lunes, 23 de septiembre de 2024

«La caravana a Oregón» y «El gran Gabbo», de James Cruze, dos obras de mucho mérito de un director olvidado.

Título original: The Covered Wagon

Año: 1923

Duración: 98 min.

País: Estados Unidos

Dirección: James Cruze

Guion: Jack Cunningham. Novela: Emerson Hough

Reparto: Lois Wilson; J. Warrewn  Kerrigan; Alan Hale; Tully Matshall; Ernest Torrence.

Fotografía: Karl Brown (B&W)

 













Título original: The Great Gabbo

Año: 1929

Duración: 92 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Erich von Stroheim, James Cruze

Guion: Hugh Herbert. Historia: Ben Hecht

Reparto: Erich von Stroheim; Betty Compson; Donald Douglas; Marjorie Kane; Marbeth Wright.

Fotografía: Ira H. Morgan (B&W).

 

Un clásico fundacional del cine de vaqueros y una exploración de la alteridad a cargo de Ben Hecht, autor del guion, con un monumento vivo del cine: Erich von Stroheim.

 

          La presencia en el reparto del creador de una de las más importantes películas de la Historia del Cine, Avaricia, Erich von Stroheim, me indujo a ver una película suya que aún no había visto, aunque la autoría se adjudica a James Cruze. Parece ser que la participación de Stroheim como actor se extralimitó hasta convertirse, amigablemente, en co-director de la película, una de las primeras muestras del cine sonoro que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, sufre una decantación hacia el cine musical que excede de lo que sería el «meollo» de la película: la historia de un ventrílocuo a quien el fracaso lleva a la desesperación y esta a provocar el distanciamiento de quien, enamorada, cuida de ambos: de él y del muñeco con el que actúa, unos cuidados que este le devuelve con un cariño que el ventrílocuo no manifiesta jamás en persona, antes justamente lo contrario: la convierte en chivo expiatorio de su mala suerte, la que es descrita en la primera secuencia de la película, cuando ella, descuidadamente, pone el sombrero del artista sobre la cama, algo que lo irrita profundamente. La distancia entre ambos se va ensanchando, con una tirantez que nos hace pensar en alguna violencia futura muy destemplada, pero que se consuma en el reto que él le plantea y que ella acepta, con no poco valor: «¿Y qué harás tú sin mí?» «Triunfar, sé cantar y bailar». Y ahí se escinde la pareja para seguir cada uno su camino. Todo ello ocurre en un cutre camerino donde son «espiados» por otra pareja de artistas que nos sirven de nexo de unión entre aquella escena y la que se produce tres años más tarde, cuando esa pareja de artistas fracasados que con tanto interés seguían sus desavenencias, se proponen ir a ver la actuación de quien ha llegado a la cúspide de Broadway: «El gran Gabbo», así anunciado en los neones del teatro como la gran estrella de un espectáculo en el que no tardaremos en saber que comparte triunfo con sus ex, quien ahora triunfa en compañía de un nuevo enamorado, cantante como ella, con quien forma dúo. Quizás, antes de que entremos en la notable dispersión de la mucha atención que la película dedica a los números musicales, convenga recordar que el autor del guion es Ben Hecht, otra de las instituciones del séptimo arte o, si no, léase parte de la nómina de sus grandes éxitos: Scarface, Primera Plana, La diligencia, Con faldas y a lo loco, Lo que el viento se llevó, Gunga Din, Cumbres Borrascosas, Luna nueva, Recuerda, Encadenados, Me siento rejuvenecer, Adiós a las armas y tantas otras…

          Hay, y a esa cuenta vienen  tantos títulos icónicos, un planteamiento que, aunque muy explorado posteriormente en el cine, Hecht inicia de forma brillante: la escisión, la esquizofrenia, entre el ventrílocuo y su marioneta, aquí reflejado no solo en los estupendos diálogos de marioneta y ventrílocuo en escena, sino,  principalmente, fuera de ella, y de lo que es excelente muestra la doble despedida de la pareja: Gabbo se alegra y el muñeco lo lamenta, y subraya que ellos «los» quería. La doble personalidad de Gabbo, pues, adquiere, encarnada por Stroheim, una dimensión dramática excepcional. Por eso, cuando ambos se reúnen en el teatro en que triunfan por separado, el ventrílocuo verá nacer en su interior el deseo de reconciliarse con ella y volver a estar juntos.

          La escena de su reencuentro es extraordinaria, porque, en parte como publicidad, en parte como extravagancia de un personaje que se crea a sí mismo, con un vestuario fastuoso de aristócrata europeo decadente, Gabbo va a cenar a un restaurante, acompañado por su mascota, que ocupa su propio asiento y con quien dialoga sobre el menú  y otras cosas para deleite de los comensales. Hacia el final, Gabbo descubre la presencia de su antigua enamorada y despreciada y le hace llegar una nota para invitarla a su mesa, a tiempo que pide a la orquesta que interprete I’m in love with you, una de las canciones que ella interpreta en el espectáculo. A partir de ese momento, la historia alterna los intentos de recuperarla de Gabbo y los números musicales, con alguno tan original como el de la araña y la mosca, digno de un musical de fuste. A menudo, Las grandes masas de bailarines recuerdan los números tradicionales a partir de los cuales Busby Berkeley innovo el género de un modo casi revolucionario.

          Ha de recordarse, para explicar el éxito arrollador del ventrílocuo, que su «especialidad» consiste en hablar y cantar mientras fuma, bebe o come, lo que despierta la total admiración de sus espectadores. El final de la historia aún permite unas secuencias magníficas, para redondear la verdadera historia: la de la duplicidad de personalidades del ventrílocuo, en las que Stroheim brilla con esa luz propia en la interpretación que lo llevaría, años más tarde, a hacer un papel con el que este tiene algunos puntos de contacto: El gran Flamarion, de Anthony Mann y, posteriormente, el gran clásico de Billy Wilder, El crepúsculo de los dioses. De todos modos, Stroheim ya había dado la talla de actor en su extraordinaria Esposas frívolas.

          La caravana de Oregón es un western de los que podríamos llamar, por su aliento épico, «fundacionales», y en su momento fue contemplado como una obra a la altura de El nacimiento de una nación, de Griffith. No me parece que llegue a tanto, pero sí es cierto que la narración reúne todos los elementos de los que luego «tirarán» muchos cineastas.

          La historia narra la peregrinación a Oregón de los colonos a los que se les ha garantizado tierras que cultivar, y de ahí la apología del arado, una herramienta vista desde dos perspectivas muy distintas, porque mientras los colonos lo ven como arma de construcción de la nación, los indios lo ven como herramienta maligna que acabará con las praderas donde pastan los búfalos, privándoles de sus medios de subsistencia. Dos motivos dinámicos de importancia serán la historia de amor entre la hija del organizador de la caravana y el conductor, aunque hay otro pretendiente por medio, dispuesto a impedirlo con buenas o malas artes. La vida de la caravana recoge, casi en modo documental, escenas que veremos, posteriormente, en multitud de películas: el espectacular paso del río, la caza de los búfalos, la nieve y, por supuesto, el ataque de los indios, absolutamente espectacular, no solo por la contienda en sí, sino porque la novia que iba a casarse con el rival tramposo se entera de que la fama que arrastraba el conductor de haber robado y haber sido expulsado del ejército ha resultado ser falsa, algo de lo que se entera a través de un trampero y rastreador que, casado con dos mujeres indias, protagoniza unas secuencias antológicas con el compañero del guía de la caravana; esa novia, dispuesta ya para el enlace, recibe la primera flecha india que desencadena el ataque contra el círculo de caravanas, en apuros para rechazarlo hasta que un niño logra cruzar, en afortunada elipsis,  las líneas enemigas y vuelve con los refuerzos del guía, porque la caravana se había partido en dos: los que seguían camino de Oregón y los que, codiciosos, por las noticias del descubrimiento de oro, siguieron camino hacia California.

          He visto una copia coloreada, pero en modo alguno «estropea» el original. Imagino, además, que será una copia restaurada, porque la nitidez de la imagen sorprende. Ello potencia los numerosos planos panorámicos de estupenda factura que rezuman ese aire de gran película épica en la que no hay interpretación que desmerezca, y la historia consigue mantener atento al espectador desde el comienzo hasta el final, porque la narración del triángulo amoroso, salpicada por otras narraciones paralelas que acaban convergiendo, como la del rastreador que ha de emborracharse para recordar exactamente el mensaje que había de cambiar el rumbo de las vidas de los protagonistas, nos atrapa plenamente. La película se rueda un año antes de El caballo de hierro, de Ford y ha de reconocerse que, si competir con Ford es casi imposible, al menos no lo desmerece, sobre todo por esos destellos de humor, como el de la competición de tiro entre amigos borrachos, que salpimenta el relato principal.

          Ya sé que el cine en blanco y negro y, además, mudo no suele «enganchar» a las jóvenes audiencias, pero en este caso el coloreado puede ayudar a vencer un obstáculo; el otro ha de salvarlo la apreciación del poder de las imágenes, aunque los códigos del cine mudo, con abundantes primeros planos llenos de muecas expresivas ayuda a entender perfectamente las pasiones que se «cocinan» en la historia. Queda formulada la invitación a disfrutar del salvaje oeste y de la aventura de los colonos que chocaron con los propietarios de aquellas enormes extensiones de territorio, ¡tan codiciado por quienes, tras conquistarlos, se enfrentarían en mil y un westerns: agricultores y ganaderos!, pero eso ya son otras historias…

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