Rareza suprema y rigor mortis
cinematográfico. Le Paltoquet o un insulso
oficio de difuntos.
Título original: Le Paltoquet
Año: 1986
Duración: 92 min.
País: Francia
Director: Michel Deville
Guion: Michel Deville (Novela: Franz-Rudolf Falk)
Música: Antonín Dvorák, Leos Janácek
Fotografía: André Diot
Reparto: Fanny Ardant, Daniel Auteuil, Richard Bohringer, Philippe Léotard, Jeanne Moreau, Michel Piccoli, Claude Piéplu, Jean Yanne,
Thuy An Luu.
Michel Deville es tan singular como prolífico, y los
desniveles en su obra, al menos las que yo he visto, son espectaculares. Desde La lectora, con la desbordante Miou-Miou,
hasta Las confesiones del Dr. Sachs,
psando por la ya ojeada aquí Dossier 51, todo cabe esperarse de
Deville y siempre es capaz de sorprender, pero he de confesar que Le Paltoquet
lleva la sorpresa hasta los límites del disparate. Se trata, a mi modesto
entender, de una obra fallida. Ambiciosa, pero marmórea, sepulcral y
profundamente aburrida que en ningún momento de su metraje, ni con el final que
intenta recomponerlo todo, seduce al espectador, antes al contrario, parece
dispuesto a echarlo cuanto antes de la sala, como si quisiera quedarse con los
cinco que sean capaces de convivir con los pocos que representan una inane
trama policíaca en un espacio cerrado, un bar habilitado en un barracón
industrial inmenso donde destaca una hamaca sobre la que “habita” la única
mujer del absurdo enredo policiaco como si fuera Pinito de Oro en su trapecio,
pero con menos glamour y con una sensualidad esquelética tirando más a
cadavérica que a seductora. Paltoquet, el nombre del camarero que sirve en el
fantasmagórico café, significa nulidad, y lo encarna un Michel Piccoli muy
metido en su papel, prácticamente el único, frente a unos pobres diablos que,
reunidos para una permanente partida de cartas, ni siquiera saben cómo han de “componer”
sus propios personajes, no hay “método” capaz de enfrentarse a la falta de
vida. La impresión del espectador es, además, esa: estamos en presencia de
espíritus que continúan, en otra dimensión, sus vidas insignificantes. Y el
espectador está dispuesto a aceptar cualquier variación paranormal que le
alegre el visionado. No hay tal. Antes al contrario, la presencia de un
comisario que investiga un crimen cometido por alguno de los participantes en
la partida, lejos de constituir un aliciente de la trama, no hace sino
remansarla con mayor intensidad en el tedio más profundo. No niego que la
puesta en escena es espectacular, tanto el destartalado café como los
interiores y una calle, todo ello de estudio, que aparecen, con una iluminación
y un color muy llamativos, casi una promesa de que la trama puede tener
derivaciones hacia complicaciones dignas de interés. No hay tal. Es un
espejismo. La investigación sigue su curso y van bailando los nombres en la
lista de los sospechosos, hasta llegar a un final que no es un final. Piccoli,
el paltoquet, lee, en el desvencijado mostrador, Le paltoquet, Jean Moureau, la dueña del bar, inmóvil en la otra
esquina de la barra, va subrayando algunas intervenciones con aire desdeñoso,
atareada en sus quehaceres de belleza, y, mientras, Fanny Ardant se empeña en
aparecer seductora, como una diosa de cámping en su hamaca blanca. Auteuil,
jovencísimo, destaca por el esfuerzo inmenso de intentar insuflar algo de vida
al absurdo representado con un aire de rito teatral propio de buzos en el fondo
del mar. En efecto, no se trata tanto de que todo transcurra “a cámara lenta”,
cuanto de que la cámara no se mueva en absoluto, salvo las excepciones de las
secuencias ajenas al café. Sí, claro, planos y contraplanos hay para dar y
tomar, y muchos planos generales que abarcan el gélido vacío del espacio de la
nave industrial reconvertida en café miserable, una suerte de pausada recreación
en la atmósfera plomiza que de ninguna de las maneras es capaz de atraer la
atención ¡ni siquiera de quienes como yo veo la película con un motivado
interés por ser el autor quien es! En fin, me abstengo de comentar el final “sorprendente”
por si alguien se arriesga a verla a pesar de este acto disuasorio, pero es
incapaz de redimir el sopor en que sume la contemplación de obra tan
extravagante como somnífera.
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