sábado, 15 de abril de 2017

La ebriedad de la humillación: “El viajante”, de Asghar Farhadi



El patetismo del mal indecoroso o un thriller escabroso de Asghar Farhadi: El viajante o la tentación del mal.

Título original: Forushande (The Salesman)aka
Año: 2016
Duración: 125 min.
País: Irán
Director: Asghar Farhadi
Guion: Asghar Farhadi
Música: Sattar Oraki
Fotografía: Hossein Jafarian
Reparto: Shahab Hosseini,  Taraneh Alidoosti,  Babak Karimi,  Mina Sadati.


La historia comienza abruptamente, con un temblor de tierra que abre grietas en las paredes de un edificio que, por consiguiente, ha de ser desalojado de inmediato, para evitar pérdidas humanas. Sí, hay metáfora en ello, y aun hasta parábola, si se me apura, pero la lectura realista del texto fílmico nos impide detenernos en pormenores estilísticos.  Emad y Rana, dos actores que representan en Teherán La muerte de un viajante, de Arthur Miller -lo que, de por sí, ya suena a notable osadía en el régimen de los ayatolás-  se ven obligados a buscar alojamiento urgente, porque no saben cuándo repararán el edificio que se han visto obligados a desalojar, para poder seguir trabajando él, da clases en un instituto, y representando ambos la obra. El director de la obra les ofrece un piso que tenía alquilado a una misteriosa joven de dudosa reputación -la de recibir visitas masculinas en su casa-  y a partir de ahí se desencadenan los acontecimientos en torno a los cuales girará el resto de la película, porque, hasta entonces, todo ha transcurrido dentro de un tibio costumbrismo que llama la atención por el hecho de entrar en una sociedad muy cerrada a la influencia exterior y de la que se desconoce no poco. En la otra película que vi de Farhadi, Una separación, ya me llamó la atención el nivel de occidentalización de la sociedad iraní a pesar de su Régimen teocrático y lo cercana a nuestra sensibilidad que era la peripecia de la separación de ambos cónyuges, porque, al fin y al cabo, los asuntos que Farhadi lleva a la pantalla tienen una decidida voluntad de universalidad, por más que las severas circunstancias de la sociedad islámica en la que se suceden dichos acontecimientos les imprime una personalidad que los hace extraños a nuestras costumbres. No ocurre así en El viajante, porque, por un encadenado de circunstancias azarosas -llaman por el interfono y Rana, que comienza a lavarse el pelo, abre abajo y deja abierta la puerta de arriba porque cree que es su marido que regresa …- un individuo desconocido se cuela en el piso de los jóvenes y acaba agrediendo físicamente a la mujer tras, supuestamente, haber intentado abusar sexualmente de ella y esta haberse resistido gritando, razón por la cual el agresor sale de naja dejando sobre un sillón nada menos que las llaves de la furgoneta, dinero y un teléfono móvil. Los vecinos recogen a la mujer herida y la llevan al hospital, adonde llega su marido. A partir de ese momento, la vivencia del asalto condiciona la relación de ambos jóvenes y se produce un distanciamiento físico y emocional que él resuelve por vía de buscar la venganza individual, al más puro estilo del western. Está justificada su decisión por la negativa de la propia mujer a que se dé parte a la policía y se convierta su humillación en habladuría vecinal. Un vecino, sin embargo, confirma con resignación que, en efecto, dar parte a la policía no sirve de nada. A partir de ese momento, toda la acción se divide en dos centros de interés, por un lado, los problemas que el asalto suponen para la representación de La muerte del viajante, porque Rana es intérprete esencial de la misma, y, por otro lado, en la infructuosa búsqueda del asaltante por parte de un marido que no puede lidiar con la situación hasta que vengue rotundamente la afrenta sufrida. En el fondo hay también un drama de honor al estilo calderoniano, pero la venganza es un motor universal en las relaciones humanas, por lo que lo propio es entender el deseo del marido como una suerte de imperativo de la especie, razón por la que asuntos de esta índole suelen atraer la atención de los espectadores de cualquier parte del mundo. Andando la investigación llegaremos, después de un par de movimientos de despiste, a la cruda realidad del desenlace que nos coge por sorpresa en tiempo presente, esto es, reaccionamos ante el descubrimiento al mismo tiempo que el protagonista y como él, nos sentimos asaltados por todos los escrúpulos morales del mundo, porque, al final, todo se va a resolver en clave de supuesto ético que se ha de resolver escogiendo, ¿qué?, ¿el menor daño posible?, ¿la salvación del más débil en términos biológicos, que no morales? Me niego a revelar los términos exactos del dilema que se les plantea a los esposos ante la figura del asaltante, pero tiene mucho que ver con una suerte de cul-de-sac: no hay manera de salir con bien una vez se ha entrado en él: todas las decisiones nos llevan a la culpa, al remordimiento y a la pesadumbre. Sí, El viajante, como el drama de Miller, es también otro drama. Son, pues, dos dramas superpuestos, que se potencian, para darnos una idea exacta de la miseria humana. La película de Farhadi interpela directamente al espectador, no lo hace cómplice de nadie ni lo inclina en una u otra dirección: observamos el desenlace como jueces que han de pronunciarse, y eso te hace salir incómodo de la proyección, y acongojado, pensando que hay algo de inhumano en el hecho de ser juez, ¡y no digamos en el caso de ser juez y parte! Es tan sobrecogedora la situación que apenas tiene el espectador tiempo para poder derivar su atención a la exquisita factura técnica de la película, una narración funcional al servicio de la potente historia que no busca recrearse en esteticismo que desvíen la atención del espectador, excepto cuando entramos en el mundo de la representación teatral, en el que Farhadi logra planos brillantes subrayados por una iluminación exquisita. Casi toda la obra transcurre en interiores, como si se tratase de un paralelismo con la representación teatral, de ahí que la puesta en escena tenga esa vertiente popular, acorde con el barrio donde se les ofrece la casa a la pareja protagonista, en cuya vida actúa, como un fantasma no invitado, la presencia determinante de la mujer libertina que ocupaba el piso antes que ellos y que les ha dejado todas sus cosas porque aún no puede llevárselas, al no disponer de alojamiento. Tiene mucho que ver con el desarrollo de la trama esa presencia fantasmal de la mujer libertina, pero de todo ello es mejor que se informe el espectador en la propia sala. Me lo agradecerá.

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