jueves, 12 de septiembre de 2024

«Decálogo, 9. No desearás a la mujer de tu prójimo», de Krzysztof Kieślowski.

El demonio perverso y sombrío de los celos en un caso de impotencia biológica sobrevenida.

 

Título original: Dekalog, dziewiec.

Año: 1990

Duración: 55 min.

País: Polonia

Dirección: Krzysztof Kieślowski

Guion: Krzysztof Kieślowski, Krzysztof Piesiewicz

Reparto: Ewa Blaszczyk; Piotr Machalica; Artur Barcis; Jan Jankowski; Jolanta Pietek-Górecka; Katarzyna Piwowarczyk; Jerzy Trela.

Música: Zbigniew Preisner

Fotografía: Piotr Sobocinski.

 

          Nos movemos en el ámbito de la ciencia que, más allá de la crisis entre ella y la superstición religiosa, dicta una sombría pena de muerte sexual sobre un hombre joven contra cuya impotencia biológica nada pueden los avances científicos. Se trata, además, de un cirujano, que sabe de buena tinta lo que se puede y, sobre todo, lo que no se puede hacer para restaurarle una potencia sexual que ha desaparecido por completo. La deriva de su vida conyugal no es difícil imaginarla, porque incluso el protagonista  le dice a su mujer que habrá de buscarse a alguien con quien satisfacerse sexualmente. Y como por arte de birlibirloque, apenas se lo ha propuesto, aparece ese juguetón, perverso y sombrío, de los celos que acabarán atormentándolo. El generoso y franco ofrecimiento del marido obtiene el rechazo enérgico de su mujer: «El amor no está entre las piernas», le responde con firmeza, pero inmediatamente después sabemos que la mujer, antes de oír la revelación biológica de su marido, «ya» tiene un amante, un científico joven y entusiasta que, para su mal, no solo disfruta sexualmente con la mujer, sino que se ha enamorado de ella y le pide que se divorcie del impotente que no puede satisfacerla.

          La perspectiva de una vida sin sexo y con una mujer tras la que se les van a los hombres los ojos, y a uno bastante más que la mirada, se tiñe de una tristeza profunda que marca la vida del protagonista, quien, poco a poco, se va dejando ganar por la ideación de que su mujer lo engaña, y hasta se deja entrever, fugazmente, que él le ha sido infiel a ella, a juzgar por cómo rehúye el contacto con  una vecina cuando esta había hecho ademán de ir a establecer contacto personal con él. La celotipia es una obsesión que no entiende de sexos y ambos la padecen por igual. Está cerca de la paranoia y cae de lleno en la neurosis obsesiva, que es lo que vemos que desarrolla el personaje. Toda su vida gira, desde el nacimiento de la sospecha, alrededor de la necesidad de confirmar, de visu  e in situ, si ello es posible, la infidelidad de su mujer. La realización plasma la enfermedad del cirujano  con los primeros planos de él y el seguimiento, casi pegajoso, físicamente, de sus maniobras para confirmar la sospecha, lo que le lleva incluso a intervenir el teléfono para pillarla in fraganti.

          Como el piso de la madre está vacío, ella le pide que recoja un paraguas y una prenda de vestir para la madre, y es allí donde descubre un poderoso indicio de la traición: una graciosa postal del papa Wojtyla con los dedos cerrados sobre los ojos como si fueran prismáticos y una declaración de amor. Y allí será, aunque desde la escalera, cuando confirmará las citas sexuales de su mujer. En la medida en que la mujer comienza a sospechar por el desánimo general de su marido. quien ya conoce su infidelidad, decide romper con su amante y plantear a su marido un proyecto de vida en común que los una: convertirse en padres adoptivos. Antes de ello ha tenido lugar una escena en la que el protagonista se ha escondido en la casa para aumentar sus certezas, si bien con lo que se encuentra es con la última cita de ella, quien le dice, y suena a sarcasmo, que su marido no sabe lo de ellos y que nunca ha de saberlo…

          La historia tiene una acción paralela en la historia de una joven que duda de si operarse o no para poder liberarse del freno que imposibilita que se desarrolle como cantante de ópera, destino para el que la ha educado su madre, si bien ella no siente esa necesidad de «triunfar», y su máxima aspiración es enamorarse y formar una familia. Cuando el cirujano le oye tararear una melodía del músico Van den Budenmayer, queda tan hechizado que no tarda en adquirir un disco del compositor holandés del siglo XVIII, y se convence de que la joven ha de operarse, aunque la decisión solo puede ser suya. Una vez que ha decidido hacerlo, la joven maldice al cirujano, porque dice que le ha inoculado el afán de cantar ante grandes audiencias y conseguir la fama, desvirtuando la vida sencilla y apacible que a ella le hubiese gustado llevar, porque el triunfo exige sacrificios excesivos, se mire como se mire.

          También en este mandamiento aparece el testigo silencioso, ese que solo sonrió ante la explosión de júbilo del joven mirón en el sexto mandamiento. Ahora lo hace montado en bicicleta y se cruzará varias veces con el protagonista, amante del ciclismo, aunque en la película, y tan amigo como es Kieślowski de la simbología, las tomas nos muestran desde detrás el pedaleo del ciclista pegadísimo al sillín, como si esa presión fuera la responsable de la impotencia del cirujano. Más explícita y escasamente imaginativa es la metáfora del conductor que le pide al protagonista que le ayude a meter el pitorro fálico del recipiente con el que va a llenar el depósito de gasolina desde una lata auxiliar; pero, bueno, más tristemente explícito es el folleteo que orquesta Shostakóvich en Lady Macbeth de Mtsensk, y nadie se rasga las vestiduras.

No entraré en el terreno del desenlace, porque el director ha guardado para él una solución ingeniosa, pero si adelanto que ese compositor holandés es un juego de ficción urdido entre el director y el músico, quienes llevaron la broma incluso a su trilogía de los colores de la bandera francesa, en las que le atribuyen algunas composiciones, alejadas del estilo habitual de Preisner, lo que confería mayor verosimilitud a la invención.

 

         

No hay comentarios:

Publicar un comentario