La torre de los siete jorobados o el expresionismo con
porras y café con leche.
Título
original: La torre de los siete jorobados
Año:
1944
Duración:
81 min.
País:
España
Director:
Edgar Neville
Guión:
Edgar Neville, José Santugini (Novela: Emilio Carrere)
Música:
José Ruíz de Azagra
Fotografía:
Enrique Berreyre (B&W)
Reparto:
Antonio Casal, Isabel de Pomés, Julia Lajos, Guillermo Marín, Félix de Pomés,
Julia Pachelo, Manolita Morán, Antonio Riquelme
Creo recordar que la primera película que vi de Edgar
Neville fue El último caballo, un
alegato ecologista cuando ni siquiera existía la palabra pero sí los fervientes
defensores de los “derechos” de la naturaleza a no ser maltratada por esa
especie pretenciosa y destructora a la que llamamos “humana” por equivocación,
porque habría de haberse llamada “airana” por los aires de dominadora
totalitaria que siempre se ha dado sobre el planeta… Como intervenían, además,
dos actores de la talla de Fernando Fernán Gómez y José Luis Ozores, y el
desarrollo, a pesar del costumbrismo marca de la casa Neville, estaba atravesado
por un lirismo profundo y emocionante, ¿a quién le puede extrañar no solo que
me sedujera y se convirtiera en una de mis películas favoritas, sino que me
interesase por el resto de la obra del aristocrático director madrileño?
Películas como La vida en un hilo o El baile son perfectas muestras del cine
del autor, películas tan famosas que no necesitan mayor comentario. Ahora bien,
La torre de los siete jorobados
(Arlt, y ya es curioso, tiene dos obras tituladas Los siete locos y El
jorobadito…) quizás no haya tenido la difusión pública que merece, si bien
se ha ganado, con el tiempo, el fervor de todos los cinéfilos españoles. Se
trata de una historia de “aparecidos” en la que se mezcla el humor costumbrista
con el género gótico y las películas de detectives obligados por las
circunstancias, todo ello sazonado por una realización de carácter expresionista
en la que las sombras, los decorados y la presentación de los personajes, como
el “Nosferatu” castizo interpretado por un excelente Guillermo Marín, consiguen
crear una atmósfera de misterio que, sin abandonar el suspense, no acaba de
llegar al terror, aunque lo roce. El hilo conductor de la trama es un personaje
apocado, interpretado por uno de los grandes actores del cine español, Antonio
Casal, cuya memorable actuación en El
malvado carabel, también de Neville, como tal lo acredita. La historia de los siete jorobados tiene
un punto de inverosimilitud tan delicioso que no impide disfrutar del
argumento, porque, al cabo, evoluciona de una película de fantasmas a una
película de detectives. La cofradía de los jorobados se dedica a la elaboración
de moneda falsa en una ceca subterránea a la que se desciende por una
majestuosa escalera de caracol que se adentra en el subsuelo de Madrid y que,
escenográficamente, es un acierto visual de muchos quilates. Se intuye la inequívoca
influencia de Poe, pero el costumbrismo que preside casi toda la filmografía
del autor consigue crear un ambiente “propio”, castizo, que dota de verdad
incluso al propio fantasma cuya muerte pretende que el infeliz protagonista vengue,
salvando, de paso, a su hija de caer en las garras maléficas del Nosferatu de barrio. La
historia amorosa, pues el protagonista acaba enamorándose de la hija del
profesor asesinado, con la que sustituye a la corista por la que sentía lasciva
inclinación y cuyos números en el teatro popular constituyen una auténtica
delicia, así como la “mamá” de la artista, una insuperable “característica” Julia
Lajos, protagonista de una de las escenas más divertidas de la película; esa
historia de amor, digo, contribuye a darle a la película una dimensión
sentimental que sirve de contrapeso a la historia subterránea de los jorobados.
Se trata, en conclusión, de una película por la que el tiempo en vez de pasar
se ha dedicado a aquilatar sus inequívocos valores cinematográficos,
convirtiéndola, más allá de modas fugitivas, en una magnífica obra de arte
perenne.
La guerra de Dios o
Cristo en la lucha de clases.
Título
original: La guerra de Dios
Año:
1953
Duración:
96 min.
País: España
Director:
Rafael Gil
Guión:
Vicente Escrivá
Música:
Joaquín Rodrigo
Fotografía:
Alfredo Fraile (B&W)
Reparto:
Claude Laydu, Francisco Rabal, José Marco Davó, Fernando Sancho, María Eugenia
Escrivá, Jaime Blanch, Gerard Tichy, Alberto Romea, Carmen Rodríguez, Ricardo
Calvo, Julia Caba Alba, Félix Dafauce, Juan José Vidal
He de reconocer que la iniciativa de La 2 de recorrer
la historia del cine español de una manera, eso sí, un tanto anárquica y
apegada a las necesidades de programación y de audiencia, me parece una de las
más felices iniciativas de programación en muchas décadas desde que se tomó la decisión
filmicida de quitarle su programa a José Luis Garci. En muy poco tiempo, y esa
es la razón de que las agrupe en esta megaentrega crítica, he visionado tres
películas con unos valores fílmicos más que sobresalientes, cada una de ellas
por razones propias y no necesariamente coincidentes con las otras. Detrás de las
tres hay un director extraordinario, Neville y dos de muy diferente historial,
Gil y Sáenz de Heredia, en cuyas filmografías hallamos desde lo excelente hasta
lo literalmente deleznable.
La guerra de Dios se ha puesto en relación con Qué
verde era mi valle y otras películas de ambiente minero, como Odio en las entrañas, de Ritt, y la
verdad es que la ambientación, el espectacular blanco y negro de un pueblo como
Torre del Bierzo (Aldemoz en la película, el “culo del mundo” para el sacerdote
recién ordenado a quien envían allí) y su dedicación minera dan pie, aunque en
el caso de La guerra de Dios el
conflicto social se solapa con el conflicto religioso, tamizado todo ello por
un fuerte componente melodramático a través de la vivencia infantil de la
segregación como reflejo especular del enfrentamiento entre patrono y obreros
de la mina. El guion, obra de Vicente Escrivá, un auténtico profesional y uno
de los grandes de la profesión, es magnífico y la realización subraya el
poderoso componente religioso e ideológico que, para el año que es, 1953,
incluso podríamos decir que resulta muy atrevido. Presentar una especie de
prefiguración del “cura-obrero”, que en los años 70 se harán tan populares,
como la última adaptación camaleónica de los evangelizadores para intentar
atajar el alejamiento de la Iglesia de grandes capas de población, era, en
efecto, atrevido, y más aún denunciar abiertamente malas prácticas médicas al
servicio del capitalista. La honestidad y falta de malicia política del cura
novel enviado al pueblo para lidiar con unos mineros enfrentados con el patrón
y que le han dado la espalda a la Iglesia completa ese planteamiento
perfectamente narrado a través de un guion impecable. El casting incluye al
actor francés que había interpretado el Diario
de un cura rural, de Bernanos y que aquí, en La guerra de Dios cumple a la
perfección lo que se esperaba de él. El antagonista es nada más ni nada menos
que un Paco Rabal espléndido y hermoso, un auténtico animal cinematográfico que
irradia magnetismo así que aparece y habla con ese vozarrón suyo tan
característico. La fotogenia del actor, perfectamente instalado, con suprema
convicción, en el papel de un paria explotado, se destaca a través de un
maquillaje que suma su rostro tiznado al juego de sombras y luces constante que
es toda la película. Puede que tuviera la sensibilidad flojucha o que se me haya
aflojado el músculo sentimental, pero he de confesar que la película tiene un
grado de emotividad muy alto y que difícilmente dejará indiferentes a quienes
la vean sin prejuicio alguno, siendo capaz de empatizar incluso con quienes
están al otro lado del ring ideológico, como ocurre cuando se pierden, en una
mina abandonada, la hija y el hijo del patrón y del minero encarnado por Rabal.
Hay mucho, en efecto de melodrama, en la película, pero está hecho con una
delicadeza y una finura en el trazo que no defraudará a quienes sigan mi
recomendación de verla. Añádase a ello un Jaime Blanch niño en un papel que
parecía prefigurar una gran carrera posterior, perdida, sin embargo, y es un
criterio totalmente subjetivo en el envaramiento, en la falta mortal de
naturalidad que se apoderó de él en la adultez, y que hube de sufrir en
numerosísimos Estudios 1 y Hora 11 en la televisión.
Las aguas bajan negras: del carlismo a la lucha entre los
defensores de la naturaleza y los mixtificadores del progreso.
Título
original: Las aguas bajan negras
Año:
1948
Duración:
99 min.
País:
España
Director:
José Luis Sáenz de Heredia
Guión:
Carlos Blanco (Novela: Armando Palacio Valdés)
Música:
Jesús García Leoz, Manuel Parada
Fotografía:José
F. Aguayo, Alfredo Fraile, César Fraile (B&W)
Reparto:
Charito Granados, Adriano Rimoldi, Mary Delgado, José María Lado, Luis Pérez de
León, Mario Berriatúa, Tomás Blanco, Julia Caba Alba, Raúl Cancio, Carlos
Casaravilla, Félix Fernández, José Jaspe, Antonio Riquelme
Por último, quiero traer a esta crítica triple una
película por la que me interesé inmediatamente. Con un prólogo de amores
trágicos entre un capitán carlista y la hija de un general isabelino, la
película avanza con un salto temporal de más de veinte años que deja al
espectador pensando, si ha tenido un momento de descuido, en la posibilidad de que
haya cambiado de canal inadvertidamente, dada la nula conexión entre lo que ha
visto en el prólogo y lo que sigue inmediatamente después. La contemplación de
la montera picona, lo más identificable de los trajes populares que visten
todos los protagonistas de la película, permite, como poco, ubicar la trama en
los seductores paisajes de los valles asturianos, que adquirirán un valor
protagonista en la película, porque, más allá de la historia amorosa, el
verdadero tema de la película es un tema “social”, como se corresponde con el
original literario de Armando Palacio Valdés, La aldea perdida. En una Asturias tradicional y poco menos que
idílica, aunque con nulas perspectivas de mejora profesional y salarial para
los jóvenes con inquietudes, comienza a desarrollarse el sector de la minería,
lo que provocará un enfrentamiento entre mineros y ganaderos y agricultores,
algo que se refleja en un título muy acertado “Las aguas bajan negras”, porque
los segundos advierten que esa nueva profesión que hurga en las entrañas de la
tierra para robar su tesoro negro acabará destrozando la tierra de sus mayores.
La estructura, así pues, es la de un western clásico, pero ambientado en la Asturias
de finales del XIX. La trama amorosa que puntea el conflicto social se junta
con un enfrentamiento entre partidarios y detractores del “progreso” que acaba
dejando aislado al padre adoptivo de la protagonista, quien mantiene su férrea
posición frente a todos, a pesar de que con anterioridad su posición había sido
la mayoritaria, pero el protagonista, que quiere mejorar su condición social
para casarse con la muchacha, reeditando el conflicto del prólogo carlista,
acaba convirtiéndose en el mejor picador de la mina. Al final… Bueno, mejor no
lo cuento, porque acaso haya algún cinéfilo que prefiera ignorarlo. Démosle
gusto, que no cuesta. La película plantea el tema del enfrentamiento entre
tradición y progreso a través del enfrentamiento entre personajes muy
individualizados, lo que permite que la película se acerca, en cierto modo, al
melodrama, aunque, repito, el género clásico al que se ajusta es propiamente el
del western. Los escenarios son de una belleza indiscutible y ello solo ya
justifica el visionado de la película.