viernes, 31 de diciembre de 2021

«Man on a Tightrope » («Un hombre en la cuerda floja»), de Elia Kazan

Una película tan romántica como política.

 

Título original: Man on a Tightrope

Año: 1953

Duración: 105 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Elia Kazan

Guion: Robert E. Sherwood. Novela: Neil Paterson

Música: Franz Waxman

Fotografía: Georg Krause (B&W)

Reparto: Fredric March, Gloria Grahame, Terry Moore, Cameron Mitchell, Adolphe Menjou, Richard Boone, Robert Beatty.

 

         Me he negado a usar el título en español, Fugitivos del terror rojo, porque tiene tal tufo a cine de propaganda barata que bien podría hacer desistir de ver esta curiosa película a cuantos, más allá de la dosis de cine político que en sí es la película, puedan apreciar las buenas maneras de Elia Kazan tras la cámara, aunque su nombre esté ya avalado por algunos  títulos fundamentales de la Historia del Cine. Esta en particular no la conocía, pero tampoco conocía El malabarista, de Edward Dmytryk, un director por el que siento debilidad, y que también estuvo acusado en los tiempos del macartismo, y me sorprendió su capacidad para hablarnos de los efectos del nazismo en un personaje que se ha quedado con el alma a la intemperie, sin asidero ninguno que le permita seguir viviendo, con una estupenda interpretación de Kirk Douglas. Se trata de un judío repatriado a Israel y que huye del campo de refugiados donde lo albergan hasta integrarlo en una realidad cuyos controles sobre las personas tienen un carácter policial que al traumatizado malabarista lo tienen confundido, como si no se hubiera librado aún de los nazis.

         El mundo del circo es casi un subgénero en el cine, pero, en este caso, Kazan lleva a la pantalla una historia real, lo cual, para un espectador ignorante de la historia del circo en Europa, poco a nada le dice que se trate del circo Brumbach y, en consecuencia, puede sentarse ante la película sin ninguna información que condicione el seguimiento de una historia que nos llega muy de cerca porque el ansia de libertad siempre tendrá más simpatías de los espectadores que un régimen policial que solo trata de asegurar el sometimiento de los ciudadanos a las consignas  y las disposiciones —no malgastemos el concepto de «ideales» para ese ejercicio social totalitario— del régimen gobernante, alineado con una Unión Soviética experta en totalitarismo varios.

         Kazan convierte el exitoso circo Brumbach en un viejo circo casi de segunda, un circo itinerante al estilo de la compañía teatral que llevó Fernán Gómez a la pantalla en Viaje a ninguna parte, lo que le confiere a la película un mayor romanticismo y un punto más de nobleza y amor a la libertad, porque, frente a la obligación de convertirse en un circo de vulgar agitprop, voceando consignas comunistas marcadas por el Régimen, escogen, aun a riesgo de sus vidas, el desafío de atravesar la frontera y refugiarse en la Alemania ya liberada del nazismo por los Aliados, para lo cual trazan un plan que necesitará no solo de su valentía, sino también de sus habilidades circenses.

         La película, en un blanco y negro turbio, de obra antigua y pobre de medios, pero rica en imaginación, ofrece varias líneas narrativas que acabarán potenciando el desafío final. El romance entre la hija del circo, un exquisito Fredric March, convincente como nadie, sobre todo en sus últimos papeles en el cine, y un trabajador de quien nadie sabe nada, y de quien se sospecha lo peor; el matrimonio roto del director con una mujer más joven y ardiente, Gloria Grahame, en esos papeles de mujer voluptuosa e infiel que bordaba, y la relación con las autoridades, que para continuar validando su permiso de trabajo y tránsito le exigen que se convierta en altavoz de los «valores» del Régimen, constituyen desarrollos argumentales que se supeditan a una puesta en escena clásica, con una estimulante descripción de los entresijos de la vida del circo, algunos números relevantes y esa sensación extraña que deja en el espectador la contemplación de una nutrida familia trashumante que vive permanentemente en el camino, instalando aquí y allá la carpa de los sueños para chicos y grandes. Una vez que deciden poner fin a esa sumisión, descubren que hay entre ellos un traidor que informa a la policía de sus movimientos y de sus intenciones, alguien a quien solo se descubre cuando ya los planes para el intento de huida están muy avanzados.

         Kazan extrae del blanco y negro, de los primeros planos y de la puesta en escena una potencia estética formidable, de modo que la película adquiere una dimensión épica desde el compromiso del director con la defensa del verdadero espíritu del circo, lo que redunda, finalmente, en la realización de una película permeada por el sabor de las grandes películas que han sabido contar la hazaña del compromiso radical con la libertad y la denuncia sin componendas del totalitarismo.

         No se me escapa que el componente político de la película, reducido aquí a un nada sutil enfrentamiento entre el despotismo y la libertad del arte, por ínfimo que se haya considerado que ha sido siempre el del circo, no admite matices, lo cual le permite al director centrarse en la perfecta descripción de esas líneas narrativas que alimentan el desarrollo de la historia central. Y ahí hay ya hallazgos, como el adulterio de la mujer con el domador o el enfrentamiento del enano con otros artistas del circo, que derivan en secuencias espectaculares, poderosas. Destaca, en todo caso, la posición ambigua de un viejo policía, encarnado por Adolphe Menju con extraordinario patetismo, que se enfrenta a los jóvenes radicales extremistas, ¡estos sí que ignorantes de nada que no sean las estrictas órdenes recibidas!

         A muchos, siempre que no sean nostálgicos paleoizquierdistas de la Rusia soviética del genocida  Stalin, les va a sorprender esta película sobre cuya trayectoria pública lo ignoro todo. Para mí fue una sorpresa, pero, al cabo, muy grata. Otra cosa es una escena del matrimonio roto en la que él la golpea al estilo Hilda y ella, desde el suelo, ante el conato de arrepentimiento de él, le confiesa, convulsa de deseo,  que «tendría que haberlo hecho mucho antes»… En fin, ¡o tempora o mores…!

        

 

miércoles, 29 de diciembre de 2021

«El poder del perro», de Jane Campion o las seducciones peligrosas.

 

Un western intimista en clave de drama familiar o la firme observancia de la lealtad.

 

Título original: The Power of the Dog

Año: 2021

Duración: 128 min.

País: Australia

Dirección: Jane Campion

Guion: Jane Campion. Novela: Thomas Savage

Música: Jonny Greenwood

Fotografía: Ari Wegner

Reparto: Benedict Cumberbatch, Jesse Plemons, Kirsten Dunst, Kodi Smit-McPhee, Thomasin McKenzie, Frances Conroy, Keith Carradine, Geneviève Lemon, Peter Carroll, Adam Beach, Karl Willetts, Yvette Parsons, Tatum Warren-Ngata, Maeson Stone Skuggedal, Ramontay McConnell, Daniel Cleary, Ella Hope-Higginsony otros.

 

         Es una excelente noticia que Jane Campion, después de más de diez años, tras la excelente Bright Star, criticada en este Ojo, sobre el malogrado poeta inglés John Keats haya vuelto a ponerse detrás de la cámara para dirigir una película sin renunciar a sus predilecciones temáticas y estilísticas. En el ínterin ha sucumbido a la tentación de las series televisivas, pero en El poder del perro se demuestra que el espacio del largo, con su personalísimo tempo lento tan marcado, habría de ser su hábitat esencial. En este caso, siguiendo, en parte, la tendencia actual de las mujeres que ruedan westerns complejos acerca de conflictos íntimos no del todo propios de los lugares comunes del género, Jane Campion se ha sumergido en el género, como lo hiciera no hace poco Chloé Zhao con El jinete, una película de planteamiento muy próximo al de esta, si bien Campion escoge la monumentalidad lírica del paisaje neozelandés para representar la Montana en la que se desarrolla la acción dramática de la película. Eso choca al espectador, porque, sin ser conocedor del paisaje de Montana, aunque el hombre, procedente del español «montaña» es lo suficientemente indicativo, no se hace a la idea de que las montañas que aparecen en la película se correspondan con las del Estado usamericano. Hay un juego estético, una perspectiva fotográfica tan precisa, que, repito, aun ignorando la geografía exacta de Montana, tendemos a pensar en paisajes de otras latitudes, como así ha resultado ser. Si insisto en este aspecto es porque la fusión de algunos personajes con la naturaleza es de tal magnitud en la novela que constituye, per se, una línea temática que refuerza el conflicto dramático de la película.

         La historia es relativamente sencilla, dos hermanos poseen un rancho con reses a las que amenaza una epidemia de ántrax, por lo que han de andar con  cuidado para que no les diezme la cabaña. El mayor de ellos, hierático pero eficaz Jesse Plemons, rompe la estrecha unidad existente entre ambos hermanos cuando decide casarse con la propietaria de un restaurante, una espléndida  Kirsten Dunst en su madurez humana e interpretativa, cuyo hijo, notablemente afeminado, trabaja con ella de camarero y quiere ser doctor como su padre, ya fallecido. El enfrentamiento agresivo y desconsiderado del hermano vaquero con la esposa y el hijo de esta se desata amargamente cuando ella se instala en la casa de ambos, invadiendo un espacio que, hasta ese momento, había sido algo así como el templo de ambos, por lo que la profanación del mismo desata una soterrada violencia que solo persigue un objetivo: echar a la intrusa. Phil, interpretado por Benedict Cumberbatch, acaso en el papel más sólido de su carrera,  de quien, desde un plano inicial en el que acaricia un recuerdo de su mentor, conocemos la adoración/devoción que siente por ese vaquero, «Bronco» Henry, que les enseñó a los hermanos los rudimentos del oficio, comenzará una suerte de campaña de acoso y derribo que arranca, antes del matrimonio de su hermano con la propietaria con la burla homófoba del hijo de Rose, Peter, interpretado por un casi irreconocible  Kodi Smit-McPhee, a quien vimos, como niño en la apocalíptica The Road,  de John Hillcoat y en la tenebrosa y brillante al tiempo Déjame entrar, de Matt Reeves. La ingenuidad del hijo, quien no capta, al principio, la humillación a que lo está sometiendo el vaquero, no tardará en disiparse cuando, después del matrimonio de su madre, él es enviado a la ciudad para estudiar medicina. De lo que sí es consciente, enseguida, es de la labor de zapa de Phil que ha conseguido que su cuñada se refugie en el alcoholismo para poder soportar la enorme presión de su enemigo privado y de las ansias de medro político de su esposo, razón por la cual la expone a una no deseada humillación cuando se empeña en que toque el piano para un senador a quien ha invitado a comer. Esa presencia del piano en la casa, y lo que supone para la anfitriona, en términos de fracaso personal, bien puede entenderse como un guiño paradójico de la autora a la película que la catapultó a la fama universal.

         Aunque la película tiene un buen retrato de ambiente, lo que incluye no pocos personajes de escaso relieve, el drama se sustancia entre los cuatro principales y, mediado el metraje, entre los dos actores cuyo duelo va creciendo a medida que avanza la trama, porque no tardamos en descubrir la intensa pulsión homosexual del rudo vaquero que se ha reído del hijo de su cuñada y en este no tardamos en descubrir una capacidad de respuesta sobre la que no me puedo extender, porque afecta al desenlace de la película. En cualquier caso, la vuelta por vacaciones del joven a la casa del «terror» nos meterá de lleno en el planteamiento de ese irresuelto conflicto erótico, que la directora desvela, sobre todo, en la escena del baño de Phil, cuando este se acaricia eróticamente con una «prenda» de su mentor, después, eso sí, de haber contemplado, al pasar con su caballo, el baño de sus cowboys desnudos en el mismo río donde él se sumergirá, aunque en un espacio vedado a la curiosidad ajena, excepto para Peter, quien lo descubrirá en esa intimidad que Phil vedaba a todo el mundo.

         Todo parece indicar que Phil se ha propuesto hacer daño a su cuñada donde más le duele, en su hijo, a quien se acerca con la finalidad expresa de desfeminizarlo y convertirlo en un rudo cowboy, algo que asusta a su madre, a quien no le gusta que Peter frecuente la compañía del hombre que tanto la ha maltratado. El proceso de seducción, lleno de equívocos, es una maravillosa historia que progresa con la lentitud propia de los acercamientos ambiguos. Por otro lado, solo hay que ver la «planta» desgarbada de Peter, estrecho como las tablas de lavar, para darse cuenta de lo que puede costar convertirlo en aquello para lo que enseguida se intuye que no ha nacido, pero, para sorpresa del espectador, él parece muy complacido en esa «protección» de Phil, de quien, poco a poco, van cayendo las capas de agresividad machista para ofrecernos su cara más próxima a la ternura y a la afectividad. La inmersión de Peter no solo en el mundo de los cowboys, sino también en la naturaleza, en ese  decorado natural captado desde todos los ángulos fotográficos que permite su belleza monumental, nos deparará no pocas sorpresas, como la captura del conejo que, para pasmo y horror de la criada que le lleva una zanahoria, lo ve diseccionado en la mesa donde Peter hace prácticas de anatomía…

         La película no solo se centra en el conflicto dramático de los cuatro personajes, sino que nos muestra, ¡en 1925!, la paulatina modificación de lo que había sido una forma de vida casi inmodificada desde los tiempos de la conquista del oeste. Teóricamente, deberíamos hablar del ya tópico western «crepuscular», pero, el drama íntimo, con sus dosis de terror psicológico, va más allá de la descripción de ese mundo en retroceso. Es cierto que hay una evocación de aquel pasado glorioso representado por «Bronco» Henry, y no pocos «apuntes» sociológicos, como el uso de las botas o del sombrero, ¡no poco ridículo, por cierto, el que escoge el futuro doctor!, pero la película no se pierde en retratos de ambiente, sino que se centra en la acezante pugna de ambos personajes centrales, Phil y Peter.

         La exquisita fotografía, propia siempre de las películas de Campion, así como la lentitud indispensable para poder apreciar las evoluciones psicológicas de los personajes nos permiten seguir con atención el mundo interior de cada uno, por más que desconozcamos sus intenciones reales hasta que damos con la lectura del versículo que da título a la película. Todo lo dicho viene a significar que no se trata de una película de «acción» externa, sino de poderosa e intensa acción interna, mil veces más compleja que aquella y, por supuesto, mucho más interesante. Planean sobre ella las sombras de algunos Oscars, desde luego… Ya veremos.

martes, 28 de diciembre de 2021

«No mires arriba», de Adam McKay o la obviedad desmadrada…

Después de Trump, del asalto al Capitolio, después de los propios informativos sobre la vacuidad, banalidad y superficialidad de nuestra época, ¿McKay pretende sorprendernos?

 

Título original: Don't Look Up

Año: 2021

Duración: 138 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Adam McKay

Guion: Adam McKay. Historia: Adam McKay, David Sirota

Música: Nicholas Britell

Fotografía: Linus Sandgren

Reparto:Leonardo DiCaprio, Jennifer Lawrence, Meryl Streep, Jonah Hill, Rob Morgan, Mark Rylance, Tyler Perry, Timothée Chalamet, Ron Perlman, Ariana Grande, Kid Cudi, Cate Blanchett, Tomer Sisley, Himesh Patel, Melanie Lynskey, Michael Chiklis, Paul Guilfoyle, Robert Joy, Meghan Leathers, Hettienne Park, Ross Partridge, Dee Nelson.

 

         ¡Tiempos aquellos en los que ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, una desmadrada comedia antimilitarista, la firmaba nada menos que Stanley Kubrick! Hace poco tuve la ocasión de criticar Velvet Buzzsaw, de Dan Gilroy, que, con un planteamiento desmitificador semejante al de Don’t Look Up, pero acotado al microcosmos de los circuitos de arte, consigue un resultado más que aceptable. He de reconocer, lo digo para quienes quieran abandonar la lectura de esta crítica ahora mismo, que no he logrado «conectar» con la película en ningún momento, ni siquiera por el lado del esperpento sin estilo ni gracia con que pretende devolvernos, en triste espejo, lo que estamos hartos de ver y de denigrar cada día, ¡pero si parece una película hecha para extraterrestres que lo ignoraran todo de nosotros!, de ahí que cada vuelta de tuerca del argumento aumentara el aburrimiento bostezante con que seguíamos, mi Conjunta y yo,  la inverosímil —a medio y largo plazo, según la «defendida» ciencia en la trama— amenaza del asteroide que acabe con nosotros como acabó con los dinosaurios.

         No me desagrada, antes al contrario, la screwball comedy, con títulos tan extraordinarios como La fiera de mi niña, por ejemplo, pero, a diferencia de su excelente El vicio del poder,  Adam McKay se ha dejado llevar en esta película por el más burdo histrionismo y ha conseguido lo peor que le puede ocurrir a un director: aburrir. De hecho, la dimensión grotesca con que refleja la realidad usamericana, que es el pan nuestro de cada día incluso en los reportajes de los telediarios, con esa crítica superficial a la superficialidad de los medios y la caricatura del poder, con una trump mujer en manos de un gurú-casandra, en desconcertante remedo de Gates, que tropieza constantemente en lo más burdo e inimaginativo: el chafarrinón. Si uno recuerda Network, de Sidney Lumet, por ejemplo, advertirá enseguida lo que significa la “crítica demoledora de los media”, en comparación con este documental en el que nos sumerge McKay, porque en toda esa exageración, la petición de mano mediática incluida, hay más de «documento» que propiamente de sátira. Digamos que McKay ha optado por el brochazo frente al pincel de un solo pelo, y, en este sentido, la elección es simple: o le llega a uno ese humor zafio o le deja indiferente. Soy de los segundos. Hace relativamente poco, una película muy subida de revoluciones, The Laundromat, de Steven Soderbergh, nos regalaba una actuación memorable de Meryl Streep, y toda la película, en realidad, optaba por la vía desmadrada de la sátira perfectamente orquestada, con un guion excelente, una realización medida y unas interpretaciones admirables, ¡incluso de Antonio banderas, que ya es decir! Sí, sí, ya sé que las comparaciones son odiosas, pero para quienes no pueden justificar sus decisiones en uno u otro sentido. Con todo, este renuevo de la vieja fábula del lobo no tardará en ser tan olvidado como ahora algunos se empeñan en celebrarlo, por lo que tiene de reflejo de nuestros días, sin reparar en que una película, y más si es de humor, no puede fiarse al histerismo de las personas en algunas secuencias, a penosas escenas como la de la irrupción de la legítima en el idilio mediático del profesor o la bobaliconería del parque jurásico donde se posan las naves de los ricos supervivientes…; sino que requiere una seria planificación de los gags y un progreso hacia un final que, como ocurre en este caso coincide con una película en las antípodas de la presente: Melancholia, de Lars von Trier, una verdadera obra de arte, ya digo.

         No acabo de entender que una sucesión de trivialidades elevada a un plano, a un chato esperpento sin gracia ninguna pueda arrancar la sonrisa de nadie, pero reconozco que el sentido del humor es algo tan personal que todo estaría justificado. De hecho, ayer mismo leí que el programa más visto de televisión hace pocos días fue una película de Paco Martínez Soria. Pues ya está, que diría el otro. Ahora bien, apelo a los orígenes y tradición de la comedia usamericana para censurar la mediocridad de la presente. Es muy probable, ya digo, que, desde el punto de vista del documental que adopta la película, muchas cosas no nos sorprendieran el día de ese hipotético final de nuestro mundo, pero se ha de reconocer que la realidad tiene también otra cara lo suficientemente seria como para que toda esa superficialidad pueda continuar existiendo ¡y desesperándonos a los idealistas ilusos!

         Reconozco los esfuerzos del plantel de actores por transmitir con pasión el absurdo de lo verosímil, pero no me parece que ninguno de ellos esté realmente a la altura de ellos mismos, excepto la plana Lawrence, que sí que lo está porque no da más de sí, y otro tanto cabe decir del torpe cameo del tal Chalamet. Ello suele suceder cuando, como ocurre en las películas de Almodóvar, actores y actrices no saben exactamente cuál es el fundamento real de la supuesta historia —¡caso de haberla…!— que se está contando. Aquí pasa algo parecido. Todo funciona por acumulación, pero con excesiva falta de sentido; nada admite un enfoque que permita a los espectadores «meterse» en la historia: somos, siempre, meros espectadores de una peripecia absurda y enloquecida a la que cuesta, por esa distancia nada brechtiana, asentir. Tanto es así que, al final, mi menda veyenda acaba disintiendo y desentendiéndose de las supuestas «gracias» que no le ve ni por el forro, a la película. En fin, seguro que McKay no deja de darle vueltas al porqué de su fracaso estético, pero alguna enseñanza sacará, seguro, porque El vicio del poder permite albergar esperanzas en su cine.

lunes, 27 de diciembre de 2021

«Hélas pour moi», de Jean-Luc Godard o el cine en estado puro.

El espíritu y la materia: el creador y su criatura: la naturaleza: ser y saber; estar e ignorar: amar tal vez: narrar y ser narrado…, existir.

 

Título original: Hélas pour moi

Año: 1993

Duración: 95 min.

País: Francia

Dirección: Jean-Luc Godard

Guion: Jean-Luc Godard

Música: Heinz Holliger

Fotografía: Caroline Champetier, Jean-Luc Godard

Reparto: Gérard Depardieu, Laurence Masliah, Bernard Verley, Roland Blanche.

 

         Godard, «God-ard», y he ahí un impulso religioso que atraviesa de forma paradójica una película que desesperará a los materialistas e irritará a los espiritualistas, porque la mezcla de ideas y de sentimientos, de incertidumbres y de convicciones, de esperanzas y de desesperaciones que se manifiestan en la película, el lugar de la poesía, no puede dejar indiferente a ningún espectador. Sí, es cierto que un narrador va en busca de sus personajes, Rachel y Simon, para saber que forman parte de una historia que, en realidad, nadie escribe, porque los acontecimientos son “lo que sucede en el momento”, un presente en cierta forma acuciante, porque la felicidad, la confianza y el sentido de la existencia de los personajes dependen de ellos, siempre difíciles de interpretar.

Cerca de un lago, en un espacio natural de marcados colores, y con planos que  rompen continuamente la sensación de verosimilitud que le es consustancial al cine, Godard nos cuenta una historia de amor y de presencias religiosas inmateriales para cuyo desarrollo se inspiró en dos obras: la de Leopardi, sus Cantos, e imagino que también en los aforismos de su Zibaldone, y el Anfitrión, de Plauto, cuyo rastro es mucho mayor, puesto que el Simon que viene a encontrarse con su amada, Rachel, es un Simon suplantador, algo que a ella no le pasa desapercibido, a pesar de las protestas de él. Contrasta poderosamente con ese planteamiento el retrato de la vida cotidiana de muchos personajes que se orquesta de forma coral alrededor de los protagonistas. En cierta manera, podríamos decir que Godard traza un círculo de conocidos en torno a ellos, y también un círculo de espacios en torno a la casa donde vive Rachel, que nos permite acercarnos desde diferentes perspectivas.

         ¿Dónde radica la originalidad de la película? Por un lado, en la belleza innegable de los planos y las secuencias, con una composición en la que entran los personajes casi generalmente estáticos, como si estuvieran «plantados» en el lugar, formando parte de la naturaleza creada por Dios, responsable último de la belleza, de la pasión y de toda la naturaleza, la especie humana incluida. Por otro lado, toda la película es un discurso que fluye de manera sincopada, pero poderosa. El estilo aforístico de los diálogos, apenas un mero intercambio de monólogos brevísimos, resalta los ejes temáticos de la vivencia social y religiosa, como cuando aparece el viejo aforismo de José Bergamín: «Con los comunistas hasta la muerte, pero ni un paso más allá». Todos los personajes actúan de forma propiamente ritual y se expresan desde una trascendencia que, como ocurre en el señalamiento de que lo propio del cristianismo es la doctrina de la Resurrección de la carne, va desgranando los teoremas esenciales de un pensamiento que contempla la realidad como un estado de aflicción, como una deletérea pesadumbre que se asocia tradicionalmente con la desesperación existencial de Leopardi, aunque, al mismo tiempo, haya una suerte de confianza absoluta en el esplendor de la naturaleza como inmediata manifestación de Dios.

         Desde el punto de vista cinematográfico, pocas películas de Godard están tan cuidadas técnicamente, y, sobre todo, desde la fotografía, dado que el estatismo de buena parte de la presencia de los personajes permite «componer» el plano con una delicadeza de contrastes, colores, volúmenes, expresiones faciales, gestos, etc., que por fuerza han de maravillar al espectador, siempre que no sea reacio a la ausencia de un hilo narrativo tradicional. Podríamos hablar como de una sucesión de miniaturas, o de cuadros del periodo «flamenco», en el que la vida doméstica alcanza una representación soberbia. Dada esa técnica compositiva, queda claro que al crítico le es imposible cualquier intento de sinopsis, más allá de lo dicho, porque, al modo de las imágenes o las metáforas en una poesía, resulta ridículo cualquier intento de «traducción». La película, y esta mucho más que cualesquiera otras, es sus imágenes, y su encadenamiento escasamente narrativo, porque la historia que quiere aspirar a convertirse en historia no es sino el conjunto heterogéneo de todas esas secuencias en cierto modo autónomas que, sumándose, van creando un estado de reflexión y de sentimiento que se vive al verla. Claro que hay un ritmo, propiamente metafórico, más que narrativo, y el conjunto exige de los espectadores un asentimiento incondicional a lo que ven en pantalla como un largo poema en el que se sustancian angustias, ansiedades y temores que nos afectan a todos.

Es absurdo intentar acercarse a la poesía lírica desde la épica, porque entonces se desgasta uno en el señalamiento de la inverosimilitud radical de lo que acontece ante sus ojos; pero si se siente lo humano esencial que se manifiesta ante los ojos de los espectadores, si se asiente a los «mensajes» reiterados que nos hablan de la complejidad de nuestra existencia, los espectadores podrán disfrutar de una película que nos muestra el funcionamiento del lenguaje cinematográfico en su más pura esencia. Ojo, porque, para quienes leemos los subtítulos del flujo discursivo, este suele superponerse con el recurso habitual en Godard de los intertítulos que proclaman tanto certezas como perplejidades y, habitualmente, paradojas indescifrables.

Insisto, esta película de título interjectivo —y no es casual la elección, porque la interjección es la parte de la oración que expresan sensaciones y sentimientos—, es una obra de arte del lenguaje cinematográfico que, en esta ocasión, escoge la quiebra del realismo para sumergirse en la poesía moral, en la meditación de las preguntas esenciales sobre la existencia, aquí planteadas de un modo tan uncido a las imágenes que, con toda seguridad, son estas auténticos conceptos, al estilo de los apotegmas barrocos, cuyo desciframiento llenarán de satisfacción a los espectadores que harán bien en no perderse esta sorprendente «experiencia» cinematográfica. A pesar de lo que pudiera parecer, dado su físico actual, la presencia de Depardieu consigue una intensidad dramática y metafísica que enriquece la película, del mismo modo que la justa réplica que le da Laurence Masliah, a quien vimos recientemente en Hipócrates, de Thomas Lilti.

Finalmente, la película, que se construye por acumulación, tiene un repertorio extenso de obsesiones propias del autor, algunas tan menores como la aparición de unos raquetazos en lo que parece una pista de squash, el uso de los intertítulos o ciertas aseveraciones de carácter casi apocalíptico sobre algunos aspectos de la realidad como la enseñanza, la lectura, los periódicos, etc. ¡Hay mucha más vida cotidiana de lo que en apariencia nos muestra la película!  Y por debajo de las imágenes bellísimas un discurso coherente, por más que tenga la perplejidad, el dolor y la ansiedad como objetos prioritarios.

 

miércoles, 22 de diciembre de 2021

«Una chica afortunada», de Mitchell Leisen y «Demasiados maridos», de Wesley Ruggles: maravillosa sesión doble inolvidable con Jean Arthur…

 

Título original: Easy Living

Año: 1937

Duración: 91 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Mitchell Leisen

Guion: Preston Sturges. Historia: Vera Caspary

Música: Boris Morros

Fotografía: Ted Tetzlaff (B&W)

Reparto: Jean Arthur, Edward Arnold, Ray Milland, Luis Alberni, Mary Nash, Franklin Pangborn, William Demarest, Dennis O'Keefe.






Título original: Too Many Husbands

Año: 1940

Duración: 81 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Wesley Ruggles

Guion: Claude Binyon. Obra: William Somerset Maugham

Música: Friedrich Hollaender

Fotografía: Joseph Walker

Reparto: Jean Arthur, Fred MacMurray, Melvyn Douglas, Harry Davenport, Dorothy Peterson, Melville Cooper, Edgar Buchanan, Tom Dugan


         Dos muestras de la mejor comedia usamericana de todos los tiempos con repartos de lujo para tramas desternillantes y dos direcciones aquilatadas: Leisen y Ruggles. Programa doble para la mejor tarde de cine amable de estas Navidades: Jean Arthur, Ray Milland, Edward Arnold, Melvyn Douglas, Fred MacMurray, etc.        

Incomprensiblemente, creí que había escrito la crítica de Easy Living y, al volverla a ver, me doy cuenta de que no lo había hecho. Subsano, pues, tan cruel olvido y añado, de propina, una comedia con la misma protagonista, película que, aun basada en una obra de Somerset Maugham, no tuvo en su día ni el éxito ni la atención crítica que, a mi parecer, merece. Está fuera de toda duda que Jean Arthur fue una de las grandes actrices de Hollywood, como queda patente a través de una filmografía que incluye títulos «esenciales» como Raíces profundas, de George Stevens, Berlín Occidente, de Billy Wilder o Caballero sin espada, de Frank Capra, entre otras, y aquí conviene recordar que debutó en una película muda de Ford: Cameo Kirby, criticada en este Ojo. Estaba, pues, cuando rodó estas dos películas en plena posesión de sus excelentes recursos interpretativos, y gracias a ella, y a quienes la secundan en ambas, un inigualable plantel de excelentes coprotagonistas y secundarios, estas dos películas se ven hoy con una total satisfacción cinematográfica, siempre y cuando seamos capaces de aceptar el código de la comedia sofisticada mezclada con la screwball comedy e incluso, en ciertas partes de ambas, con el slapstick, como la escena del restaurante de autoservicio, digna del mejor cine mudo de la factoría Sennet.

         Mitchell Leisen es un elegante director de quien he criticado varias películas en este Ojo, si bien no tiene el reconocimiento público que otros autores que todos recordamos inmediatamente, cuando de mencionar directores de cine se trata. Al frente de este Easy Living, y a partir de un inicio de película que deja al espectador con la boca abierta, tras la huida a través de su casa, hasta la azotea,  de la mujer del protagonista con un abrigo de visón que su marido le quiere arrebatar, lo que hace, para lanzarlo a continuación a la calle justo cuando pasa en la parte descubierta de un autobús  la protagonista, a quien le cae encima, Leisen construye un artefacto perfectamente organizado para generar un crescendo cómico que, desde tan maravilloso arranque, no baja jamás el nivel hasta llegar al final. Preguntado un indio sij que se sienta tras ella qué demonios pasa, como si él le hubiera lanzado el abrigo encima, este, hieráticamente, le responde: Kismet, «el destino», y, a partir de ese momento, la vida de la muchacha se irá complicando a cada paso que da. La aparición de un jovencísimo Ray Milland, aún viviendo de la sopa boba del padre, pero deseoso de independizarse, quien recuerda mucho, por cierto, al Hugh Grant que irrumpió triunfalmente en la comedia, en la década de los 90, aumenta la vis cómica del conjunto de un modo extraordinario, porque el papel de padre borrascoso de Edward Arnold no es la primera vez que se le ve. Antes de continuar conviene recordar que, aunque la historia es de Vera Caspary, la creadora de otra historia en la que se basó una película mítica de Otto Preminger, Laura, el guion es de Preston Sturges, el director de dos películas excelentes: la comedia loca El milagro de Morgan Creek y la mundialmente aclamada Los viajes de Sullivan. Estamos, pues, en las mejores manos para conseguir lo que, finalmente, la película logra: arrastrarnos, sin aliento, por una sucesión de enredos que nos mantienen continuamente la sonrisa en los labios y, a menudo, nos arranca incluso la carcajada. Que toda la película gire en torno a Jean Arthur es un éxito total, porque su representación de la inocencia y la ingenuidad es maravillosa.  Así mismo, la historia paralela del Hotel Louis permite mantener ese tejido maravilloso de gags que irán creciendo de modo vertiginoso hasta llegar a la temida bancarrota del banquero Arnold, pero conviene que no adelante mucho de la película, excepto que hará muy mal quien considere que no hay en esa comedia casi descerebrada una crítica sólida de un sistema en el que, por decirlo en términos de nuestro nefasto presidente de gobierno, muchos «se quedan atrás». No hay secuencia, desde las protagonizadas por el mayordomo -la lectura de la noticia en que se relaciona al banquero con la joven en la comida del servicio no tiene desperdicio…-, hasta la revista ultracristiana en que había comenzado a trabajar la protagonista, pasando por la ya citada escena inmortal en el autoservicio, que no contenga algún gag memorable. El del beso de los jóvenes, cuando comparten la suite palaciega del hotel, por ejemplo… En fin, me había equivocado, al creer que ya había escrito esta reseña, pero estoy convencido de que este entusiasmo que a mí me provoca será capaz de invitar a los espectadores a pasar una tarde deliciosa viéndola. Y aún les queda la siguiente…

         Demasiados maridos plantea una situación muy teatral, pero  la realización ágil de Ruggles resuelve de un modo dinámico lo que podría ser una carencia, aunque el método para ello sea muy simple: dejar actuar libremente en el plano a unos actores en estado de gracia. Son cinco, pero lo llenan todo: Jean Arthur es una casi recién casada con el mejor amigo de quien fuera su marido, ahogado en un viaje. No se la ve muy satisfecha, porque su marido está demasiado volcado en el trabajo. De repente, una llamada telefónica lo cambia todo: el marido ahogado y dado legalmente por muerto llama por teléfono para confirmar que ha regresado y que llegará en breve a «su» hogar, deseoso de abrazar de nuevo a su «esposa». He aquí una situación no prevista legalmente y que, antes de ser resuelta desde esa perspectiva, queda en manos de los personajes para adoptar, entre todos, una resolución a la nueva situación sobrevenida. El gran problema se convierte, de pronto, en una experiencia novedosa que la mujer quiere aprovechar para desquitarse del olvido negligente de ambos maridos: de casi no recibir atención ninguna, a tener dos hombres disputándosela como dos colegiales. Excuso decir que se trata de una comedia de diálogos, y que las réplicas y contrarréplicas velocísimas son la «salsa» de una comedia que  gana muchísimo con las interpretaciones del gran quinteto: Jean Arthur, Fred Mac Murray, Melvyn Douglas, el padre de ella, Harry Davenport, secundario ilustre, y el excelente mayordomo protagonizado por el actor británico Melville Cooper, cuyas apostillas entran dentro de la tradición del representado en Una chica afortunada por Robert Greig, otro especialista en esos papeles que son un clásico en el cine. Sin ser una comedia alocada, sí que hay momentos jocosos parecidos al slapstick, cuando, en una infantil competición, el primer marido comienza a saltar muebles en el salón para maravillar a su antigua mujer y marcar las diferencias con un hombre apoltronado y sin vigor, como su padrino de boda y actual marido de su mujer. He de reconocer que Fred MacMurray tiene un punto gracioso que siempre me ha sido difícil de encontrárselo en otras películas, aunque me ha parecido impecable en papeles como el de Perdición, de Billy Wilder. Ruggles sabía a quién escogía, porque le dirigió en su debut en el cine: The Gilded Lyly, con sólidos compañeros como Claudette Colbert y Ray Milland. Aquí, ya digo, a pesar de que los primeros planos se le resistan, las secuencias conjuntas con Melvyn Douglas resultan muy divertidas, porque este último, él sí, explota a fondo una vis cómica que comparte con Jean Arthur. No quiero desvelar hacia qué final nos lleva Maughan, pero no defraudará a quienes han seguido las variadas alternativas de un dilema que aquí se plantea en tono de comedia, pero que permite otros enfoques, por supuesto. En todo caso, estamos ante un programa doble para estas fiestas que a buen seguro no decepcionará a los buenos aficionados. No recuerdo ahora si Marías, un devoto de Mitchell Leisen, cuenta esta película entre sus favoritas. Debería, sin duda, y no solo por él, sino por la autora de la historia y el sin par guionista. ¡A disfrutar!

 


domingo, 19 de diciembre de 2021

«The Cheaters», de Joseph Kane, una magnífica comedia, ¡ay!, navideña…


Buscando en el baúl de los recuerdos no tenidos… aparece esta estupenda comedia ligera e inteligente de nítida campaña navideña, ¡una alternativa de serie entre A y B a las cintas tradicionales de estas fechas!

 

Título: The Cheaters.

Año: 1945

Duración: 83 minutos

País: Estados Unidos

Direcciçon: Joseph Kane

Guion:  Frances Hyland  y Albert Ray

Música: Walter Scharf.

Fotografía:  Reggie Lanning

Reparto: Joseph Schildkraut. Billie Burke. Eugene Pallette. Ona Munson. Raymond Walburn. Ann Gillis. Ruth Terry. Robert Livingston. David Holt. Robert Greig.

 

         Vaya por delante que Joseph Kane es un maestro del western popular, es decir, uno de los muchos artesanos de la gran fábrica de los sueños de Hollywood; pero, de repente, como quien dice, se pone el traje de los domingos de las películas con cierta enjundia y nos ofrece una versión del Plácido de Berlanga que se adelanta mucho al iconoclasta director levantino. Dentro del cine usamericano hay antecedentes de películas que toman a los millonarios o las clases muy pudientes como protagonistas, sobre todo para hacer comedias tan fantásticas como Historias de Filadelfia o Una chica afortunada, de Mithell Leisen que, por un despiste, creí que había criticado en este Ojo y resulta que no lo he hecho. Ni que decir tiene que será mi próxima crítica, porque Easy Living, en el original, es una de las comedias más divertidas que pueden verse en estos días festivos que se acercan.

         Una acaudalada familia que está en serios apuros financieros por el gasto excesivo de todos sus miembros, aguarda con expectación la lectura del testamento de un familiar rico que podría dejarles cinco millones de dólares. Cuando les llega la noticia, se enteran de que le ha dejado todo su dinero a una actriz que conoció tiempo atrás. De todo ello se entera, inadvertidamente para la familia, el huésped que mantienen en casa para pasar las Navidades con ellos: un pobre de solemnidad acogido a una sociedad benéfica que los «coloca» entre la gente rica como «la buena acción» de moda, y ello porque una de las hijas, prometida a un rico heredero, sabe que la madre de este ha practicado esa acogida. El «pobre de solemnidad» resulta ser un viejo actor de cierto prestigio que se dio a la bebida y que está dispuesto a pasear su fina estampa y maneras aristocráticas entre quienes lo acojan, aunque sea por caridad. Una vez que el veterano actor se entera del destino del dinero, enseguida propone un plan que no puede fallar: encontrar a la actriz, persuadirla de que es una lejana pariente de la familia e invitarla a pasar con ellos la Navidad en una finca rural, mal acondicionada, con la finalidad de que los encargados de encontrarla no lo hagan, para poder quedarse con los cinco millones de la herencia. Como se advierte, el humor negro funciona a la perfección y el reparto contribuye lo suyo a la efectividad de la situación narrativa, porque desde Eugene Pallet, el padre, un eterno secundario que alcanza en esta película los laureles del protagonismo hasta Joseph Schildkraut, que interpretó el papel del padre en la película famosa sobre Ana Frank, El diario de Ana Frank, de George Stevens, hasta Ona Munson, espléndida en su papel de actriz con dificultades económicas que desprecia sus suspicacias sobre su lejana relación con tal familia, pasando por el sempiterno mayordomo del cine, Robert Greig, con papeles extraordinarios en Los viajes de Sullivan, de Preston Sturges o en la arriba mencionada Una chica afortunada, de Mitchell Leisen. Todo ello permite hablar de la película como de una película de serie A, si bien, para el gran público no cabe duda de que faltan en ella los grandes nombres del estrellato hollywoodiense, lo que la convierte, casi automáticamente en una magnífica película de serie B. Con todo, la excelente revisión dramática que hace el actor acogido del cuento de Dickens sobre el misántropo Ebenezer Scrooge tiene una fuera inconfundible, del mismo modo que, hasta ese momento, su capacidad para engañar tanto a la familia como a la familiar «descubierta» corre pareja con su magnifica habilidad teatral para el engaño, la seducción y la caracterización, como lo prueba u rígida disciplina para mantener una distinguida cojera tan falsa como la historia creada para «desvalijar» a la talludita y arruinada actriz de la herencia que le ha dejado un viejo amante, no queda claro si de su persona, de su arte o de ambas cosas, pero tampoco importa mucho saberlo.

         La película progresa, no olvidemos que se llama The cheaters, los timadores, los tramposos, en la doble vía de la unión del actor y la familia, pero también, con creciente intensidad, en la de la amistad y hasta el enamoramiento entre el actor y la actriz engañada.

         Cualquier atrevimiento por mi parte sobre la trama arruinaría buena parte de sus secretos, por lo que prefiero dejar a los espectadores con la intriga sobre cómo progresa la película y cuál es su excelente desenlace. Recordemos que el contexto de la historia es el de la celebración de la Navidad y ni siquiera falta una escena algo postiza de un trineo con niños que cantan frente a la vivienda, pidiendo el aguinaldo, una hermosa versión del clásico «Noche de paz». A pesar de ese contexto, nada hay ni de empalagoso ni de sentimentaloide en esta magnífica película a la que se asiste con el asentimiento constante, dada la calidad de las actuaciones y la solidez de una trama, acaso excesivamente teatral, pero, no por ello, menos eficaz. No diré que pueda competir con ¡Qué bello es vivir!, de Frank Capra,  por descontado, pero sí que se erige en una serie competidora como película adecuada para estas fiestas religioso-paganas, sobre todo por lo que tiene de sorpresa y novedad.

 

 

viernes, 17 de diciembre de 2021

«The Beatles: Get Back», de Peter Jackson: «For the benefit of the truth and not only for fans…»


 Historia viva de un álbum, una película, Let it Be, y crónica de la separación definitiva del grupo musical más influyente de todos los tiempos habidos ¿y por haber?. 

Título original: The Beatles: Get Back

Año: 2021

Duración: 7 horas y 48 minutos.

País:  Reino Unido

Dirección: Peter Jackson

Música: The Beatles

Reparto: Documental, intervenciones de:  John Lennon, Paul McCartney, George Harrison, Ringo Starr y Billy Preston.

 

         ¡Bueno, bueno, bueno…! ¡Un tour por la vida, obra  y milagros de, a mi modesto entender, el grupo de música pop más influyente de todos los tiempos! En este caso el concepto de «fan» queda, obviamente, superado por el de «enamorado» de una música difícilmente superable, aunque haya miles de canciones que, objetivamente, puedan competir con todas las suyas en igualdad o superioridad de condiciones, pongamos por caso obras de Paul Simon, Bob Dylan, Don McLean, Billy Joel o  Elton John -cuyo apellido es, por cierto, un homenaje al Beatle-, entre otros. Está claro que, del mismo modo que en el documental se manifiestan personas a las que no les gusta la música de los Beatles, mientras ellos están dando su último miniconcierto juntos en el tejado de sus estudios de grabación, hay otras para quienes su música es, como dicen los cursis, «la banda sonora de su vida», y yo me cuento entre ellas, por edad y por sintonía, aunque oí antes a Elvis Presley y a Chubby Checker, por ejemplo, y siempre he sido un enamorado de la música soul y, especialmente, de Sittin’ on the Dock of the Bay, del prematuramente desaparecido Ottis Redding.

         En mi adolescencia mitómana, ¡quién no la ha tenido!, cuando era feliz e indocumentado, e impropiamente aléxico, me recuerdo preguntándome siempre: «¿y qué estará John Lennon haciendo en este preciso momento?» Era una manera de conectar mi vida con la de esos fab four lejanos cuyas voces me llegaban en discos que no siempre me podía permitir comprar. Y la vez que más cerca estuve de alguno de ellos fue en Boston a poco más de 300 km de la Nueva York donde un descerebrado acabó con la vida de Lennon. Cosas de jóvenes rebeldes y sin formación, ya digo.

         El documental de Peter Jackson, cuyo trilogía fílmica de El señor de los anillos, tan sombría, en modo alguno borró el determinante impacto que la trilogía novelística de Tolkien causó en mi incipiente dedicación artística, es una reedición de todo el material sobrante que desechó el director Michael Lindsay-Hogg para rodar su película Let it Be, que tanto me emocionó en su momento y que confirmó, sólidamente, ya entonces, la impresión de «canto del cisne» que suponía ese «forzado» álbum de The Beatles. Ahora, con esta inmersión literal en el día a día del último proyecto que logró reunirlos, no sin tensiones que afloraron con la renuncia de Harrison en mitad del proyecto, los espectadores, y sobre todo los seguidores del grupo, tienen una visión diáfana de ese día a día del grupo en ‘lena actividad, aunque con no pocas limitaciones. Tengamos presente que el impulso inicial fue rodar la grabación del álbum, para lo cual se escogió un desangelado espacio, los estudios Twickenham, que permitían un desplazamiento constante de las cámaras para captarlo «todo». Es evidente que someterse a esa suerte de «vigilancia» constante de las cámaras puede restar espontaneidad al comportamiento de los protagonistas, pero la película demuestra hasta la saciedad la profesionalidad de unos músicos acostumbrados durante su meteórica carrera a ser escrutados como un papiro de la ribera del Nilo. Es queja unánime de quienes han visto el documental de Peter Jackson que las tomas de las canciones cuyas grabaciones acabaron formando parte del álbum son cortadas inmisericordemente, privándonos de su disfrute completo. Al margen de que ello alargaría el documental, no me parece que entre los objetivos de Jackson esté que podamos oír la versión genuinamente original de los temas grabados, sino otros objetivos, acaso menos musicales y más humanos. Por otro lado, tampoco descarto que la negociación con Lindsay-Hogg haya llevado a ese resultado, porque tampoco se trataba de hacer una suerte de contra-Let it Be, con el documental, sino de crear una narrativa propia que permitiera acceder a los espectadores a un conocimiento del día a día de aquella experiencia, y en eso el documental de Jackson cumple sobradamente con sus propias expectativas.

         El último trabajo conjunto de los Beatles nos deja en la inopia de sus métodos de trabajo anteriores, imagino que muy distintos de lo que vemos en pantalla, pero no deja de ser sorprendente el modo como van naciendo las canciones ante nuestros ojos y oídos, y cómo los acuerdos logran imponerse a la fría distancia con que cada uno de ellos, excepto Paul, ve el imposible futuro del grupo como tal, no solo por las reticencias que todos manifiestan  actuar en directo, sino porque se aprecia física e intelectualmente que ya no forman una unidad creativa cada uno de ellos está más atento a su proyección individual, si bien lograron vencer todas esas adversidades para lograr un disco que, si no es «el mejor» de los Beatles, sí que contiene canciones extraordinarias. De hecho, son frecuentes las pullas que se lanzan unos a otros, como si hubieran abandonado sus negocios particulares y se vieran «forzados» a participar en este último trabajo.

         El dinamismo de la realización, en la que entra absolutamente todo, el trabajo de los técnicos, la elegante omnipresencia del productor George Martin, «el quinto beatle», aunque en el documental se bromea con lo del quinto Beatle para referirse al pianista y organista Billy Preston, que tan decisivamente contribuyó a darle entidad al último álbum de los Beatles, la no menor omnipresencia de Yoko Ono, pegada sumisa y autoritariamente a John Lennon de un modo que acaba poniendo nervioso al lucero del alba, la espontanea aparición de Peter Sellers, la inesperada presencia de un jovencísimo Allan Parsons, que trabajó como ingeniero de sonido en la producción del álbum, las esposas de Paul, George y Ringo, entre muchas otras personas, todo contribuye a dotar al documental de un aire fresco, espontáneo y lo más próximo posible a una armonía que solo tenía un sentido superficial en aquel entonces.

         De todo el material disponible, Jackson ha escogido, sobre todo, momentos de distensión, como las secuencias con la hija de Linda Eastman, o las continuas bromas con retranca entre Paul y John sobre la supervivencia del grupo. En la filmación sí que se aprecia que el alma mater del grupo en aquellos momentos finales era Paul McCartney, a quien mas debió de afectar la separación de la banda, porque estaba claro que era en ella donde él se veía realizado artísticamente. Es cierto, sin embargo, que la indispensable visión crítica nos obliga a contemplar a los cuatro de Liverpool como auténticos diosecillos a los que se consiente y se celebra cualquier salida de para de banco, y todos a su alrededor se mueven siguiendo los pasos de una coreografía de respeto sacrosanto a los ya no tan jóvenes músicos y sin dudar jamás de su condición secundaria en ese proyecto. Como el largo mes recogido en el documental da para mucho, tenemos la oportunidad de ver el «crecimiento» de algunas canciones, para las que, sorprendentemente, incluso usan los servicios de un letrista profesional al que recurren para ir rellenando las letras con los versos que se ajusten a la melodía. Lo que sí permanece de su veterana unión es la comunicación a través del humor constante e imaginativo, y no poco payaso por parte de Lennon, aunque no siempre tan gracioso como él cree que es. Se trata de jóvenes millonarios que se permiten cualquier capricho y que saben desde qué altura olímpico-artística se relacionan con los demás. Parte de esa naturalidad son los atuendos estrafalarios con que suelen acudir a la grabación, lo que contrasta, sin embargo, con las muy clásicas tostadas con mermelada y café o té a la que son tan aficionados. Fuman, también, en exceso, y de eso acabará muriendo George Harrison, por ejemplo.

         Se trata de un documental que va progresando hacia la actuación en vivo que inmortalizaron en la película correspondiente. Tras barajar mil y un destino, y como ninguno quería viajar al extranjero para actuar, se aprecia cómo se le iluminan a Paul los ojos cuando aparece, ¡por fin!, la sugerencia de que actúen en la azotea de los estudios de Apple Corps. en la calle Savile Row de la ciudad de Londres, adonde finalmente se trasladaron para grabar las canciones, dada la imposibilidad de que todo funcionara, musicalmente, en lo estudios donde se habían instalado. Es cierto que Jackson rompe la dinámica de la actuación en el tejado con el uso de pantallas simultáneas para tratar de captar varias perspectivas de ese momento privilegiado, único, en el que los cuatro Beatles volvieran a actuar juntos antes de disolver el grupo, pero recordemos que su «montaje» del material grabado no atiende tanto a la dimensión musical de aquella grabación cuanto a captar un momento histórico de la Historia de la Música popular: la despedida musical y humana de cuatro jóvenes que revolucionaron el panorama musical desde su aparición en las listas de éxitos con Love me do. Desde esa perspectiva, hay mucho de psicológico y sociológico en el afán de Jackson, porque lo que le queda claro al espectador del documental es la impronta de las diferencias de personalidad que se aprecian en los cuatro componentes del grupo, y que serían las responsables de dicha separación, más allá de la dependencia pegajosa de Lennon de su nueva pareja, Yoko Ono. En la cinta puede verse, por ejemplo, la sincera alegría de sus compañeros porque, uno de los días de grabación, Lennon acoge la confidencia de que Ono acababa  de conseguir su divorcio de su anterior pareja, Anthony Cox, un músico de jazz usamericano, lo cual refrenda que la presencia de Ono, aunque enojosa, porque parecía «querer formar parte a toda costa» de un cuarteto que tenía su propia historia y sus propias convenciones, en modo alguno fue el motivo determinante de la separación del cuarteto.

         Cualquier espectador que haya seguido la carrera de los Beatles hallará en este excesivo metraje, muchos momentos en que sus ídolos muestran sus pies de barro, como no podía ser de otra manera, y ve lo mucho que de artificial hay en el proyecto de rodarlos como un reality show, pero, al mismo tiempo, y dado el conocimiento anterior y posterior de los miembros del grupo, qué duda cabe que habrá de caer en una afectación nostálgica inevitable. Se trata de un documento en el que los detalles suplen el hilo narrativo que no existe, y por eso se han de ver estas siete horas con redoblada atención, para no perderse nada. La presencia de Allan Parsons, por ejemplo, de quien no apareció ni rastro en la película de Lindsay-Hogg, la señala oportunamente Jackson con el rótulo correspondiente, lo que nos permite ponerle nombre a cuantos participaron de forma decisiva en aquella grabación y en el registro técnico del álbum. La puesta en escena de la película se atiene a la modificación permanente del espacio para lograr el mejor sonido grabado posible, lo cual no deja de ser un atractivo de primera magnitud del documental. Como el original se rodó en 16 mm, y en el documental se habla de pasarlo a 35mm para exhibirlo en cines, la adaptación técnica que ha hecho Jackson para ponerlo todo en un formato 16:9 ha mutilado, en cierta manera, la imagen, pero me temo que eso son apreciaciones técnicas que el común de los espectadores, como yo mismo, ni siquiera vamos a tener en cuenta, porque ha de decirse que la calidad de imagen y sonido es estupenda, y permite seguir el documental con total complacencia. Puede que no les guste a los puristas, pero a los seguidores no nos afectan lo más mínimo esas manipulaciones de Jackson. En los títulos de crédito queda claro que el documental se presenta al público con todas las bendiciones de los Beatles vivos y de los herederos de los fallecidos. Estamos hablando de un homenaje a un grupo inmortal. Y cuanta novedad tenga que ver con ellos tendrá siempre un nutrido grupo de espectadores, y no solo en quienes éramos jóvenes e indocumentados en aquellos años de comienzos de los 60, sino en las generaciones actuales que los siguen casi con la misma pasión con que lo hicieron sus padres en su momento: mis hijos, por ejemplo, sin ir más lejos. Aún tengo pendiente una audición con mi hija de la discografía completa del grupo mientras, al alimón, leemos-cantamos sus letras…¡De mañana no pasa que nos pongamos…!

 

 

 

jueves, 16 de diciembre de 2021

«Fuerte Apache», de John Ford y «La última aventura del general Custer», de Robert Siodmak.

 

Título original: Fort Apache

Año: 1948

Duración: 127 min.

País: Estados Unidos

Dirección: John Ford

Guion Frank S. Nugent. Historia: James Warner Bellah

Música: Richard Hageman

Fotografía: Archie Stout (B&W)

Reparto: Henry Fonda, John Wayne, Shirley Temple, Pedro Armendáriz, John Agar, George O'Brien, Anna Lee, Ward Bond, Victor McLaglen.

 



Título original: Custer of the West

Año: 1966

Duración: 146 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Robert Siodmak

Guion: Bernard Gordon, Julian Zimet

Música: Bernardo Segall

Fotografía: Cecilio Paniagua

Reparto: Robert Shaw, Mary Ure, Jeffrey Hunter, Ty Hardin, Robert Ryan, Lawrence Tierney, Kieron Moore, Marc Lawrence

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 Dos visiones muy distintas de un solo general: George Armstrong Custer, azote de indios y narcisista compulsivo y autoritario.  

  Hay un abismo entre el cine de Ford y el de Siodmak, aunque a este último se deban no pocas películas excelentes y rodadas con un pulso que en este caso desfalleció ligeramente, tales como El abrazo de la muerte, El temible burlón o Túnel 28. Estamos ante su penúltima película, rodada en España, y a la que bien podría calificársela de espagueti western, aunque solo sea por su aspecto formal y por unas interpretaciones que, salvo la del protagonista, Robert Shaw y un crepuscular, pero siempre magnífico, Robert Ryan, difícilmente están a la altura de los grandes secundarios de siempre del cine usamericano. La película peca de ambiciosa y, al mismo tiempo, de falta de presupuesto, como se aprecia en la declaración de Custer ante el Congreso, en el que, en plano fijo, el protagonista declara y solo se escuchan las reacciones fuera de campo de los congresistas, ante quienes denuncia la corrupción política y militar que impulsa la famosa «conquista el oeste», vulgo despojamiento de sus tierras a los indios con quienes se habían firmado los preceptivos tratados de paz que les garantizaban sus seculares territorios de caza y asentamiento. El general Custer, un hombre altivo, egomaníaco y cruel, que solo aspira a la gloria militar y a que se le rindan honores a toda costa, es enviado, al acabar la Guerra de Secesión y quedar sin destino, a la frontera con los indios, a quienes ha de controlar y no permitir que salgan de sus reservas, al tiempo que ha de proteger la instalación del ferrocarril que va a posibilitar esa conquista contra la que los indios se defienden guerreando con las armas que, con anterioridad, les fueron facilitadas por el ejército usamericano para mejorar sus condiciones de vida y de caza. La película es un honesto acercamiento biográfico a la figura de un racista y autoritario general para quien los indios son solamente un «enemigo» al que tarde o temprano han de acabar eliminando, porque el oro que buscan los mineros en esos territorios de sus reservas es excesivamente tentador como para no lanzarse en su búsqueda. Ello afecta no solo a los civiles, sino también a los militares, como el caso del soldado interpretado por Robert Ryan, quien deserta para buscar ese oro, si bien, una vez hallado, es forzado a devolverlo al río y es acusado de alta traición y mandado ejecutar por un general que no se atiene más que a las ordenanzas militares. La longitud de la película nos va a permitir ver una cierta evolución en el personaje, desde la crueldad ordenancista hasta la defensa romántica de un sentido de la guerra que las nuevas armas volverán obsoleta, tal y como descubre en Washington, cuando le es presentado una suerte de vagón acorazado capaz de repeler los ataques de los indios y de abatir, con ametralladoras un alto número de enemigos. Ese es el diálogo que Custer sostiene con Caballo Loco poco antes de enfrentarse a muerte y de perecer el general en el combate que sellaría su leyenda de gran jefe militar, si bien la causa inmediata de su derrota es la ambición desmesurada por ser el primero en entrar en batalla, «el segundo no es nadie», sin coordinarse con el resto de tropas que quisieron acabar con la amenaza india. En la película hay varias escenas de acción pura y dura muy bien filmada, aunque en parte anecdóticas: una es la toma endiablada de un carromato que retrocede, sin las caballerías, cuesta abajo, y que acaba despeñándose; otra es una repetición de la misma pero con un tren, que acaba despeñándose por un puente de madera que los indios han destrozado con fuego; la última es la huida del único superviviente de la patrulla que protegía a los leñadores que cortaban árboles para abastecer a los constructores del ferrocarril y que, para huir de los indios, se lanza al canal por el que viajaban los troncos desde el monte hasta el río y que se parece mucho a una competición de bobsleigh… Las secuencias son trepidantes y cortan la respiración, eso sí. Muy distintas, sin embargo, de las tomas de la batalla, desprovistas de cualquier épica, dada la abismal superioridad de las tropas indias frente al esfuerzo inútil de un puñado de hombres a quienes Custer ha conducido, por su ambición, al sacrificio inútil. No destacan, ciertamente, en el contexto de la película, y bien puede decirse que, a efectos cinematográficos, es mucho más interesante la secuencia de la obra de teatro musical en la que se caracteriza satíricamente al general, representación a la que asiste, conteniéndose para no interrumpir aquella burla sangrienta.

         Muy diferente de esta película menor de Siodmak es una obra tan acreditada como Fuerte Apache, que forma parte de la trilogía de la caballería de John Ford, junto con La legión invencible y Río Grande. A su manera, Fuerte Apache viene a ser, en parte,  una versión usamericana de otra película rodada por Ford en 1937, La mascota del regimiento, ambientada en India, con dos personajes que eran centrales en aquella y en esta asumen papeles menores: Shirley Temple, que pasa de niña a mujer, como diría el cantante… y Victor McLaglen, que acredita su innegable vis cómica, tan efectiva siempre para lograr escenas desternillantes en las que no suelen faltar las bromas con el alcohol, desde luego… Ford toma como pretexto la llegada a un fuerte, en la frontera con las reservas indias, de un Teniente Coronel represaliado, quien aspiraba a otros menesteres de mayor enjundia, a la altura de su rango. La historia asume dos perspectivas muy diferentes: de un lado, el trato con los indios; de otro, la vida cotidiana en el fuerte, y ahí entra Temple, quien se enamora de un joven oficial recién licenciado en West Point, que es hijo de un suboficial del fuerte. La doble condición del protagonista, máxima autoridad del Fuerte y padre de una hija casadera y romántica, un majestuoso Henry Fonda, en la cima de su arte interpretativo, permite seguir esa doble trama a lo largo de la película, y ¡ojo!, porque las relaciones «de clase» entre oficiales y suboficiales es un subtema candente en la película. Inolvidable la escena en la que el Sargento Mayor, padre del potencial «novio» de la hija a quien va a buscar a su casa de muy malas maneras, lo cuadra diciéndole que en el Fuerte mandará él, pero que en su casa no tiene autoridad ninguna, razón por la que el mando ha de salir disculpándose y con el rabo entre las piernas.

         Aunque con nombre ficticio Owen Thursday, cualquier espectador conocedor de esa página gloriosa de los nativos americanos que fue Big Little Horn, puede reconocer enseguida al General Custer bajo ese disfraz de Teniente Coronel, si bien prescindiendo de buena parte de la historia real de éste, su denuncia de los políticos, y especialmente del hermano del Presidente Ulysses S. Grant. Es magnífica la interpretación de un mando tan racista y despiadado, incapaz de reconocer, como sí lo hace el capitán bajo su mando, Kirby York, interpretado por John Wayne, un auténtico fetiche de Ford, quien aboga por mantener la palabra dada a los indios y respetarla, dada su condición de moradores primigenios de esos territorios. Nada parece valer, sin embargo, frente a la sed de notoriedad del Teniente Coronel, ambicioso y necesitado de algún triunfo que lo «devuelva» a la civilización del Este y lo aleje de esos territorios salvajes.

         Ford es mucho Ford, y está claro que su realización, en ese microcosmos del fuerte, deja satisfechos a todos los espectadores, porque su don innato para la comedia permite casar a la perfección esas tres líneas narrativas: la comedia de costumbres, la historia de amor entre los dos jóvenes y la compleja relación con los nativos que acaban defendiendo con las armas su derecho territorial. No hace Ford mucho alarde de planos espectaculares o movimientos de cámara que le dejen a uno maravillado, pero mezcla con mucho acierto las secuencias de acción, como la persecución del carromato, al más puro estilo de La diligencia, y las secuencias costumbristas, como el cumplimiento literal del abstemio Teniente Coronel que manda a los «padrinos» del joven oficial que acaben con un cargamento de güisqui que, junto con rifles y otros víveres, vendía un supuesto comisionado del gobierno a los indios, y a ello se afanan cada uno taza en mano para dar buena cuenta de los dos barriles, ¡hasta la última gota! La sorprendente naturalidad de los relatos de Ford consigue un efecto de realidad tan acusado que siempre tiene el espectador de sus películas la sensación de que el director acaba de entrar con sus cámaras en el transcurso de unas vidas que van a continuar su existencia una vez que él se haya ido…  Extraordinario! Hacía mucho que no volvía a ver Fuerte Apache, pero he de reconocer que, con cada nueva visión de sus películas, siempre se descubren nuevas perspectivas que ponen en muy serios aprietos a sus canónicas «mejores películas», las cuales nunca pueden estar lo suficientemente confiadas en la seguridad de su puesto en el escalafón de méritos. Véanla y díganme si exagero…