Enconado e hiriente drama familiar sobre la maternidad robada y el abuso de poder en el seno familiar.
Título original: Dekalog,
siedem.
Año: 1990
Duración: 55 min.
País: Polonia
Dirección: Krzysztof
Kieślowski
Guion: Krzysztof Kieślowski,
Krzysztof Piesiewicz
Reparto: Anna Polony; Maja
Barelkowska; Wladyslaw Kowalski; Boguslaw Linda; Bozena Dykiel; Katarzyna
Piwowarczyk; Ewa Radzikowska; Dariusz Jablonski.
Música: Zbigniew Preisner
Fotografía: Dariusz Kuc.
He estado a punto de titular la crítica: «O cuando Kieślowski nos robó al personaje de Barcis…», porque he sabido que estaba en el metraje, pero que lo suprimió en el montaje final de la película, algo que, a su manera, no deja de ser un robo, dado que los espectadores del Decálogo esperamos su aparición simbólica como los seguidores de Hitchcock esperan el cameo del director. Pudieran sacarse algunas conclusiones enjundiosas de tal hecho, pero conviene que me centre en este mandamiento que es violado impunemente ¡nada menos que por la madre de la criatura que ha tenido una hija, a sus dieciséis años, con su profesor de Lengua en un instituto en el que la madre de la parturienta era, además, la Jefa de Estudios!
La película
arranca con el terrorífico llanto nocturno de una niña que, como sabremos
después, tiene pesadillas recurrentes, al parecer con lobos que la devoran.
Después se nos presenta a una joven al comienzo de la veintena tramitando el
pasaporte y recibiendo la advertencia de que viajar con una menor al extranjero
requiere la autorización de los padres. Aún no sabemos nada de lo que he
escrito en el primer párrafo. No tardaremos, sin embargo, en encontrarnos con
una situación familiar en la que hay una tensión enorme entre madre e hija, e
intuimos fácilmente, que, por la edad de la criatura, la madre tiene todas las
de la ley no escrita de ser la abuela de la criatura, como así resulta ser,
porque la «hermana mayor» no la contempla, a la cría, con ojos de hermana, sino
con una mirada maternal y posesiva, un calco, todo sea dicho, de la de la que
imaginamos abuela. El padre, refugio de la hija, es un lutier de flautas y
contempla la situación desde fuera, como si el asunto fuera «cosa de mujeres»
en el que su intervención no es bien recibida. Es la abuela, y no tardaremos
tampoco en saber que inscribió en el registro de nacimientos a la niña como
hoja suya, gracias a las amistades de los padres y a la complicidad del médico
que firmó el acta de nacimiento, quien sabe calmar a la niña cuando se
despierta con esas pesadillas, y aparta incluso a la propia madre biológica,
que no sabe cómo hacerlo porque, como se quejará después, le han robado su
propia maternidad.
La hija
desposeída de su hija, alcanzada la mayoría de edad, no sueña sino con
arrebatarle su hija a la abuela, la falsa madre que se la robó, y huir lejos de
ella, en parte para castigarla, en parte para recuperar su propia maternidad y
el fruto de sus entrañas. La niña, por otro lado, una belleza sin igual y
fotogénica hasta decir basta, y a pesar de los ruegos de a quien considera su
hermana que ahora la llame «mamá», no cede y la llama siempre por su nombre,
Majka.
En una acción
acaso largo tiempo pensada y, finalmente, bien ejecutada, la hija secuestra a
su hija cuando la niña ha asistido como protagonista a una sesión teatral
infantil. La desesperación de la abuela la paladea su hija como una cruel
venganza, porque sabe que su madre le dedica a su nieta un cariño y una
dedicación que jamás le ha dedicado a ella. Lo sabemos por boca del padre: la
hija jamás cumplió las expectativas de la madre, y de ahí el profundo rechazo
que siente por ella, amén de por haber quedado impedida de tener más hijos
propios.
Estamos, como
se advierte, en un drama que pica en dramón, porque, para completar las
circunstancias que provocaron aquel robo inicial que justifica el actual, la
joven, con la hija, va a casa de su antiguo amante y padre de la criatura. Con
esa acción nos alejamos de los bloques famosos donde han transcurrido casi
todos los mandamientos del Decálogo, y estamos en las afueras de
Varsovia. El encuentro se produce bajo el signo de la frialdad, aunque el
hombre no tarda en hacer buenas migas con la risueña y dulce criatura, mientras
la madre se acerca a una cabina para llamar a la suya y ponerle sus condiciones
para saber su paradero, y entre ellas figura, claro está, la autorización para
que pueda viajar con su hija al extranjero.
Está claro que
la joven no tenía el plan muy bien elaborado, y no tarda en ser encontrada, con
ayuda del padre, por la abuela, que la descubre en una estación, mientras
esperan a que pase el primer tren. El resto ya lo verán ustedes.
Lo importante del robo inicial que da pie a la narración es que el padre fue amenazado con represalias legales por «abuso de menores», o eso es, al menos, lo que le contaron a la madre para que renunciara expresamente a la maternidad y permitiera que fuera legalizada como hija de su madre, algo que jamás aceptó internamente, y de ahí esta narración de un robo premeditado que, como se dice en el guion: «¿Se puede robar lo que es de uno?». Estamos, pues, ante un mayúsculo problema ético cuyo origen radica en que ninguno de los protagonistas supo, en su momento, estar a la altura de lo que la naturaleza exige, porque lo que está claro es que esa misma voz de la naturaleza no la acallan los certificados legales ni la costumbre del expolio.
En la película destaca la expresividad de
la criatura. No solo el director ha escogido unas mujeres bellísimas para los
distintos mandamientos, sino que, en este, ha escogido a una niña hermosa y
graciosa de quien no me consta que haya seguido carrera cinematográfica. Sí he
visto que aparece en algún mandamiento ulterior, ¡y no hay para menos!
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