Una joya del
humor negro, una comedia como pocas en nuestro panorama fílmico.
Título original: La mesita
del comedor
Año: 2022
Duración: 88 min.
País: España
Dirección: Caye Casas
Guion; Caye Casas, Cristina
Borobia
Reparto: David Pareja; Estefanía
de los Santos; Josep Maria Riera; Claudia Riera; Eduardo Antuña; Itziar Castro;
Gala Flores; Cristina Dilla; Paco Benjumea; Clàudia Font; Emilio Gavira.
Música: Esther Méndez
Fotografía: Alberto Morago.
Es injusto que
parte de la notoriedad de esta película provenga de la «recomendación» del
novelista Stephen King, quien, a buen seguro, habrá contribuido a que muchos
prestemos atención a una película que, sin ella, quizás nos hubiera pasado
desapercibida como una más de un género que tiene sus incondicionales y sus
eventuales. A mí me movió la curiosidad de que la película hubiera llegado a
conocimiento de King y me dije que le echaría un vistazo para ver si merecía la
pena acabar de verla o no. Si estoy aquí, al mando de esta crítica, ya se puede
deducir que me quedé enganchado a la pantalla para seguir la terrible mínima
acción de una historia cuyos valores van bastante más allá del suceso
truculentísimo alrededor del cual gira. Es probable que a muchos ese incidente
se les haya indigestado, y no me extraña, porque en cuanto en el horror se ceba
en los niños, en este caso en un bebé, a todos se nos abren las carnes. Eso sí,
quienes venimos de la afición a los romances truculentos en los que no es algo
infrecuente que los niños que delatan los adulterios de las madres les sean
servidos a los padres en forma de asado para la cena, tomamos el hecho narrativo
como lo que es y nos fijamos en otros aspectos de mucho relieve, porque la
decidida voluntad costumbrista de la película, que la inscribe en una tendencia
que ha dado verdaderas joyas en nuestro cine español, nos regala una película
llena de detalles, en la puesta en escena, impagables, así como con unas
interpretaciones naturalistas que bordean la perfección.
Muy buenas
películas hay que se construyen sobre una anécdota mínima. En este caso, la
compra de una mesita de comedor que es capricho del padre de familia, a pesar
de que el vendedor reconoce al final que es un pegote considerable, pero que,
con todo, es un mueble que «les cambiará la vida». El matrimonio no se lleva especialmente
bien, pero tampoco están a matar. Las maneras secas y despegadas del trato nos
meten de lleno en un universo de zafiedad y mal gusto que se va a ir extendiendo a cuanto los
rodea: cuadros, muebles, objetos de decoración, menú de la cena a la que han
invitado al hermano de él y su mujer. Que el niño se llame Cayetano, dicho con
especial orgullo por la madre, que mantiene la línea paternal del nombre, algo
muy frecuente en ciertas familias, como el propio director, ha de incluirse en
esa suerte de juego humorístico macabro en el que el director parece ajustar
cuentas consigo mismo, quien suspende el «tano» en su nombre artístico. El hombre,
mientras su mujer va al súper para comprar para la cena, deja al marido con el
niño, mientras este está montando la mesita del comedor, a la que, por cierto,
le falta un tornillo que estabiliza el cristal «irrompible» que la cubre. No
adelanto el cómo, pero, tras los insufribles llantos del niño, que no ceden a
pesar de los arrullos paternos, sucede lo que sucede, y ya se me entiende: el cristal de la mesa ha saltado
hecho pedazos y el hombre está absolutamente ensangrentado, mientras que la
criatura…
Antes del
suceso, hemos tenido la oportunidad de asistir a un diálogo entre la vecinita
del piso superior, que bebe los vientos por el padre de Cayetano, y a quien
intenta hacer chantaje emocional, y, en el súper, otro entre la madre de
Cayetano y una vecina recién separada de su marido, un dúo extraordinario entre
Estefanía de los Santos e Itziar Castro, rebosante de mediocridad popular y
expresividad emocional bastardeada por los media. No se esconde en ningún
momento el retrato de cierta sensibilidad popular que parece un homenaje
directo a lo cutre, y que entronca con el cine de otros directores recientes
como Álex de la Iglesia, el propio Almodóvar y, algo más lejos, con el de José
Luis Cuerda, en cuya secuela de Amanece que no es poco también actúa Estefanía
de los Santos: Tiempo después.
La acción
dramática, como suele suceder en estos casos, va a ir adquiriendo un ritmo creciente
que nos llevará a un desenlace explosivo en el que no falta detalle ni
escabroso ni popular, y que constituye una suerte de liberación de la tensión
en que hemos vivido durante toda la película, porque mantener la «normalidad»
de una reunión familiar con el cadáver del hijo dos puertas más allá no es
precisamente fácil de conseguir, máxime si el hermano y la cuñada van a darles
la noticia de su embarazo…
El seguimiento
de todo cuanto acontece tras el terrible «suceso» apenas sale del interior del
piso, pero la realización en modo alguno permite que sintamos el
constreñimiento del espacio como una merma de aire narrativo; antes al contrario,
nos vamos sintiendo cada vez más cómodos en esos espacios pobremente iluminados
en los que los personajes van a experimentar lo insoportable, lo insufrible, lo
indecible…
Si algo ha de
agradecérsele a Caye Casas es que no abandone el tono de comedia negrísima e
irreverente en ningún momento, que siempre encuentre el plano adecuado, sea de
la puesta en escena, sea por la intervención de la vecina o por la de su perro,
para que no nos perdamos en unas emociones cuyo dramatismo, por otro lado, está
perfectamente expresado por los personajes, aunque sea a través del silencio y
en el desencajamiento de los rostros, todo un acierto de realización. El
epílogo, además, refuerza esta línea interpretativa mía, me parece.
Aviso a los
timoratos y a quienes, como algún amigo mío, se desmayan por la contemplación de
la sangre, para que pasen de verla; animo, sin embargo, a los amantes del humor
macabro a que pasen un rato excelente con un guion inteligente y unas
interpretaciones de mucha altura, no infrecuentes entre nuestros actores y
actrices, eso también es verdad. Mi más rendida admiración hacia el trabajo de
Estefanía de los Santos, un prodigio de recreación de una mentalidad y unas
maneras expresivas que imagino muy lejanas de las suyas propias.
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