jueves, 12 de septiembre de 2024

«Decálogo. 6. No cometerás actos impuros», de Krzysztof Kieślowski.

 

El primer amor o en brazos de la mujer madura:  la inocencia de la enamorada mirada obsesiva.

 

Título original: Krótki film o milosci

Año: 1988

Duración: 87 min.

País:  Polonia

Dirección: Krzysztof Kieślowski

Guion: Krzysztof Kieślowski, Krzysztof Piesiewicz

Reparto: Grazyna Szapolowska; Olaf Lubaszenko; Stefania Iwinska; Piotr Machalica; Artur Barcis.

Música: Zbigniew Preisner

Fotografía: Witold Adamek.

 

          Hasta de tres maneras he leído que titulan en español esta película que, en su versión extendida, Un cortometraje acerca del amor, la única que se «elevó» a largometraje junto a No matarás, consagró a Kieślowski: No cometerás adulterio, No amarás y esta por la que yo he optado y que me parece más fiel a la idea del original, puesto que la inocencia del protagonista, su ingenuidad amorosa y su inexperiencia sexual, unido a un particularísimo carácter bivalente, retraído y exhibicionista, lleva a esa idea de que, para el protagonista, determinados actos, como el que se ve explícitamente en la película, profanan el ideal romántico del amor platónico que él siente tan intensamente por la mujer madura a la que espía cada día a través de un catalejo desde el edificio de enfrente del de la mujer.

Estamos ante una de las películas más complejas y cinematográficas, si se me permite el juicio, del conjunto del Decálogo, porque en ella la mirada, la cuádruple mirada, juega un papel decisivo. La referencia obvia pudiera ser La ventana indiscreta, de Hitchcock, por supuesto, pero en esta historia nos movemos muy lejos de los presupuestos de la cinta del maestro inglés, porque el mirón no es un fotógrafo ocioso aburrido, postrado en una silla de ruedas, aunque se llame Tomek, que evoca la denominación británica del mirón peeping Tom…, del mismo modo que la atractiva y lujuriosa vecina se llama Magda, como la María de Magdala pecadora de la Biblia, sino que se trata de un joven de diecinueve años perdidamente enamorado de esa mujer lasciva, hermosísima y tentadora, aunque ni siquiera él sepa definir el amor que siente y, cuando es interrogado, tras entrar en contacto, por qué quiere de ella, el joven se acoja a una triple negación: «nada». No quiere nada, porque ella lo es «todo» para él; lo que le da sentido a su vida de humilde funcionario de Correos que se convierte, además,  en repartidor de leche solo por tener la posibilidad de verla si le abre la puerta para dejarle la botella;  que le envía resguardos de recogida misteriosos para poder verla frente a sí en la oficina, y, en resumen, un joven que vive en casa de la madre de un amigo que ha «huido» de ella alistándose en los cascos azules de la ONU, porque no la soporta.

Hay un pudor en el joven estrechamente vinculado a su sentimiento amoroso, de ahí que las escenas tórridas con los amantes de la pintora le hagan apartar la vista de su catalejo intrusivo, porque valen tanto como el desmoronamiento, la profanación del ídolo al que adora. Cuando los resguardos para retirar un giro la dejan en evidencia ante los responsables últimos de la oficina de Correos, tras su enérgica protesta, el joven asume su culpabilidad y se lanza a la carrera en pos de la mujer para confesarle que él es el responsable, y que lo ha hecho porque está enamorado de ella, amén de revelarle que la espía cada día, por la misma razón. La alteración de la mujer cuando se entera de la, para ella, perversión sexual de su joven vecino, va a sufrir una evolución muy curiosa, porque el hecho de sentirse vigilada, observada, admirada, por un joven tan tímido como resulta ser su vecino despierta en ella complejos sentimientos de ultraje, halago, desafío y compañía, porque Magda es una mujer de varios amantes, pero vive tan sola como el propio protagonista junto a la madre de su amigo, pegada a la televisión, quien instruye al muchacho, cuando se percata de la vigilancia que lleva a cabo sobre la vecina, en que a las mujeres les gusta relacionarse con hombres jóvenes y que si él quiere traer a alguna joven a casa, que no se corte, que lo haga con total libertad. La mujer, con todo, ve con preocupación el grado de entrega absorbente de su inquilino y el daño que esa pasión, con semejante desnivel de edad, puede causarle. De hecho, la pintora planea una de sus citas moviendo la cama junto a la ventana para que el mirón pueda recrearse en la escena, pero, en el momento cumbre, ella le confiesa al amante que están siendo observados. Este sale al patio que separa ambos bloques, los mismos bloques de todo el Decálogo, por cierto, y reta al mirón para que baje a enfrentarse con él. Ante la posibilidad de que los gritos alerten al resto del vecindario, el joven baja y acaba noqueado por un golpe seco en el ojo del amante.

La vida de la pintora, tras romper con su último novio, por razones no explicadas, pero en ningún momento por los alicientes que pueda tener el acoso del joven vecino, revela una soledad notable y dolorosa. La escena en que entra en casa con la botella de leche y acaba tropezando con ella y derramando sobre la mesa el blanquísimo líquido está llena de un simbolismo evidente, sobre el que no se requiere insistir más, y vale como prueba de ese destino solitario. Tras un encuentro en el rellano del piso en el que el joven, acosado por la joven para que le diga qué quiere de ella, a lo que él responde tres veces que «nada», él consigue arrancarle una cita en una cafetería para tomar un café y hablar. La indescriptible alegría del joven, quien ejecuta una suerte de frenética danza con el carrito de las botellas de leche que reparte es contemplada por el personaje silente encarnado por Barcis, un testigo mudo que, en esta ocasión, y me parece que la única hasta ahora, sonríe de forma cómplice ante tal explosión de genuina alegría.

Ahí la película, una vez que hemos pasado de la mirada a los hechos, da un giro que la hace discurrir en sentido contrario: ahora será la pintora quien, con unos prismáticos, oteará en la noche de dónde la mira su joven admirador inocente, platónico, tímido e inexperto. Del encuentro entre ambos sale el espectador con un choque tremendo: Tomek está enamorado de ella; Magda trata de convencerlo de lo imposible: que el amor no existe. ¿Qué es lo que siente él, entonces?

La escena cumbre del relato es la supuesta demostración práctica de la inexistencia del amor y la confusión de tal sentimiento con  la urgencia sexual. Como experta maestra en la materia, Magda, revestida por una túnica abierta, se dirige sensualmente al joven y le dice que una mujer cuando desea a un hombre se humedece, como ella lo está en ese momento, y entonces atrae las manos de él para que desciendan por sus muslos hacia el manantial del sexo, pero el joven vive el momento con tal grado de intensidad que antes incluso de llegar a cometer «el acto impuro» eyacula torpe y culpablemente… La frialdad de la mujer, indicándole donde puede asearse lo lleva a salir precipitadamente de la casa y huir, huir, huir… inundado por una vergüenza de tal naturaleza que no duda en hacer lo irremediable: cortarse las venas y dejar que el líquido rojo de la vida, fluya en el agua como antes fluyó la leche sobre la mesa y como ha fluido su semen ante la tentación…

De cómo la madre del amigo, que también ha mirado por el catalejo parta confirmar sus sospechas, reacciona frente a Magda y de cómo esta vive angustiada la ausencia del joven a quien no se ha tomado en serio y cuya vuelta del hospital acecha con los prismáticos constantemente, en un juego invertido de miradas que preside la película, es mejor que el espectador se entere por sí mismo.

La película, teniendo en cuenta que se vea el capítulo original de Decálogo o su extensión a largometraje, tiene dos finales distintos. El del largo fue elaborado a requerimiento de la actriz, cuya interpretación es tan soberbia que bien merecía ser atendida la petición. Yo me quedo con el original, mucho más congruente con el resto de los capítulos del Decálogo, por supuesto.

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