La historia secular del trepa y la
clase social como estigma en Un lugar en
la cumbre, de Jack Clayton.
Título original: Room at the
Top
Año: 1959
Duración: 115 min.
País: Reino Unido
Director: Jack Clayton
Guion: Neil Paterson (Novela:
John Braine)
Música: Mario Nascimbene
Fotografía: Freddie Francis (B&W)
Reparto: Simone Signoret, Laurence Harvey, Heather Sears, Hermione Baddeley, Donal Wolfit, Ambrosine Phillpotts, Donald Huston.
Ambientada en una ciudad imaginaria del norte de
Inglaterra, Warnley (en realidad las secuencias ciudadanas se rodaron en Halifax), el protagonista, Joe Lampton, un exprisionero
de guerra, llega a ella para incorporarse al ayuntamiento como contable. Un
compañero le encuentra una habitación y lo acompaña, primero a una obra teatral
en la que participan amigos suyos y, más tarde, incluso a los ensayos de un
grupo teatral en el que conoce a dos mujeres, una atractiva y madura francesa
casada e infeliz en su matrimonio, y una joven, hija del gran magnate de la
ciudad, a quien corteja un amigo rico, también exprisionero de guerra pero
condecorado por haberse evadido de la prisión, y que no tarda en marcar las
férreas líneas rojas que separan a los miembros de la clase superior de los de
la clase inferior, con quienes se puede tratar, pero en modo alguno
confraternizar. Desde el comienzo de la película, el protagonista advierte al
espectador de cuáles son sus objetivos: llegar a esa cumbre social cuyas
mansiones le muestra el colega del Ayuntamiento, señalando más allá del paisaje
urbano de barrios de clase obrera y fábricas inhóspitas; una declaración de
intencioneshecha al compañero de trabajo que lo acompaña a instalarse en la
habitación y que coincide con el plano en picado de una pareja de jóvenes
subidos a un descapotable. La tensión que se genera entre ambos militares no
impide que la jovencísima hija del magnate acabe prendándose del trepa recién
llegado, lo mismo que le pasa a la madura, y bellísima, actriz francesa, un
papel por el que Simone Signoret ganó merecidamente un Oscar. Todo está claro,
pues, desde el principio, y, desde entonces, no asistiremos sino a una partida
de ajedrez cuya finalidad no ignoramos, y de la que conocer el posible final no
nos impide degustar los movimientos previos. La película es el retrato de un
trepador con un fuerte complejo de inferioridad que está dispuesto a hacer lo
posible y lo imposible por salir de su clase social para escalar a los puestos
que él cree que merece y que, por ser quien es, le están reservados, aunque
tenga que conseguirlos a través de la seducción hipócrita, fingiendo un amor
que no siente y que acabará entrando en conflicto con el descubrimiento real
del verdadero amor “en brazos de la mujer madura”. Que haya un embarazo de la
joven por medio lo complica y lo allana todo, porque el padre acaba
reaccionando como cualquier padre de aquella época, que asegura la honorabilidad
del nacimiento a través de una boda que impida, en aquel entonces, algo tan infamante
como ser madre soltera. La obra es un estudio psicológico muy depurado del
protagonista, el exmilitar que quiere comerse el mundo, a pesar de no tener más
cualidad que su apostura y su atrevimiento, su osadía -el ridículo hecho en los
ensayos teatrales, cuando confunde brazier,
brasero, con brassier, sujetador, en
una escena de un obra policiaca, delata sus orígenes populares, de clase
trabajadora, de los que, frente a los demás, se muestra profundamente
orgulloso- y un innegable palmito que atrae la atención de ambas mujeres, la
hija del magnate y la actriz francesa que comparten escena en el teatro cuando
él va a ver al grupo aficionado, en preludio perfecto del enfrentamiento que,
sin embargo, no va a tener lugar abiertamente en la película, sino de forma
soterrada, como dos vías paralelas que, finalmente, se encuentran en la asunción
de la paternidad del hijo que espera la hija del magnate, Susan. El suicidio de
la actriz, cuyo marido se niega rotundamente a concederle el divorcio, acaba
cayendo sobre la conciencia del flamante marido de la joven millonaria, de ahí
que se cumpla a la perfección la maldición clásica: cuando los dioses quieren
perder a alguien, le conceden lo que más desea. La línea de conflicto social
que está presente a lo largo de toda la película, y magníficamente escenificada
en la entrevista del magnate y del trepa en el restaurante del club privado
conservador del primero, es paralela al retrato psicológico de un joven
ambicioso y sin particular talento que, sin embargo, está dispuesto,
finalmente, por amor, a renunciar a sus sueños de grandeza y prosperidad, de
ahí que esa muerte pese tanto sobre él y sea capaz de llevarnos a un final con
un equívoco tan magnífico como al que asistimos en el coche en el que se alejan
los novios hacia su luna de miel, hacia su penitencia de hiel. Las tres interpretaciones
del trío amoroso son excepcionales, así como las del resto del reparto, dentro
de esa exquisita escuela inglesa que tantísimos grandes actores han dado a la
cinematografía y, sobre todo, al teatro. La película, muy exitosa en su
momento, puede considerarse algo así como la primera muestra de la “Nueva ola”
de cine inglés que, en paralelo a la Nouvelle
Vague, va a llevar la vida de las calles y de los locales ciudadanos reales
al cine, con un afán de documentar un realismo crudo, sin almíbar, directo,
contundente, seco, sin escamotear los verdaderos conflictos que han existido
siempre en la sociedad, y en la inglesa en particular, como el rancio clasismo
aún vigente y que en tantísimas películas hemos podido ver. La película fluye
narrativamente con buen pulso y con magníficas escenas, como las reticencias de
Susan a entregarse sexualmente al protagonista o los magníficos primeros planos
y contraplanos de los dos amantes en las dos escenas en que, en tan corto
periodo de tiempo, rompen relaciones, sobre todo en la segunda, en la que
sobrecoge el derroche de emoción que nos transmiten ambos, cuando el
cumplimiento del deber -hacer frente a una paternidad acaso buscada para
coronar su ascenso a la cumbre- se interpone entre ellos. Como ya me ocurrió
con El ingenuo salvaje, de Lindsay
Anderson, otro eminente miembro de la New
Wave, con la que esta guarda algún parecido por el estudio psicológico de
ambos protagonistas, la factura de esta ópera prima de Jack Clayton en modo
alguno parece obra primeriza, sino un auténtico clásico que culmina toda una
trayectoria.
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