jueves, 27 de septiembre de 2018

«Todos lo saben», de Asghar Farhadi o los rencores de las “vidas vox pópuli” de los pueblos.



La presión del espacio, la decadencia de los terratenientes y las disputas familiares: Todos lo saben o un drama sólido con algunas imposturas disculpables.

Título original: Todos lo saben
Año:  2018
Duración: 130 min.
País:  España
Dirección: Asghar Farhadi
Guion: Asghar Farhadi
Música: Alberto Iglesias (Canciones: Nella Rojas, Javier Limón)
Fotografía: José Luis Alcaine
Reparto: Penélope Cruz,  Javier Bardem,  Ricardo Darín,  Eduard Fernández,  Bárbara Lennie, Elvira Mínguez,  Ramón Barea,  Inma Cuesta,  Sara Sálamo,  Carla Campra, Sergio Castellanos,  Roger Casamajor,  José Ángel Egido,  Tomás del Estal, Esteban Ciudad,  Nella Rojas,  Jaime Lorente,  Jordi Bosch.

La “aventura española” de Asghar Farhadi se ha centrado en una historia rural con fuertes componentes familiares que pretenden conceder a la película una dimensión global. Da igual que el pueblo sea iraní que español o que chino; las leyes que rigen la vida familiar y de vecindad en los pueblos pequeños se parecen en todo el globo, salvo detalles folclóricos que, en este caso, tampoco están muy acentuados. De hecho, hay como una suerte de asepsia geográfica y folclórica que nos llevan a no reconocer exactamente el lugar para que probables prejuicios no nos estorben a la hora de centrarnos en el drama de un secuestro que sirve de pretexto para poner al descubierto rivalidades, rencores, odios e historias encubiertas que, sin embargo, son vox pópuli. La película se abre con lo que podríamos denominar “las tripas del tiempo”, esto es, el desvencijado mecanismo del reloj que “marca” las horas de la vida de la gente desde hace siglos, allá en lo alto del campanario, como una presencia divina y ajena a las obras de los seres que viven bajo la constatación de sus horas inapelables. El tiempo pasa, sí, pero no pasa en balde, y la película parte de ese presente oxidado del mecanismo del reloj para remontarnos, a partir del secuestro de la hija de la protagonista, que vuelve a casa para asistir a la boda de su hermana pequeña, al tiempo, también oxidado, del pasado. Aunque pudiera parecer, por lo que llevo de sinopsis, que la película se plantee como la resolución de un caso de secuestro, lo cierto es que la decisión de no avisar a la policía para intentar recuperar a la adolescente mediante el pago del secuestro, y la contratación de un expolicía que les asesore sobre cómo conducirse en esa difícil situación, hacen derivar la película hacia los móviles del secuestro y hacia los “sospechosos”, lo que altera radicalmente el  microcosmos familiar para orientar la trama en una dirección arqueológica que desembocará en el reconocimiento de un presente lleno de fracasos, envidias y rencores. El patriarca de la familia, un terrateniente que ha ido vendiendo sus tierras a los aparceros que antes las cultivaban, y que está “impedido”, anda con unas muletas de fuerte carga simbólica, como aquel José María Prada con el brazo en cabestrillo en claro saludo fascista en la película de Carlos Saura La prima Angélica, vive lleno de un resentimiento total hacia quienes les compraron las tierras y, sobre todo, contra el hijo de los antiguos sirvientes de la casa que ahora explota unos prósperos viñedos. Poco a poco, de forma muy medida, y ese timing es la razón de ser de la película, se nos va entregando la madeja de relaciones y de apariencias que se desmontan con la llegada de la hija que emigró a Argentina y el secuestro de su hija. Es cierto que hay detalles inexplicados, como la propia emigración a Argentina, o el “pelín forzado” matrimonio de la hija precisamente con un catalán, lo que permite introducir apenas tres frases que se subtitulan, suponemos que para demostrar urbi et orbe que somos un país plurilingüístico -¿o me paso de susceptible?-, pero, en términos generales,  lo esencial de la trama se va desgranando poco a poco, sobre todo a partir de la llegada del marido argentino de la protagonista, Ricardo Darín, que cumple con creces, a la atura de lo que se espera de él, pero que no ensombrece la actuación “mater dolorosa” de Penélope Cruz, quizás un pelín sobreactuada en algunos momentos. No ocurre lo mismo con quien fuera su amor de adolescencia y primera juventud, el ahora propietario Bardem, y en tiempo, hijo de los sirvientes de la casa de los “amos”, que, salvo las escenas algo impostadas de la boda, y los saludos a los recién llegados, amén de algunas gracias con las criaturas, está muy en su papel de hombre de campo, tosco y delicado al tiempo, capaz de guardar un secreto que su esposa, magnífica y materialista Bárbara Lennie, conseguirá arrancarle a fuerza de sospechar, con impecable lógica, de su comportamiento. Las historias cruzadas entre los personajes van creando una red de “secretos y mentiras” y “delitos y faltas” que nos ponen ante los ojos una suerte de podredumbre social de baja intensidad pero suficiente para condicionar las relaciones entre los seres humanos de forma trascendental. Recordemos que el “argentino” que ha contribuido generosamente a la restauración de la iglesia del pueblo es el mismo que vuelve, arruinado y deprimido, para reunirse con su mujer y tratar de rescatar a su hija. Y hasta aquí la información que puedo dar sin chafarle a nadie una trama bien construida y mejor interpretada, salvo esos pequeños detalles que he mencionado. No hace mucho tuve la oportunidad de criticar en este Ojo dos muestras de ese cine de pequeños espacios con relaciones tóxicas: La propera pell, de Isaki Lacuesta y  Un cos al bosc, de Joaquim Jordà. Y hace más tiempo la excepcional Condenados, de Manuel Mur Oti. La película de Farhadi no supera ninguna de ellas, aunque se vea con agrado y se disfrute con un coro de secundarios que asumen, de hecho, un papel protagonista coral. Se advierte que Farhadi se muestra cómodo moviendo grupos amplios y sabe por otro lado, conceder a casi cada uno de los intérpretes momentos de auténtico lucimiento. Eso pasa con el magnífico Eduard Martínez, soberbio en su papel, con Elvira Mínguez, con Bárbara Lennie, con Inma Cuesta y con unos jóvenes actores que dan la talla muy decorosamente junto a los consagrados. Aunque el reclamo popular sean Cruz y Bardem, la película no gira exclusivamente en torno a ellos, sino que ellos forman parte de ese engranaje de la pequeña localidad en la que su historia ocupa un lugar en la vida de las gentes, de ahí el título, Todos lo saben… Lo bueno es que el espectador solo llega a saberlo al final de la película, abierto en el sentido de que la solución del “secuestro” abre otros interrogantes que quedan en el aire, en una suerte de “la vida continúa”, sí, y se siguen oyendo, una tras otra, las horas que marca ese oxidado reloj de la iglesia…, llenas de  pasado y de futuro. La dirección de Farhadi es de las que podríamos llamar “transparente”, esto es, se preocupa más de la historia que de que el espectador se fije en el estilo con que es filmada. Con todo, la fluidez narrativa es magnífica y la puesta en escena se ajusta estupendamente al espacio rural que gravita sobre la historia con los ecos de las antiguas fechorías que han condicionado las vidas de sus habitantes. Que Farhadi apenas conceda importancia a los secuestradores tiene mucho que ver con ese bisbiseo entre los esposos que sobreviven a duras penas regentando un hostal en el pueblo, a pesar de pertenecer, por familia, a la casa del antiguo terrateniente del lugar; un “secreto” en la voz baja de la sofocación de los trapos sucios que, sin embargo, con el tiempo, acaban siendo de dominio público…

lunes, 24 de septiembre de 2018

«París, Texas», de Wim Wenders, revisitada.



 La mística de la derrota y la incomunicación: París, Texas o las elipsis anticlimáticas en un canto lírico al espacio de la memoria cinematográfica.

Título original: Paris, Texas
Año: 1984
Duración: 144 min.
País: Alemania del Oeste (RFA)
Dirección: Wim Wenders
Guion: Sam Shepard
Música: Ry Cooder
Fotografía: Robby Müller
Reparto: Harry Dean Stanton,  Nastassja Kinski,  Dean Stockwell,  Aurore Clément, Hunter Carson,  Bernhard Wicki.

En su momento, París, Texas, de Wenders, me había dejado un regusto de película fallida, artificiosa. Como en tantas otras ocasiones, la he revisitado para saber si  me “superó” en su momento, y fui incapaz de entender su poética o si bien se confirmaban mis recelos de entonces en la visión de hoy, 34 años después de que fuera estrenada. Lo primero que sorprende es lo intacta que sigue la maravilla de sus imágenes y sus planos en la parte de película que sigue los esquemas de la road movie, necesaria para ir acercándonos poco a poco al conflicto del personaje, un ser ultrasensible que entró, como sabemos al final, en una espiral de amor/destrucción que lo llevó, en pleno shock, a la huida y al olvido. La película, así pues, es un viaje al pasado de un señor con traje, corbata y gorra roja que recorre el desierto con una garrafa de agua en la mano. Cuando se le acaba, y a pesar de que se halla en el desierto de Texas, llega a un bar de carretera donde cae redondo. En una clínica próxima lo “reaniman” y se ponen en contacto, por un papel que llevaba consigo, con su hermano, que vive en Los Ángeles. El encuentro entre ambos es el encuentro entre dos extraños, uno de los cuales, el protagonista extraviado -lleva cuatro años vagando a la deriva por todo tipo de espacios, alejado de su mujer y de su hijo, de quien su hermano se ha hecho cargo, junto con su mujer-parece privado del don de la palabra, lo que acaba desesperando al hermano. Antes de que empiece a hablar, ya ha pasado media hora de película, que conste, y sí, las casi dos horas y media de película son necesarias porque salir del entumecimiento físico y moral del protagonista es la verdadera aventura que se cuenta. Digamos que nos aproximamos, en tiempo real de filmación al lento proceso del “renacimiento” del sujeto en cuestión. La película tiene una puesta en escena de exteriores que son todo un canto a la memoria cinematográfica del mundo americano del director alemán. Eso ya se había producido en su obra maestra, El amigo americano, pero, ahora, trasplantado de Hamburgo a Usamérica, Wenders se da el gustazo de recrear, ayudado por el director de fotografía Robby Müller, habitual de Wenders y Jarmusch, de un imaginario usamericano que ha alimentado la formación como espectador, primero y como cineasta después, de toda una generación de jóvenes europeos que, gracias a la nouvelle vague, volvieron sus ojos a la grandeza del cine usamericano, cuyos códigos alimentaron la imaginación de cineastas transgresores como Jean-Luc Godard, sobre todos. El desierto, los moteles, las gasolineras, los semáforos en esas calles eternas, las carreteras que se pierden en la inmensidad, los coches/apartamento, la conducción sin descanso, bajo el sol, bajo las estrellas, el propio coche y dos hermanos como un microcosmos… No hay plano que no hayamos visto en mil y una películas americanas de los años 30 a los 50, y sería labor de investigadores expertos, ciertamente, buscar el referente exacto de cada uno de ellos. La efectividad está fuera de toda duda. Y la película se sigue con la satisfacción de esa puesta en escena de exteriores y con la intriga por la historia del propio personaje, un perdedor que se engolfó en su perdimiento como una suerte de suicidio ritual sin la pena máxima. Si la soledad que rodea a los personajes es una vasta extensión de desierto -en la segunda parte se cambia por el desierto habitado de Los Ángeles-, en planos panorámicos que los sitúan como meros accidentes del azar, transeúntes sin importancia en la majestuosidad de la naturaleza descarnada; la soledad interior del protagonista tiene una función especular: todo ese silencio del paisaje estremecedor lo lleva dentro, y solo a muy duras penas iremos sabiendo por qué escogió esa identificación con el sueño alimentado por una referencia materna: una foto de un terreno baldío y comprado en Paris, Texas, hacia donde se dirige el personaje cifra el sinsentido de su vida, como el Godot a quien esperan Vladimir y Estragon. En este caso es el protagonista quien va hacia él. Por el camino vamos a descubrir el casi imposible reconocimiento por parte del hijo, una anagnórisis imposible, dada la edad de la criatura cuando su padre lo abandonó, y la súbita intención de “devolvérselo” a su verdadera madre. La huida de padre e hijo en busca de la madre es una segunda road movie, esta vez en ámbitos urbanos, que acaba cuando, con información cuya procedencia se le ha hurtado al espectador, logra el protagonista identificar a su ex como una prostituta que ejerce en un peep-show, un espectáculo erótico de cabinas para mirones, sin contacto físico. Esas escenas del contacto entre los esposos a través del teléfono, como prisioneros ambos, cada uno de su pasado, eran lo que yo recordaba con un alto grado de artificiosidad e impostura. Hoy no me atrevería a decir tanto por supuesto, sobe todo porque hay un acto de sincera expiación que va más allá de la incomprensible relación entre una jovencita como la Kinski y un hombre maduro como él, y porque, cinematográficamente, la superposición de imágenes entre ambas figuras en el cristal o la penumbra que destaca el espejo como una suerte de ventana abierta a las sangrantes heridas del pasado son demasiado poderosas como para obviarlas en aras de una relación comprensiblemente fracasada entre dos seres llamados a no entenderse. La degradación de la vida en común, el alcoholismo, la sensación de estar atrapada en una relación tóxica que ni siquiera la maternidad es capa de lenificar, todo ese pasado que emerge en la conversación a través el teléfono, en una suerte de reedición de La voz humana, de Cocteau, se va desgranando con una objetividad serena que permite atenuar el dramatismo al tiempo que intensificarlo. Travis, el marido errante, sabe que esa expiación no basta y que ha de seguir alejado de su ex y de su hijo, que ella puede recuperar después de tantos años de haber sufrido en la distancia no haber podido acompañarlo en su crecimiento. Hay una crítica de la dificultad intrínseca de la vida en pareja, pero en esa crítica está implícita una doble elegía, la del amor fraterno y la del amor materno. De hecho, Travis parece perseguir, en su huida, un destino que le señala la voz de su madre… ¡Qué injustos seríamos si no recordáramos en esta película la función protagonista de una música de guitarra, la de Ry Cooder, que acompaña la deriva mística del protagonista con un lirismo que no deja indiferente a ningún espectador! Oyéndola ahora, de nuevo, me ha parecido, no sé por qué, que tenía una cierta relación con la de Twin Peaks, de Badalamenti y, después de haber vuelto a escuchar esta, está claro cuál fue la fuente de inspiración de Badalamenti…, no me cabe duda, violines al margen, claro.


viernes, 21 de septiembre de 2018

“Historia de un detective”, de Edward Dmytryk, ¿el mejor Marlowe?



Un indiscutible lowlight del cine negro usamericano: Dick Powell y Dmytryk llevaron a la perfección los códigos del género.

Título original: Murder, My Sweet
Año: 1944
Duración: 95 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Edward Dmytryk
Guion: John Paxton (Novela: Raymond Chandler)
Música: Roy Webb
Fotografía: Harry Wild (B&W)
Reparto: Dick Powell,  Claire Trevor,  Anne Shirley,  Otto Kruger,  Mike Mazurki,  Miles Mander, Douglas Walton,  Don Douglas.

Farewell, my Lovely, de Chandler, fue la apuesta de la RKO con un actor, Dick Powell cuyo solo nombre consiguió que a Dmytryk le saliera un sarpullido que, finalmente, desapareció en cuanto la palabra acción guio  los pasos del actor por una trama enrevesada pero filmada magistralmente y actuada con una solvencia difícilmente imaginable para el director. Lo mejor, para Powell, es que las interpretaciones clásicas llegarían después de la suya: Bogart y Mitchum, aunque también otras que no resisten la comparación con la suya: Gould, Garner, etc. Powell, así pues, solo tenía que hacer frente a un Marlowe, el primero, encarnado por el elegantísimo George  Sanders, muy alejado de él físicamente, en la película The Falcon takes over, de Irving Reis, que iniciaba un ciclo de películas dedicado al detective Gay Lawrence, El Halcón, del que incluso Dmytryk llegaría a rodar una entrega.  La película de Reis, curiosa, más propia de serie B que de otra cosa, se basa muy libremente en la novela de Chandler, puesto que se basa en una adaptación teatral de la misma que ni siquiera considera necesaria la aparición de Marlowe, quien es sustituido por ese Halcón más próximo a Sherlock Holmes si lo comparamos con la adaptación de Dmytryk.. Powell tenía, por lo tanto,  el camino libre para “marcar” la impronta del detective que quedaría en la retina de los espectadores, y consiguió una composición del personaje muy acertada, sobre todo porque, a diferencia de otras posteriores, Powell acentuó la vertiente irónica del personaje y su debilidad física, como no podía ser de otro modo cuando el enamorado gigantón sin luces, Moose Malloy, se le presenta en la desvencijada oficina donde sobrevive para encargarle que encuentre a una mujer, una aparición, por cierto, totalmente icónica en el cine negro, porque la cámara  enfoca al detective, de espaldas y con los pies sobre la mesa, cuando se desvía apenas unos milímetros y aparece el gigantón Moose Malloy reflejado en la contraventana, literalmente como una “aparición” de espectáculo de magia… A partir de ese momento, y por una larga serie de pistas enrevesadas, Marlowe se ve metido en un asunto familiar, robo de valiosas joyas  incluido, que enfrenta a la hija de quien se ha casado en segundas nupcias con una femme fatale (Claire Trevor) quien, habiendo cambiado de identidad, trata de protegerse en compañía de compinches tan poco recomendables como un mentalista, Jules Amthor, quien, aliado con un psiquiatra que trafica con drogas, el doctor Sonderborg, tratará de deshacerse del detective manteniéndolo drogado  en un sanatorio mental del que, finalmente conseguirá escapar. Las escenas de la locura inducida de Marlowe, con telarañas que lo rodean, como si se tratara de un delírium tremens inducido por drogas, son magníficas. A estas alturas de resumen, el lector andará tan perdido como se siente el espectador ante las vueltas y revueltas de una trama en la que van apareciendo personajes de difícil encaje en una narración lineal con voluntad de transparencia. Recordemos que la película comienza con un interrogatorio de la policía a Marlowe, quien aparece en pantalla, enigmáticamente, con los ojos vendados,  y sin que ello parezca que forme parte de algún sádico ritual de torturas. Lo cierto es que el teniente de policía encargado de la investigación de la muerte en la que se ve envuelto Marlowe cuando es contratado para “proteger!” una entrega de dinero en la que resulta asesinado su cliente, es la perfecta imagen del punto de vista de los espectadores, porque las sucesivas narraciones de Marlowe acaban llevándolo a la desesperación, a medida que aumentan los cadáveres. Mientras que en El Halcón inicia el vuelo la acción transcurre en un ambiente sofisticado, la estética de Historia de un detective nos ofrece una puesta en escena más propia de las películas del género, como ese plano de la escalera que “asciende” hacia el antiguo local donde actuaba la cantante Velma, la entrevista con la viuda del dueño del local, donde Marlowe consigue, animando a beber a la vieja dama, una fotografía de Velma o la propia oficina del detective, destartalada. Los Angeles, sobre todo al inicio de la película, con sus neones, recuerda las películas propias de Nueva York  y su ajetreo de veinticuatro horas ininterrumpidas. NO hay muchos exteriores, pero aparecen esos mismo neones como decorado de fondo o a través de las ventanas, como en la comisaría. También aparece la sofisticación de los ricos, como la mansión de quien ha sufrido el robo del jade extremedamente valioso. La actuación de Marlowe ante cada uno de los personajes que se van presentando ante él como si él hubiera puesto un anuncio en la primera plana de los dominicales de la prensa… nos ofrece un repertorio de respuestas adecuadas a cada uno de ellos, si bien es en la narración en off del protagonista, acompañando, por ejemplo, las excelentes imágenes de la pesadilla en la que entra cuando el mentalista se deshace de él para ingresarlo, a continuación en el sanatorio mental, donde la película adquiere una dimensión estética que va más allá del clásico noir para adentrarse en terrenos propiamente hitchockianos. El monólogo mediante el que se interpela a sí mismo para saber si es capaz de lograr salir del estado de inducción lisérgica en que se encuentra es un magnífico botón de muestra de la ironía desengañada que atraviesa toda la película. Supongo que habrá opiniones para todos los gustos, pero Powell compone, a mi entender, el mejor Marlowe posible. Ese que encaja con sobriedad admirable el piropo de la femme fatale que lo pilla en camiseta de tirantes que marca la barriguita de le felicidad aseándose en el lavabo…, por ejemplo; el mismo que sortea como puede la relación constante con el matón Moose Malloy a lo largo de los diferentes capítulos de la película, porque los personajes se agrupan en centros de relación cuya interdependencia va aclarándose poco a poco, hasta el desenlace final. El uso de la iluminación, una marca de la escuela de la RKO, en la que el director de fotografía Harry Wild tiene una gran responsabilidad, contribuye sustancialmente a las señas de identidad de este thriller de Dmytryk que ningún aficionado al género debería perderse.

martes, 18 de septiembre de 2018

“The man who cheated himself”, de Felix E. Feist, una muestra inédita en España del mejor cine negro de serie usamericano: una joya de la “artesanía”.










Dos hermanos policías, ignorando uno de ellos que persigue a un asesino desconocido con el que convive…, y un final espectacular que nos remite al de El tercer hombre, rodada un año antes. 

Título original: The Man Who Cheated Himself
Año: 1950
Duración: 81 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Felix E. Feist
Guion: Seton I. Miller, Philip MacDonald (Historia: Seton I. Miller)
Música: Louis Forbes
Fotografía: Russell Harlan (B&W)
Reparto: Lee J. Cobb,  Jane Wyatt,  John Dall,  Lisa Howard,  Harlan Warde,  Tito Vuolo, Charles Arnt,  Marjorie Bennett,  Alan Wells,  Mimi Aguglia,  Bud Wolfe,  Morgan Farley, Howard Negley,  William Gould,  Art Millan.

                     A Julio Murillo, que sé que me estará leyendo…
¡No quiero ni imaginar qué título le hubiera puesto la mente calenturienta del traductor de los mismos a este clásico del cine negro de serie B que se presenta, sin embargo con un plantel de actores, escenarios y equipo sobradamente de la serie A! Como la película no está estrenada en España, hasta donde me alcanza mi limitada investigación en la red de redes, abre esta crítica el vínculo mediante el cual se puede acceder a ella para que quienes tengan humor y paciencia puedan refutar mi entusiasmo por ella. El azar, tan dueño siempre de todo, fue el que me la seleccionó cuando puse en el buscador de YouTube: «cine negro norteamericano» y estaba yo en la cinta de correr en el gimnasio, un escenario, per se, de cine negro, también, al menos en las películas de boxeadores. A un ritmo moderado, de recuperación de operación de menisco, 9’5 km/h e ignorando aún que Kipchoge correría ¡a 20km/h durante 42 quilómetros…!, me sumergí en la historia de un cazafortunas al que la esposa rica pone de patitas en la calle. Este parece disponerlo todo para regresar a la casona sin ser advertido y o bien robar lo último que pueda o bien asesinar a su futura ex. Como la señora alterna la infelicidad conyugal con la felicidad adúltera con un Teniente de policía, Lee J. Cobb, y ella se huele que su marido no se quiere ir por las buenas y que trama algo, llama al teniente para que la proteja esa primera noche. El marido vuelve y ella, que ha descubierto el arma que ve como una amenaza, acaba disparando contra él sin que el policía, aunque lo intente, pueda evitarlo. A partir de ese momento, la pasión amorosa de un bachelor cincuentón se adelanta a la primera fila de las reacciones posibles y, en vez de emerger el policía, emerge el amante encubridor de la amada… y empieza el baile de los infortunios. Antes, en la presentación de los personajes, hemos sabido que el Teniente trabaja en la comisaría con su hermano, quien se está iniciando en la profesión, por lo que su primer caso coincide con la intervención de su hermano en él, lo que él ignora. La película, pues, no plantea la intriga en torno al asesino, sino que la deriva, con un guion milimétrico, a los procedimientos de investigación y a la intuición u ojo clínico del joven hermano, el estupendo John Dall de La soga de Hitchcock y de El demonio de las armas, de Josep H. Lewis, ambas criticadas canónicamente en este Ojo. La historia es de Seton I. Miller, un reconocido guionista, Oscar por El difunto protesta, de Alexander Hall, y el guion del propio autor y de un novelista de misterio tan experimentado como Philip MacDonald, lo cual garantiza un desarrollo pautadísimo que irá sorprendiendo a los espectadores, porque la investigación parte, no como todas, del desconocimiento absoluto, hasta que se encuentra la pistola con que se cometió el crimen  y que, además, sirvió para cometer otro delito en el ínterin. Resulta admirable seguir la investigación como una suerte de razonamiento prolongado que va rechazando digresiones que lo entorpecen hasta que, al final, se hace la luz y el joven aprendiz descubre que el sospechoso número uno del asesinato es su propio hermano. No puede hablarse de un policía corrupto y uno íntegro, sino de un solterón que cree haber encontrado el amor de su vida y de un recién casado y recién egresado de la escuela de policía que se enfrenta a su primer caso con un ardor y una inteligencia notables. La película, al menos sobre la cinta corredora, me pareció excelente, porque su director, el absoluto desconocido Felix E. Feist logra crear una atmósfera impregnadísima de las mejores esencias del cine negro, con planos de la mansión, de la oficina e incluso de la investigación de calle, en el puerto, etc. muy logrados. Supongo que pasaría con idéntica nota la prueba del sofá…Felix E Feist es, por supuesto, un perfecto desconocido para mí, pero es el autor de Deluge, una estupenda película de catástrofes con una magnífica  destrucción de Nueva York, ¡para 1933!,  que calcaría en 2004 The Day After Tomorrow, de Roland Emmerich, y  con un final de leve impronta socialista, porque, tras la destrucción del mundo hasta entonces conocido, por terremotos y tsunamis estremecedores, la pequeña comunidad que sobrevive se plantea hacerlo sobre otras bases, aunque aprovechando las enseñanzas de los 2000 años de historia desde la aparición del cristianismo. Añado el vinculo bajo la del de The man who cheated himself.  De esta, finalmente, quisiera destacar el magnífico final, rodado en un espacio privilegiado, un edificio deshabitado en la base del Golden Gate, por cuyos pasillos y salas vacías, así como por sus escaleras que parecen llevar a ninguna parte, huye la pareja enamorada y delincuente. La secuencia en que ella pierde un pañuelo que planea sobre el patio central del edificio mientras el hermano del Teniente no sabe si persistir o desistir en y de la búsqueda de los fugitivos e, sencillamente, una obra de arte. A mí me ha recordado mucho la huida de Harry Lime, en El tercer hombre, de Carol Reed, por las cloacas de la ciudad, después de desaparecer misteriosamente por el interior de la litfasäulen de una plaza vienesa. También me ha evocado la atmósfera de Shutter Island, de Scorsese. Solo por ese final, de verdad, merece la pena ver la película. Las interpretaciones son sobresalientes, por supuesto, y añaden una veracidad contundente y muy notable al relato de pasiones, moralidades y flaquezas humanas.

lunes, 17 de septiembre de 2018

“Odio entre hermanos”, de Joseph L. Mankiewicz, el maestro.



Un drama de pura estirpe chespiriana y una historia de amor de cine negro total: Odio entre hermanos o la huella de las pasiones, loables y vituperables.


Título original:  House of Strangers
Año: 1949
Duración: 101 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Joseph L. Mankiewicz
Guion: Philip Yordan (Novela: Jerome Weidman)
Música: Daniele Amfitheatrof
Fotografía: Milton Krasner (B&W)
Reparto: Edward G. Robinson,  Susan Hayward,  Richard Conte,  Luther Adler,  Paul Valentine, Efrem Zimbalist Jr.,  Debra Paget,  Hope Emerson,  Esther Minciotti,  Diana Douglas, Tito Vuolo.

Con un arranque lleno de clasicismo, que nos lleva desde el presente hasta un flash back cuyo pasado se naturaliza al subir la escalera de la vieja casa familiar donde resucita la inconfundible y autoritaria voz del patriarca de la familia, Gino Monetti, uno de los mejores papeles entre los muchísimos archiexcelentes que hizo Edward G. Robinson, sabe el espectador que está ante una obra que no lo va a dejar indiferente. La tensa y electrizante conversación previa a esa escena entre dos antiguos amantes, una pareja explosiva, Richard Conte y Susan Hayward, contribuye a perfilar la aventura moral en la que van a sumergirse los protagonistas y sobre cuyo desenlace se nos va a tener en ascuas hasta que volvemos del flash-back a la realidad y se consuma ante nuestros ojos una solución compleja y en cierto modo sorprendente. Gino Monetti es un inmigrante que, a fuerza de trabajo y ahorros, se ha establecido como banquero que desprecia los procedimientos burocráticos habituales y presta, sin otras garantías que la buena palabra de sus clientes, a los vecinos del barrio. Inspeccionado por las autoridades, le es clausurado el negocio que, a partir de entonces, pasará a los tres hijos que tenía empleados en él y a quienes trataba con desdén y adjudicándoles sueldos de miseria, mientras que todas sus complacencias se centran en el segundo hijo de los cuatro que tiene el matrimonio, el hijo “espabilado”, abogado que ha resuelto hasta el presente todos los problemas que ha tenido el padre por el evidente descontrol en su manera peculiar de llevar un “banco” en una zona popular de la ciudad de Nueva York. Cuando le piden cárcel al padre por las irregularidades contables descubiertas, los hijos que trabajan con él y son por él maltratados, se ponen en su contra, y el único que lo defiende es el abogado. Llevado por su celo, y para evitar el ingreso en la cárcel del patriarca, el hijo pretende sobornar a una testigo para que intente “torcer” el signo del veredicto, razón por la cual es detenido y, él sí, enviado a la cárcel durante siete años. Al padre se contentan con retirarlo del negocio y prohibirle ejercer. Gracias a que todos los bienes estaban a nombre de la madre, para evitar que la posible “caída” del patriarca arrastrase con él a toda la familia, la madre decide poner esos bienes en manos de los tres hijos en libertad, quienes reabren el banco con criterios ajustados a la legalidad. Y ahí, en el encuentro tenso entre los hermanos, el expresidiario y los banqueros, se juega la exigencia que el padre le hizo al abogado cuando fue a verlo a la cárcel: vengarse de las tres hienas que tiene por hermanos. De forma paralela a la trama familiar, destaca la trama del enamoramiento del protagonista, a quien la familia le ha concertado una boda con una chica italiana que, sin embargo, no duda en casarse con otro de los hermanos cuando su futuro marido es enviado a prisión. La idea del protagonista es hacer honor a la palabra de casamiento dada a la familia de la novia y mantener como amante a la mujer que le acaba obsesionando. La personalidad de Max, autoritaria y con una autoseguridad en todo idéntica a la del patriarca, se manifiesta en los diálogos en ese “y punto”, period, en inglés, con que Max cierra sus tajantes afirmaciones, un latiguillo que acaba convirtiéndose en parte del juego amoroso entre él e Irene, Susan Hayward at her best…, elegante, seductora y dramática, una pareja, en definitiva, que Mankiewicz mima con la cámara y con la luz para conseguir escenas del mejor cine negro, si bien con la variante social de la mujer fatal y el inmigrante trepador social que no acaba de perder sus orígenes, ni su orgullo. Recordemos que un año después de esta joya, y con el mismo director de fotografía, Mankiewicz rodó nada menos que Eva al desnudo, una de las grandes películas de la Historia del Cine. Odio entre hermanos, no solo por la cuidada estructura del guion, la puesta en escena y los movimientos de cámara, así como por las robustas interpretaciones dramáticas, sobre todo de la pareja protagonista, un choque violento de dos caracteres no dispuestos a dejarse dominar ni siquiera por la propia pasión que sienten el uno por el otro, es una película de Mankiewicz acaso no tan conocida como debería serlo, porque semejante melodrama y tragedia familiar al mismo tiempo reúne todas las características de las mejores producciones del cine usamericano. El guionista volvió a adaptar la misma historia en un género distinto, el western, con el título Lanza rota, un peliculón interpretado, en el papel de Gino Monetti, el padre, por Spencer Tracy. Philip Yordan, guionista de esta y de Odio entre hermanos, no lo olvidemos, fue el guionista de Johnny Guitar, uno de los mejores westerns de la historia del género.  


domingo, 16 de septiembre de 2018

"¿Ángel o Diablo?" y "La luna es azul", de Otto Preminger: las dos caras de un solo genio verdadero…



Apología del sombrero como creador de atmósfera y una película rohmerizada Avant la parole… Dos calas en una carrera, como la de Preminger,  llena de sorpresas genéricas…

Título original: Fallen Angel
Año: 1945
Duración: 97 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Otto Preminger
Guion: Harry Kleiner (Novela: Marty Holland)
Música: David Raksin
Fotografía: Joseph LaShelle (B&W)
Reparto: Dana Andrews,  Alice Faye,  Linda Darnell,  Charles Bickford,  Anne Revere, Bruce Cabot,  John Carradine, Percy Kilbride.

Título original: The Moon Is Blue
Año; 1953
Duración: 99 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Otto Preminger
Guion: F. Hugh Herbert
Música: Herschel Burke Gilbert
Fotografía: Ernest Laszlo (B&W)
Reparto: William Holden,  David Niven,  Maggie McNamara,  Tom Tully,  Dawn Addams, Fortunio Bonanova,  Gregory Ratoff.

Rodada un año después de Laura, con el mismo protagonista, Dana Andrews, está claro que Preminger no consiguió repetir el mismo éxito, pero Fallen Angel -el título en español, ¿Ángel o diablo?, es, como sucede casi siempre deleznable- es una película con personalidad propia, llena de poderío visual y con una trama muy consistente, tanto desde el punto de vista de la historia del “perdedor”, ese ángel caído que llega a una ciudad perdida entre Los Ángeles y San Francisco con un dólar en el bolsillo, lo que le impide pagar el billete para lo que queda de trayecto hasta San Francisco, y ha de mirar como ejercitarse en el arte de la supervivencia, como desde el de la trama criminal en que se ve envuelto como principal sospechoso. Por el medio hay un tórrido romance con la camarera de un bar y un intento de seducción de una solterona del lugar para quedarse con su fortuna, 25.000 dólares. La película se centra en el protagonista y su doble intento: sobrevivir y seducir a la camarera del café, adonde entra una noche sin saber que se va a convertir en el centro vital de su destino. Linda Darnell es la mujer fatal que, con el beneplácito de Preminger, supongo que encantado con el magnetismo sexual y corrosivo que emanaba la actriz, acabó desplazando a la protagonista inicial, Alice Faye, una de las dos hermanas solteronas, quien, con todo, realiza un trabajo impecable. También colaboro en ese desplazamiento de la actriz principal, el hecho de que Darnell era, en esos momentos, la pareja del productor Darryl Zanuck, claro…La hermana de esta, Anne Revere, proscrita de las pantallas por el McCarthysmo, y nominada al Oscar por Gentleman’s agreement, de Elia Kazan, una película combativa contra el antisemitismo usamericano, acaba de redondear un reparto en el que la presencia de Charles Bickford y Percy Kilbride añaden una solvencia casi estelar. John Carradine, que tiene un breve papel como médium, despliega el archirreconocido encanto de su presencia y su saber estar, la naturalidad en persona. Hay, y así lo señalo en el título, un elemento de la puesta en escena que me ha dejado boquiabierto: el uso del sombrero, sobre todo en el protagonista y en quien acaba siendo su rival, un policía que ahora ejerce de juez en el pueblo adonde llega el primero, Walton.
Está claro que hay un sombrero inexcusable en el cine negro de los 40 y 50, pero jamás, hasta la presente, lo había visto utilizado como un potenciador inequívoco de una atmósfera, dada la presencia dominante en el plano que tiene y su capacidad para mostrar u ocultar a sus portadores, además de los juegos de claroscuro tan sugestivos que consigue el director de fotografía Joseph LaShelle, quien poco antes había ganado el Oscar con Laura, también de Preminger. Si la poderosa imagen en blanco y negro de Laura dotó a la película de un sello de calidad indiscutible, el mismo se aprecia en Fallen Angel, ni más ni menos, e incluso diría que en esta, hay escenas tan conseguidas como en la oscarizada, sobre todo en el bar que es eje neurálgico de la acción, y en dos escenas de playa, ambas de seducción, con muy distinto desenlace. Mientras en el primero, en la seducción de la camarera, ella repite, entregada, el I like the way you talk, mientras el protagonista quiere hacerla creer que sus contactos con el mundo del show business pueden convertirla a ella en una estrella, en la segunda ocasión, cuando asalta la virtud de la solterona con la misma estrategia -ella es pianista y le promete poco menos que actuar con la Filarmónica de San Francisco-, en el mismo escenario de playa, la inocente solterona, no menos entregada a la voz aterciopelada y seductora de su conquistador… ¡se queda dormida! Aunque estemos en una trama de autentico cine negro, la narración no pierde de vista que seguimos los intentos de un pícaro moderno por sobrevivir sobre el alambre de la incertidumbre y el temor al fracaso total. Un ser que viene “de ninguna parte” y que no va “a parte alguna” se nos revela como un hilo conductor apasionante en los márgenes de una sociedad en la que la coprotagonista, Stella, una vampiresa que le para los pies al nobody para excitarlo aún más y arrastrarlo por una senda, la de la seducción de la rica solterona, que se complicará peligrosamente cuando la camarera aparezca asesinada en su casa, donde ha sido visitada por Eric (Dana Andrews), pero también por otros acompañantes de quienes ella consigue valiosos regalos a cambio de sus favores. La trama avanza inexorablemente hacia el desastre del protagonista, pero el giro que da la trama cuando advierte que la hermosa solterona se ha enamorado de él, consigue acercarnos a una posibilidad de redención insospechada hasta entonces. Cumplido el trámite de casarse con ella para desvalijarla, la potente historia de amor de quien ve en ese pícaro la única posibilidad de “rehacer” su vida más allá de la opresiva soltería que comparte con su hermana mayor se sustancia en unas escenas espectaculares en la habitación del hotel en San Francisco adonde han ido para hacerse él, con el consentimiento de ella, con los 25.000 dólares y escapar de su posible implicación en el asesinato de Stella. Ignoro por qué Fallen Angel no tiene el mismo crédito que Laura, porque comparten una estética y una narrativa muy homogéneas, y, más allá de los hallazgos de la multipremiada, esta, acaso menos enrevesada psicológicamente, tiene una densidad dramática perfectamente dosificada a lo largo de la trama. Es urgente revisitarla y saborear esos detalles de atmósfera que le obligan a uno a cubrirse, en vez de a descubrirse, ante su genialidad, con el Fedora de Borsalino cuya loa se hace en esta película. Ah, un detalle de guion que da una idea de la finura de la película: a lo largo de ella, suena en la gramola del bar, Pop’s, una canción que apasiona a la camarera, cuando el asesino es detenido, al salir esposado del bar, coge una moneda con la mano libre y la introduce en la ranura para seleccionar dicho tema: Slowly, de David Raksin, el autor del tema central de Laura.
Por su parte, La luna es azul, es una película quiero imaginar que tan completamente desconocida para los seguidores de Preminger como lo era para mí hasta verla en Filmin, cuya selección de clásicos invita, ciertamente, a suscribirse durante unos meses. Se trata de una comedia romántica con un toque “perverso” que resulta inapreciable en 2018, pero no en 1953 con un código Hays que impedía usar la palabra “virgen” referida a una mujer, así como expresiones vulgares de todo tipo. La luna es azul, sin embargo, gira en torno a un caso de seducción de una joven por un arquitecto cansado de sus relaciones con una suerte de vampiresa, hija de un vecino donjuanesco cuya supuesta “depravación” moral parece haber heredado la hija. Vista hoy, claro está, la película tiene un valor de transgresión nulo, pero, tratándose de una película de Preminger tiene los suficientes alicientes como para verla con agrado e incluso con profunda satisfacción, porque hay ciertos elementos que sorprenden. En primer lugar, la elección de la actriz, Maggie McNamara, una preencarnación de Audrey Hepburm en Desayuno con diamantes, quien fue nominada al Oscar, que no ganó. Su interpretación admite ese peligroso adjetivo que es “deliciosa”, excepto cuando encontramos una manera de estar en pantalla, de sonreír y de hablar que encajan perfectamente en el alcance conceptual de dicho adjetivo. A su lado, un actor como William Holden, parece un pelele inexpresivo y ridículo, aunque le dé la réplica con sobrada eficacia. Otra cosa es la aparición de David Niven como padre/crápula, un seductor otoñal sin escrúpulos cuya intervención vodevilesca en la película consigue subir muchos enteros el interés dela misma. Que una joven, cuyo padre es policía, acepte una invitación al apartamento de un bachelor, dispuesta a seguir manteniendo su virginidad, de la que está orgullosa, aunque no juzgue negativamente a las jóvenes que decidan libremente hacer lo contrario era, en aquellos tiempos del código Hays, una provocación lo suficientemente importante como para que pudiera hablarse de película “escandalosa”, como lo fue la obra de teatro en la que se basa y cuya estructura se acusa demasiado en el desarrollo del guion, todo interiores, excepto la subida al mirador del Empire State Building, que es donde ocurre toda la acción y en cuyos bajos comerciales se encuentran y se sienten atraídos el uno por el otro, los protagonistas. La joven tiene una particularidad que señalo en el título: no deja de hablar, infatigablemente, a lo largo de los 99 minutos de la película, anticipando una particularidad del cine de Rohmer que, al menos a mí, siempre me ha parecido fascinante, sobre todo en esa joya parlanchina que es El árbol, el alcalde y la mediateca. Hace poco, una tuitera colgó un chiste que le había enviado su marido por el guásap: -Cariño, cuando hablas me recuerdas una ciudad de Norteamérica. -¿Los Ángeles? -No, Kansas. La película, por esos derroteros de la persecución de la virtud va engarzando situaciones propias del vodevil que, y no sé si será por la presencia d Niven, nos hace recordar las obras de Oscar Wilde, por los diálogos breves e ingeniosos, pero constantes. Como buena comedia romántica en clave de comedia, la película tiene un final feliz, con lo que nada le chafo a nadie, porque es todo tan previsible que bien podríamos hablar de una película que ya hemos visto mil veces antes de verla, aunque la gracia con que Preminger sabe tratar a sus personajes y el espectacular dominio de las secuencias que exhibe la protagonista, Maggie McNamara, nos arrastran en un estado de fervorosa complacencia con lo que vemos. La actriz, sin embargo, tuvo una carrera corta y, cuando dejaron de llamarla, hubo de emplearse de mecanógrafa. Murió, a los 41 años de una sobredosis de tranquilizantes. Una biografía que no se ajusta a la del “juguete roto”, pero que aun así impresiona lo suyo.


viernes, 14 de septiembre de 2018

“Los culpables”, de José María Forn, una excelente “chabrolada”.



Los apuros morales y económicos de la burguesía en la España de los 60: Los culpables o una trama de intriga criminal rodada con exquisito primor visual.

Título original:Los culpables
Año: 1962
Duración: 88 min.
País: España
Dirección: Josep Maria Forn
Guion: Luis Alcofar, Josep Maria Forn, Jaime Salom
Música: Federico Martínez Tudó
Fotografía: Ricardo Albiñana
Reparto: Tomás Blanco,  Florencio Calpe,  Susana Campos,  Félix Fernández,  Luis Induni, Yves Massard,  Gonzalo Medel,  Carmen Mejías,  Salvador Muñoz,  Joaquín Navales.

Se me pasó grabarla hace unos días, y enseguida me he apresurado a rescatarla en la web de RTVE, donde siguen disponibles durante un tiempo, para comprobar si, como se anunciaba, estábamos ante una película digna de ser recuperada o ante un fracasado intento de internacionalización de nuestro cine. Si la he calificado de chabrolada en el título de la crítica es porque reúne todos los ingredientes del cine “de provincias” de Chabrol, que tantos éxitos le ha hecho cosechar al director francés. José María Forn-el actual Josep Maria Forn- adapta la obra teatral de Jaime Salom del mismo título y la ubica en la ciudad de Gerona, con una espectacular secuencia iniciale en la que se sigue a la protagonista, Susana Campos, a través de las calles de la ciudad bajo una fuerte lluvia, vestida ella con un impermeable claro y pañuelo del mismo color, hasta llegar a una casa donde enseguida advertimos que se cuece un secreto al fuego más lento que pueda imaginarse, el de la delación que se intuye en un horizonte cercano. Enseguida se nos pone al tanto de la trama: la mujer de un empresario al borde de la bancarrota tiene una relación adúltera con un médico. El empresario -el siempre eficaz Tomás Blanco- va a ver al médico y le plantea fingir su muerte para huir de España e iniciar una nueve vida en el extranjero, adonde se hará reenviar el importe del suculento seguro de vida suscrito a causa de su afección cardiaca. La certificación de la muerte súbita, por infarto, ocurrirá en una finca de la familia del empresario, una masía fotografiada con mimo, dada su belleza, sobre todo la de la entrada con los árboles podados, como una fila de esqueletos premonitorios. La puesta en escena de la película es una de sus mejores bazas, y Forn consigue planos muy meritorios, contrapicados psicológicos incluidos, a pesar de que en modo alguno entorpece la narración de un caso hipercomplicado que irá desvelándose poco a poco, porque, la insufrible culpabilidad del médico acaba asemejando mucho el planteamiento a las narraciones de Simenon. Por un lado, el planteamiento moral de los hechos incalificables en que se embarcan los protagonistas, y que acaban atormentándolos, aunque aspiraban a conseguir la felicidad. Recordemos que el trato del marido con el médico es el intercambio de su muerte por la renuncia a su esposa para que construya una nueva vida con su amante. Por otro, una investigación criminal que, partiendo de la empresa aseguradora, acaba desvelando una trama sobre la que no entraré, porque, a poco que diga, le arruinaré la película a los posibles espectadores. Supongo que no soy el único caso de espectador al que, mediante estas películas, le gusta bucear en el pasado, en este caso, la vida en una pequeña y hermosa ciudad de provincias catalana, Gerona. ¿Qué busco? Detalles minúsculos, si se quiere, pero que permiten comprender aquellas épocas, en mi caso de mi infancia, para contrastar el conocimiento con los recuerdos. Que en la primera entrevista de un médico con un posible paciente, el médico abra una caja y le ofrezca al paciente un cigarrillo es una de esas señales de identidad de época impagables. La tercería de la propietaria de una mercería que les facilita una habitación donde encontrarse forma parte de esa tradición españolísima del celestinazgo. En este caso, además, quien interpreta a la “facilitadora” -que diríamos hoy- es una actriz como la copa de un pino, Ana María Noé, quien se prodigó en el teatro comprometido ideológicamente y, hacia el final de su carrera, también en los dramáticos de TVE. Con todos estos ingredientes, José María Forn logra levantar una película, muy en la línea de obras anteriores como Muerte de un  ciclista, de Bardem, o como el primer thriller que dirigió Borau y que ya critiqué aquí, la estupenda Crimen de doble filo. Recordemos, además, la importancia el cine policiaco barcelonés de la década de los 60, del que se despega, si acaso, por la cuidada atención a la puesta en escena y por el intento de contrastar con planos muy escogidos la miseria moral que anida en el fondo del relato. Dentro de esa arqueología de la sociedad española que supone el visionado de estas películas, no puede dejar de chocar que no le llamara la atención a la censura el modo irregular como, por ejemplo, una agencia de viajes, se convierte en instrumento de una evasión de divisas a Suiza. He de reconocer que la película tiene un antes y un después con la entrada en acción de Félix Fernández, un secundario que, como ocurría entonces en aquel cine nuestro, es capaz de merendarse la película él solito, convirtiéndose en la estrella principal. Inspector de policía que conoció al padre del protagonista, un ajustado a su tormento moral Yves Massard, desde que él entra en escena, poco a poco, con ese olfato de los comisarios a punto de jubilarse, se va esclareciendo la trama, que incluye algún golpe de efecto que logra sorprender al espectador y permite “redondearla” brillantemente. La atmósfera de la narración, insisto, es exactamente la misma de esas dos referencias francesas: Chabrol y Simenon. Y ahora que quien la vea y no lo vea, me lo reproche aquí mismo. Finalmente, a modo de apéndice, me ha llamado la atención la aparición de Luis Induni, a quien tenía visto en mil películas que no lograba recordar. Un habitual de los espaghetti western rodados en Almería que veía cada semana, ¡por partida doble”, en el cine de barrio de mi adolescencia. Lo curioso es su historia personal: Luigi Induni, luchador italiano proalemán en la Segunda Guerra Mundial, se refugió en España y pasó hambre y hasta durmió en la calle. Iquino lo “recogió” como limpiador de su estudio a cambio de un techo, y poco tiempo después comenzó su carrera, primero como figurante, y después como habitual de esos westerns almerienses.

jueves, 13 de septiembre de 2018

“Campeones”, de Javier Fesser o ¡una gozada emocionante!



Una magnífica comedia sin sensiblerías sobre una realidad tratada con la máxima dignidad: Campeones o las risas no impiden ver el bosque frondoso de la marginación social de la discapacidad intelectual.

Título original: Campeones
Año: 2018
Duración: 124 min.
País: España
Dirección: Javier Fesser
Guion : David Marqués, Javier Fesser
Música : Rafael Arnau
Fotografía: Chechu Graf
Reparto: Javier Gutiérrez,  Juan Margallo,  Luisa Gavasa,  Jesús Vidal,  Daniel Freire, Athenea Mata,  Roberto Chinchilla,  Alberto Nieto Ferrández,  Gloria Ramos, Itziar Castro y los “campeones”: José de Luna, Sergio Olmo, Jesús Vidal. Gloria Ramos, Alberto Nieto Ferrández, Julio Fernández, Jesús Lago, Fran Fuentes, Roberto Chinchilla y Stefan López.

Película arriesgada y difícil, esta de Javier Fesser, autor de una obra maestra: Camino y de algunas comedias que, como El milagro de P. Tinto, forman parte de la fecunda historia del género en España, cuya cinematografía brilla con una potentísima luz propia, desde El verdugo, hasta Plácido, ambas de Berlanga,  pasando por Amanece que no es poco, de José Luis Cuerda o por el mismísimo Atraco a las 3, de José María Forqué, recordadas a bote pronto, o El cochecito, de Ferreri, cuyo final censurado se ha conocido estos días. Abordar una película en clave de comedia en la que los actores principales son discapacitados intelectuales es atravesar un lago helado con zapatos untados con tocino… Leyendo información complementaria, he sabido que Javier Gutiérrez, que hace una interpretación “de campanillas”, tiene un hijo discapacitado intelectual, lo que le añade a la película un plus de honestidad, veracidad y tacto en el tratamiento del tema que consigue plenamente su objetivo, porque, aun siendo una comedia con momentos muy graciosos, en los que incluso se consigue arrancar la carcajada a los espectadores, el tratamiento de los variadísimos personajes alrededor de cuyas vidas gira la película es tan elegante y respetuoso como eficaz la trama en que se inserta dicha actuación. Ojo al parche: no estamos ante una película sensiblera, enaltecedora del buenismo y con ese punto de supremacismo propio de las almas hipercompasivas en busca de una “causa” que llene el vacío de su individualidad y le dé sentido a su vida; ¡en modo alguno! La trama arranca con una bronca entre el segundo entrenador de un equipo de baloncesto y el primer entrenador. A ello le sigue una conducción temeraria que acaba llevándose por delante el espejo retrovisor de un coche de policía aparcado…, todo lo cual lleva a una denuncia que se resuelve en un juzgado con la condena del ebrio conductor, a quien la sentencia le priva de carnet durante dos años, y le obliga a realizar trabajo social en un club, entrenando a esos discapacitados que no han jugado al baloncesto en su vida, excepto uno, cuya historia real se cuenta al final de la película y que no desvelaré, porque, aunque la película no quiere dar “lecciones” ni tiene un fin didáctico, está claro que son muchas las conclusiones positivas que uno puede sacar de ella. La han elegido como candidato al Oscar a la mejor película extranjera, y reconozco que tiene muchas posibilidades, en caso de que la Academia usamericana la seleccione, porque tiene todos los ingredientes que hacen “felices” a los espectadores usamericanos: la redención individual, la superación personal, la visión positiva de la diferencia en forma de discapacidad, una trama que se ajusta milimétricamente a un género ya establecido y tratado con éxito de público y taquilla desde hace mucho, la presencia del deporte , ¡el basket, nada menos!, como hilo conductor, y unas interpretaciones extraordinariamente estimulantes. No estamos ante Alguien voló sobre el nido del cuco, de Milos Forman,  por supuesto, porque son muy distintas las épocas, pero Campeones, al que, sin desdoro ninguno, podemos calificar como “cine familiar”, es una apuesta cinematográfica que consigue, con la sola pretensión de hacer una “buena comedia”, objetivos colaterales muy  nobles. A quienes nos ha preocupado siempre el tema de las perturbaciones mentales, no podemos sino recordar aquel movimiento denominado “antipsiquiatría” que, en los años 70, Laing, Barsaglia..., se propuso sacar a los enfermos mentales de los psiquiátricos para insertarlos en la vida corriente de la comunidad, excepto los casos peligrosos para sí mismos y para otros, por supuesto. La elección de un personaje prepotente y agresivo, como el protagonista que encarna Javier Gutiérrez, en el que la ausencia de la figura paterna ha conformado un ser castrado, incapaz de enfrentarse a las dificultades y con pánico a ser él mismo padre, es un acierto tremendo de la película, porque, por previsible que sea la evolución que ha de sufrir el personaje, lo que en modo alguno conoce el espectador es la colección de episodios, de acontecimientos, de contacto humano con esos seres con quienes acaba teniendo el “privilegio” de convivir para descubrir ciertas verdades esenciales que todo ser humano ha de conocer y tener muy presentes en su vida. El adagio horaciano clásico nos dice: sapere aude!, “atrévete a conocer”, y esta película tiene la virtud de encarnar en un entrañable equipo de baloncesto de discapacitados mentales una maravillosa vía de ese conocimiento al que todos hemos de llegar, porque nos va en ello parte o todo de nuestra posible felicidad. Son tantas las escenas magistrales de Campeones que renuncio a comentarlas, porque me parece de justicia que el espectador entre como yo a la sala o se siente en su sofá: ignorándolo todo. Solo así tiene lugar esa suerte de catarsis que, paradójicamente a través de la comedia -la risa nos hará libres…-, nos purifica para entender cabalmente que el afecto tiene razones poderosas que la fría razón analítica no entenderá jamás. En descargo de Fesser, que dirige la película con una efectividad maravillosa, son mínimas las escenas en que la película cae en el anticlímax, como las referentes a la relación del protagonista con su ex, que acaban, sin embargo, teniendo una evolución magnífica hacia el final de la película. Es una película de personajes, y en ellos se centra la película, pero ello no quita para que Fesser ensaye ciertas tomas, como la de las luces de la ciudad desde el fondo de la caravana, y a través del parabrisas del vehículo con mucho poderío visual, del mismo modo que hay homenajes a escenas célebres como la del camarote de los Hermanos Marx en un ascensor del hotel… En fin, podría alargarme más y seguiría siendo incapaz de transmitir la particular emoción que las personas muy sentimentales viven viendo esta película, por eso invito a los lectores a tener su propia vivencia y luego ya, si eso, hablamos…

miércoles, 5 de septiembre de 2018

“Casada con un comunista”, de Robert Stevenson, una rareza del agitprop anticomunista.



Entre el thriller potente y la  propaganda política, una película que acaso inspirara la “caza de brujas” del senador McCarthy.

Título original: The Woman on Pier 13
Año: 1949
Duración: 73 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Robert Stevenson
Guion: Charles Grayson, Robert Hardy Andrews (Historia: George W. George, George F. Slavin)
Música: Leigh Harline
Fotografía: Nicholas Musuraca (B&W)
Reparto: Laraine Day,  Robert Ryan,  John Agar,  Thomas Gomez,  Janis Carter,  Richard Rober, William Talman,  Paul E. Burns,  Paul Guilfoyle,  G. Pat Collins,  Fred Graham, Harry Cheshire,  Jack Stoney.

El director inglés Robert Stevenson, un clásico artesano que hizo obras notables como Alma rebelde, la adaptación de Jane Eyre con Orson Welles y Joan Fontaine, o la popularísima Mary Poppins, por la que fue nominado al Oscar al mejor director, dirigió antes de la turbulenta llegada a la escena política usamericana del senador McCarthy una película anticomunista que, al mismo tiempo, está planteada en clave de thriller, por un lado, y de película social, por otro, pues se dirime en la historia, al margen de la cuestión comunista, un enfrentamiento entre estibadores y navieros.
Robert Ryan, un hombre que encubre un pasado como agitador comunista, es ahora, recién casado, un directivo de la asociación de navieros, quienes delegan en él la consecución de un acuerdo con los trabajadores para evitar una huelga perjudicial para todos. La irrupción de su antigua novia, aún militante del Partido y activista disciplinada, una Janis Carter exuberante y perfecta en su papel de doble femme fatale, le llevará a tener que enfrentarse a ese pasado que creía definitivamente enterrado.
El modo como presenta la historia a los dirigentes del Partido, propiamente como una banda mafiosa, consigue, paradójicamente, que la carga política quede muy desustanciada, porque a los esbirros del Partido que incluso llegan al asesinato se les acaba viendo más como lo que realmente son, una organización mafiosa, que como los viejos idealistas del socialismo dispuestos a conseguir una revolución al servicio del pueblo (pero sin él, claro).  Y de ello se beneficia la película, sobre todo en el tramo final, cuando la acción ya toca de cerca a la protagonista, una enamorada y sorprendida Laraine Day, actriz emblema de la “mujer de orden”, quien, tras el asesinato de su hermano, que había sido seducido por quien fuera la novia comunista de su marido, se lanza a la búsqueda de pruebas que demuestren que esa muerte no se debió a un “accidente”.
La verdad es que, más allá de la anécdota argumental en que se presenta poco menos que como hienas sanguinarias a los mafiosos comunistas, la película tiene un pulso narrativo excelente -excepto por la debilidad argumental de no querer revelar su pasado el personaje y afrontarlo desde la legalidad, en vez desde el heroísmo individual que tan confundido anda entre la antigua lealtad a “los de abajo” y sus nuevas responsabilidades negociadoras entre estos y ·los de arriba” a los que ahora pertenece. Salvando esa debilidad, ya digo, el guion nos lleva por una vía de thriller de muchos quilates. La presencia de Robert Ryan, aunque algo apagado, basta para ponerle ese toque de calidad indiscutible, del mismo modo que la contribución rigurosa y apabullante de Janis Carter como la tentación que viene de un pasado aún envuelto en luces y sombras. De hecho, resulta incoherente la pasiva reacción del protagonista cuando contempla uno de los asesinatos de la banda ante sus ojos, como aviso si se niega a colaborar en el hundimiento de las negociaciones que provoque la huelga que van buscando para sus planes agitadores.
La ambientación en el puerto y en las barracas de feria donde la mujer del protagonista va buscando pruebas que incriminen a alguien en la muerte de su hermano, unas secuencias en las que Laraine Day brilla con luz propia por el modo como sabe embaucar al asesino hasta que confiesa cómo mató a su hermano, se revela como una eficaz puesta en escena que, en vez de hablarnos de una organización política,  más retrata los procederes de una mafia. No me parece, a tal efecto, menospreciable la selección de Thomas Gómez, de origen hispano, como el jefe inmisericorde del Partido, dispuesto a expedir sentencias de muerte en un abrir y cerrar de ojos.
Me abstengo de desvelar el final, porque esas escenas de acción redondean la película, incluida cierta moralina indispensable en este tipo de productos a los que lastra el peso de su concepción como instrumentos de lucha ideológica. Insisto, la película se ve con interés y con mayor aún la visión hipersesgada de la ideología que amenazaba el american way of life… Bien pudiera decirse que, recién acaba la Segunda Guerra Mundial, esta película, y otras como ella, como Telón de acero, de William Wellman, un año antes, en 1948, inauguraron oficialmente, para el cine, la Guerra Fría.

domingo, 2 de septiembre de 2018

«Hunted», de Charles Crichton: ¡Bendito hallazgo !



Dirk Bogarde y Jon Whiteley o la extraña pareja en una película conmovedora e inquietante: Hunted, o los fugitivos del desamor…

Título original: Hunted
Año: 1952
Duración: 84 min.
País: Reino Unido
Dirección: Charles Crichton
Guion: Michael McCarthy, Jack Whittingham
Música: Hubert Clifford
Fotografía: Eric Cross (B&W)
Reparto: Dirk Bogarde,  Kay Walsh,  Elizabeth Sellars,  Geoffrey Keen,  Frederick Piper, Jane Aird,  Julian Somers,  Jon Whiteley,  Jack Stewart,  Douglas Blackwell, Leonard White.

Me he cerciorado de que se puede adquirir en vídeo, porque me temo que esta película jamás ha sido estrenada en España, y si tenemos que esperar a que la pasen por la TV pública o que la rescate la Filmoteca, vamos listos. Y, sin embargo, estamos ante un peliculón excepcional con una capacidad de mantener en vilo a los espectadores y lanzar unas cargas de profundidad sobre el maltrato a los niños que rara vez pueden verse con tanta efectividad y afectividad como en esta película de Charles Crichton, cineasta del que me he vuelto absolutamente adicto. Ni una suya he visto de la que pueda decir que me ha decepcionado. Antes al contrario, cada  nueva película suya que veo, más se agranda su figura como cineasta excepcional, a la altura de Reed, de Lean, de Richardson, de Schlesinger, Mackendrick y de tantos otros mucho más reconocidos que él. ¡Caray, qué peliculón se ha marcado Crichton en esta historia “pequeña” llena de emoción, de suspense y de crítica social! El arranque, un niño desharrapado y sucio corriendo por la calle con un osito de peluche en la mano,  inicia una aventura que enseguida va a sumarse a la del personaje representado por Dirk Bogarde, Lloyd, un marinero que, de vuelta a casa, ha matado al amante de su mujer. En cuanto el niño descubre el cadáver que hay junto al marinero, en un edificio en ruinas -la acción transcurre en la posguerra y son muchos aún los edificios devastados por los bombardeos sobre la capital británica-, el marinero se lo lleva para evitar complicaciones y se inicia, en ese momento, una relación cuyo futuro ignora por completo el marinero y, por supuesto, los espectadores. En cuanto entra la policía en juego, tras la denuncia de los padres adoptivos de la desaparición de la criatura, la historia se irá desvelando, fragmento a fragmento ante nuestros ojos sorprendidos y progresivamente indignados…, porque en el “apego” de la criatura al fugitivo se esconde la terrible realidad de que él mismo, el pequeño -un increíble Jon Whiteley lleno de dulzura, desamparo y ternura- es también un fugitivo que huye del escarmiento que le espera por haber prendido fuego a una cortina con la intención de quemar la casa de la que ha huido a la carrera con su peluche. La presencia del niño, a quien Lloyd, llegado cierto momento, quiere dar esquinazo sin poder hacerlo -¡increíble escena, la del chiquillo subido al puente para lanzarse, como lo hace,  a uno de los vagones del tren en el que el marinero pretende huir de la policía y del niño-, condiciona de tal manera la huida del marinero que aquella decisión suya de arrojarse al mismo tren en el que este huía acabará dándole una vuelta de tuerca espectacular a la huida hacia Escocia, a la casa del hermano del protagonista, donde se encuentra lo que nunca creyó que podría encontrarse, y quede dicho que la descripción de los escoceses no es, se mire como se mire, la mejor que puede hacerse de ellos, aunque sea la más verosímil. Los catalanes constitucionalistas advertirán insólitas similitudes con lo que pasa por estas tierras dejadas de la mano del Gobierno Central. Con todo, Crichton dirigió una comedia muy notable y disparatada  sobre la guerra de sexos ambientada en Glasgow. El blanco y negro casi obligado entonces, estamos en 1952, consigue, tanto en los barrios pobres londinenses como en el puerto de pescadores escocés, arrancar un aire de vida realista que nos impide siempre refugiarnos en lo que podríamos llamar el lado afectivo de la huida, esto es, el estrechamiento paulatino de la relación entre Lloyd y la criatura, aunque cuando azuza a ambos el cansancio y el hambre, el marinero tiene algunos arranques de ira que, por suerte, no cristalizan: enseguida recupera la piedad enorme que le despierta la orfandad de chiquillo. A ese respecto, es estremecedora la parte en que se alojan, de paso hacia Escocia, en un casa de huéspedes y la “patrona”, ante la ausencia de quien ella cree que es el padre, decide bañar a la criatura y ponerle el pijama para acostarla. Lo que ve, y que Lloyd no ha visto aún, las señales en la espalda del crío de haber sido azotado cruelmente, llevan a la mujer a sospechar de quién sea quien, a la mañana siguiente, acaba presentándose en la primera página del periódico, lo que provoca una secuencia de tensión extraordinaria que resuelve huyendo a la carrera, para atravesar las montañas camino de la casa del hermano. No son pocas las películas de huidas, y esta de Crichton recuerda mucho, en su planteamiento a la de Clint Eastwood, Un mundo perfecto, también sobre la huida de un fugado de la prisión que se lleva como rehén a un niño de 8 años -7 tiene el de Hunted-, pero hay algo en la de Crichton, por la situación peculiar del niño: dado en adopción y ser objeto de malos tratos por sus padres adoptivos, que nos lleva al final que nos lleva. Por el camino, esta road movie sin coche; una road a campo traviesa, podríamos improvisar, nos irá descubriendo no solo la fragilidad psicológica del marino engañado y su necesidad implícita de venganza, por un lado, y de afecto, por otro, sino la extraña conjunción perfecta de dos destinos tan disímiles como el del adulto y el del niño: dos seres antagónicos que acaban forjando unos lazos afectivos que logran conectar con las más profundas emociones de los espectadores, y sin ser una película lacrimógena, por la ambigüedad que se va manteniendo en la huida hasta el final, a cargo del marino, no es menos cierto que resulta imposible no empatizar con el doble desvalimiento de la criatura y de su protector. La secuencia impresionante del cuento que le pide el niño que le cuente antes de dormirse merece un lugar en las antologías de las secuencias memorables del séptimo arte, desde luego. Sí, sí, lo sé, estoy absolutamente predispuesto hacia Crichton y quizás no sea, en este caso, el crítico más fiable, pero si quieren vivir una odisea hacia ninguna parte…emocionante, vean Hunted, cuyas actuaciones principales, la de Dick Bogarde y la de Jon Whiteley, son de las que se te imprimen en la memoria, como la de Spencer Tracy y  Freddie Bartholomew en Capitanes intrépidos. La tienen, como vengo diciendo desde hace varias críticas en Filmin, y merece absolutamente la pena pagar los 6 € por ver ni que fueran las últimas tres que he criticado en este Ojo. Pero hay más, se lo aseguro…