película ha de asociarse con el poder de la música para expresar distintos sentimientos, y muy poderosamente, la nostalgia de la tierra propia que se ha abandonado para conquistar otras tierras por la vía de la violencia. Los prisioneros llevan una vida ocupada en trabajos forzados y en la paciente espera de ser repatriados cuando la guerra acabe, algo que no tarda en suceder.

          El soldado, que sabe tocar el arpa y que es enviado como mediador, se ve entre dos fuegos: el de los vencedores que quieren aniquilar las últimas resistencias y el de los fanáticos que ven en la rendición la máxima deshonra, una infamia que marcará sus vidas. Tras el tiempo concedido para la mediación, el ataque a la posición de los resistentes acaba con ellos, y el único soldado que queda con vida es el mediador, quien, ante el terrible espectáculo de la masacre de sus compatriotas, decide desertar  y profesar como monje budista. Al cabo del tiempo, cuando regresa al lugar del sacrificio en vano de sus camaradas y contempla las pilas de cadáveres que aún siguen expuestos a las aves carroñeras, decide dedicar sus días a la piadosa tarea de dar sepultura a quienes prefirieron morir antes que rendirse.

          La acción va cambiando entre el campo de prisioneros donde esperan impacientes que Mizushima vuelva de la misión arriesgada a la que fue enviado y las propias andanzas religiosas del protagonista, quien siempre camina llevando un loro en el hombro. En un momento dado, los destinos de unos y del otro se cruzan en un puente, porque los soldados creen reconocer en el monje que lleva el loro sobre el hombro a su compañero de armas. La tensión que se produce en ese encuentro va a acompañarnos durante toda la película, porque el protagonista comparte con ellos la nostalgia del hogar y el deseo de volver a su patria, pero el supremo deber moral que se ha impuesto se sobrepone a su debilidad emocional egoísta.

          Ya dije que lo bélico ocupa poco espacio en la película, que estamos, sobre todo, ante una película de índole moral que  lidia más con el efecto desgarrador de la posguerra que con la guerra misma, aunque la renuncia del arpista y su entrega a la piedad caritativa para con las almas de los caídos, merecedores de un entierro digno, domina sobradamente el metraje.  La película, rodada en Birmania, el país de las tierras rojas, es, como se desprende de lo reseñado, un alegato antibelicista, rodado en plena posguerra japonesa, para una sociedad muy necesitada de mensajes que enaltecieran sentimientos humanitarios que hicieran olvidar la locura fanática del Imperio expansionista y sojuzgador. Recordemos que hasta 1974 aún quedaba algún soldado que no aceptaba la capitulación y seguía luchando, como Hiroo Onoda en Filipinas, por ejemplo. Como él eran todos los miembros del batallón que prefiere ser aniquilado antes que rendirse y cubrirse de vergüenza.

          La parte musical de la película es una de sus mejores bazas, porque los coros y las canciones cantadas logran generar una emoción genuina. Lo mismo sucede con las melodías ejecutadas con el arpa del protagonista, que expresan mejor que cualquier discurso la necesidad de paz que busca el alma devastada por el mal fehaciente de la guerra y su sinsentido radical, más allá, claro está, de las propagandas de las ideologías.

          Hay en el blanco y negro impactante de la película una suerte de ascetismo de la imagen que se une a los áridos paisajes y los espacios interiores para crear una puesta en escena que nos aleja de cualquier esteticismo gratuito. Ver al monje enterrando con sus propias manos a sus compañeros de armas, hasta que los birmanos que lo contemplan deciden ayudarlo nos depara una fortísima sensación física de penitencia por los males causados; males que, sin embargo, no aparecen en la película. La «buena» relación de una mujer que comercia con los prisioneros japoneses y que servirá de nexo de unión entre ellos y el monje parece esconder esa cara de los desastres de la guerra que sin duda cometieron los japoneses en Birmania, aunque fueran, al principio, bien recibidos por las fueras que buscaban una independencia que fue el pretexto para invadirlos e intentar gobernar su territorio.

          Sí, El arpa birmana es una película de emociones y sin discursos, porque el monje, más allá de la música, renuncia al discurso oral. En ese sentido, nada más emocionante que el intento coral de seducir al protagonista para que vuelva con ellos a Japón y la bellísima respuesta instrumental del arpa del protagonista.

          Más adelante, cuando están en el barco en que los repatrían, el capitán de la unidad leerá la carta en la que Mizushima explica las razones por las que ha decidido quedarse en la tierra ajena para reparar parte del daño causado. La lectura de la carta es, propiamente, el desenlace de la austera narración, un recurso empleado en otras películas, pero en ninguna como en este se alcanza tal grado de emotividad, por la estrechísima unión entre el capitán, un musicólogo, y el arpista birmano que se ha entregado a la causa de la «reparación». Inolvidable.

         

 

         

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