La belleza de la puesta en escena
de estudio y el bien hacer de Boris Karloff en una película de factura clásica:
Horror en el cuarto negro o las
atávicas profecías de los linajes malditos.
Título original: The Black
Room
Año: 1935
Duración: 70 min.
País: Estados Unidos
Director: Roy William Neill
Guion: Henry Myers, Arthur
Strawn (Historia: Arthur Strawn)
Música: R.H. Bassett, Milan Roder, Louis Silvers
Fotografía: Allen G. Siegler (B&W)
Reparto: Boris Karloff, Marian Marsh,
Robert Allen, Thurston Hall, Katherine DeMille, John Buckler, Henry Kolker,
Colin Tapley, Torben Meyer.
A los amantes del género gótico, o llanamente de terror
sin casquería, nos llega el aroma de la madera y la textura del cartón piedra de
los estilizados decorados trabajosamente levantados en el estudio para historias
de las que todo lo sabemos y seguimos, sin embargo, la peripecia de los
protagonistas con el corazón en un puño, porque los obstáculos a la verdad
siempre parecen más poderosos que la propia verdad languideciente hasta que… La
presencia de Boris Karloff, como la de Lon Chaney, con la película del cual, Maldad encubierta, dirigida por Tod Browning y ya criticada en este Ojo,
guarda alguna similitud, o Bela Lugosi significa siempre una garantía de que la
historia en la que los divos del terror se embarcan tendrá los niveles de
calidad que su fama exigía, y la verdad es que nunca defraudan. En esta
ocasión, un noble ya mayor ha tenido descendencia en forma de mellizos, el
menor de los cuales, además, ha sido alumbrado con un brazo paralitico. Ambos
hermanos viven, desde que nacen, bajo los auspicios de la terrible maldición
que aqueja a la casa noble: que el hijo pequeño acabará con la dinastía
asesinando a mayor. Desdoblado en dos hermanos antitéticos, el primogénito que
ostenta el título de barón es un déspota criminal que abusa y se deshace por la
vía expeditiva de las mujeres de su territorio, y el hermano lisiado es una
bellísima persona, culta, educada y cordial que se granjea el respeto de los
demás sin apenas esfuerzo, frente al odio que despierta el hermano mayor. Como
es de esperar, el barón, que comete sus fechorías en un cuarto negro porque las
paredes son de ónix negro, donde hay un pozo al que va arrojando los cadáveres
de sus víctimas, no tardan en concebir un plan que le permitirá, camuflado,
seguir viviendo, porque sus gobernados, enfurecidos, pretenden acabar con él:
propone dimitir, cederle el título de barón a su hermano y él desaparecer para
siempre y rehacer su vida en otro país. Lo aceptan, pero ignoran que el plan
pasa por deshacerse del lisiado y ocupar su lugar, al ser gemelos idénticos. Y
entonces comienza un acoso al coronel de su milicia para casarse con su hija,
pretendida por un joven y apuesto capitán. La complicación de la trama pasa por
hacer al capitán responsable de la muerte del coronel, quien ha descubierto, a
través de un espejo, cómo el barón asesino se delata al “activar” el brazo
lisiado con el que firmar el contrato de boda que le ofrece el coronel, lo que
acaba significando que ha de cargarse un testigo que los sería de cargo contra
él por el asesinato de su hermano. Se advierte, pues, que el juego del doble
está perfectamente llevado, y progresa todo él hasta una ceremonia de boda que
supone la alegría de todo el pueblo, un día de fiesta mayor, que se tuerce
cuando el cura dice las palabras de rigor: si
alguien sabe de algún impedimento para celebrar esta unión, que hable ahora o
calle para siempre. Y ahí lo dejo, porque el desenlace enérgico, dinámico,
incluso vibrante, es de esos que hacen al público ingenuo estallar en un
aplauso liberador. La película tiene algo de expresionista por el uso continuo
del claroscuro en justa consonancia con el carácter sombrío, pendenciero y
criminal del aristócrata que quiere impedir a toda costa que se cumpla la
profecía bajo cuyo temor ha vivido siempre la familia. La puesta en escena es
muy meritoria, a medio camino entre los Estudio 1 de nuestra veja TVE y los
decorados efectistas de las viejas aldeas centroeuropeas del mejor cine alemán
de los 30. Y quien ha montado con todo ello una narración que no decae en
ningún momento y que sigue una línea ascendente de interés y misterio por los
destinos de los protagonistas es un director desconocido hoy, Roy William
Neill, pero de quien nadie ha dejado de ver alguna de las películas dedicadas a
Sherlock Holmes con la interpretación paradigmática de Basil Rathbone y Nigel
Bruce, y de quien nadie debería dejar de ver una reconocida joya del cine negro
como es Ángel negro. He aquí, pues,
una clásica película de “doble sesión” de las que vi miles en mi adolescencia y
de las que guardo un recuerdo que el paso del tiempo no ha desmejorado en
absoluto, a juzgar, al menos, por lo visto en este Horror en el cuarto negro.
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