La presión del espacio, la decadencia de los
terratenientes y las disputas familiares: Todos
lo saben o un drama sólido con algunas imposturas disculpables.
Título original: Todos lo saben
Año: 2018
Duración: 130 min.
País: España
Dirección: Asghar Farhadi
Guion: Asghar Farhadi
Música: Alberto Iglesias (Canciones: Nella Rojas, Javier Limón)
Fotografía: José Luis Alcaine
Reparto: Penélope Cruz, Javier
Bardem, Ricardo Darín, Eduard Fernández, Bárbara Lennie, Elvira Mínguez, Ramón Barea,
Inma Cuesta, Sara Sálamo, Carla Campra, Sergio Castellanos, Roger Casamajor, José Ángel Egido, Tomás del Estal, Esteban Ciudad, Nella Rojas,
Jaime Lorente, Jordi Bosch.
La “aventura española” de
Asghar Farhadi se ha centrado en una historia rural con fuertes componentes
familiares que pretenden conceder a la película una dimensión global. Da igual
que el pueblo sea iraní que español o que chino; las leyes que rigen la vida
familiar y de vecindad en los pueblos pequeños se parecen en todo el globo,
salvo detalles folclóricos que, en este caso, tampoco están muy acentuados. De
hecho, hay como una suerte de asepsia geográfica y folclórica que nos llevan a
no reconocer exactamente el lugar para que probables prejuicios no nos estorben
a la hora de centrarnos en el drama de un secuestro que sirve de pretexto para
poner al descubierto rivalidades, rencores, odios e historias encubiertas que,
sin embargo, son vox pópuli. La película se abre con lo que podríamos denominar
“las tripas del tiempo”, esto es, el desvencijado mecanismo del reloj que
“marca” las horas de la vida de la gente desde hace siglos, allá en lo alto del
campanario, como una presencia divina y ajena a las obras de los seres que
viven bajo la constatación de sus horas inapelables. El tiempo pasa, sí, pero
no pasa en balde, y la película parte de ese presente oxidado del mecanismo del
reloj para remontarnos, a partir del secuestro de la hija de la protagonista, que
vuelve a casa para asistir a la boda de su hermana pequeña, al tiempo, también
oxidado, del pasado. Aunque pudiera parecer, por lo que llevo de sinopsis, que
la película se plantee como la resolución de un caso de secuestro, lo cierto es
que la decisión de no avisar a la policía para intentar recuperar a la
adolescente mediante el pago del secuestro, y la contratación de un expolicía
que les asesore sobre cómo conducirse en esa difícil situación, hacen derivar
la película hacia los móviles del secuestro y hacia los “sospechosos”, lo que
altera radicalmente el microcosmos
familiar para orientar la trama en una dirección arqueológica que desembocará
en el reconocimiento de un presente lleno de fracasos, envidias y rencores. El
patriarca de la familia, un terrateniente que ha ido vendiendo sus tierras a
los aparceros que antes las cultivaban, y que está “impedido”, anda con unas
muletas de fuerte carga simbólica, como aquel José María Prada con el brazo en
cabestrillo en claro saludo fascista en la película de Carlos Saura La prima Angélica, vive lleno de un
resentimiento total hacia quienes les compraron las tierras y, sobre todo,
contra el hijo de los antiguos sirvientes de la casa que ahora explota unos prósperos
viñedos. Poco a poco, de forma muy medida, y ese timing es la razón de ser de la película, se nos va entregando la
madeja de relaciones y de apariencias que se desmontan con la llegada de la
hija que emigró a Argentina y el secuestro de su hija. Es cierto que hay
detalles inexplicados, como la propia emigración a Argentina, o el “pelín
forzado” matrimonio de la hija precisamente con un catalán, lo que permite
introducir apenas tres frases que se subtitulan, suponemos que para demostrar urbi et orbe que somos un país plurilingüístico
-¿o me paso de susceptible?-, pero, en términos generales, lo esencial de la trama se va desgranando
poco a poco, sobre todo a partir de la llegada del marido argentino de la
protagonista, Ricardo Darín, que cumple con creces, a la atura de lo que se
espera de él, pero que no ensombrece la actuación “mater dolorosa” de Penélope
Cruz, quizás un pelín sobreactuada en algunos momentos. No ocurre lo mismo con
quien fuera su amor de adolescencia y primera juventud, el ahora propietario
Bardem, y en tiempo, hijo de los sirvientes de la casa de los “amos”, que,
salvo las escenas algo impostadas de la boda, y los saludos a los recién
llegados, amén de algunas gracias con las criaturas, está muy en su papel de
hombre de campo, tosco y delicado al tiempo, capaz de guardar un secreto que su
esposa, magnífica y materialista Bárbara Lennie, conseguirá arrancarle a fuerza
de sospechar, con impecable lógica, de su comportamiento. Las historias
cruzadas entre los personajes van creando una red de “secretos y mentiras” y “delitos
y faltas” que nos ponen ante los ojos una suerte de podredumbre social de baja
intensidad pero suficiente para condicionar las relaciones entre los seres
humanos de forma trascendental. Recordemos que el “argentino” que ha contribuido
generosamente a la restauración de la iglesia del pueblo es el mismo que
vuelve, arruinado y deprimido, para reunirse con su mujer y tratar de rescatar
a su hija. Y hasta aquí la información que puedo dar sin chafarle a nadie una
trama bien construida y mejor interpretada, salvo esos pequeños detalles que he
mencionado. No hace mucho tuve la oportunidad de criticar en este Ojo dos
muestras de ese cine de pequeños espacios con relaciones tóxicas: La propera pell, de Isaki Lacuesta y Un cos
al bosc, de Joaquim Jordà. Y hace más tiempo la excepcional Condenados, de Manuel Mur Oti. La película de Farhadi no supera ninguna de
ellas, aunque se vea con agrado y se disfrute con un coro de secundarios que
asumen, de hecho, un papel protagonista coral. Se advierte que Farhadi se
muestra cómodo moviendo grupos amplios y sabe por otro lado, conceder a casi
cada uno de los intérpretes momentos de auténtico lucimiento. Eso pasa con el
magnífico Eduard Martínez, soberbio en su papel, con Elvira Mínguez, con Bárbara
Lennie, con Inma Cuesta y con unos jóvenes actores que dan la talla muy
decorosamente junto a los consagrados. Aunque el reclamo popular sean Cruz y
Bardem, la película no gira exclusivamente en torno a ellos, sino que ellos
forman parte de ese engranaje de la pequeña localidad en la que su historia
ocupa un lugar en la vida de las gentes, de ahí el título, Todos lo saben… Lo
bueno es que el espectador solo llega a saberlo al final de la película,
abierto en el sentido de que la solución del “secuestro” abre otros
interrogantes que quedan en el aire, en una suerte de “la vida continúa”, sí, y
se siguen oyendo, una tras otra, las horas que marca ese oxidado reloj de la iglesia…,
llenas de pasado y de futuro. La
dirección de Farhadi es de las que podríamos llamar “transparente”, esto es, se
preocupa más de la historia que de que el espectador se fije en el estilo con
que es filmada. Con todo, la fluidez narrativa es magnífica y la puesta en escena
se ajusta estupendamente al espacio rural que gravita sobre la historia con los
ecos de las antiguas fechorías que han condicionado las vidas de sus
habitantes. Que Farhadi apenas conceda importancia a los secuestradores tiene
mucho que ver con ese bisbiseo entre los esposos que sobreviven a duras penas
regentando un hostal en el pueblo, a pesar de pertenecer, por familia, a la
casa del antiguo terrateniente del lugar; un “secreto” en la voz baja de la
sofocación de los trapos sucios que, sin embargo, con el tiempo, acaban siendo
de dominio público…