jueves, 12 de septiembre de 2024

«Decálogo, 8. No mentirás», de Krzysztof Kieślowski.

 

El peso del pasado en situación bélica: la horquilla estrechísima del dilema ético: un episodio de la persecución de los judíos en la Polonia ocupada.

 

 

Título original: Dekalog, osiem.

Año; 1990

Duración: 55 min.

País: Polonia.

Dirección: Krzysztof Kieślowski

Guion: Krzysztof Kieślowski, Krzysztof Piesiewicz

Reparto: Maria Koscialkowska; Teresa Marczewska; Artur Barcis; Tadeusz Lomnicki: Bronislaw Pawlik; Ewa Skibinska; Marian Opania; Marek Kepinski; Krzysztof Rojek.

Música: Zbigniew Preisner

Fotografía: Andrzej Jaroszewicz.

 

          Poco a poco, Kiéslowski va pasando revista no solo a la sociedad polaca actual, simbolizada en las historias vagamente entretejidas que transcurren en esos bloques sovietizantes en los que se borran las diferencias de clase, pero subsisten los «universales» de la condición humana, sino también a su particular memoria histórica desde la Segunda
Guerra Mundial, como país doblemente ocupado, primero por los nazis, lo que desencadenó dicha guerra, y, posteriormente, por los soviéticos a través del partido comunista polaco, bendecido por la URSS en su avance hacia Alemania para derrotar a Hitler.

Tomando como referencia, la historia narrada en el segundo capítulo del Decálogo, la de la mujer embarazada que va a tener un hijo de su amante y quiere saber si su marido, en estado de coma, va a morir o no, para tomar una decisión sobre ese embarazo, la historia del capítulo sobre la mentira se centra en una profesora de ética en la universidad, a quien visita su traductora usamericana, de origen polaco, y en cuya clase entra para oír, en boca de una alumna, la historia referida y para, a continuación, exponer ella otro caso, el suyo propio, que tiene a la profesora como principal protagonista, junto con su marido. De hecho, la película se inicia con la imagen parcial de un hombre que lleva de la mano a una niña judía para buscarle un escondite en aquellos tiempos oscuros de la persecución contra los judíos, considerados «raza inferior» por el nazismo, haciéndose eco, de paso, del temor irracional que buena parte de Europa ha sentido siempre hacia ellos, desde los Urales hasta el Atlántico.

Entre una y otra historia, el personaje anónimo que actúa no se sabe en calidad de qué, acaso de testigo, aparece en la clase como un estudiante o un oyente más. Al salir de la clase, la profesora le comenta que los protagonistas del caso expuesto por la alumna viven en el mismo edificio que ella, pero esa revelación, aun sorprendiéndola, no la desvía de su objetivo: interperlar a la mujer por las razones de su negativa a acogerla en su casa y librarla de un más que seguro terrible destino, en su condición de judía. La traductora quiere, además, ampliar el círculo de las personas que intervinieron en aquel hecho y que aún estén vivas, y con ese fin se acerca al edificio donde fue llevada, a unos pisos enormes donde, como resto de la solución que se le dio al problema de la vivienda, vivían ahora cinco familias, pero ninguna capaz de responder ante ella sobre aquel suceso.

Este capítulo del Decálogo está planteado como un «caso académico», y aunque las protagonistas intercambian sus experiencias y sus sentimientos, el asunto se acaba enfocando desde la frialdad de un suceso que, al menos en la profesora, no dejó tanta huella como otros que vivió. De hecho,  la respuesta a los interrogantes existenciales de la mujer usamericana puede decirse, como así lo dice la profesora, es banal: les habían avisado previamente de que se podía tratar de una trampa para que la Gestapo llegara hasta las células de la resistencia y acabar con ellos. Incluso la familia que les propuso el amparo de la niña estuvo al borde de ser «ajusticiada» como colaboracionistas. De ahí se deriva que quien la llevó de la mano aquella noche se niegue a hablar del pasado, de la guerra y aun del presente, aunque ya se haya iniciado el proceso para volver a la democracia en el país.

Éticamente, y más allá de otras consideraciones, el juicio último de la profesora de ética, en el caso de la mujer de su mismo edificio embarazada por el amante, fue que «el niño vivía» y esa es, respecto de su invitada, su misma conclusión: vive, no murió en aquella noche tenebrosa de la locura nazi.

Las películas del Decálogo tienen, cada una de ellas, un director de fotografía diferente, lo que no impide que todas ellas tengan rasgos comunes, sobre todo por lo que hace a la oscuridad dominante en casi todos los capítulos: contrastes de claroscuros muy marcados. En este capítulo, hay dos novedades, una el parque exuberantemente verde por el que corre la profesora, y, otra, la noche en que la profesora pierde de vista a su invitada y  recorre el barrio y la escalera donde fue llevada aquella noche. Ahí se advierten ecos cinematográficos claros de El tercer hombre, de Carol Reed.

La relación entre ambas mujeres no es estática, porque la presencia de la traductora y la revelación de que ella fue la niña «rechazada» suponen una suerte de redención de la profesora. A pesar de que tiene un extravagante encuentro en el parque con un contorsionista que quiere aparecer en televisión y cuyo consejo para practicar su técnica la puede llevar a hacer lo mismo, este le acaba revelando que quizás ya sea muy tarde para ella, tan mayor y tan rígida; pero, sin embargo, hay un sutil cambio de atuendo y de peinado en la mujer, al contacto con la usamericana, que parece inundarla de paz y de resignación ante la dura realidad de que su único hijo, por ejemplo, huya de ella y no quiera saber nada de su vida, algo que venimos de ver en el episodio anterior a este.

¡Qué microcosmos tan apasionante, el de este Decálogo que nos disecciona la sociedad y la historia polacas sin complacencia ninguna!

 

 

         

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