Una
aproximación crítica a la obra magna de un genio de la Historia del cine: Abbás
Kiarostamí o una mirada singular a la vida: el espejo (motorizado) a lo largo
de los caminos…
No ignoro que, a pesar de tener alguna
película como El sabor de las cerezas, que triunfó en Cannes, la obra de
Abbás Kiarostamí (a veces sin tildes) tiene un altísimo valor por el conjunto
de toda ella y por su especial manera de filmar, entre el documental y las
premisas bressonianas de rodar con actores aficionados y con amplia libertad para
la ejecución del guion. La tendencia propia del director a la metaficción
consigue, además, en lo que se ha denominado La trilogía de Koker una
magnífica plasmación llena de sabiduría narrativa y profunda emoción vital. Con
todo, tal y como advertimos en la repetición compuliva de una escena en A
través de los olivos, evocando la grabación de la misma escena en ¿Dónde
está la casa de mi amigo?, poco deja al azar Kiarostamí en su recreación de
lo que casi nos parece un rodaje de documental.
He recurrido en el título a la metáfora stendhaliana del
espejo en el camino para caracterizar el afán objetivista del autor y, al mismo
tiempo, cómo se llega a él desde una subjetividad en la elección de sus
temáticas y de sus personajes, porque solo desde ese compromiso humanista con
la vida real de las gentes de Irán, en ciudades y, sobre todo, en las zonas
rurales, tiene sentido la obra de Kiarostamí. He añadido «motorizado» porque el
coche tiene un valor muy destacado en la obra de Kiarostamí y, por
consiguiente, las calles y los caminos, sobre todo estos últimos, tomados con
vistas panorámicas que crean una belleza deslumbrante. Kiarostamí tiene una
especial sensibilidad para los planos de la naturaleza, o quizás es la misma
que posee para filmar las personas y los pueblos perdidos del Irán «profundo», donde
la vida tiene otro ritmo y se rige por otras normas y costumbres en muy marcado
contraste con las de la ciudad. De que los personajes de Kiarostamí se «echen
al camino», pudiera inferirse que hay una emulación quijotesca en su deambular
constante, y que los anima el generoso y encomiable propósito de «desfazer
entuertos», pero pronto advertimos que se trata de espectadores maravillados
que en modo alguno quieren alterar el objeto de su visión con el que no
establecen, por lo general, más nexo que el de la convivencia cotidiana mínima,
y a veces ni eso, como ocurre cuando una vieja quiera sacar una pesada alfombra
de una casa en ruinas, devastada por el terremoto que asoló el norte de Irán y
el protagonista alega una incapacidad lumbar como disculpa para no ayudarla.
Eso sí, el amor con que semejantes realidades es observado,
difícil parangón halla en otros cineastas, y ello se advierte en el modo
estético con que Kiarostamí retrata una vida anclada en la noche de los
tiempos, por más que la modernidad asome contantemente su patita embrujadora
por debajo de cualquier circunstancia. Incluso en el empecinado viaje de Y
la vida continúa, rodada cinco meses después del terrible terremoto que fue
portada de prensa en todo el mundo, y que rememora el viaje que hizo el propio
Kiarostamí con su hijo pocos días
después de los trágicos hechos, los supervivientes, albergados en campamentos o
entre los restos habitables de sus casas de adobe y madera, están pendientes de
la instalación de una antena en una loma cercana para poder seguir el partido
del mundial, Brasil-Argentina, tres días después de la catástrofe, pero, como
dice un personaje: «Los terremotos se dan cada cuarenta años y el Mundial cada
cuatro», ante la perplejidad del urbanita que no acaba de entender que pueda
derivarse la atención hacia el fútbol en medio de una realidad tan adversa.
Pero el «fatalismo« tradicional de quienes saben que sus vidas no están en sus
manos, sino en las de Dios, permea no solo esta película, sino buena parte de
su filmografía.
La selección que ha hecho Filmin de su obra nos permite hacer
varias calas muy significativas en ella, porque del conjunto de las recogidas
sacamos una clara idea del «mundo» de Kiarostamí, que no es otro que el propio
de su país, Irán, y de sus paisanos, cuyas vidas nos ofrece, además, con una
dimensión trascendental que habla a la conciencia del mundo entero, salvando el
color local de sus tradiciones y formas de vida. Donde mejor se advierte esa
trascendencia es en El sabor de las cerezas, en la que se plantea el
tema del suicidio, una decisión que desafía de forma valiente la condena
religiosa del mismo, lo que ya da a entender que su plasmación cinematográfica
constituía un arriesgado desafío al poder teocrático instalado en Irán tras la
revuelta contra el Sah que entronizo, en 1979,
a otro sátrapa, pero con el Corán bajo el brazo: Jomeini.
Está claro que la etiqueta de cine «étnico» no ha ayudado a
que la obra de Kiarostamí sea tan reconocida como la de otros directores de
países o continentes que, para los occidentales, pueden resultar acaso «exóticos»,
sea China, sea África, sea incluso la mismísima Australia, si las películas se
centran en sus aborígenes; pero lo cierto es que los modos de hacer del
director iraní poco tienen que ver con la exaltación de la «diferencia» y sí
mucho con la condición humana que no conoce de fronteras, aunque sí de modos de
vida muy disímiles. La mirada de Kiarostamí a las zonas menos desarrolladas de
Irán se alternan con la que lanza sobre la modernidad, como admiramos en Diez,
una película que roza la genialidad, y en la que el uso del coche, uno de sus
tótems cinematográficos, alcanza su más lúcido protagonismo.
Si algún rasgo define el modo de realización de Kiarostamí
yo elegiría el de la «delicadeza», el
modo como se acerca con la cámara a seres, objetos, espacios, naturales o
civilizados, animales y a los caminos, la mayoría de ellos polvorientos. Nada
le es ajeno, al realizador, y su obra está llena de amor a los detalles y al silencio,
apenas roto por conversaciones cotidianas, lejos de la retórica de mensajes que
el artista nos quiera hacer llegar: el mensaje son sus poderosas imágenes y la
naturalidad con que los seres humanos se adaptan a su medio o, desde la
modernidad, se rebelan contra las opresiones políticas e ideológicas o e vacío
existencial. De todo ello nace una obra plural, con muchas direcciones y
propuestas fílmicas muy variadas. Veamos algunas.
Título original: Tadjrebeh
[La experiencia]
Año: 1973
Duración: 53 min.
País: Irán
Dirección: Abbas Kiarostami
Guion: Abbas Kiarostami,
Amir Naderi
Fotografía: Ali Ahmad
Zarrindast
Reparto: Hossein Yar Mohammadi, Andre Gwalovich, Parviz Naderi,
Mostafa Tari, Firuzeh Habibi, Behruz Adriun, Morteza Said, Sirus Kajaki, Shirin
Razvan, Kamal Ramzani, Aziz Talebi.
Título original: Lebassi
Baraye Arossi[Un traje para la boda]
Año: 1976
Duración: 57 min.
País: Irán
Dirección: Abbas Kiarostami
Guion: Abbas Kiarostami,
Parviz Davayi
Fotografía:
Firuz Malekzadeh
Reparto: Hashem Arkan, Mohammad Fassih Motaleb, Reza Hashemi, Babak Kazemi,
Mehdi Nekui, Mohammad Bagher Tavakoli, Massud Zendbegleh, Irach Zehtab
La experiencia y Un traje
para la boda son dos mediometrajes que exploran un mundo demasiado
normalizado en ciertos países y muy penalizado en Occidente hasta que fue
prohibido: la explotación infantil. Son anteriores al derrocamiento del Sah y
nos muestran una Teherán muy distinta de la actual. El omniprotagonismo del
niño Hossein Yar Mohammadi recuerda el de Antoine Doinel de Truffaut, y,
además, el director lo asocia con el mundo de la imagen a través de su trabajo
como chico de los recados en un estudio de fotografía, donde vivirá ciertas peripecias
que reflejan la crueldad con que eran tratados. La aparición del enamoramiento
y los deseos de mejorar profesionalmente dotan a la película de una dosis de
esperanza que se pierde en esas calles atestadas y ruidosas de la gran ciudad
como una maldición. La cámara en la calle, muy al estilo de la nouvelle
vague, capta el latido de la vida ciudadana y del joven en su seno más como
una víctima propiciatoria de un modo de vida despiadado que como un canto a la
esperanza vital que, contra viento y marea, encarna el niño. Hay en los planos
de Kiarostamí una radiografía de la crueldad social que contrasta vivamente con
el rostro del protagonista, diríase que inundado de un deseo interior de
progreso que se lo ilumina, y en ese contraste se nos encoge el ánimo y
sobrellevamos el metraje entre la congoja y la compasión. A título anecdótico,
resulta muy chocante el modo como tienden en la casa del protagonista las
camisas: dobladas por la mitad y abrazando la cuerda de tender, manga contra
manga… ¡Lo nunca visto!
En la anterior falta, salvo la dulce
ternura con que se contempla el «atisbo de romance» del protagonista y su
humilde elegancia, lo que se nos regala
con generosidad en la segunda: el humor. La anécdota es simple: una mujer va
con su hijo al sastre para que le haga un traje para asistir a una boda. Todo
gira en torno a dicha transacción comercial, y ahí la elección de los
personajes, la madre y el niño, el sastre y su menudo ayudante son clave,
porque en ningún momento el espectador tiene la sensación de estar ante
actores, aficionados o profesionales, sino ante un trozo de vida popular de la
gran ciudad rodada con afanes documentales. La amistad del ayudante con otro
joven explotado en el bazar comercial en que ambos trabajan lo lleva a cederle
el traje para quedar bien en una cita, aun sabiendo que a la mañana siguiente
vendrán a a hacer la última prueba y llevárselo. ¿Anodino, el motivo? Pues
Kiarostamí lo rueda como si se de un thriller se tratase, al más puro
estilo del suspense de Hithcock. Y si
no, véanla, y ya me contarán.
Título original: Khane-ye
Doust Kodjast [¿Dónde está la casa de mi amigo?]
Año: 1987
Duración: 83 min.
País: Irán
Dirección: Abbas Kiarostami
Guion: Abbas Kiarostami
Música: Amine Allah Hessine
Fotografía: Farhad Saba
Reparto: Babek Ahmad Poor,
Ahmed Ahmed Poor, Kheda Barech Defai, Iran Outari, Aît Ansari.
Título original: Zendegi va
digar hich [Y la vida continúa]
Año: 1992
Duración: 95 min.
País: Irán
Dirección: Abbas Kiarostami
Guion: Abbas Kiarostami
Fotografía: Homayon Payvar
Reparto: Farhad Kheradmand, Buba Bayour, Hocine Rifahi,
Maassouma Berouana, Ferhendeh Feydi, Mahrem Feydi, Bahrovz Aydini, Mohamed
Hocinerouhi, Hocine Khadem, Ziya Babai.
Título original: Zire
darakhatan zeyton [A través de los olivos]
Año: 1994
Duración: 103 min.
País: Irán
Dirección: Abbas Kiarostami
Guion: Abbas Kiarostami
Fotografía: Hossein
Jafarian, Farhad Saba
Reparto: Hossein Rezai,
Tahereh Ladanian, Zariefh Shiva, Farhad Kheradmand, Mohamad Ali Keshavarz,
Babek Ahmad Poor, Ahmed Ahmed Poor.
La trilogía de Koker es una de esas
experiencias cinematográficas que, como La condición humana, de Masaki
Kobayashi, La trilogía de Apu, de
Satyajit Ray o la trilogía de El Padrino, de Coppola conviene no
perderse, porque es mucho lo que se pierde, si no se ve, y mucho, también, lo
que se gana, si se ve. Estas tres obras de Kiarostamí destilan un lirismo en el
tratamiento de la trama y de los personajes que, unido a la perspectiva metacinematografica
de las dos últimas, convierte la trilogía no solo en el descubrimiento de unas
formas de vida concretas, sino en una reflexión sobre el propio arte
cinematográfico. Aventiro que sin la primera película de la trilogía hubiera sido
imposible, a mi parecer, la realización de otra película iraní, Buda explotó
por vergüenza, de Hana Makhmalbaf que, como la presente, es de las que te
llega al corazón, te lo destroza y, al tiempo, hace que sientas una piedad y
una compasiónn genuinas e infinitas por la protagonista, Bakthay, interpretado
por la actriz infantil Nikbakht Noruz,
de una historia emocionante sobre la «necesidad» de una niña de ser instruida
en la escuela, en un contexto tan hostil como el del dominio de los talibanes
en Afganistán. Las peripecias de esa encantadora criatura son de lo que no se
olvida, ciertamente. Pues antes de esa película de Hana Makhmalbaf, Kiarostamí,
sin la poderosa carga ideológica de la película actual, rodó un pequeño cuento
sobre la presión que sufren los niños en la escuela y la amenaza de expulsión
que sufre uno de ellos por no haber llevado el cuaderno con los deberes hechos.
El protagonista, interpretado por Babek Ahmad Poor, se da cuenta al llegar a
casa desde la escuela de que, inadvertidamente, se ha traído con sus libros el
cuaderno de su amigo, que vive en una aldea próxima, aunque él ignora
exactamente dónde. Gobernado por la madre con mano de hierro, que lo distrae de
los deberes para mil asuntos de la casa, aunque presiona para que vuelva a
hacerlos inmediatamente después, el niño, la pura representación del candor
infantil que despierta el instinto protector en el espectador, le insiste a su
madre en que ha de devolverle el cuaderno a su amigo. Finalmente, aprovechando
que ha de ir por el pan, el chiquillo se escapa y va corriendo a la aldea
próxima para intentar descubrir dónde vive su amigo y entregarle el cuaderno.
La pesquisa en una aldea sin barrios ni números de casa, porque el pueblo está
construido como si se hubieran seguido al detalle los planos de un laberinto…,
lo va a poner en contacto con varios personajes que lo llevan de aquí para
allá, sin dar con su objetivo. El encuentro con un viejo carpintero que ha
construido puertas y ventanas de varios pueblos y se lamenta de los nuevos usos,
visto desde la perspectiva occidental, aporta una intriga que, por deformación
nuestra, derivamos hacia un peligro criminal para la criatura, porque se mueven
juntos por el pueblo con la parsimonia del anciano al que le cuesta incluso
caminar y se nos mete muy adentro la posibilidad de un final oprobioso, por
trágico. La aventura del chiquillo y su manera de porfiar en ella para «salvar»
a su amigo se resuelve de la manera más lógica, con una elipsis oportuna para
no recrearse en los temores insoportables de la vuelta de noche a casa por un
camino oscuro y oyendo los ladridos amenazadores y poco amistosos de un perro
en la lejanía. La expresión del jovencísimo actor, tan entregado a su devota
amistad, es, insisto, un hallazgo absoluto. Su sola presencia, su manera de
«lidiar» con su abuelo impertinente y mandón o con su autoritaria madre son una
maravilla. El director aprovecha para marcar las diferencias entre los nuevos y
los viejos tiempos encarnados en los habitantes de esos pueblos perdidos en las
montañas del norte, donde el pueblo iraní se confunde con el pueblo kurdo. Es
llamativo el sistema educativo que expone el abuelo de la criatura: «Mi padre
me daba una paliza cada quince días y una paga al mes; a veces se le olvidaba
darme la paga, pero jamás se le olvidó darme la paliza…»
Tras el terremoto que causó más de
sesenta mil víctimas en la región donde rodó Kiarostamí su película, este,
junto con su hijo, se lanzó en su coche a interesarse por el destino de sus
protagonistas. Cinco meses después rehízo cinematográficamente el viaje, siendo
interpretados, ambos, por Farhad Kheradmand y Buba Bayour, respectivamente.
Toda la película es la crónica de ese viaje en busca de sus actores, y el coche
—se usó para el rodaje el del propio Kiarostamí— tiene en ella, como en buena
parte de su obra, un papel muy principal, dado que raras veces padre e hijo
echan pie a tierra. Lo que vamos a descubrir es el paisaje desolador dejado por
el terremoto y las dificultades que en una más que singular «road movie» van a
encontrar los protagonistas para poder llegar a Koker, dado que muchas
carreteras están cortadas o soportan un tráfico que cuesta dios y ayuda
ordenar. Son numerosos los planos panorámicos que nos muestran el
desplazamiento del coche por carreteras polvorientas jalonadas, de tanto en
tanto, por aldeas derruidas cuyos habitantes tratan de rehacerse de la tragedia
sufrida. La sensibilidad tan intensa con que Kiarostamí filma caminos, gentes y
pueblos destruidos tiene mucho que ver con la serenidad con que la gente ha
aceptado su nueva situación, y cómo siempre hay lugar para la esperanza o las
extrañas fuentes del consuelo, como la preocupación de los habitantes de cerca
de Koker por sintonizar la señal televisiva para ver el encuentro
Brasil-Argentina del mundial de ese año. Hay un hermoso momento en que el
conductor se detiene junto a un bosque y oye llorar a un niño. Se interna en él
y descubre una hamaca con la criatura. La madre no tarda en llegar. En ese
momento, oye que lo llama su propio hijo y regresa junto al coche. Es un
momento mágico, cinematográficamente hablando, por el bosque, por la luz que se
derrama por él, por el silencio… Lo reseño porque es uno de los signos de
identidad del cine de Kiarostamí, el lirismo. Van a Koker, cierto, pero el
coche jamás llega allí, aunque a cuantos muestra el retrato del niño casi todos
dicen conocerlo, e incluso llevan en el coche a un personaje que actuó en la
película y que se queja de que lo sacaran más viejo de lo que está…
A través de los olivos se centra en el rodaje
de la película anterior, y, en este caso, el director es interpretado por Mohamad
Ali Keshavarz, quien abre la película escogiendo en un casting sin
interpretación a los actores y actrices de la extraña historia de amor que va a
rodar en el pueblo asolado por el terremoto y en el que sus moradores intentan
seguir con la vida corriente de cada día. La imbricación del rodaje con la vida
de los habitantes del pueblo nos va a deparar un fresco de la vida rural iraní,
con un personaje, el del novio, pobre y sin instrucción, pero bondadoso e
inflamado de amor por una joven que lo trata con casi absoluta indiferencia,
que llega al alma. Hay, sí, lugar para el humor, como las tomas repetidas que
recuerdan las de Fernando Fernán Gómez en Viaje a ninguna parte,
dirigida por él. Se trata de una culminación imaginativa de una historia que
arranca desde la más tierna experiencia de la amistad y que concluye con los
difíciles caminos del amor. ¡Inolvidable!
Título original: Ta'm e
guilass [El sabor de las cerezas]
Año: 1997
Duración; 98 min.
País: Irán
Dirección: Abbas Kiarostami
Guion: Abbas Kiarostami
Fotografía: Homayon Payvar
Reparto: Homayoun Ershadi; Abdolrahman Bagueri; Safar
Ali Moradi; Afshin Khorshid Bakhtiari; Mir Hossein Noori; Nisar Ahmad Ansari;
Elham Imani.
El sabor de las cerezas es una fábula
moral compleja y, cinematográficamente, casi abstracta, que toca un tema
prohibido por la ideología dominante en el Irán teocrático: el suicidio. De
nuevo un coche y un espacio fantasmagórico a las afueras de la gran ciudad, una
suerte de cantera desierta con un sendero lleno de meandros que recorre el
conductor como si se hallara en uno de los círculos del infierno, y donde ha
cavado la tumba en que yacerá su cuerpo tras su suicidarse. ¿Qué busca? A
alguien que lo cubra de tierra, tras asegurarse suficientemente de que está
muerto, no vaya a ser que esté simplemente dormido, porque la perspectiva de
ser enterrado vivo le aterra mucho más que la propia de quitarse la vida, ya
que el método elegido es el de la sobredosis de somníferos. Durante toda la
película, el hombre recorre parte del centro de Teherán y luego esa cantera
buscando la persona caritativa y necesitada que, mediante una buena recompensa,
le ayude en su propósito. Al principio, el espectador intuye que el hombre
busca una relación homosexual, algo acaso tan o más prohibido en el régimen
iraní que el suicidio, máxime ante los rodeos que da para abordar a sus
«presas». Hemos de esperar a que recoja al primero que accede a subir con él al
coche para saber a ciencia cierta su propósito. El joven militar que se dirige
a un cuartel le sigue la corriente y, con enormes recelos, le oye como quien
oye a un loco, a un «pervertido» o a un asesino del que, en cuanto ve la
ocasión propicia, se escapa a la carrera cantera abajo y arriba, cruzando en
diagonal hacia su cuartel. Después del militar sube a un joven seminarista a
quien escandaliza su pretensión y, finalmente, a un profesor de anatomía que,
incluso contra sus propios principios, se aviene al trato, quizás porque él,
que salió un buen día a hacer lo mismo con una soga al hombro, trepó a un
cerezo y la ingestión del dulcísimo fruto le hizo cambiar de idea, aunque
entiende el drama interior del hombre que no puede seguir viviendo, a quien la
vida se le ha vuelto un dolor insoportable y necesita abandonarla para que
cese. Este aspecto del drama sí que es representado con una expresión más que
adecuada por Homayoun Ershadi, en cuyo rostro descubrió Kiarostamí, por azar,
yendo en su coche, claro…, al único protagonista posible de su cuento moral.
Son numerosas las imágenes que deja para el recuerdo el vagabundeo motorizado
de un personaje angustiado por recibir sepultura y no quedar expuesto, muerto,
al albur de los elementos. La película avanza, silenciosa, siguiendo las mismas
curvas que recorre una y otra vez el prisionero de la vida, y tiene un final
anticlimático, tras una suerte de fundido en negro que incluye una tormenta que
contrasta con el secarral en que se ha desenvuelto toda la historia, pues con
una grabación tosca de videoaficionado observamos al equipo de grabación de la
película, e protagonista incluido, dispuestos para grabar la última secuencia:
un grupo de soldados que hacen ejercicio cerca de la tumba del protagonista. El
final metacinematográfico está abierto a toda clase de interpretaciones, pero
la angustia existencial del protagonista ha sido reflejada con una honestidad extraordinaria.
Título original: Bad ma ra
khahad bord [El viento nos llevará]
Año: 1999
Duración: 115 min.
País: Irán
Dirección: Abbas Kiarostami
Guion: Abbas Kiarostami
Música: Peyman Yazdanian
Fotografía: Mahmoud Kalari
Reparto: Behzad Dourani;
Noghre Asadi; Bahman Ghobadi; Shahpour Ghobadi;
Reihan Heidari; Masood Mansouri; Frangis Rahsepar; Farzad Sohrabi; Masoameh Salimi; Roushan
Karam Elmi; Ali Reza Naderi; Lida Soltani.
Con El viento nos llevará,
Kiarostamí vuelve a un pueblo del interior, perdido en la geografía y en el
tiempo, adonde un grupo que viaja en un coche que se estropea a la entrada del
pueblo, como si entrar en él con el vehículo fuera una profanación, ha de
hacerlo a pie, guiados por un niño que jugará un papel de «guía» local para
orientar al protagonista, pues pronto sus compañeros quedan eclipsados,
desaparecen, quedando él como nexo entre una instancia capitalina con quien
cruza mensajes crípticos y con un objetivo que apunta en la dirección de hacer
un documental sobre las ceremonias tradicionales del lugar, en este caso el
entierro de un conocido de alguien de la ciudad que sabe que está a punto de
morir. El niño se convierte en guía de a quien llaman en el pueblo «ingeniero»,
y este, a su vez, se convierte en guía perplejo del propio espectador que se
mimetiza con él para explorar la vida tranquila de un pueblo colgado en la
ladera de un monte y con una extraña y laberíntica red de escaleras que
permiten pasar de unos planos a otros de una red de viviendas que harían las
delicias de los amantes de las comunas, del modo como todas ellas parecen
comunicarse y facilitar la vida comunal. La situación del equipo técnico
desplazado, a la espera de órdenes, resulta, al principio, inquietante para el
espectador por la nula información sobre qué hacen en esa aldea perdida. El
rudimentario teléfono móvil del protagonista —de hecho, el protagonista es la
vida del pueblo en sus muy diversas facetas y manifestaciones…— no capta bien
la señal y este ha de coger el coche y subir por un camino que recuerda mucho
al de ¿Dónde está la casa de mi amigo? hasta lo alto de un cerro
próximo, junto al cementerio, para poder hablar sin que se corte. De todos
modos, del casi siempre agrio intercambio de mensajes, poco en claro saca el
espectador, quien sigue acompañando a su guía, como una cámara precisa que
registra rincones, paisajes, gentes, paisajes, silencios y relaciones humanas
muy variadas. La propia del personaje-cámara y el niño-guía se agría por
momentos y nos confunde, porque el niño ha de preparar un examen y no puede
estar al servicio exclusivo de los forasteros. La presencia del doctor que
asiste a los vecinos y que lleva en su moto a nuestro extraño personaje, quien
parece odiar tener que seguir alargando su estancia en el pueblo, en vez de
volver a la ciudad, añade una nueva perspectiva a esas vidas aisladas,
dedicadas a las faenas agrícolas e inmersas en un tiempo que no es el de los
calendarios, sino el de los ritmos circadianos llenos de pausas, sitos y
tradiciones tan naturales como la propia respitración. La secuencia de la
búsqueda de la leche, para lo que primero ha de conseguir un recipiente, nos
sumerge en una especie de inferno bajo tierra, porque personas y bestias
siempre han convivido en el mismo espacio, las bestias abajo y las personas
arriba, en donde una niña cuyo rostro no vemos, porque lleva el candil muy
bajo, ordeña la vaca para venderle la leche al forastero en una cueva
misteriosa en la que parece ejercer como una bruja hechicera que nos regala un
alimento primordial. En ese contexto misterioso, casi mágico, el personaje
recita el poema del que uno de sus versos da título a la película. Se trata de
un momento emocionante y poético, en el que los versos adquieren un sentido que
va más allá de la retórica, porque se funde con las ansias de liberación de la
pequeña, que ya ha dejado sus estudios pero sueña con volver a retomarlos. No
se le pida a la historia momentos trascendentes ni un desarrollo narrativo que
pase por las tres fases propias de la narración. La película, próxima al afán
documental, aúna belleza y respeto hacia unas formas de vida muy alejadas de
los estándares modernos urbanos.
Título original: Ten (Dah)
[Diez]
Año: 2002
Duración: 91 min.
País: Irán
Dirección: Abbas Kiarostami
Guion: Abbas Kiarostami
Fotografía:Abbas Kiarostami
Reparto: Mania Akbari; Amin
Maher; Kamran Adl; Roya Arabshahi; Amene Moradi; Mandana Sharbaf; Katayoun
Taleizadeh.
Diez viene a
ser la antítesis de la anterior y de la trilogía de Koker, porque toda la
película transcurre en el interior de un coche en el que microcámaras enfocan
bien al acompañante bien a la conductora, quien lleva en su coche a diferentes
personajes, lo que le permite al autor trazar un retrato vigoroso y
espléndidamente interpretado de la vida urbana moderna en el Teherán de
nuestros días, aunque la película tiene, ya, mas de veinte años, pero la viveza
de las con versaciones, las interpretaciones fuera de serie, especialmente la
del hijo de la protagonista, que ha sufrido el divorcio de los padres y vive el
natural desgarro de tener que ir pasando de uno a otro. Y aunque la madre se
queja de que el padre lo predisponga contra ella, el hijo tiene claro que toma
partido por el padre y le reprocha a su madre haberlo abandonado para casarse
con otro. Hacía tiempo que no veía una interpretación infantil de la categoría de la de Amin Maher,
quien alcanza tal grado de perfección que logra incluso hacer odioso su rechazo
maternal, tan injustificado como comprensible. Lo cierto es que la protagonista
absoluta de la cinta, Mania Akbari, también cineasta, da réplica a todos los
personajes que acaban subiendo a su coche, sea su hermana, que vive la tragedia
amorosa del abandono, una historia de amor romántico que acaba convirtiéndose
en un drama personal que alcanza cotas existenciales sorprendentes, sobre todo
para una persona como su hermana que representa la modernidad y no comulga con
la visión anticuada de su hermana y mucho menos con la de su hijo, por
supuesto. A ese respeto, cabe señalar, por el valor sociológico de su aparición
en la pantalla, el diálogo con la prostituta que recoge, a quien los
espectadores no vemos nunca la cara y sí solo de espaldas cuando se baja del
vehículo y se acerca a una calle donde paran dos coches para solicitarla,
yéndose ella con el segundo de ellos. El coche, con el que hemos viajado hacia
el Irán desconocido y hemos buscado un cómplice para el suicidio, se convierte
en algo así como un confesonario en el que los distintos personajes que ocupan
el asiento del acompañante revelan su intimidad con una facilidad tan asombrosa
como desconcertante, imagino, para la propia sociedad iraní. La mujer al
volante es, en sí, casi un desafío a la represiva teocracia reinante y la
conductora lleva el velo de un modo que ahora mismo podría ser detenida por
ello. Hay un componente tan oportuno de costumbrismo en las interpelaciones que
dirige a otros conductores que nos hace la película muy cercana, porque los
problemas del tránsito son universales. La película se llama Diez porque
diez son los viajes que se filman, y en ellos se repiten los personajes del
hijo y de la hermana, lo cual nos permite conocer mejor una historia que, en
puridad, no avanza hacia ningún lado, a pesar de estar continuamente en
movimiento. Hay sí, algún momento especialmente intenso, como la decisión que
toma la hermana de raparse al cero, lo que da pie a un hermoso diálogo de
comprensión y afecto fraternal.
A pesar de que
el interior del coche sea el espacio básico de la historia, en ningún momento,
teniendo en cuenta las extraordinarias interpretaciones que ha conseguido el
director, sentimos opresión alguna; antes bien al contrario, queremos que suban
más personajes que nos peritan seguir conociendo los entresijos de la vida
iraní, esa que tanto nos interesó en películas como Nader y Simin, una
separación, de Asghar Farhadi, otro gran director de un cine como el iraní,
tan desconocido, sin embargo, para el gran público, o como la angustiosa El
círculo, de Jafar Panahi, actualmente en prisión, después del frecuente
acoso que ha sufrido por el poder autocrático, una película militante contra la
opresión de la mujer y la ausencia de derechos en la sociedad iraní, y de la
que Diez es una visión menos hiriente. Panahi, por cierto, asistió a
Kiarostamí como ayudante de dirección en A través de los olivos…
Título original: Copie
conforme (Roonevesht barabar asl ast) [Copia certificada]
Año: 2010
Duración: 106 min.
País:Francia
Dirección: Abbas Kiarostami
Guion: Abbas Kiarostami
Música: Varios
Fotografía: Luca Bigazzi
Reparto: Juliette Binoche; William Shimell; Jean-Claude Carrière; Agathe
Natanson; Gianna Giachetti; Adrian Moore; Angelo Barbagallo; Andrea Laurenzi;
Filippo Trojano.
Copia certificada es una incursión
en el cine «occidental» por parte de un autor que parece sentirse perdido lejos
de sus espacios y sus gentes. La película, formalmente, está muy bien
realizada, una larga conversación en el coche incluida, y desarrolla una
historia con la que el título guarda estrecha relación. Un no especiaista en
arte, pero que ha estudiado el mundo de las copias certificadas para comprobar
hasta qué punto los simulacros, las copias, pueden tener tanto o más valor que
los originales, llega a una ciudad italiana a dar una conferencia sobre el
libro que ha escrito. La propietaria de una tienda de antigüedades lo invita a
comer con ella y decide llevarlo a un bello pueblo próximo, en la Toscana
italiana. A lo largo de la relación de ambos, que parecen no conocerse pero compartir
algo que se intuye, el espectador va dándose cuenta de —y espero con esto no
arruinarle al tal uno de los giros de guion que dotan a la trama de notable
interés— que ambos han sido pareja y padres de un niño que, curiosamente, ni se
inmuta ante la presencia de su propio padre, excepto que pincha a su madre con
la insinuación de que ella quiera que el la corteje… Al estilo de Te querré
siempre, de Rossellini, de la que casi podría decirse que es una versión,
Kiarostamí explora el doloroso mundo del desamor y del desencuentro, del amor
roto que no puede volver a componerse, so pena de crear una copia de lo que
fue, pero sin valor alguno. Las interpretaciones de Binoche y William Shimell,
barítono de profesión y protagonista de una sola película, esta, su debut en el
mundo del cine, en el que, por cierto, se desenvuelve con unas maneras muy
británicas y muy adecuadas para el personaje de la historia, confieren a la
película una calidad lo suficientemente ata como para que se independice del
modelo original y adquiera, como se discute una y otra vez en la película,
valor por sí misma. Yo no creo que sea equiparable a la de Rossellini, pero
reconozco que la película, por sus escenarios toscanos se ve con agrado y se
sigue con congoja una historia dramática muy de nuestros tiempos, y de todos…