sábado, 30 de mayo de 2020

«El último hombre sobre la Tierra», de Sidney Salkow o las largas postrimerías de Vincent Price.



Primera (y curiosilla…) adaptación de un clásico de la ciencia-ficción y el terror: Soy una leyenda, de Richard Matheson

Título original: The Last Man on Earth
Año: 1964
Duración: 87 min.
País:  Estados Unidos
Dirección: Sidney Salkow, Ubaldo Ragona
Guion: Richard Matheson, Furio M. Monetti, Ubaldo Ragona, William Leicester (Novela: Richard Matheson)
Música: Paul Sawtell, Bert Shefter
Fotografía: Franco delli Colli
Reparto: Vincent Price, Franca Bettoia, Emma Danieli, Giacomo Rossi-Stuart, Christi Courtland.

He de reconocer que identificar a Vincent Price en el cartel anunciador de una película me induce a interesarme por ella enseguida. Otra cosa es que se trate de una de esas películas pane lucrando con las que Price, hacia el final de su larga carrera explotaba su nombre mítico, por más que, con posterioridad a esta, rodara una que lo devolvió al estrellato para nuevas generaciones de espectadores que ignoraban su existencia: El abominable Dr. Phibes, de Robert Fuest, que tuvo incluso la secuela correspondiente, dado el éxito.
La presente es la primera versión de una exitosa novela de Richard Matheson, quien también firmó el guion, aunque con pseudónimo, Logan Swanson, por ciertas discrepancias que mantuvo hasta el final, aunque ello no obstó para que considerar esta versión le mejor de todas. Había visto en su momento la interpretada por Charlton Heston, El último hombre…vivo, de Boris Sagal, cuya estética dejaba mucho que desear y cuyo intérprete parecía repetir, en un contexto totalmente diferente, la más que exitosa El Planeta de los simios, de Franklin J. Schaffner.
La película está rodada en Italia, pero se quiere representar, absurdamente, que estamos en Usamérica, por más que el urbanismo, las casas y los intérpretes nos disuadan a primer golpe de vista de una ficción tan burda. Ello no es obstáculo, sin embargo, para que la puesta en escena, salvando esa necedad, sea magnífica. No solo el interior de la casa donde el protagonista, único superviviente de una plaga vírica que ha acabado con la Humanidad, resiste, fortificado, contra los intentos de los “muertos vivientes”, tomados por “vampiros”; sino también la ciudad y cualesquiera espacios por los que el protagonista se mueve con su coche para irse deshaciendo de unos rivales que califica de “muy débiles”, si individualmente, aunque peligrosos si a uno lo rodea un grupo de ellos. Las calles desiertas y los edificios con los cadáveres esparcidos consiguen crear una verdadera atmósfera apocalíptica, que el blanco y negro de la fotografía potencia con una trascendencia de película importante que no responde a la producción de serie B de la misma; o, dicho de otro modo, la fotografía consigue ofrecernos una perspectiva de la historia llena de claroscuros que ensombrecen la historia justo hasta donde no consigue hacerlo la interpretación de Price, quien no andaba ya con las mismas energías de antaño ni el protagonista, de corte realista, un científico, le permitía registros tenebrosos como los de las películas con Corman.
A diferencia de la novela, en la que el protagonista es un hombre sencillo que se empeña en buscar una solución a la epidemia, el protagonista es un científico al que curiosamente respeta el virus pandémico. ¡Y ahora agárrense bien a la butaca! ¿De dónde ha sacado la inmunidad el protagonista? ¡De que fue mordido por un murciélago en un país exótico que le transmitió el virus y lo inmunizó! ¿Qué, cómo se les ha quedado el cuerpo…? Ya he criticado recientemente dos películas relacionadas con los virus, y ahora esta tercera aún afina más el rastro que nos lleva al covid-19, podríamos decir…
Los afectados, una suerte de vampiros contra los que el científico no duda en protegerse con los recursos tópicos: ristras de ajos y espejos que cuelga en todas las entradas de su casa, se comportan, en realidad, como los «muertos vivientes» con los que, apenas cuatro años después de esta película, George A. Romero deslumbraría al mundo con una película sobrecogedora en blanco y negro con el final más cruel que pueda imaginarse. Si en vez de aparecer el término «vampiro», hubieran hablado de living dead, muy otro sería ahora el destino de esta película, que habría sido mil veces repuesta en la televisión o las pantallas.
Es importante, y los planos de los calendarios con los días tachados enseguida sugieren la «heroicidad» de resistir, solo, sin ir más allá del vertedero donde las autoridades incineraban los cadáveres que sacaban de las casas en camiones militares, como nos ha sido dado ver durante la actual epidemia, por ejemplo; es importante, decía, apreciar esa voluntad de resistente del protagonista a pesar de que todo indica que es él el último hombre vivo sobre la tierra… Hasta que se encuentra con una mujer que parece estar tan sana como él, y como tal la acoge en su vivienda, hasta que descubre que está infectada, aunque ella, y otros con quienes vive, han descubierto un medicamento cuya inyección permite detener la infección, aunque no revertirla totalmente. El científico, entonces, decide ensayar una transfusión para comprobar si puede «vacunar» a la mujer. Lo cual consigue. Ahora bien, la comunidad en la que vive sabe quién es, porque lo consideran algo así como una «leyenda», sobre todo por su lucha contra los infectados. De todos modos, en esa nuevo “comunidad”, de reglas estrictas e inspiración fascistoide, o tal parece, al menos, en el modo como se presenta en el desenlace, no ve el protagonista que pueda encajar de ninguna manera. Se inicia, por consiguiente, la inevitable “caza” que nos abocará al desenlace, pero eso habrá de verlo ya el aficionado a estas «rarezas» que a veces nos descubren inquietantes paralelismos con nuestro presente…

viernes, 29 de mayo de 2020

«7 de diciembre» y «Undercover», de John Ford, el patriota tras la cámara en tiempos difíciles.



El John Ford documentalista, inédito para muchos de sus buenos aficionados, a quienes sorprenderá la perfección formal del cine de propaganda en tiempos bélicos.

Título original: December 7th
Año: 1943
Duración: 82 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford, Gregg Toland
Guion: Budd Schulberg
Música: Alfred Newman
Fotografía: Gregg Toland (B&W)
Reparto: Documentary, Walter Huston, Harry Davenport, Dana Andrews, Paul Hurst.

Título original: Undercover
Año: 1944
Duración: 61 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Fotografía: (B&W)
Reparto: Documentary, John Ford, Pierre Watkin, Martin Garralaga, Osa Massen, Peter Lorre.

         Estamos, queda claro, ante una dimensión propagandística del cine en un conflicto bélico de la trascendencia del de la Segunda Guerra Mundial, un desafío total a los principios básicos de las libertades democráticas. Ese es el contexto en el que John Ford pone al servicio de su país lo mejor con lo que puede contribuir: su genio cinematográfico. Por la primera, además, 7 de diciembre, recibió un Oscar al mejor documental.
Escoger la figura del Tío Sam como personaje que nos narra la peculiaridad de las islas Hawái, en una primera parte que preludia el infierno de la segunda, el ataque aéreo japonés, en un diálogo con un periodista que trata de hacerle ver otra realidad diferente respecto del origen japonés de muchos de sus habitantes es de una originalidad más que notable. Dos actores de tanto mérito como el padre de John Huston, Walter y el espléndido secundario Harry Davenport nos sirven de hilo conductor para hacer un repaso de la historia de las islas y el lugar central que la inmigración japonesa acabó teniendo en ellas. Desde este punto de vista, el documental cumple una labor informativa de alto nivel y en modo alguno deja indiferentes a cuantos, a través de la las imágenes vamos viendo lo arraigado que está en la comunidad japonesa el sentimiento de pertenencia a su país, en guerra, no lo olvidemos con el país de sus ancestros.
Las islas son tan afortunadas como nuestras Canarias, y se descubren en toda su belleza apabullante en películas como la reciente Los descendientes, de Alexander Payne o la desconocida, pero muy atractiva, El señor de Hawái, de Guy Green. En el blanco y negro magnífico del documental, con verdaderas joyas paisajísticas en los encuadres de Ford, hemos de destacar la presencia de uno de los grandes directores de fotografía de la Historia del cine: Gregg Toland. La excepcional pareja de artistas es capaz de hacernos ver Hawái de un modo que resulta muy difícil no admirar tantísima belleza natural, aunque sea en blanco y negro.
Una vez recontada la historia de los japoneses en Hawái, como minoría mayoritaria, casi unas 150.000 personas, se ha de recordar que, a diferencia de otros lugares del Continente, donde fueron internados en campos de concentración, no padecieron el mismo destino en Hawái, donde todos los norteamericanos de origen japonés se pusieron incondicionalmente del lado de su país y contra el de sus ancestros, sobre todo después del sorprendente ataque que mermó, temporalmente, eso sí, la capacidad de respuesta de Usamérica por mar y por aire.
La recreación del bombardeo es magnífica, la propia de una película bélica como las dirigidas por el propio Ford. Pueden los «puristas» ponerle pegas a la reconstrucción con maquetas de los estragos que produjo en la «Navy» un ataque perfectamente sincronizado y ejecutado con absoluta pericia por los aviadores japoneses. Recordemos que un año después de este documental, Mervyn LeRoy dirigió Treinta segundos sobre Tokyo, que es algo así como la respuesta usamericana al bombardeo de Pearl Harbour. Las escenas bélicas de Ford no es que coincidan en muchos aspectos con el único documental «en directo» rodado  por Al Brick en la base militar el día del ataque, después de la incursión de la aviación japonesa, sino que fue directamente utilizado por él, mezclándolo con el resto del metraje rodado por él. En el documental de Brick no solo se muestran los daños sufridos, sino que, como ocurre en el documental de Ford, se narra el esfuerzo de reparación de todos los daños causados para volverlos a poner «operativos» y seguir luchando contra el enemigo.
El documental acaba con  un recuerdo a los militares muertos, en cuyo nombre se entrevista a uno de ellos, interpretado nada menos que por Dana Andrews, entonces estrella emergente y gran divo de la pantalla pocos años después. El desfile de banderas de los países que sumaron sus fuerzas a las usamericanas concluye la narración. Recordemos, no obstante, el muy diferente valor que tiene para los usamericanos su bandera, a la hora de juzgar el «cierre» de la película.
Undercover es un documental algo diferente, porque tiene más estructura de película que el anterior. Trata sobre la formación, sobre el adiestramiento de los agentes secretos o «tapaderas», como refiere el título, que se instalan en otros países para transmitir información al gobierno de cuanto pueda ser de interés para este, sobre todo en tiempos de conflicto, enfrentamiento e incluso guerra. John Ford tiene un papel en la película, como seleccionador de dichos espías, pero el grueso del rodaje se centra en cómo se ha de comportar un «undercover» para no levantar ningún tipo de sospechas respecto de su interés en ciertos asuntos que podría resultar sospechoso para los ciudadanos del lugar donde viva destinado. Con actores en su mayor parte secundarios que no siquiera son acreditados en el documental, actores como el español que triunfo en Hollywood, Martín Garralaga, la danesa Osa Massen que tuvo algún papel secundario destacado, como en Un rostro de mujer, de George Cukor, y la aparición «de campanillas» de Peter Lorre, un cameo, como el del propio Ford, que elevan a curiosidad que se ha de ver un documental tan raro como el presente.
No solo se repasan los protocolos de seguridad que ha de seguir el «tapado», sino que, viéndolo actuar sobre el terreno, se comentan las opciones de que dispone y se corrigen las erróneas, porque cualquier mínimo error, sea en el relato de a qué se dedica, de dónde viene, cuáles son sus circunstancias personales, etc., puede tener funestas consecuencias para él mismo y para su misión.
No olvidemos que detrás de la cámara está un genio y que incluso productos tan alejados de lo que podríamos considerar un proyecto «personal» tienen una distinción casi innata en los enfoques, en el uso de la luz, en el ritmo narrativo. En definitiva, lo más parecido a «un Ford», siendo, como son, «Fords de encargo».

martes, 26 de mayo de 2020

«El grupo», de Sydney Lumet o una desangelada adaptación de la novela generacional de Mary McCarthy…


De las ilusiones de la primera juventud a los estragos de la primera adultez… El grupo o un retrato sociológico de los unhappies 30 usamericanos.

Título original: The Group
Año: 1966
Duración: 150 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Sidney Lumet
Guion: Sidney Buchman (Novela: Mary McCarthy)
Música: Charles Gross
Fotografía: Boris Kaufman
Reparto: Candice Bergen, Joan Hackett, Elizabeth Hartman, Shirley Knight, Joanna Pettet, Mary-Robin Redd, Jessica Walter, Kathleen Widdoes, Larry Hagman, Carrie Nye, Hal Holbrook, James Broderick, George Gaynes, Flora Campbell, James Congdon.

         Sydney Lumet es un director capaz de lo mejorcísimo, El prestamista, Tarde de perros o Antes que el diablo sepa que has muerto, como de algo tan despersonalizado como Asesinato en el Orient Express o películas tan peculiares como A la mañana siguiente o esta misma: El grupo.
         Como todo lo de Lumet, comencé a verla con verdadero interés, porque el planteamiento era muy atractivo: seguir las vidas de un grupo de amigas desde que se gradúan en el College en el 33 hasta que nos acercamos al inicio de la Primera Guerra mundial. Como estamos en la resaca del crack del 29, las circunstancias sociales son lo suficientemente adversas como para que el hecho de abrirse paso profesionalmente constituya un reto que se suma, como es lógico, al interés que todas tienen por la vida sentimental de todas y cada una de ellas, algo que siguen con verdadera pasión.
Intuyo que la novela de Mary McCarthy ha de ser bastante más entretenida que la película, porque, al pretender abarcar las ocho vidas de las amigas, por más que a algunas, como al personaje de Candice Bergen le dediquen menos tiempo, porque es el más problemático, desde el punto de vista de la censura propia de aquella época, al tratarse de una mujer lesbiana, seguir tantas vidas con un mínimo de desarrollo dramático  no está al alcance de una película, por extenso que sea el metraje, y este lo es.
         No caer en la trampa de esa suerte de sororidad acrítica, que no esconde, sin embargo, fieras descalificaciones mutuas o admiraciones no justificadas, era difícil, pero creo que es justo reconocer que Lumet sale con bien del empeño y no tenemos la sensación de que se haya dejado arrastrar por una historia de mujeres solo para mujeres, sino que el retrato generacional que traza el director, siguiendo la pauta novelística, tiene suficiente fuerza dramática como para interesarnos a todos. Máxime si advertimos que entre las ocho amigas suman destinos muy diversos y situaciones personales que tienen un profundo valor sociológico, amén de la exploración psicológica que supone intentar entrar en ese mundo cerrado a los demás que forma «el grupo» y que solo a partir de la importancia que esas relaciones interpersonales adquieren en los Colleges usamericanos puede entenderse.
         Mientras veíamos la película, mi Conjunta y yo, entendíamos que «le faltaba algo» y, al mismo tiempo, a pesar del destensado ritmo de la narración y ciertas superficialidades de las relaciones del grupo, que había también suficientes elementos en su trama para interesar, y mucho, a los espectadores curiosos, como nosotros lo somos.
Que la nómina de actrices fuera tan exquisita era una baza segura para seguir atentos a la pantalla, del mismo modo que la presencia del famoso JR de la seria Dinastía,  Larry Hagman, aquí jovencísimo en el papel de escritor maldito que logra sacar de quicio a su enamorada y conducirla incluso hasta al suicidio, una de las escenas más impactantes de la película. Que constituyera un tema importante de la película la crianza de los hijos a través del matrimonio de una de ellas con un pediatra que la convierte en un conejillo de indias o que otra de las amigas tenga una relación amorosa con un hombre casado, comunista, que sigue un psicoanálisis, y que duda de si alistarse como voluntario para ir a luchar con el bando republicano en la Guerra Civil española, son variaciones suficientemente alejadas entre sí como para no entender el enfoque sociológico que predomina en el transcurso de la película. Cierto que hay momentos muy íntimos, e incluso trágicos, así como los hay con un toque de comedia, como la amiga que busca a toda costa tener relaciones sexuales con alguien y acaba tropezando con un «castigador» al que se somete de forma acrítica absoluta.
         La mezcla de clases sociales de las amigas permite alternar escenas con unos decorados lujosos junto a otros perfectamente cutres, y todo ello redunda en la verosimilitud de la historia, así como en las dificultades para abrirse camino en una ciudad, Nueva York, cuya hostilidad para prosperar socialmente en ella han reconocido decenas de películas.
         El compromiso político de algunas de ellas nos da a entender el grado del propio  compromiso político de la autora, quien fue amiga de Hannah Arendt, con quien mantuvo una rica y copiosa correspondencia. McCarthy formaba parte de un círculo intelectual al que pertenecían autores como quien fue su marido, Edmund Wilson, o autoras como Lillian Hellman, cuya vida dio pie a una famosa película: Julia, de Fred Zimnemann.
         Empieza la película con un cierto aire de alegre juventud alocada, pero no tarda en ir decantándose hacia la dureza del encuentro con la verdadera vida, aquella en la que, fuera de la burbuja irreal del College, de la universidad, todo acaba adquiriendo el tono áspero y agrio de un combate en el que se han de emplear incluso las fuerzas que no se tienen. Particularmente «feliz» hemos de considerar la historia de la enfermera a quien abandona el psicoanalizado que vuelve, finalmente, con  su mujer y a quien su padre, enfermo mental, probablemente bipolar, se le instala, tras divorciarse, en su casa. A propósito del requerimiento a un psiquiatra para que establezca un diagnóstico, acaba enamorándose de él. La destaco porque es de las historias mejor llevadas, a mi entender, lo mismo que la trágica de la casada con el escritor fracasado, aunque se le dedique menos metraje.
         Insisto, no es una obra tan importante como podía haber sido, quizás porque peca de ambiciosa, pero buena parte del mejor Lumet aparece nítido en tan extenso metraje. Muy curiosa, si se saben reprimir las ganas iniciales de decir “me he equivocado de película” y, acto seguido, ponerse a buscar otra…

lunes, 25 de mayo de 2020

«Entre la razón y la locura», de Farhad Safinia, o la pasión por la lexicografía.



Una historia de amistad forjada en las palabras tendidas como un puente de plata entre la orgullosa desmesura del saber y el humilde conocimiento de la insania: la Wikipedia avant la lettre..

Título original: The Professor and the Madman
Año: 2019
Duración: 124 min.
País:  Estados Unidos
Dirección: Farhad Safinia
Guion: John Boorman, Todd Komarnicki, Farhad Safinia (Novela: Simon Winchester)
Música: Bear McCreary
Fotografía: Kasper Tuxen
Reparto: Mel Gibson, Sean Penn, Natalie Dormer, Stephen Dillane, Ioan Gruffudd, Jeremy Irvine, Brendan Patricks, Adam Fergus, Kieran O'Reilly, Bryan Quinn, David Crowley, Olivia McKevitt, Steve Coogan, Malcolm Freeman, Robert McCormack, Abigail Coburn, Mark Quigley.

Ya sabemos que el epígrafe cinematográfico «basado en hechos reales» no es mas que una estrategia publicitaria, usada con total conocimiento por ambas partes, realizadores y espectadores, una convención, tal y como ocurre en Fargo, de los Hermanos Cohen, por ejemplo, y así lo aceptamos. Otra cosa muy distinta es que la película tenga un trasfondo histórico real, aunque se permita después el guion ciertas licencias, o que nos narre, como es el caso de la presente, una historia verídica, a la que se acerca, como sigue siendo el caso, con total honestidad, voluntad informativa y afán de sorprender a los espectadores por la relación insólita que va a ofrecerles.
La película arranca siguiéndole los pasos a un culto cirujano usamericano que tras haberse vuelto loco -y entre cuyas barbaridades se incluye la leyenda apócrifa de que marcó con el hierro candente de la D de desertor a un soldado en la cara durante la Guerra de Secesión usamericana- viaja a Londres para tratar de buscar curación con el famoso «cambio de aires», pero las alucinaciones que le persiguen, entre las cuales está la idea de que el “marcado” lo persigue para acabar con él, lo lleva a identificar a un hombre con él, a quien persigue, atravesando las húmedas y oscuras calles londinenses del XIX, hasta que logra acertar con el disparo mortal justo cuando ha llegado a la puerta de su casa, a la que golpea como último acto de su vida, antes de caer muerto ante los ojos aterrados de su mujer. El hombre es detenido, juzgado y absuelto por locura manifiesta, pero es enviado a un manicomio donde deberá permanecer de por vida.
De repente la historia cambia por completo y nos hallamos ante el examen, por parte de la sección de publicaciones de Oxford, de la propuesta del Presidente de la Sociedad Filológica, James Murray, de convertir a la Universidad en la editorial del proyecto de Diccionario ya iniciado y del que Murray es el tercer editor, y quien, una vez aceptado el contrato con Oxford Press University, acabará dedicando al proyecto toda su vida. No se trata de un académico, sino de un profesor autodidacta enamorado de las palabras, las etimologías y las lenguas que resulta ser, sin otra cualificación necesaria, la persona ideal para llevar el proyecto de varias vidas, no de una sola, adelante.
El método para la elaboración del Osford English Dictionary es algo así como la reivindicación avant la lettre de la Wikipedia fundada en 2001 por  Jimmy Wales y Larry Sanger, un proyecto que se ha convertido en la nueva Enciclopedia del siglo XXI, a pesar de sus detractores. A través de la petición de ayuda a la gente para que enviara fichas de palabras con citas de autoridad, el conocido popularmente como OED fue creciendo poco a poco gracias a esos corresponsales que facilitaron mucho la labor de los editores.
Encartaron peticiones de ayuda en los libros que se publicaban, y por aquí nos acercamos al punto de contacto entre el cirujano asesino y el lexicógrafo que dedicó su vida a «su» diccionario, porque cuando se relajó el régimen de vida carcelario del cirujano, y gracias a la pensión que cobraba de su gobierno, se le permitió tener su propia biblioteca. Descubierta la petición de ayuda, William Chester Minor inicia una frenética actividad de búsqueda de palabras y de las citas de autoridad que la avalen que le lleva a convertirse en relativamente poco tiempo en el mayor aportador de datos para la elaboración del OED. La película, supongo que para acentuar lo insólito de la situación, ignora que Minor, mientras cursaba la carrera de medicina se ayudó con trabajos temporales como el de asistente para la revisión del Webster’s Dictionary, que se llevaba a cabo en la universidad de Yale. No estamos hablando, así pues, de un «aficionado» improvisado, sino de alguien «ducho» en la tarea, lo cual en modo le quita valor a su contribución, antes bien le añade valor.
La historia irá progresando hasta que esos dos hombres, que en la vida real tanto se parecen físicamente, acaben encontrándose en el manicomio, una entrevista llena de malentendidos que solo se aclaran, en una hermosa escena, al final, cuando la mirada de Murray desciende hasta los pies de Minor y advierte las cadenas que lo controlan. El hecho mismo del conocimiento, resuelto poéticamente en la película con la caricia de la barba, como si Minor se estuviera mirando en un espejo, en una de las secuencias cumbre de la película.
La narración, sin embargo, se bifurca para atender a las diferentes historias de ambos hombres. El cirujano se empeña en darle su pensión integra a la viuda del hombre al que asesinó. Ella al principio no lo acepta, pero después, dada su pobreza y la dificultad para sacar a la prole adelante, no solo acepta sino que, siguiendo una estrategia curativa, accede a entrevistarse con el asesino de su marido, a quien acabará atándole un intenso afecto, sobre el que no me extenderé, porque esa historia de redención es, quizás, de lo más hermoso de la película, una historia de amor imposible con un final tremendista que nos remite a Orígenes, dicho sea para los escasos pero fieles amantes de la Patrística.
Para los amantes de la lexicografía son entrañables escenas como las de la erección del Scriptorium, un edificio en el jardín de su casa donde habilita una gran oficina en la que ordenar y archivar sus materiales, así como los intercambios léxicos, con la cita de autoridad que permiten seguir avanzando en el proyecto. A todos nosotros supongo que nos habrá venido a la memoria la inmortal figura de María Moliner y su Diccionario de uso del español, que forma parte esencial de nuestras vidas, y a quien García Márquez dedicó un inolvidable artículo en El País.
La película ha llegado a nuestras receptores caseros de televisión, que no a las pantallas, a causa de la pandemia, pero es el último de los obstáculos que ha sufrido a lo largo de los años, después de que, hace 20, Mel Gibson comprara los derechos de la novela para hacer la película. El director, accidental, que fue guionista de Apocalypto, una meritoria película de Gibson, no ha impedido, al margen de ciertos desajustes que afectan sobre todo al desenlace, que la película tenga una enorme fuerza visual y narrativa, sobre todo en la parte del cirujano demente, en la que Sean Penn tiene una actuación más que sobresaliente, confiriéndole al personaje las dosis exactas de inteligencia y de locura que resumen su «caso», y en cuyo desenlace acaba interviniendo nada menos que Winston Churchill.
Estamos, pues, ante las dos orillas de la mente, la razón y la locura, que se unen en un esfuerzo titánico lexicográfico sin igual, para bien de la lengua inglesa -por cierto, no es menor que Murray sea escocés, y que el OED naciera como sustituto del Diccionario de la lengua inglesa, de Johnson…-, pero, ahora, también para información de los espectadores en general y de los amantes de los diccionarios en particular.
James Murray
Willian Chester Minor


sábado, 23 de mayo de 2020

«Agente especial», de Joseph H. Lewis, un «noir» de museo.



Una película con escenas antológicas, claroscuros de Caravaggio, y una Jean Wallace… What are you waiting for…! Imprescindible.

Título original: The Big Combo
Año: 1955
Duración: 84 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Joseph H. Lewis
Guion: Philip Yordan
Música: David Raksin
Fotografía: John Alton (B&W)
Reparto: Cornel Wilde, Richard Conte, Brian Donlevy, Jean Wallace, Robert Middleton, Lee Van Cleef, Earl Holliman, Helen Walker, Jay Adler, John Hoyt, Ted de Corsia, Helene Stanton, Roy Gordon, Whit Bissell, Steve Mitchell.

La vi antes de abrir este Ojo a la curiosidad ajena, y por esa razón, además de recordarla por su título original, The Big Combo, no figura en esta colección de miradas la crítica de la misma. Como el otro día la volví a ver con mi Conjunta, reparo esa carencia y me remito a la que sí hice de El demonio de las armas, otro gran descubrimiento del mismo autor.
Agente especial tiene un comienzo capaz de atrapar la atención de cualquier espectador: una rubia espectacular vestida con un traje negro de ensueño huye de dos sicarios que la vigilan por los corredores en penumbra de los bajos de un estadio donde se celebra una velada de boxeo a la que asiste su hombre y «propietario», quien patrocina a uno de los boxeadores, el que pierde, y al que despide en una escena inicial que es todo un retrato psicológico del personaje. No son dos sicarios cualesquiera, por supuesto, sino Lee Van Cleef, mucho antes de El bueno, el feo y el malo, de Sergio Leone, y Earl Holliman, dos secundarios de lujo, como el resto del reparto, en el que Brian Donlevy nos ofrece un retrato inolvidable del hombre débil que no se atreve a disputarle a un atrevido Richard Conte el puesto que este le ha arrebatado.
Conte es un mafioso inmaculado que no deja huella, y a quien se enfrenta un «agente especial», Cornel Wilde, con serias carencias interpretativas, pero con entidad suficiente para interpretar esa suerte de capitán Ahab que persigue, más allá de lo que los dineros de los contribuyentes lo permiten, a una pieza cuya captura le va a dar sentido a su vida. Su jefe enseguida nos pone en antecedentes: lo que le ocurre es que se ha enamorado de la mujer del mafioso.
Durante la huida de la mujer del combate de boxeo, el guardaespaldas la lleva donde ella quiere, a cenar. Enel restaurante se encuentra con un viejo amigo a quien pide que la saque a bailar, momento en el que ella cae redonda en la pista después de confesar que ha ingerido una sobredosis de somníferos…
A partir de su ingreso en el hospital, el agente especial trata de cerrar el cerco sobre el mafioso para incriminarlo, a pesar de que tiene muy escasas pruebas contra él. Un nombre, sin embargo, Alicia, como el Rosebud que dispara la «indagación» sobre los secretos del protagonista de Ciudadano Kane de Orson Welles, pronunciado por la enferma cuando es conducida en la camilla hacia el lavado de estómago, se erige en motivo dinámico de una investigación que pueda llevarlo a detener a un asesino cuyo abogado y antiguo rival lo preserva de cualquier peligro policial.
La película bien podría considerarse de serie B a juzgar por la economía de medios con que fue rodada, pero, en clasificación de índole económica, merecería la triple AAA, sobre todo por la fotografía de un mago de la luz como John Alton, uno de los grandes cinematografistas y cuya marca personal imprimió en las películas en las que colaboró.  La puesta en escena es tan austera que bien puede decirse que, salvo la casa del mafioso o la tienda de antigüedades, el resto se reduce a algunos espacios casi vacíos en los que el juego de luz y de sombras destaca poderosamente el contenido de las secuencias. No quiero entrar en detalles, porque prácticamente no hay escena, incluidas las de transición narrativa, que tenga desperdicio, pero recomendaría vivamente a quienes se acerquen a la película, y quienes no lo hagan no saben lo que se pierden, que presten mucha atención a la terrible tortura a la que el mafioso somete al policía y el hallazgo estético de la liquidación de su lugarteniente, verdaderos highlights de la película, aunque las sugerencias eróticas de la misma no le van a la zaga, sobre todo el acercamiento del mafioso a la bellísima suicida.
Sorprende que, después de esta película, la protagonista apenas volviera a rodar nada tan intenso, pero, dos años después de rodarla se casó con Cornel Wilde, una unión que duró 30 años. La protagonista ha de representar una tentativa de suicidio, pero la actriz, dos años antes de la película, había cometido dos tentativas de suicidio, una por sobredosis de pastillas y otra por herirse con un arma blanca, es decir, que ese pathos que requiere la situación en que se encuentra la protagonista, que ha dejado su vocación de concertista de piano tras haberse enamorado de un hombre posesivo que la anula y la trata como un mero objeto decorativo de su propiedad, Jean Wallace lo conocía a la perfección. Su voz algo rota y la impresión de tedio vital absoluto que le hace insoportable la vida tiene en esta película una de las interpretaciones más convincentes que uno haya visto en este género de películas en las que la mujer fatal o la vampiresa suelen responder a un cliché. No aquí, desde luego, y eso hace mucho por la película.
La trama discurre muy centrada en el caso y apenas se desvía, de ahí la duración tan ajustada de la película. Nada accesorio tiene cabida en ella, y la «persecución» del agente lo ocupa todo. Insisto, Cornel Wilde siempre me ha parecido demasiado «tosco», pero aquí el papel le sienta como el clásico guante y responde a la perfección al cinismo y al sadismo del mafioso, papel en el que Richard Conte se mueve como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida.
Ignoro si es muy conocida o poco conocida esta película, aunque el director Josep H. Lewis no figura en la nómina de los nombres dorados de Hollywood, si bien, poco a poco, va atrayendo la atención de los especialistas, como le pasó a Edgar G. Ulmer, por ejemplo. Si hemos de juzgar por Agente especial, Lewis merece un lugar de honor en el género negro, sin duda.


«No soy ningún ángel», de Wesley Ruggles, ad maiorem Mae West gloriam…



Mae West: una actriz icónica del Séptimo Arte, tan espabilada industrialmente como creadora ácida de diálogos brillantes en películas mediocres…

Título original: I'm No Angel
Año: 1933
Duración: 87 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Wesley Ruggles
Guion: Mae West, Lowell Brentano, Harlan Thompson
Música: Harvey Brooks
Fotografía: Leo Tover (B&W)
Reparto: Mae West, Cary Grant, Gregory Ratoff, Edward Arnold, Ralf Harolde, Kent Taylor, Gertrude Michael, Russell Hopton, Dorothy Peterson, William B. Davidson, Gertrude Howard, Dennis O'Keefe.

         Reconozco que es la primera película entera que veo de Mae West. Dudo de si, cuando el programa de José Luis  Garci, llegué a verla en algún largo, pero lo visto esporádicamente en programas de cine y documentales no invitaba, ciertamente, a frecuentar a una actriz cuyo éxito, sin embargo, la llevó a ser la mujer mejor pagada de Usamérica. Considerada una provocación constante al orden establecido, sus mejores contribuciones al cine son anteriores a la implantación del Código Hays de censura, que limitó notablemente sus ingeniosas y mordaces réplicas de contenido sexual, como la célebre: ¿Llevas una pistola en el bolsillo o te alegras de verme?; la preferida de las feministas: Cuando soy buena, soy muy buena; pero cuando soy mala, soy mucho mejor o la menos conocida:
 Eres muy alto, ¿cuánto mides?
 —Señora West, mido seis pies y siete pulgadas.
 —Bien, pues olvidémonos de los pies y hablemos de esas siete pulgadas…(18 centímetros)
         Como se advierte, frases todas ellas de sabor picante que los más viejos del lugar recordarán de El Molino o El teatro chino de Manolita Chen, el primero en BCN, el segundo de tournée por toda España… Si a ello añadimos que el repertorio de contoneos de la señora West eran tan limitados como la estatura que la obligaba a llevar tacones de 15 centímetros, que tanto colaboraban para conseguirlo, y que su sexappeal era tan básico como el del barrio chino de cualquier ciudad portuaria, resulta incomprensible el éxito que llegó a tener en su día, aunque, todo se ha de decir, en esta película, al menos, es capaz de pergeñar una trama absurda que tiene un final apoteósico en un juicio en el que la señora se convierte en abogada de sí misma y va interrogando y «fulminando» a los distintos testigos que iban a buscarle la ruina.
         La película no solo se basa en una historia escrita por la propia actriz, sino que ella escribió el guion y contrató al director que quiso para su mayor lucimiento. La situación inicial arranca en una feria. Un inciso:  no sé si existe ya un monográfico dedicado a la importancia de la feria en el cine, pero a fe que es un tema al que se le puede sacar un partido excelente. Desde Freaks, de Tod Browning, hasta Extraños en un tren, de Hitchcock, pasando por El tercer hombre, de Carol Reed, Brighton Rock, de John Boulting o El hombre con rayos X en los ojos, de Roger Corman, son innúmeras las películas que han escogido ese escenario, acaso como homenaje a los inicios del cine y por lo que tiene de ágora y plaza de mercado donde conviven todas las clases sociales. En esa feria entramos en contacto con la sensual atracción, Tira, quien, con su voz rota y los contoneos de sus curvas generosas, aprovecha para seducir a alguno de los espectadores -todos ellos patéticamente rijosos- a quien, después, en la habitación de un hotelucho poder desvalijarlo. De ahí en adelante, y gracias a su reconversión en domadora de leones, en las fauces de uno de los cuales mete su cabeza para el escalofrío general de la audiencia, en el máximo clímax de su número, logra seducir a un joven enardecido que, abandonando su compromiso matrimonial, se convierte en su mecenas particular. Llegado ese momento, entra en escena, ¡nada menos que un jovencísimo Cary Grant!, a quien Mae West contrató porque, dice la leyenda, lo vio caminar por el recinto del estudio mientras ella discutía con los mandamases los términos de sus proyectos. Hizo con él dos películas, y en esta lo cierto es que desempeña un papel de galán «en brazos de la mujer madura» que jamás debió de considerar entre sus más afortunadas interpretaciones, aunque no dudo de que se riera sinceramente con la actuación de una actriz hecha a sí misma en el vodevil y en el trato duro con los hombres, esto es, con el poder. Entiéndase, pues, el valor sociológico, en los años 30, de una réplica como esta:
         —Recuerda siempre esto, cariño. El mejor lema es: «Toma cuanto puedas conseguir y da lo menos posible». Y no lo olvides: Nunca te preocupes por ningún hombre: Encuéntralos, vuélvelos locos y olvídalos…
         En nuestros días, el equivalente sería el de Paquita La Del Barrio y su Rata de dos patas que revoluciona a la audiencia femenina en cada actuación.
El personaje de Grant pretende apartar a la domadora de su joven amigo, para que este respete su compromiso matrimonial, y acaba él enredado, entiéndase que incomprensiblemente, en la sinuosa y ultracalórica sensualidad de la domadora y cantante, porque en la trama de la película se incorporan algunas canciones que la West entona con una voz escasa pero expresiva y efectiva. La escena del piano con Grant es muy significativa al respecto.
         Una vez que se instala a lo grande, a costa del joven amante, Tira contrata dos criadas negras con quienes tiene, al mismo tiempo, una doble relación: de ama blanca caprichosa, como una diosa que quiere que se lo hagan todo, y de complicidad femenina que salta las barreras raciales, supongo que para indignación de no pocos en aquellos años 30 de tan recio racismo. A ese respecto es muy significativo el vestuario «seductor» que luce, y en el que destaca por derecho propio una capa sobrepuesta con un estampado de tela de araña…, que debería entrar por derecho propio en todas las antologías del kitsch
         Por una jugarreta de su productor del número de circo, que convence a un empleado, y antiguo amante de Tira, para aparecer como «el amante» de ella cuando entra un día su prometido, porque va, realmente a casarse con él, la pareja se separa, él desaparece, y ella retoma su carrera circense, pero encarga a su abogado que le ponga una demanda al millonario por haber roto un compromiso formal, demandándolo por una millonada. Al cabo de unos meses, por fin, se celebra el juicio y con él, la parte que redime a la película de todos los disparates narrativos a los que hemos asistido y que se mantienen solo por que son el vehículo para que Tira suelte sus frases como una ametralladora, frases que quedan en la memoria de los espectadores como réplicas ingeniosas y que, para las mujeres, suponen algo así como una bandera de enganche para contrarrestar el poder masculino que tan oprimidas las mantenía, y ello desde una perspectiva de mujer popular, sin formación, pero que sabe imponerse a los hombres.
         Recordemos, finalmente, la admiración de Salvador Dalí por la actriz, a quien rindió homenaje en su Museo de Figueras. O sea, que, aunque solo sea por acercarse a uno de los grandes mitos del Cine, merece la pena conocer de primer ojo con qué «artefactos» se encumbró a la cima del estrellato Mae West.


miércoles, 20 de mayo de 2020

«El caballo de hierro», de John Ford, un western mudo colosal.


La primera obra maestra de John Ford: la epopeya de la construcción del ferrocarril de costa a costa. Una superproducción llena de “su” humor, de acción, de crónica social, de aventura, de naturaleza… y de amor. Una joya con insignificantes defectos. John Ford en elocuente estado puro y maduro…


Título original:  The Iron Horse
Año: 1924
Duración: 133 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Charles Kenyon (Historia: John Russell)
Música: (Música de acompañamiento: Erno Rapee) (Película muda)
Fotografía: Burnett Guffey, George Schneiderman (B&W)
Reparto: George O'Brien, Madge Bellamy, Charles Edward Bull, Will Walling, Fred Kohler, Cyril Chadwick, Delbert Mann.

         Sigo paseándome por esa avenida ancha de la obra de un cineasta de genio que siempre insistió en considerarse un «profesional» que rodaba para pagar las facturas, no un «artista» deseoso de trepar en el escalafón para ser adulado como otros muchos con muchísimos menos méritos. Cuando en 1924 rueda El caballo de hierro, llevaba ya a sus espaldas unas cuarenta películas, entre cortos y largos, y eso es lo primero que va a percibir el espectador que escoja acercarse al primer western «maestro» de Ford, ciertamente eclipsado por su mutismo y por su duración, 133 minutos que, bien mirados, se pasan en un santiamén, por más que el maestro se haya precipitado, a mi modo de ver, en su conclusión, después de haber sembrado unas líneas argumentales tan magníficas.
         Estamos en presencia de una película «cívica» que ensalza el american way of life y su capacidad  emprendedora, en este caso en lo referente al sueño de unir ambas costas a través del ferrocarril. La película, en consecuencia, en histórica y, a su manera, patriótica, porque loa un esfuerzo nacional y, al tiempo, es capaz de encajar ese proyecto ambicioso en una narración que recoge una historia de venganza, propia del género, una historia de amor que se origina en la infancia y que se culmina en la adultez, una descripción atractiva de las costumbres de los colonos que completan la conquista del Oeste con esa unión por ferrocarril de las dos orillas del país y la propia epopeya de la construcción del mismo, habiendo de sortear, dificultades orográficas y la amenaza de las tribus indias que veían, con sana lógica, que esa endiablada invención suponía una amenaza contra su supervivencia como tribus libres.
         La película de Ford es lo más parecido, en términos narrativos, a las mejores películas de Griffith. Y sí, también fue una superproducción carísima, ¡más de cinco mil extras!, que triplicó en taquilla la inversión, algo así como lo que suele ocurrir con las innumerables obras maestras del cine español de nuestros días…Comienza con una historia de amor entre dos mozalbetes que poco menos que se juran amor eterno en una secuencia llena de sensibilidad. El padre del chico se pone en camino para ir hacia el oeste en pos del sueño de la construcción del ferrocarril. Cuando están acampados, sufren un ataque de los indios y, escondido el niño entre el ramaje que circunda el claro del bosque donde arde la fogata de su acampada, un indio con la mano mutilada coge un hacha y delante de sus ojos asesina al padre, al que da, luego, cristiana sepultura.
         La acción adelanta al momento en que Lincoln firma el acta que libra los fondos para la construcción de la vía férrea que enlace Este y Oeste. Ahí reencontramos a la protagonista, que se ha prometido con un ingeniero de los que participará en el proyecto, al mando del padre de ella. Enseguida entramos «en materia» y Ford nos describe el día a día de los trabajadores que, llegados de diferentes partes del mundo, sobre todo de China, conviven con los habituales roces cotidianos, que le sirven al director para desplegar el generoso abanico de sus secundarios «graciosos», fuente de una vena cómica que se irá alternando con la historia principal de la película: el negocio entre un terrateniente y el ingeniero jefe para trazar la línea por unas tierras suyas, vendidas al Gobierno por sus buenos dineros, en vez de por un «atajo» que el padre y el hijo habían descubierto. De ello se enteran cuando, yendo padre e hija en el tren hacia el punto último del recorrido, descubren que los indios persiguen a un jinete del Pony Express, un pequeño anacronismo que para nada afecta al desarrollo de la historia, muy por encima de esos pequeños detalles. Lo que suma Ford, con esa aparición, es la fuerza de la leyenda de aquellos jinetes intrépidos que, como en la presente ocasión, desafiaban el peligro de ser exterminados por los indios, poco amigos de que nadie se adentrara en sus territorios. Las secuencias de la persecución son un preludio de posteriores enfrentamientos, todos ellos rodados con un vibrante sentido de la espectacularidad y del ritmo. Se ha de decir que, en este caso, es el blanco renegado, que pasa de terrateniente a agitador de sus antiguos compañeros de tribu, quien los persuade para atacar los trabajos del tendido de la vía, de modo que puedan matar al explorador que le arruinaba el negocio con el descubrimiento de la vía más accesible.   De forma paralela a la acción principal, son numerosas las secuencias en que se filma el traslado de reses para asegurar el mantenimiento de los obreros que trabajan en el ferrocarril.
Cuando padre e hija descubren que el intrépido jinete es el hijo del vecino que se fue al Oeste y esta le presenta a su prometido, el ingeniero jefe de las obras, se abre una línea narrativa, el del enfrentamiento entre el ingeniero, que se convierte en esbirro del terrateniente, y el joven que sugiere un paso montañoso diferente del del negocio que se traen entre manos su rival y el renegado. La película, así pues, ofrece diversas líneas narrativas que Ford las hace converger en el final de la película, con suma habilidad. Pero hasta ahí ha de llegar solo el espectador, quien agradece la presencia simbólica, pero, así mismo, legendaria de Buffalo Bill, sumándose a la «gesta» histórica que ayudó lo suyo a construir la idea de nación por encima de los estados federados, ¡y no pueden faltar en la cinta los excombatientes sudistas que colaboran, como los que más, a la consecución del sueño unitarista! En este sentido, no faltan los enfrentamientos cómicos entre orígenes distintos, del mismo modo que sorprende la cómica facilidad con que el Saloon se convierte en Tribunal de Justicia…
En la medida en que hay diálogos y que los cambios de línea narrativa se indican también mediante un intertítulo con un dibujo alusivo, la película se extiende más de lo que debiera, e incluso me atrevería a decir que Ford se precipita ligeramente a rematarla, cuando ya no venía de un cuarto de hora más para que todo quedara atado y bien atado. Con todo, ya digo, la película se hace corta y sorprende el blanco y negro exquisito en que fue rodada, que solo se altera en la filmación de las escenas de acción. Las ajustadas interpretaciones y la perfecta iluminación de las escenas de interior “modernizan” la cinta y nos la hacen muy próxima. Bastante más tarde, Cecil B. De Mille explotó la misma historia en Unión Pacífico, pero el hálito de «verdad» documental que hay en la película de Ford, la presencia mítica de la naturaleza incluida, no aparece en aquella. Son muchos los hilos narrativos y los registros con los que Ford compone El caballo de hierro, pero lo cierto es que todo está muy ajustadamente en su lugar: que las batallas lo son, cruentas y feroces; que los celos y la ambición tienen un gran poder; que la épica de los grandes movimientos de masas ante la pantalla llega a crear hermosas coreografías, como la estampida que empuja al tren a los trabajadores para ir a rescatar del ataque de los indios a los sitiados en el último punto del tendido, y que la historia de amor se abre paso entre la corrupción y la venganza. ¡Todo un espectáculo que debió dejar boquiabiertos a los espectadores de 1924! ¡Como me ha dejado a mí! Cuando los westerns del Ford entrado en años se hicieron legendarios, Ford hacía treinta años que era el «maestro» de ese género.



lunes, 18 de mayo de 2020

La estadística del «Ojo»: Recuento curioso...



        
Una clasificación no sujeta a más criterio que el numérico, y que solo prueba la pertinacia de quien mira...

He actualizado la nómina de directores criticados en este Ojo Cosmológico, tan abierto al séptimo arte como cerrado al sueño o al descanso, y me he permitido hacer un breve recuento de cuanto llevo visto hasta ahora. De los 469 contabilizados, dejo de lado los 334 directores de los que he visto solo una película y los setenta y dos de los que he visto dos. Me centro, por consiguiente en aquellos de los que he visto tres o más, hasta llegar al número uno de visionados, John Ford, supongo que por mi intención de ver su obra completa. De nada es indicativa la lista de directores ni de películas, porque cuanto en este Ojo se ha visto ha sido por obra del azar a la hora de tropezar con las películas, ya sea en DVD, ya en las distintas plataformas que las ofrecen, especialmente Filmin, pero sin despreciar los ricos tesoros que pueden verse en Youtube. No son todas las que he visto en este periodo, por descontado, sus muchas decenas de ellas hay que han sido vistas y ni siquiera he considerado que merecía la pena escribir una critica, pero cuantas aquí aparecen, no dejan de ser representativas, en parte, de la Historia del Cine, para bien o para mal.
       Como queda claro que ningún valor tiene la jerarquía que aquí se trasluce, ¡ni siquiera están la mayoría de las películas fundamentales de la Historia del Cine!, bien puede el aficionado interesado en explorar novedades o confirmar títulos vistos por él, pasearse en la ventanilla de búsqueda del blog por estos autores para saber cuáles son las películas criticadas. Hallará de todo, desde lo trillado hasta lo inverosímil, y solo le deseo que algunos de mis descubrimientos acaben siendo los suyos también, porque la regla de oro de esta selección es, al margen de la cinefilia que puede con todo, pasarme los mejores ratos posibles. Queda claro, por lo dicho, que este Ojo no es, de ninguna de las maneras, una aproximación canónica a la Historia del Cine, sino un abordaje al séptimo arte guiado por el azar de los encuentros y siempre con el espíritu burlón del pirata o el bandido -¿ponemos que hablo de Errol Flynn?- que no sabe qué aventura le depararán los vientos o los bosques...
      Aquí va, pues la clasificación final: 

1John Ford (14).

2Ingmar Bergman (10). Jean-Luc Godard (10).

3Jean Negulesco (7). Alfred Hitchcock (7). Ernst Lubitsch (7).

4Basil Dearden (6). Samuel Fuller (6). Phil Karlson (6). Rafael Gil (6). Isabel Coixet (6). Woody Allen (6).

5Edward Dmytryk (5). Akira Kurosawa (5). Fritz Lang (5). Otto Preminger (5). Jean Renoir (5). Charles Crichton (5).

6.Sally Potter (4). Joseph Mankiewicz (4). Richard Quine (4). Yasujiro Ozu (4). Max Ophüls (4). John Frankenheimer (4). Joseph Losey (4). Robert Bresson (4). Anatole Litvak (4).  D.W. Griffith (4). Robert Aldrich (4). Paolo Sorrentino (4).

7Paul Leni (3). Noah Baumbach (3). Satyajit Ray (3). Carl Th. Dreyer (3). Tony Richardson (3). Robert Hamer (3). G. W. Pabst (3). Howard Hawks (3). George Cukor (3). Charles Vidor (3). Francesco Rosi (3). Jess Franco (3). Michelangelo Antonioni (3). Edgar G. Ulmer (3). Stanley Donen (3). Guy Green (3). John Farrow (3). Robert Siodmak (3). Frank Borzage (3). Carol Reed (3). Roger Corman(3).  Henry Hathaway (3). Federico Fellini (3). Roy Ward Baker (3). Claude Sautet (3). Yorgos Lanthimos (3). Kenjo Mizoguchi (3). Richard; Fleisher (3). Tod Browning (3). Delbert Mann (3). Thomas Vinterberg (3). Françoise Ozon (3). David Cronenberg (3). Jules Dassin (3). .Wim Wenders (3). Elia Kazan (3). Jim Jarmusch (3). Jaime Rosales (3). Aki Kaurismäki (3). 
            Recuerden, no obstante, los benévolos lectores de este Ojo inquieto que en la única película vista de esos 406 directores que no entran en la clasificación anterior hay verdaderas joyas muy dignas de ser admiradas...


    







domingo, 17 de mayo de 2020

«Hombres sin miedo», de John Ford o la epopeya del correo aéreo.



El canto al coraje de los pilotos del correo aéreo que, desafiando al tiempo, eran las alas no metafóricas de los mensajes entre humanos o el «mundo macho» de la aviación en cierne…

Título original:Air Mail
Año: 1932
Duración: 84 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Dale Van Every, Frank Wead
Fotografía: Karl Freund (B&W)
Reparto: Ralph Bellamy, Gloria Stuart, Pat O'Brien, Slim Summerville, Lilian Bond, Russell Hopton, David Landau, Leslie Fenton, Frank Albertson, Ward Bond.

         Siguiendo la estela de mi determinación cinéfila, acaso ser de los pocos aficionados que hayan visto la filmografía completa de John Ford -¡espero que el tiempo me acompañe y que los virus me respeten…!-, traigo hoy a este Ojo -por cierto, ¡qué mejor homenaje al falso tuerto insigne!- una película que obviamente desconocía y que es un precedente obvio de Men with Wings, de William Wellman, superior en interés a la presente.
         Estamos ante una película sin historia, porque, dada la situación: los entresijos del servicio de correo aéreo y las dificultades que han de superar sus arrojados pilotos, lo que no excluye ni siquiera la muerte, como es lógico, la película girará en torno a la incorporación de un piloto temerario que «asusta» al jefe del servicio y que tendrá un papel determinante en el desenlace de la película.
         Hay dos mujeres también, algunos niños y personal auxiliar que, en conjunto, le permite al director incluir algunos trazos humorísticos de la cotidianidad, aunque el inicio se las trae, porque un piloto cuyo avión entra en barrena y acaba incendiado, es disparado por un miembro del equipo para acortarle los sufrimientos, tal y como se suele hacer con los caballos heridos.
         La película es un homenaje inequívoco a pioneros de la aviación que se jugaban el pellejo para que las cartas llegaran a sus destinatarios. A ese respecto, la película se resume en el frontispicio de la misma, en la que un cartel sobre un servicio al que no afecta el tiempo atmosférico, va cambiando de acuerdo con el paso de las estaciones. Un detalle que anticipa el desarrollo de los títulos de crédito, aún en mantillas.
Son muchos los detalles que permiten conocer por dentro un mundo, el de los pilotos que aún podía considerarse casi como una profesión artesanal, no rodeada aún de la sofisticación de la aviación comercial actual. La mayoría de los pilotos eran excombatientes de la Primera Guerra Mundial y supongo que algunos de ellos, los más jóvenes, volverían a combatir en la Segunda.
Además de ciertas filmaciones de vuelos acrobáticos de notable interés, y del demasiado esquemático estudio de caracteres que hay en la película, lo que sorprenderá al espectador de la misma es la calidad de la iluminación y la composición de no pocos planos y secuencias. ¿A qué se debe? Pues nada más ni nada menos a que el cinematografista de la película es el director y director de fotografía Karl Freund, una de las leyendas del cine: El último, de Murnau, Metrópolis, de Lang y el Drácula de Tod Browning,  además de La momia, dirigida por él, están entre sus extraordinarias credenciales. No puede extrañarnos, pues, que Hombres sin miedo, presente una calidad técnica que está muy por encima de la anécdota argumental que sirve a Ford para rodar una película más cerca del documental propagandístico -y en ese haber han de figurar todos los planos en los que las cartas tienen un destacado protagonismo- que de una historia en la que se describan las pasiones humanas. Todo en la película está subordinado al servicio de correo aéreo, y los personajes no parecen vivir sino para justificar que, contra viento y tormentas, ellos han de cumplir con el compromiso contraído con los consumidores.
Es cierto que la llegada del nuevo piloto, con quien el Jefe establece una rivalidad nada amable, anima algo la película y permite una lucida actuación de Pat O’Brien, el héroe rebelde, frente a un conservador Ralph Bellamy. Ninguno de los dos accedió a la categoría de big star de Hollywood, pero ambos trabajaron asiduamente en largas carreras profesionales.
La película ha de agradar sobre todos a los amantes de la aviación, y a mí, personalmente, me ha permitido evocar los primeros tiempos de aviador de mi padre, que volaba en «cacharros» como los que aparecen en la película, y cuya cazadora de vuelo, con el cuello de piel, será siempre una de las prendas icónicas de mi vida.

«La mujer avispa», de Roger Corman, el «cutreterror…».



Una investigación disparatada para un delirio real: vencer los estragos del tiempo en la naturaleza humana, o una película amada por Cronenberg…

Título original: The Wasp Woman
Año: 1959
Duración: 73 min.
País:  Estados Unidos
Dirección: Roger Corman
Guion: Leo Gordon (Historia: Kinta Zertuche)
Música: Fred Katz
Fotografía: Harry Neumann (B&W)
Reparto: Susan Cabot, Anthony Eisley, Barboura Morris, William Roerick, Michael Mark, Frank Gerstle, Bruno VeSota, Roy Gordon, Lynn Cartwright, Carolyn Hughes, Frank Wolff.

         Bien, recupero el orden de publicación de críticas, interrumpido por la bienhumorada y amable comedia policial de John Ford a propósito de la mítica Scotland Yard, y me centro, siquiera sea brevemente, porque la película no da mucho de sí, en esta entrega de Roger Corman, quien fue, como dije en la crítica de Gideon’s Day, toda una institución del cine indie avant la lettre y de la serie B, ¡e incluso Z!, como propone algún crítico de Filmin.
         Corman se las pinta solo para contar una historia con la mayor economía de medios posible. No es que muchas de sus producciones sean «pobres», sino «raquíticas», pero con tres cachivaches, un mobiliario estándar y casi sin salir del estudio te narra una historia con la mayor de las verosimilitudes, hasta que llega el momento de la «metamorfosis«, claro, ese instante en el que la película se juega el todo por el todo y cae treinta y nueve escalones hasta el ridículo o el cine infantil, más allá de la originalidad del planteamiento.
         Esa originalidad fue lo que debió de llamar la atención de Cronenberg para convertirlo en un film de su predilección. Nos situamos ante el ilustre tema del científico cuyos experimentos transgreden las leyes biológicas que nos determinan como especie humana. El científico, en este caso, ha estudiado a las abejas y  a las avispas reinas y ha concluido su investigación con el descubrimiento de una pócima inyectable capaz de hacer retroceder un animal adulto a uno joven.
¿En qué contexto resulta aprovechable esa investigación? Pues, de entrada, en el de quien le financia al científico sus experimentos, después de haber sido expulsado de la empresa dedicada a la mejora genética de las abejas para conseguir más y mejor piel en los panales que las explotan. ¿Qué tipo de empresa es? Pues una empresa de cosméticos que, como se nos dicen en una junta directiva, presidida por la dueña de la empresa, está prácticamente a punto de quebrar, porque se había focalizado la imagen de la compañía en la juventud -¡ahora ya perdida!- de la dueña. Al no poder seguir usándose comercialmente el rostro algo ajado de la directora, los creativos de publicidad proponen diferentes alternativas, pero cuando llega ante ella el científico con su delirante proyecto, ella no duda en albergarlo y facilitarle el laboratorio donde llevar a cabo los experimentos, algo que hace al margen de la Junta directiva con la mayor opacidad, con total secretismo: ella y el científico son los únicos que han de estar al tanto de los experimentos y los resultados.
La descripción de las oficinas y el personal, así como del equipo directivo, es divertidísima, porque a Corman parece encantarle la técnica de recrearse en los prototipos y describir tópicos en vez de personas, como en el caso de la secretaria que se pasa la vida limándose las uñas, los compañeros de trabajo que mantienen una relación sentimental  o el encargado de supervisar los aspectos técnicos de los productos, a quien distingue, por ejemplo, el uso de una pipa sempiternamente en sus manos, su boca o el bolsillo de su americana.
Una vez descubierto el «rejuvenecedor», lo que asegura el futuro esplendoroso de la compañía, se suceden los contratiempos, que incluyen el atropello viario del inventor y la transformación que anticipa el título de la película. Todo discurre con una parsimonia como de historieta, y gestos y peligros y amenazas parecen dibujadas en dos dimensiones, antes que filmadas.  Con todo, he de decir que soy un seguidor entusiasta de estas narraciones que, como sucedía hace poco con la revisión que hice de La mujer y el monstruo, de Jack Arnold, son capaces de crear una atmósfera que impresiona, sobre todo, al niño que fui, pero que crearon en mí un aficionado contumaz a este tipo de películas de monstruos, como La humanidad en peligro, de Gordon Douglas, una afición con la que Guillermo del Toro ha construido una exitosa carrera cinematográfica, por ejemplo.
A nadie puede engañar una transformación en avispa tan paupérrima como la aceptada por Corman para esta película de ultrabajísimo presupuesto y rodada ¡en una semana! Tampoco podemos pedirles más a actores y actrices de escaso o nulo renombre, por más que se desempeñan en la película con una profesionalidad más que aceptable.Pensemos en sus grandes obras, y perdonémosle estos descensos a productos que, con todo, tenían su público, dada la voracidad consumista de las pantallas usamericanas en la época en que se produjo. Y eso sí, quien quiera «revisitar» su infancia, ¡que no se la pierda!