Aldrich, el gran explorador de la maldad humana: Canción de cuna para un cadáver o la
segunda entrega de la trilogía tenebrosa que forma con ¿Qué fue de Baby Jane? Y El
asesinato de la hermana George.
Título original: Hush... Hush,
Sweet Charlotte
Año: 1964
Duración: 133 min.
País: Estados Unidos
Director:: Robert Aldrich
Guion: Lukas Heller, Henry
Farrell
Música: Frank DeVol
Fotografía: Joseph Biroc (B&W)
Reparto: Bette Davis, Olivia de Havilland, Joseph Cotten, Agnes Moorehead, Cecil Kellaway, Victor Buono, Mary Astor,
George Kennedy, William
Campbell, William Marshall, Bruce Dern.
Si algo comparten las
tres películas de Aldrich que relaciono en el título de esta crítica es
una marcada agorafobia, porque las tres
transcurren, básicamente, en interiores opresivos y con personajes trastornados
por una u otra razón. Cada una de ellas tiene un rasgo distintivo, pero en las
tres las interpretaciones son sobresaliente y a la altura de unas historias
retorcidas en las que el espectador va entrando poco a poco, recibiendo la
información a través de una sabia dosificación, lo que permite crear varias
vueltas de tuerca que acaban descolocando a los intuitivos y confirmando a los
pacientes escarmentados en la lectura de maestros del género del suspense como
Simenon o Christie. En la presente, Aldrich iba a repetir el reparto que tan
bien le funcionó en la primera, en ¿Qué
fue de Baby Jane?, pero una enfermedad sospechosa de Joan Crawford, algo
disconforme con la relevancia de su papel frente al de la Davies, hizo que
fuera reemplazada por Olivia de Havilland, con quien tuvieron que volver a
rodar no pocas escenas que ya habían rodado con Crawford. La historia y el
guion son del mismo autor que la primera y la estructura de la película, con un
prólogo ambientado en la juventud de las intérpretes reproduce, simplificado,
los dos de la primera antes de entrar en el presente, del 62, la primera, del
64 la segunda. Se trata de una historia del Sur que transcurre en una mansión
en la que el padre se entrevista con el amante de su hija para obligarle a
suspender un proyectado matrimonio, puesto que se trata de un hombre ya casado.
El amante es asesinado con un machete y la novia irrumpe en el baile con el
vestido lleno de sangre. El presente nos
habla de una anciana que ha de ser desahuciada del caserón donde ha vivido toda
su vida, sin apenas salir de él, acompañado por una criada en la que Agnes
Moorehead destaca , con mucho, incluso respecto a las dos divas, la novia y una
prima suya que se presenta en casa para ayudar a su enloquecida prima a no
perder la casa. Lo mismo ocurre con el doctor, amigo de la familia, e insinuado
exgalán de la prima, que cuida de la anciana, un Joseph Cotten en un papel
inusual que borda con una naturalidad sureña asombrosa, también muy por encima
de las dos divas, quienes, con todo, mantienen el suspense de la historia en
todo momento con gran convicción. Es extraño hacer una crítica de una película
en la que poco se puede avanzar de la historia, si lo que se quiere es no
arruinarle al espectador las sorpresas que la trama le depara. Vayamos, en todo
caso, al aspecto artístico de la realización. En blanco y negro, como la anterior
-solo la última de la trilogía será en color-, estuvo nominada al Oscar por la
mejor fotografía, del mismo modo que la Davies para la mejor actriz, aunque se
lo llevó, bien llevado, Anne Bancroft
por El milagro de Ana Sullivan. La
nominación por la fotografía ya fa a entender que el mundo tenebroso de la
locura de la novia tiene una traducción en el claroscuro casi expresionista con
que está rodada la casa y no pocas escenas en las que la distorsión de las
luces contribuyen a la creación de un pathos que acongoja a los espectadores
desde el mismísimo inicio, cuando una banda de niños se acerca a la casa y
empuja al más tímido de ellos a que entre en la mansión, curiosamente, se trata
del niño que interpreta en Matar a un ruiseñor, al niño Truman Capote, compañero
de juegos de la autora de la película, y le toca hacer un papel en parte
semejante. El niño entra a una habitación vacía, se pasea por ella, ve una
caja, la abre, suena la música y del sillón que estaba de espaldas, se alza
como con un resorte la figura espectral de Bette Davies. El susto del niño es
el escalofrío del espectador. A partir de ese momento, ya sabemos con qué
cartas va a jugar el director y nos creemos a salvo, pero la película tiene
muchas balas en la recámara del interés y van apareciendo poco a poco,
manteniéndonos en una tensión constante, a pesar de la duración del film. La
música que se escucha es la de una canción compuesta para la anciana por su
prometido y que da título a la película en versión original: Hush... Hush, Sweet Charlotte,
que sustituyo, por imposición de la Davies, al demasiado explícito de ¿Qué fue de la prima Charlotte? con el
que se le presentó el guion. El resto de la banda sonora es parte destacada de
la película, siguiendo una pauta que ya marcara Hitchcock en Psicosis, claro. El repertorio de planos que usa Aldrich para
narrar una historia tan reconcentrada y con tan pocos ingredientes, que
recuerdan al uso extraordinario que hará años más tarde Manckiewicz de un
espacio y dos personajes en La huella,
viene servido por los dos espacios de la casa, tan determinantes, incluso, en
el desarrollo de la trama. Los planos cenitales, junto con los contrapicados y los
primerísimos planos dotan a la película de una variedad que nos permite
movernos por el espacio con una fluidez que parece chocar con el estatismo
propio del progreso estrictamente psicológico del conflicto entre las primas. Ni
que decir tengo que la cámara de Aldrich logra embaucar al espectador y este se
deja llevar derecho a las muchas trampas que le tiende la historia para
agradecer salir con bien de ellas y reconfortado con la justicia poética que al
final prevalece. Aldrich es mucho Aldrich, y su versatilidad -Doce del patíbulo fue, quizás, su gran
éxito mundial- no puede apartarle del
lugar de honor que merece entre los directores por obras como las de esta
trilogía del desvarío y la maldad.
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