El primer amor
o en brazos de la mujer madura: la
inocencia de la enamorada mirada obsesiva.
Título original: Krótki film
o milosci
Año: 1988
Duración: 87 min.
País: Polonia
Dirección: Krzysztof Kieślowski
Guion: Krzysztof Kieślowski,
Krzysztof Piesiewicz
Reparto: Grazyna
Szapolowska; Olaf Lubaszenko; Stefania Iwinska; Piotr Machalica; Artur Barcis.
Música: Zbigniew Preisner
Fotografía: Witold Adamek.
Hasta de tres
maneras he leído que titulan en español esta película que, en su versión
extendida, Un cortometraje acerca del amor, la única que se «elevó» a
largometraje junto a No matarás, consagró a Kieślowski: No cometerás
adulterio, No amarás y esta por la que yo he optado y que me parece
más fiel a la idea del original, puesto que la inocencia del protagonista, su
ingenuidad amorosa y su inexperiencia sexual, unido a un particularísimo
carácter bivalente, retraído y exhibicionista, lleva a esa idea de que, para el
protagonista, determinados actos, como el que se ve explícitamente en la
película, profanan el ideal romántico del amor platónico que él siente tan
intensamente por la mujer madura a la que espía cada día a través de un
catalejo desde el edificio de enfrente del de la mujer.
Estamos ante una de las películas más
complejas y cinematográficas, si se me permite el juicio, del conjunto del
Decálogo, porque en ella la mirada, la cuádruple mirada, juega un papel
decisivo. La referencia obvia pudiera ser La ventana indiscreta, de
Hitchcock, por supuesto, pero en esta historia nos movemos muy lejos de los
presupuestos de la cinta del maestro inglés, porque el mirón no es un fotógrafo
ocioso aburrido, postrado en una silla de ruedas, aunque se llame Tomek, que
evoca la denominación británica del mirón peeping Tom…, del mismo modo
que la atractiva y lujuriosa vecina se llama Magda, como la María de Magdala pecadora
de la Biblia, sino que se trata de un joven de diecinueve años perdidamente enamorado
de esa mujer lasciva, hermosísima y tentadora, aunque ni siquiera él sepa
definir el amor que siente y, cuando es interrogado, tras entrar en contacto,
por qué quiere de ella, el joven se acoja a una triple negación: «nada». No
quiere nada, porque ella lo es «todo» para él; lo que le da sentido a su vida
de humilde funcionario de Correos que se convierte, además, en repartidor de leche solo por tener la
posibilidad de verla si le abre la puerta para dejarle la botella; que le envía resguardos de recogida
misteriosos para poder verla frente a sí en la oficina, y, en resumen, un joven
que vive en casa de la madre de un amigo que ha «huido» de ella alistándose en
los cascos azules de la ONU, porque no la soporta.
Hay un pudor en el joven estrechamente
vinculado a su sentimiento amoroso, de ahí que las escenas tórridas con los
amantes de la pintora le hagan apartar la vista de su catalejo intrusivo,
porque valen tanto como el desmoronamiento, la profanación del ídolo al que
adora. Cuando los resguardos para retirar un giro la dejan en evidencia ante
los responsables últimos de la oficina de Correos, tras su enérgica protesta, el
joven asume su culpabilidad y se lanza a la carrera en pos de la mujer para
confesarle que él es el responsable, y que lo ha hecho porque está enamorado de
ella, amén de revelarle que la espía cada día, por la misma razón. La
alteración de la mujer cuando se entera de la, para ella, perversión sexual de
su joven vecino, va a sufrir una evolución muy curiosa, porque el hecho de
sentirse vigilada, observada, admirada, por un joven tan tímido como resulta
ser su vecino despierta en ella complejos sentimientos de ultraje, halago,
desafío y compañía, porque Magda es una mujer de varios amantes, pero vive tan
sola como el propio protagonista junto a la madre de su amigo, pegada a la
televisión, quien instruye al muchacho, cuando se percata de la vigilancia que
lleva a cabo sobre la vecina, en que a las mujeres les gusta relacionarse con
hombres jóvenes y que si él quiere traer a alguna joven a casa, que no se
corte, que lo haga con total libertad. La mujer, con todo, ve con preocupación
el grado de entrega absorbente de su inquilino y el daño que esa pasión, con
semejante desnivel de edad, puede causarle. De hecho, la pintora planea una de
sus citas moviendo la cama junto a la ventana para que el mirón pueda recrearse
en la escena, pero, en el momento cumbre, ella le confiesa al amante que están
siendo observados. Este sale al patio que separa ambos bloques, los mismos
bloques de todo el Decálogo, por cierto, y reta al mirón para que baje a
enfrentarse con él. Ante la posibilidad de que los gritos alerten al resto del
vecindario, el joven baja y acaba noqueado por un golpe seco en el ojo del
amante.
La vida de la pintora, tras romper con su
último novio, por razones no explicadas, pero en ningún momento por los
alicientes que pueda tener el acoso del joven vecino, revela una soledad
notable y dolorosa. La escena en que entra en casa con la botella de leche y
acaba tropezando con ella y derramando sobre la mesa el blanquísimo líquido
está llena de un simbolismo evidente, sobre el que no se requiere insistir más,
y vale como prueba de ese destino solitario. Tras un encuentro en el rellano
del piso en el que el joven, acosado por la joven para que le diga qué quiere
de ella, a lo que él responde tres veces que «nada», él consigue arrancarle una
cita en una cafetería para tomar un café y hablar. La indescriptible alegría
del joven, quien ejecuta una suerte de frenética danza con el carrito de las
botellas de leche que reparte es contemplada por el personaje silente encarnado
por Barcis, un testigo mudo que, en esta ocasión, y me parece que la única
hasta ahora, sonríe de forma cómplice ante tal explosión de genuina alegría.
Ahí la película, una vez que hemos pasado
de la mirada a los hechos, da un giro que la hace discurrir en sentido
contrario: ahora será la pintora quien, con unos prismáticos, oteará en la
noche de dónde la mira su joven admirador inocente, platónico, tímido e
inexperto. Del encuentro entre ambos sale el espectador con un choque tremendo:
Tomek está enamorado de ella; Magda trata de convencerlo de lo imposible: que
el amor no existe. ¿Qué es lo que siente él, entonces?
La escena cumbre del relato es la supuesta
demostración práctica de la inexistencia del amor y la confusión de tal
sentimiento con la urgencia sexual. Como
experta maestra en la materia, Magda, revestida por una túnica abierta, se
dirige sensualmente al joven y le dice que una mujer cuando desea a un hombre
se humedece, como ella lo está en ese momento, y entonces atrae las manos de él
para que desciendan por sus muslos hacia el manantial del sexo, pero el joven
vive el momento con tal grado de intensidad que antes incluso de llegar a
cometer «el acto impuro» eyacula torpe y culpablemente… La frialdad de la
mujer, indicándole donde puede asearse lo lleva a salir precipitadamente de la
casa y huir, huir, huir… inundado por una vergüenza de tal naturaleza que no
duda en hacer lo irremediable: cortarse las venas y dejar que el líquido rojo
de la vida, fluya en el agua como antes fluyó la leche sobre la mesa y como ha
fluido su semen ante la tentación…
De cómo la madre del amigo, que también ha
mirado por el catalejo parta confirmar sus sospechas, reacciona frente a Magda
y de cómo esta vive angustiada la ausencia del joven a quien no se ha tomado en
serio y cuya vuelta del hospital acecha con los prismáticos constantemente, en
un juego invertido de miradas que preside la película, es mejor que el
espectador se entere por sí mismo.
La película, teniendo en cuenta que se vea
el capítulo original de Decálogo o su extensión a largometraje, tiene
dos finales distintos. El del largo fue elaborado a requerimiento de la actriz,
cuya interpretación es tan soberbia que bien merecía ser atendida la petición.
Yo me quedo con el original, mucho más congruente con el resto de los capítulos
del Decálogo, por supuesto.
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