jueves, 12 de septiembre de 2024

«El Decálogo, 2. No invocarás el nombre de Dios en vano», de Krzysztof Kieślowski.

 

La conciencia como campo de batalla o no se pueden querer dos amores a la vez…

 

Título original: Dekalog, dwa - Dekalog 2 (Decalogue: Thou Shalt Not Take the Name of the Lord Thy God in Vain)

Año: 1990

Duración: 57 min.

País: Polonia

Dirección: : Krzysztof Kieślowski

Guion: Krzysztof Kieślowski, Krzysztof Piesiewicz

Reparto: Krystyna Janda; Aleksander Bardini; Olgierd Lukaszewicz; Krystyna Bigelmajer; Artur Barcis; Stanislaw Gawlik; Krzysztof Kumor; Maciej Szary; Jerzy Fedorowicz.

Música: Zbigniew Preisner

Fotografía: Wieslaw Zdort, Edward Klosinski.

 

          Una imagen inquietante, el cadáver de una liebre que, al parecer, ha caído de uno de los pisos donde viven los protagonistas de esta entrega del Decálogo. Una mujer asomada a una ventana del vestíbulo de una planta, que no se atreve a entrar en contacto con un vecino. Pronto sabremos que ella atropelló no hace mucho a su perro. Él es el médico que está atendiendo a su marido, quien se debate entre la vida y la muerte. La tensión de la mujer mete escalofríos en el cuerpo. Es altiva, y está a punto de un ataque de nervios, si bien parece controlarse con cierta experiencia. El médico la despacha con desdén: vaya a la clínica el día que toca visita. Ella no se corta: «Ojalá lo hubiera atropellado a usted».  Más tensión es imposible concentrar de buen comienzo. Estamos en la misma barriada que en la primera entrega. La fotografía de interior tiende al registro tenebroso. La cámara se sitúa en ángulos que parecen indicar que se rueda en un espacio real, no en estudio. Hay una cierta pobreza decente en los espacios: en la escalera, en las casas, en la clínica, donde lucha entre la vida y la muerte el marido de ella, alpinista.

          A pesar del encontronazo entre la mujer y el doctor, la bondad natural de este no tarda en aliviar la tensión y acaba aceptando la confidencia de la situación que tiene a la mujer al borde de ese ataque de nervios: a pesar de que los médicos le habían asegurado que no podría tener hijos, se ha quedado embarazada, pero el hijo no es del marido, sino de su amante, director de orquesta; ella, a su vez, es violinista. Con notable angustia, se dirige al doctor para que este le asegure si su marido va a morir o no, puesto que está en coma y se ignora si progresa hacia la muerte o hacia la recuperación. Como en otras narraciones de la serie, el director construye un espacio de ambigüedad que deriva hacia los personajes la obligación de tomar ellos sus propias decisiones autónomas, o lo más autónomas posible. El doctor no pone la mano en el fuego ni por lo uno ni por lo otro, pero la decisión de ella de abortar si no sale de la indecisión, lo obliga a pronunciarse.

          El doctor ha perdido a su familia en un bombardeo durante la guerra. Y algunas tardes recibe a una amiga con quien lleva a cabo una especie de psicoterapia. En esas sesiones informales el doctor le cuenta a su invitada los sueños en que vívidamente rememora su vida familiar. Notemos, porque todos los movimientos de los personajes tienen algún significado, que cuando entra la mujer para revelarle él como ve a su marido,  pone boca abajo el retrato de su familia, como si no quisiera mezclar ambas historias ni abrir sus recuerdos a la impertinente vecina angustiada.

          Las imágenes del delirio febril del marido: la amplificación del sonido de una gota de agua que cae sobre una cañería herrumbrosa, los primeros planos sudorosos de él,  nos indican lo que parece entenderse como un inexorable destino. El momento culminante del relato es la exigencia de ella de que él, en modo alguno creyente, jure que su marido morirá, porque solo así evitará abortar. Y el médico lo jura, con la escasa solemnidad que él le pueda conceder al juramento, pero con el efecto deseado de que la mujer no aborte y se «salve» ese milagro de la vida que le parecía negado. No mucho más tarde, en la misma habitación del enfermo, el director centra la cámara en la evolución de una abeja que ha caído en un líquido azucarado y que pretende salir de él escalando sobre el mango de la cucharilla que reposa en el vaso. El titánico esfuerzo del insecto es clara alegoría de la lucha del enfermo por sobrevivir a su mal, que el médico consideraba inexorable.

          La mujer, en el ínterin, ha rehuido contestar a las llamadas de su amante, que está trabajando en otra ciudad, y sufre en silencio el drama de querer a ambos hombres por igual y la «imposibilidad» de tener un hijo con su marido, si sobrevive, sabiendo que el padre es «el otro»…, una estructura melodramática que, gracias a los silencios, las interpretaciones, la música de Preisner y el agobio de los espacios públicos opresivos, a fuer de impersonales, convierte la pieza en una pequeña obra maestra de la introspección y el conflicto moral. No desvelo el final, pero, de hecho, el guion está construido de tal forma que la interpretación última recae en el espectador de cuanto sucede, y de nuevo aquí vuelve a aparecer ese personaje-testigo que, supuestamente, nos representa o representa al propio director, su perplejidad ante casos tan humanos, demasiado humanos, y, por ende, tan llenos de vida como de esperanza y de dolor.

          No deja de sorprenderme cómo Kieślowski edifica los mandamientos de este Decálogo sobre una percepción de la vida cotidiana que viene a decirnos que los conflictos éticos se nos presentan de forma cotidiana, en nuestra propia vida o en la que nos rodea, que somos todos habitantes de unos bloques  en los que la vida es la vida de todos. Y la presencia de unos personajes en unos y otros episodios permite referirnos a intentos creativos como la Comedia humana, de Balzac.

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