Primera (y curiosilla…) adaptación de un clásico de la
ciencia-ficción y el terror: Soy una leyenda, de Richard Matheson
Título original: The Last Man on Earth
Año: 1964
Duración: 87 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Sidney Salkow, Ubaldo Ragona
Guion: Richard Matheson, Furio M. Monetti, Ubaldo Ragona, William
Leicester (Novela: Richard Matheson)
Música: Paul Sawtell, Bert Shefter
Fotografía: Franco delli Colli
Reparto: Vincent Price, Franca Bettoia, Emma Danieli, Giacomo
Rossi-Stuart, Christi Courtland.
He de
reconocer que identificar a Vincent Price en el cartel anunciador de una
película me induce a interesarme por ella enseguida. Otra cosa es que se trate
de una de esas películas pane lucrando con las que Price, hacia el final
de su larga carrera explotaba su nombre mítico, por más que, con posterioridad
a esta, rodara una que lo devolvió al estrellato para nuevas generaciones de
espectadores que ignoraban su existencia: El abominable Dr. Phibes, de
Robert Fuest, que tuvo incluso la secuela correspondiente, dado el éxito.
La
presente es la primera versión de una exitosa novela de Richard Matheson, quien
también firmó el guion, aunque con pseudónimo, Logan Swanson, por ciertas
discrepancias que mantuvo hasta el final, aunque ello no obstó para que
considerar esta versión le mejor de todas. Había visto en su momento la
interpretada por Charlton Heston, El último hombre…vivo, de Boris Sagal,
cuya estética dejaba mucho que desear y cuyo intérprete parecía repetir, en un
contexto totalmente diferente, la más que exitosa El Planeta de los simios,
de Franklin J. Schaffner.
La
película está rodada en Italia, pero se quiere representar, absurdamente, que
estamos en Usamérica, por más que el urbanismo, las casas y los intérpretes nos
disuadan a primer golpe de vista de una ficción tan burda. Ello no es obstáculo,
sin embargo, para que la puesta en escena, salvando esa necedad, sea magnífica.
No solo el interior de la casa donde el protagonista, único superviviente de
una plaga vírica que ha acabado con la Humanidad, resiste, fortificado, contra
los intentos de los “muertos vivientes”, tomados por “vampiros”; sino también
la ciudad y cualesquiera espacios por los que el protagonista se mueve con su
coche para irse deshaciendo de unos rivales que califica de “muy débiles”, si
individualmente, aunque peligrosos si a uno lo rodea un grupo de ellos. Las
calles desiertas y los edificios con los cadáveres esparcidos consiguen crear una
verdadera atmósfera apocalíptica, que el blanco y negro de la fotografía
potencia con una trascendencia de película importante que no responde a la producción
de serie B de la misma; o, dicho de otro modo, la fotografía consigue
ofrecernos una perspectiva de la historia llena de claroscuros que ensombrecen
la historia justo hasta donde no consigue hacerlo la interpretación de Price,
quien no andaba ya con las mismas energías de antaño ni el protagonista, de
corte realista, un científico, le permitía registros tenebrosos como los de las
películas con Corman.
A
diferencia de la novela, en la que el protagonista es un hombre sencillo que se
empeña en buscar una solución a la epidemia, el protagonista es un científico al
que curiosamente respeta el virus pandémico. ¡Y ahora agárrense bien a la
butaca! ¿De dónde ha sacado la inmunidad el protagonista? ¡De que fue mordido
por un murciélago en un país exótico que le transmitió el virus y lo inmunizó!
¿Qué, cómo se les ha quedado el cuerpo…? Ya he criticado recientemente dos películas
relacionadas con los virus, y ahora esta tercera aún afina más el rastro que
nos lleva al covid-19, podríamos decir…
Los
afectados, una suerte de vampiros contra los que el científico no duda en protegerse
con los recursos tópicos: ristras de ajos y espejos que cuelga en todas las
entradas de su casa, se comportan, en realidad, como los «muertos vivientes» con
los que, apenas cuatro años después de esta película, George A. Romero
deslumbraría al mundo con una película sobrecogedora en blanco y negro con el
final más cruel que pueda imaginarse. Si en vez de aparecer el término «vampiro»,
hubieran hablado de living dead, muy otro sería ahora el destino de esta
película, que habría sido mil veces repuesta en la televisión o las pantallas.
Es
importante, y los planos de los calendarios con los días tachados enseguida
sugieren la «heroicidad» de resistir, solo, sin ir más allá del vertedero donde
las autoridades incineraban los cadáveres que sacaban de las casas en camiones
militares, como nos ha sido dado ver durante la actual epidemia, por ejemplo;
es importante, decía, apreciar esa voluntad de resistente del protagonista a
pesar de que todo indica que es él el último hombre vivo sobre la tierra… Hasta
que se encuentra con una mujer que parece estar tan sana como él, y como tal la
acoge en su vivienda, hasta que descubre que está infectada, aunque ella, y otros
con quienes vive, han descubierto un medicamento cuya inyección permite detener
la infección, aunque no revertirla totalmente. El científico, entonces, decide
ensayar una transfusión para comprobar si puede «vacunar» a la mujer. Lo cual
consigue. Ahora bien, la comunidad en la que vive sabe quién es, porque lo
consideran algo así como una «leyenda», sobre todo por su lucha contra los
infectados. De todos modos, en esa nuevo “comunidad”, de reglas estrictas e
inspiración fascistoide, o tal parece, al menos, en el modo como se presenta en
el desenlace, no ve el protagonista que pueda encajar de ninguna manera. Se
inicia, por consiguiente, la inevitable “caza” que nos abocará al desenlace,
pero eso habrá de verlo ya el aficionado a estas «rarezas» que a veces nos descubren
inquietantes paralelismos con nuestro presente…