Un año después de la ópera prima
de Manuel Mur Oti, Un hombre va por el camino,
Miguel Mihura le plagia el personaje en Mi
adorado Juan, de Jerónimo Mihura.
Título original: Mi adorado Juan
Año: 1950
Duración: 115 min.
País: España
Director: Jerónimo Mihura
Guion: Miguel Mihura
Música: Ramón Ferrés
Fotografía: Jules Kruger (B&W)
Reparto: Conchita Montes,
Conrado San Martín, Alberto
Romea, Rafael Navarro, Juan de
Landa, José Isbert, Julia Lajos.
Dos líneas, eso es lo
que, sin más, le dedica la Wikipedia al director Jerónimo Mihura, hermano del
dramaturgo Miguel Mihura, un clásico de la escena española no solo por su obra
surrealista Tres sombreros de copa,
sino por una producción humorística que le consagró como autor indiscutible del
teatro de posguerra. A pesar de que algunas obras suyas se llevaron al cine, como
Maribel y la extraña familia, de José María Forqué, Mihura escribió dos guiones
originales para el cine, el de La calle
sin sol, magnífica película dirigida por Rafael Gil, y este de Mi adorado
Juan que, curiosamente, luego rehízo como obra teatral que estrenó seis años
después. Es proverbial la fama de perezoso de don Miguel, y de ahí, probablemente,
que, a falta de mejor inspiración y con necesidades que cubrir, decidiera
adaptar al teatro una historia que tan buen resultado había dado en el cine. Mi
sorpresa, que se ha consumado sobre todo al advertir que Javier Ocaña nada ha
dicho al respecto en la presentación de la película, es que el personaje
central de la historia es un calco fiel, es decir, un plagio de tomo y
celuloide, del protagonista de la ópera prima de Manuel Mur Oti, Un hombre va por el camino, una excelente
película del atrabiliario Mur Oti, autor sobresaliente de obras ya vistas en la
Historia del Cine Español, de La 2, como Condenados
u Orgullo. En ambos casos, el
protagonista es un hombre que representa al vagabundo feliz, tan popularizado
por Mingote en su obra gráfica, y antes por los humoristas de La Codorniz, en
la que Mihura colaboraba, un ser que vie alegremente, despreocupado del mañana
y dedicado a vivir con intensidad el tiempo presente, el aquí y ahora, tan de
moda. Ninguno de los dos quiere ataduras de ningún tipo, ni sentimentales ni
laborales; viven de espaldas a la ambición, a la gloria, al trabajo…. Hasta
aquí pudiera pensarse que esas coincidencias son solo eso, coincidencias,
azares de imaginaciones que participan de una misma atmósfera intelectual.
Ahora bien, en ambos casos, y por imperiosa y dramática necesidad de las
circunstancias, ambos personajes han de revelar que son médicos y contribuir a
la cura de otro personaje de la historia. Para coincidencia ya son muchas,
parece. Pero resulta que ambos son cirujanos, que a ambos se les ha muerto un paciente
al que operaban y que, desde esa desgracia, han renunciado a la profesión para
ejercer la de cigarra cantora que vive al día, pendiente de no hacer sino aquello
que les apetece y de seguir el camino que el albur del capricho decida.
¿Coincidencias, aún? Es evidente que las tramas de ambas películas son lo
suficientemente distintas, ¡faltaría más!, como para no cometer tan burdo error
imperdonable del plagio al por menor, pero por lo dicho creo que es evidente la
existencia de un plagio hasta ahora no revelado. Añádase que la película de Mur
Oti fue un fracaso comercial, pasó sin gloria de público pero sí con la de la
crítica, y la de los hermanos Mihura fue un éxito de público, y menor de la
crítica, razón por la que, probablemente, pasó desapercibido lo que, a mi
entender, es un plagio evidente. Dicho lo que me parecía de obligado
cumplimiento, es evidente que la película de Mur Oti es bastante
mejor que la de los hermanos Mihura, pero esta, como comedia brilla a gran
altura, pues están presentes en ella los excelentes recursos cómicos que acreditaron
a Miguel como el dramaturgo clásico que es. La situación arranca como una
imitación de Eloísa está debajo de un
almendro, y el hecho de que la protagonista se llame Eloísa ha de
entenderse como un homenaje a quien Mihura siempre tuvo por su maestro;
homenaje que lleva incluso a la situación de partida, con un científico tan
famoso como extravagante que investiga cómo combatir el sueño para que las personas
no lo necesitemos y podamos tener una vida más activa y plena sin los efectos
negativos de la falta del descanso nocturno.
A partir de esa situación tan disparatada, no tarda en aparecer la
persona de Juan, a quien nadie desconoce porque es amigo de todo el mundo,
siempre dispuesto a hacer favores a los demás sin pedir nada a cambio, un ser
que vive casi de prestado, pero sin deber nada a nadie, que no tiene ambiciones
de prosperar y que, como dijimos al comienzo, representa algo así como lo que
el bandido representaba para los poetas románticos: un ser de excepción. En
este caso, sin embargo, y dada la adición al dolce far niente, propia del autor, el protagonista no aspira ni a
salir de las cuatro calles entre las que vive y deja vivir, aunque siempre
dispuesto a echar una mano a quien la necesite. La hija del profesor, que se
dedica a robar perros para los experimentos del padre, acaba enamorándose de
Juan, como mandan los cánones de las buenas historias y, a partir de ahí,
incluso con boda de por medio, la película tiene una magnífica progresión que
no suspende el interés por el desarrollo de la trama. Las interpretaciones son
fantásticas, con un Conrado San Martin que bien podría haber sustituido a James
Stewart en ¡Qué bello es vivir! y con
una Conchita Montes espléndida en los variados registros que interpreta y siempre
llena de una gracia apicarada, como cuando, y es un gag extraordinario que
lamento arruinar al espectador, el protagonista, al despedirse de ella, le da
su tarjeta con el teléfono donde le puede encontrar cuando ella quiera: “Espero
no tener que necesitarlo nunca” dice ella haciendo mutis, toda digna, para
empalmar con un plano en el que se la ve en la cama colgada del teléfono con
una rendida sonrisa, diciendo: “Lo que tú quieras, Juan”, en el curso de una
conversación que diríase de viejísimos amigos. Y están extraordinarios a pesar de que ambos han sido doblados, Montes por Elsa Fábregas y San Martín por Juan Manuel Soriano, aquellas cosas que se hacían entonces..., y aun después. Decía que la corte de
secundarios es de un nivel solo equiparable al de las películas de Berlanga:
Ahí están Pepe Isbert, Alberto Romea, el inolvidable hidalgo de Bienvenido Míster Marshall, entre otras
felices creaciones suyas o Julia Lajos, nuestra Margaret Dumont particular, José
Ramón Giner, en el criado Paulino, y, en definitiva, todos cuantos consiguen
que esa inverosimilitud poética que es toda la trama acabe teniendo un empaque
realista como si la vida solo pudiera ser exactamente como los personajes de la
película la viven, algo que, desde el punto de visto de la vida de barrio y las
buenas relaciones vecinales, bien merecería ser imitado, desde luego. La
película está tan llena de estupendos diálogos -marcas de la casa Mihura- como
de escenas sorprendentes, rodadas con una fluidez narrativa que rara vez
tropieza con un callejón sin salida. Incluso el desenlace de la película, con
su pizca de intriga que se tensa entre el desastre emocional y el triunfo del
bien, más el pertinente castigo de la ambición tramposa, deja un excelente
sabor de boca en el espectador.
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