sábado, 29 de abril de 2023

«El imperio de la luz», de Sam Mendes o un homenaje casi póstumo a los palacios del cine.


 La sala de cine como microcosmos: elogio de la luz demiúrgica y crónica agridulce de vidas cruzadas.

 

Título original: Empire of Light

Año: 2022

Duración: 119 min.

País:  Reino Unido

Dirección: Sam Mendes

Guion: Sam Mendes

Música: Trent Reznor, Atticus Ross

Fotografía: Roger Deakins

Reparto: Olivia Colman; Micheal Ward; Colin Firth; Toby Jones; Tanya Moodie; Crystal Clarke; Tom Brooke; Hannah Onslow; Adrian McLoughlin; Ashleigh Reynolds; Eliza Glock; Sara Stewart; Mark Field; Monica Dolan; Ron Cook; Justin Edwards; William Chubb; Spike Leighton; Jacob Avery; Roman Hayeck-Green.

 

         Vaya por delante que esta película de Sam Mendes «ha de verse» en una sala de cine, del mismo modo que la última de Spielberg, y que todas, en realidad, pero, yendo los tiempos como van, se ha de predicar muy específicamente de algunas, lo que no pude cumplir en Target, de Bogdanovich, ¡con lo  mucho que me hubiera gustado! Una película sobre el cine, como espacio físico y como claustro materno de la imaginación y el asombro a través de la luz, como recinto sagrado y como microcosmos laboral…, de todo hay en esta película de Sam Mendes, y todo ello bueno, a pesar de algunas críticas que, a mi juicio, han visto con ojos demasiado superficiales los dramas que se tratan en ella, ¡como si el retrato de la vida hubiera de ser una lección de psicología, de sociología y de arte! Mención disparatada es la de Cinema Paradiso, de Tornatore, solo por el hecho de que aparezca una cabina de proyección que es el reino personal y profesional de uno de los personajes, espléndidamente interpretado por el polifacético Toby Jones.

         Rodada en Margate, en la costa sudoriental de Gran Bretaña, donde los localizadores de exteriores encontraron un local que pudo ser «acondicionado» para representar el  Empire, un palacio del cine que se resiste a ir perdiendo la mucha importancia que una vez tuvo y que, como un principio de polaridad que se extiende al resto de los temas que se tratan en la historia, tiene dos partes, la luminosa de lo dos primeros pisos, en los que se han instalado varias salas, y los pisos superiores, cerrados al público, que son algo así como el sueño roto del imperio popular que supuso el cine en los hábitos de las clases populares, cuando actuaba como eje de la vida social.

La película está ambientada en los 80, cuando se estrena Carros de fuego, de Hugh Hudson, cuya «premiere» se celebrará en el Empire, cuando el Tatcherismo atraviesa sus momentos de «gloria» y cuando el racismo de los skinheads se adueña de las calles, no solo de las grandes ciudades de Gran Bretaña, sino, a imagen y semejanza de aquel, también de pequeñas poblaciones, como esta costera de Margate.  Por cierto, el hecho de que Turner hubiera escogido Margate como escenario de algunas de sus mejores obras o de que T.S. Eliot escribiera aquí parte de sus obras, añade a la localidad un prestigio que no está de más recordar, aunque de ninguna de las maneras la película reala valores turísticos de la zona, más allá de los hermosos paisajes y las excelentes panorámicas urbanas que se muestran en la película, como la del paseo marítimo, por ejemplo.

La llegada al Empire de un nuevo trabajador, un joven negro, elegante y muy bien parecido, Micheal Ward, que ha de ponerse a trabajar porque no ha sido admitido en la Universidad para estudiar Arquitectura, va a poner patas arriba el mundo cerrado y rutinario de relaciones que tienen establecidos entre sí los trabajadores y el director del Empire. Poco a poco se irá centrando la acción en dos personajes, el de la Olivia Colman, una mujer de mediana edad, que «asiste» sexualmente al director del cine en su despacho y que padece trastornos de personalidad no especificados, aunque por la prescripción del litio y por el desarrollo de la historia no tardamos en deducir que se trata de un caso de bipolaridad que se va a agravar cuando, en un extraño giro de la historia, el joven negro considere que ella es su «alma gemela», tras una sobria, íntima y emotiva celebración de la noche de fin de año en la terraza abandonada del cine, un bello plano panorámico de ellos, los juegos artificiales, la noche y parte de las letras de neón del cine: ambos, a partir de ese momento, sienten un poderoso afecto el uno por el otro, una privilegiada relación que se produce a espaldas del resto de compañeros, en el escenario desolado de las antiguas plantas esplendorosas del enorme local, porque Margat es, entre otras cosas, lugar de veraneo para los británicos.

El conato de asalto racista que sufre el joven, ante la estupefacción de ella, y, mucho más tarde, cuando un desfile racista de los supremacistas blancos pasa por delante del cine y los más exaltados de la turba rompen las puertas del cine, entran en él y apalizan brutalmente al protagonista, marcan el devenir de la historia, aunque, principalmente, el malentendido, el desengaño o la incomprensión llegan de la mano de un episodio psicótico que lleva a la protagonista a enfrentarse a cara de perro con su hasta entonces enamorado a ciegas. La protagonista, aupada por el chute anímico de su romance con el joven, decide no tomarse sus pastillas, lo que indefectiblemente, antes o después, acaba en ese brote que deja pálido al joven, quien es incapaz de entender la reacción agresiva contra él de la mujer. La escena, tras esa fallida excursión a la playa de los amantes, tiene poco tiempo después un corolario estremecedor: Ella llega a su casa, cierra la puerta y se desvanece junto a la puerta de entrada entre desgarradores sollozos que reflejan su conciencia de haber caído, de nuevo, en el pozo de la depresión profunda, característica de su trastorno. Muy impactante, así mismo, porque la historia se ceba en la descripción del trastorno de ella, es la entrevista con su amante justo cuando la policía y una asistente social se presentan para ingresarla de urgencias, dadas las quejas de los vecinos sobre su desconsiderado comportamiento, en este caso diríase que próximo a la manía.

El joven traba relación con el proyeccionista y se inicia en los rudimentos de su técnica y del conocimiento de las grandes máquinas de proyección, lo que constituye, sí, un leve nexo con Cinema Paradiso, pero aquí el elogio del cine está presente desde el primer plano hasta el último, y tiene su más lírica plasmación cuando la protagonista le pide al proyeccionista que, para ella sola en la sala, le ponga una película, porque, contra toda lógica, ella jamás ha entrado a ver ninguna.

Mendes ha rodado una atípica historia de amor sin final feliz, nada le chafo a nadie, porque no tarda el espectador en ser consciente de que la relación no va a ninguna parte, pero de una rara y hermosa intensidad, en la que se cruzan asuntos tan serios y dramáticos como el racismo violento y el trastorno mental. La película sí que tiene un desenlace magnífico y un epílogo lleno de ternura, pero de eso si que no digo ni mu.

Es el capítulo de las interpretaciones el que eleva muchos puntos la calidad de la película, junto con una dirección fotográfica que consigue planos extraordinarios, aunque la puesta en escena contribuye lo suyo. He añadido dos fotos para que se vea la magia del cine, del Dreamland al Empire, y una trama llena de senderos ocultos que acaban saliendo a la luz, la de la verdad, por supuesto, que siempre suele ser traumática.

¡Ah, aquellos cines gigantescos, como el Urgel, ahora ocupado por un supermercado! La nostalgia no tiene por qué llevar siempre a la tristeza, pero El imperio de la luz suena mucho a triste canto nostálgico de una época ¡semidorada! que echamos mucho de menos, pero los salones han sustituido a las salas, y, ¡ay!, mucho me temo que las series les acaben dando una patada a las películas, para nuestra conmoción, desolación y desesperación.



              


 

lunes, 24 de abril de 2023

«La vaca y el prisionero», de Henri Verneuil, una comedia bélico-ecológica.

A la mayor gloria de Fernandel, una divertida comedia que exalta la entente cordiale entre franceses y alemanes fuera de los frentes de guerra. 

Título original: La vache et le prisonnier

Año: 1959

Duración: 119 min.

País: Francia

Dirección: Henri Verneuil

Guion: Henri Verneuil, Jean Manse, Henri Jeanson. Historia: Jacques Antoine

Música: Paul Durand

Fotografía: Roger Hubert (B&W)

Reparto:  Fernandel; Pierre-Louis; Elen Schwiers; Ingeborg Schöner; Heinrich Gretler; Richard Winckler.

 

         Fernandel es un cómico muy popular, acaso de la talla de Alberto Sordi, por ejemplo, y está muy asociado a un personaje que le dio la fama, Don Camilo, personaje creado por Giovanni Guareschi. No ha sido, sin embargo, cómico de mi predilección, pues pertenece a esa estirpe de cómicos como De Funés y Terry Thomas en las antípodas, para mí, de genios como Jerry Lewis, pongamos por caso, sin recurrir a los grandes clásicos del cine mudo. Sin embargo, reconozco su naturalidad y una vis cómica que hace muy creíbles y humanos sus personajes, justo lo que necesita el protagonista de esta lírica historia en la que asume prácticamente todo el protagonismo en exclusiva.

La situación de partida es original: un prisionero francés destinado a colaborar en las granjas alemanas cuyos hombres han sido llevados al frente se harta de su situación, a pesar de ser un privilegio respeto de los que están en campos de prisioneros militares, los stalag, y, acompañado de una vaca, como camuflaje, para justificar sus desplazamientos, decide caminar unos doscientos kilómetros, hasta Sttutgart para tratar de colarse como polizón en algún tren con destino a Francia. Así pues, llevando como toda impedimenta un cubo para ordeñar la vaca, un zurrón y la vaca Margarita se echa al camino en lo que pertenece, por derecho propio, al género de las road movie.

Como exigen las características del género, los diferentes encuentros que va teniendo en su peregrinar constituyen la esencia de la historia, y todos ellos están contemplados desde un punto de vista cómico que, sin esconder la dureza de la situación bélica y el riesgo que corre el prisionero fugado, ofrecen al espectador una amable, lírica ¡y aun ecológica! historia que le va ganando el corazón a medida que la relación entre el prisionero y la vaca se va destacando como una de las principales bazas de la historia. Aunque la primera salida acaba en fiasco, porque vuelve al punto de partida, después de haber pasado por una unidad de trabajo en un aserradero, una secuencia  muy divertida, porque los prisioneros han ensayado todas las maneras posibles de rendir lo mínimo en el trabajo, la segunda, inmediatamente después del fracaso de la primera, sí que tiene éxito.

 En la medida en que los sucesivos encuentros nos permiten ver la interacción de un hombre de natural bondadoso y poco amigo de enfrentamientos de ningún tipo, y menos militares, un hombre sencillo que solo ansía poder volver a su Marsella natal, la película se convierte en un hermoso alegato antibelicista. Ni siquiera falta el escarceo amoroso de Margarita con un bravío toro en una granja donde el protagonista es invitado a comer, porque el hijo está destinado en Marsella, de donde él es natural. La hija sirve de intérprete y la escena diríase sacada de un manual de confraternización entre granjeros franceses y alemanes, como si las guerras, esa sería la tesis última del autor, fuera cosa de las élites militares y políticas dominantes, no un impulso genuino de quienes están «a sus labores», apegados a la tierra.

Encuentro emotivo, así mismo, es el del protagonista con los prisioneros rusos hambrientos, a quienes el cubo de leche que les lleva les parece una bendición de los cielos. Al mejor registro de cine cómico pertenece el intercambio de propuestas que se hacen: el protagonista quiere ropa de civil para no llamar la atención al coger el tren y los prisioneros, todo esto mediante dibujos, están dispuestos a conseguírselas a cambio de que él les dé la vaca para comérsela. En ese momento es tan grande el cariño que le une a la vaca que de ningún modo acepta cambiar su vida por un simple traje. Y sigue su camino.

En este punto es imprescindible revelar que la peregrinación del prisionero francés recorre unos paisajes de extraordinaria belleza y bosques frondosos que, cuando no está con alguien, el protagonista comenta en un monólogo en off que jamás se hace pesado. Hay momentos en los que, por azares de la situación, Margarita se aleja de él, como cuando ha de esconderse entre unos arbustos justo donde una unidad alemana levanta su campamento, otra muestra de las fuertes raíces cómicas que tiene la película en el cine mudo; pero hombre y vaca acaban reencontrándose para seguir su camino. Aunque sea en blanco y negro, hay una versión coloreada, la fotografía de Roger Huber, que también firmó la excepcional de Los niños del paraíso, de Marcel Carné consigue una calidad de imagen, una iluminación contrastada que crea atmósfera y fisicidad en los espacios naturales. Escenas hay en las que, en  los primeros planos de Margarita, tiene uno la sensación de sentir la calidez de su hermoso pelaje, del mismo modo que la degradación física de los prisioneros, franceses o rusos, se nos impone con una presencia casi intimidatoria.

Al llegar al Danubio, cuyo puente más cercano ha sido volado por la aviación, el prisionero se encuentra con un pelotón que quiere cruzar el puente formado por los zapadores y no consigue hacer retroceder al animal para dejarles pasar. La situación, comiquísima, porque en ella forma parte sustancial la terquedad animal contra la que los hombres, ¡una terquedad de seiscientos quilos!, poco pueden hacer. Cómo se resuelve es algo que se lo reservo a los espectadores, porque esta es una película que fue un bombazo en la fecha de su estreno, consiguiendo, ¡en 1959!, más de ocho millones de espectadores, y que bien harían los espectadores de hoy no perdiéndosela, porque es una película de exaltación de valores nada alambicados y que no contiene ningún discurso bombástico sobre los mismos, sino la mayor de las naturalidades, una espontaneidad fenomenal y un amor por la naturaleza, los animales y las personas muy encomiable. De hecho, cuando el protagonista ha de separarse, finalmente, de Margarita, le promete que jamás volverá a comer ternera en su vida… Con eso creo que está dicho todo. El destino de su peregrinación es la estación de Stuttgart, pero de lo mucho y muy gracioso que ocurre en ella, solo quien la vea lo sabrá.

Esta película puede ocupar un lugar muy destacado entre las películas antibelicistas, y ello desde el género de la comedia, que no siempre es bien entendido cuando de tratar realidades humanas tan sangrantes se trata.

 

 

«Almas en pena en Inisherin», de Martin McDonagh o la agreste taciturnidad de los isleños.

 

Terrible retrato de «un corazón sencillo»: el atroz padecer del zonzo y su víctima.  

Título original: The Banshees of Inisherin

Año: 2022

Duración: 114 min.

País: Reino Unido

Dirección: Martin McDonagh

Guion: Martin McDonagh

Música Carter Burwell

Fotografía: Ben Davis

Reparto: Colin Farrell; Brendan Gleeson; Kerry Condon; Barry Keoghan; Pat Shortt; David Pearse; Gary Lydon; Jon Kenny.

 

         Tenía el firme propósito de convencerme por mí mismo si la última película del excelente director de Escondidos en Brujas era o no un fiasco, a tenor de algunas críticas de las que había oído hablar y una, la de Boyero, demoledora, que leí y que, aunque me enfrió los ánimos, no me sedujo para prescindir de su visionado. Ahora, pasado el tiempo de su «actualidad», algo a lo que cada vez se llega antes, voy a escribir la  crítica de una película de 2022, y la distancia respecto de su momento de gloria me la aleja hasta casi dos décadas atrás, o así lo percibe mi reló crítico. Y lo primero que quiero decir es que, a pesar de la expresión afortunada de la traducción del título, se limita en buena parte la comprensión de la película si se elimina de él las banshees, esto es, la encarnación femenina de la muerte, los ángeles caídos, que tan destacado papel tiene en la trama, y que nos recuerda la vieja presencia de la muerte en El séptimo sello, de Bergman, incluso formalmente. Recordemos que el «compositor» quiere titular la canción que le dé la fama póstuma The banshees of Inisherin, por ejemplo, siquiera sea por mor de la aliteración.

         Inisherin, por su parte, formada con el comienzo del nombre de la isla mayor del archipiélago de Aran, Inishmore, y el nombre «Erin», que vale «Irlanda», nos da a entender que el autor ha querido plasmar en su novela ciertas constantes atávicas del, podríamos decir, núcleo duro de la idiosincrasia irlandesa, las islas de Aran, donde el gaélico resistió de forma numantina la avasalladora presencia del inglés. Es cierto que también podría referirse a la guerra civil que se libra a lo lejos en la «verde Erin», de a la que a la isla de Aran solo llega, a lo largo de la película, el retumbar de los cañones que disparan su mortífera munición, como si fuera una cosa ajena a su vida cotidiana...

         He de decir que esta película es una de las películas más tristes que mi Conjunta y yo hayamos visto nunca, del mismo modo que su desarrollo te va generando una incomodidad tan superlativa que cuesta trabajo aceptar que el infeliz protagonista encarnado por Colin Farrell no llegue nunca a darse cuenta de lo que significa  no aceptar su propia condición, fronteriza con la de otro personaje dramático que se clava en las entrañas: el hijo con retraso mental del policía, quien abusa de él y lo maltrata, razón por la cual el joven abusa en cuanto puede del alcohol, como su propio y salvaje padre.

         La hermana del protagonista, ¡ese encanto de actriz que es Kerry Condon!, es una mujer amante de la lectura, quien comparte con su hermano una casa y una vida que se le va haciendo cada vez más pequeña y asfixiante, y de la que no tardará en quererse escapar, y con mayor razón cuando se inician las «hostilidades» entre los dos hombres que solían compartir las pintas y la conversación en el pub de la zona, porque no puede hablarse propiamente de «pueblo» en esta película, aunque haya uno con puerto por donde estos seres aislados se comunican con la Irlanda, con Galway, que equivale, en su infinita ignorancia, al «mundo».

         Un buen día, Colm (¡enorme Brendan Gleeson!, que suma un papel extraordinario más a su espectacular carrera artística!) le dice a su amigo que ya no quiere volver a hablar más con él, que se ha acabado su relación y que no quiere que le moleste. La estupefacción de Pádraic (¡un inconmensurable registro interpretativo de Colin Farrell, muy alejado de cualquier papel que haya hecho hasta esta maravilla!), el hombre sencillo, espontáneo y cordial, si bien limitado intelectualmente, una especie de extraña mezcla entre el «corazón sencillo» flaubertiano y el «idiota» dostoyevskiano es de tal naturaleza que, ante la naturaleza de lo incognoscible, porque no hay, o él no la ve, ninguna razón para que le den de lado de forma  tan desconsiderada, brusca y cruel, porque se da a entender que le rompe una rutina de años, lo cual lo descolocada de un modo absoluto; la estupefacción es de tal naturaleza, digo, que de repente inicia un asedio a su ya examigo para inquirir cuál sea esa razón, si la hay. Lo terrible es que la hay, y no es fácil ni de decir ni de oír. El violinista, Colm, le revela que, dado lo poco que intuye que le queda de vida, aunque luego confirma que no está enfermo, ha decidido que ya no tiene más tiempo para soportar la aburrida conversación de su amigo, porque quiere dedicarse intensamente a crear algo, luego sabremos que una composición musical, por la que ser recordado. De hecho, Colm tiene cierta reputación como músico folclórico, y congrega a su alrededor a jóvenes que quieren aprender de él y asegurar la transmisión de esas músicas tradicionales, tan hermosas, por cierto, porque el folclore irlandés, tanto en su veta nostálgica, como en sus rítmicas variantes de baile, es riquísimo.

         Con esos mimbres, la deriva de la historia toma una dirección que ni el espectador más avezado podría imaginar, e intuyo que quienes aborrecen la película no han sido capaces de entrar en un juego de  mentalidades  aldeanas e isleñas, dominadas por la soledad, la rutina, las limitaciones y, sobre todo, el infinito aburrimiento de unas vidas, como la de Pádraic que giran en torno a sus animales, y a una cotidianidad irrelevante, como se lo hace ver Colm cuando le exige que deje de hablarle y de frecuentarlo. Todo eso se describe, por contraste y a la perfección, en la necesidad de la tendera donde vende sus productos Pádraic de que le cuenten «chismes» que valgan la pena para entretener sus días, lo que dará pie a un enfrentamiento acerbo entre el protagonista y el policía de la isla. Una tendera que parece salida, propiamente, de Bajo el bosque lácteo, de Andrew Sinclair. Que en esos estrechos márgenes de vida social irrumpa la tradición de las banshees, en forma de una vieja tan irónica como amenazadora, fortalece la narración con su trasfondo mitológico, máxime cuando las amenazas se cruzan a tres bandas: Colm y Pàdric y este y el policía. No entro en la descripción del terrible método mediante el cual Colm quiere asegurarse de no ser molestado nunca más por su vecino, porque añade un sesgo irracional a su decisión, que está en consonancia, sin embargo, con el título en español de la película; pero átense los machos los espectadores porque son escenas propiamente desgarradoras en un contexto de naturalidad que mete espanto.

         La esencia de la «cuestión» se dilucida cuando, con unos güisquis de más, Pádraic hace la apología del hombre sencillo y cordial que a Colm le resulta oneroso y, sobre todo, prescindible. Es un momento cumbre de la película, y así lo reconoce el propio Col: «Has estado a punto de volver a caerme bien otra vez». Pero luego, los tiros van por otro lado, el de la violencia que, desatada, todo lo complica.

         A mí me ha parecido una película exquisita, rodada con un tacto absoluto y con un retrato de los personajes que no es frecuente en el cine moderno, tan plano, psicológicamente hablando, cuando no sermoneador y de autoayuda. El amor a los animales, por cierto, un burro enano en el caso de Pádraic, es perfectamente comparable con el de Felicidad por su loro en la citada  Un corazón sencillo. Si le añadimos los paisajes siempre bellísimos de Irlanda, obtenemos el contraste surrealista («la belleza será convulsa o no será») que redondea la obra de arte imperecedera que es la película, diga Boyero lo que diga.

domingo, 23 de abril de 2023

«Puerto de Nueva York», de Lázló Benedek, un «noir» con sorpresa.

Cine pro policial al servicio de la lucha contra el narcotráfico: el debut de Yul Brynner

 

Título original: Port of New York

Año: 1949

Duración: 82 min.

País: Estados Unidos

Dirección: László Benedek

Guion: Eugene Ling, Leo Townsend. Argumento: Arthur A. Ross, Bert Murray

Música: Sol Kaplan

Fotografía George E. Diskant (B&W)

Reparto: Scott Brady; Richard Rober; K.T. Stevens; Yul Brynner; Arthur Blake; Lynne Carter; John Kellogg; William Challee; Neville Brand; Barry Brooks;Harry Brown; Ann Doran.

 

         Quizás el solo hecho de ver por vez primera vez en pantalla a Yul Brynner sea ya motivo suficiente para echarle un vistazo a la película, por poco amante que se sea de las estrellas cinematográficas. Que, además, aparezca con pelo, es bien sabido que él se rapaba, y como jefe inteligente, astuto y cruel de una banda de contrabandistas de droga, redondea una imagen que después de esta película iría creciendo en una carrera que lo llevaría al estrellato. Con todo, que el director de la película sea László Benedek, director de El salvaje, una película, con Marlon Brando, que se convirtió poco menos que en un hecho sociológico, al igual que Rebelde sin causa, con James Dean, de Nicholas Ray.

         El oficio, al director, pues, se le presupone, o, mejor dicho, y por respetar la cronología, se forja en películas como al presente, de serie B, pero con un planteamiento perfectamente definido: parte documental sobre los métodos policiales de las fuerzas que velan por la seguridad de todos; parte, un thriller brioso que no escatima escenas de violencia y suspense, además de la dosis necesaria de heroísmo  en la lucha contra bandas sin escrúpulos que mueven la droga y el dinero.

         A través de una información, la policía sabe que en el último buque llegado al puerto de Nueva York viaja un importantísimo alijo de drogas cuyo paradero han de descubrir antes de que se inicie la distribución y acabe generando los problemas que su consumo produce. El punto de partida es interesante, porque el espectador puede comprobar cómo ha de orientarse la policía para intentar llegar a los delincuentes y abortar su criminal operación. Ve, además, el modo como trabaja el servicio de vigilancia para acercarse a la identificación de los contrabandistas. Y cómo, mediante el arresto de un sospechoso sobre cuya legalidad caben serias dudas, van estrechando el cerco a los malhechores después de que la cómplice del jefe, que viajaba en el buque Florentine, tras no poder conseguir de su antiguo amante el dinero prometido, lo denuncie a los Federales para conseguir la recompensa y desaparecer de la ciudad, pero, desgraciadamente, vuelve a encontrarse con su jefe antes de partir, ella, directamente hacia la nada.

         La película, con un blanco y negro lleno de sombras contrastadas y escenas interiores con notable suspense, sujeta bien el guion de la infiltración de los policías haciéndose pasar, el que sobrevive, por otro mafioso de la costa oeste, cuyo aval, una foto trucada del policía con el gánster, le sirve para no despertar sospechas. La aceleración de los acontecimientos se reserva para el último cuarto de hora, cuando el agente infiltrado en la organización es descubierto y corre serio peligro de sucumbir, como le ocurrió a su compañera quien, en realidad, se ofreció como víctima propiciatoria para que su compañero no fuera descubierto y pudiera culminar la operación.

         La premisa de la película es la de La carta robada, de Poe, porque los delincuentes operan en un buque en el puerto sin despertar la más mínima sospecha, y allí mismo disponen del laboratorio para «cortar» la droga. Sí que aparece un club nocturno, cuyo empresario es detenido por la intuición de que él les puede llevar hasta al jefe mafioso.

         Bien puede decirse, finalmente, que el gran atractivo de la película es la contribución de Yul Brynner, en un papel de criminal elegante y cruel, sarcástico, de untuosas maneras, pero capaz de las mayores vilezas. Un porte distinguido y un rostro muy personal, el propio de su origen ruso, otorgan al personaje un plus de perversidad distinguida que llama forzosamente la atención del espectador. Un actor muy intenso, en efecto. Sin él la película hubiera sido otro producto B sin más; con él, un notable ejercicio de thriller policial bastante notable.

        

sábado, 22 de abril de 2023

«Babylon», de Damien Chazelle, viejas historias sobre el viejo cine…

De la ebriedad de la fama y la amoralidad militante a la búsqueda del público «de orden»: la epopeya de la transición del cine mudo al sonoro y al color…

 

Título original: Babylon

Año: 2022

Duración: 189 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Damien Chazelle

Guion: Damien Chazelle

Música: Justin Hurwitz

Fotografía: Linus Sandgren

Reparto:  Margot Robbie; Brad Pitt; Diego Calva; Jean Smart; Li Jun Li; Jovan Adepo; Tobey Maguire; Max Minghella: Katherine Waterston; Samara Weaving; Eric Roberts; Lukas Haas; P.J. Byrne; Jeff Garlin; Rory Scovel; Damon Gupton; Spike Jonze; Olivia Wilde; Phoebe Tonkin; Ethan Suplee; Jennifer Grant; Chloe Fineman; Olivia Hamilton; Patrick Fugit; Kaia Gerber; Flea.

 

         No me atrajo mucho el tráiler de Babylon, lo reconozco, porque, además, ciertas referencias hablaban de una locura vertiginosa mantenida a lo largo del metraje, y no tengo yo últimamente el ánimo para esas jotas. Chazelle me encandiló con Whiplash y me decepcionó con La, La, La, Land, pero en esta metahistoria del cine sobre el cine, y pasado el delirio del comienzo, la película va ganando interés y, al final, aunque cuenta una historia repetida, ya sabida, logra atraparme gracias a las interpretaciones y a ciertos giros de la historia de sumo interés.

         La historia parece haberse inspirado en aquellos viejos dos volúmenes de Kenneth Anger, Hollywood Babylonia, y de ahí el tono pasado de vueltas del comienzo, con unas divertidas escenas del elefante y otras, las de la fiesta, que diríanse grabadas por Tinto Bras, al estilo de la bacanal de Calígula, su película más conocida. El ritmo sostenido y el jazz frenético me han traído a la memoria las imágenes de los bailes de una serie alemana, Babylon Berlín, emparentada con esta por los años de la trama, por la música, por el baile y porque, tras la hiperinflación del 23, los berlineses viven frenéticamente, como si no hubiera un mañana. Pensemos que a Berlín la apodaron, en aquella época, «la Chicago europea».

         Al disparate de la fiesta, llena de detalles en los que se ha de fijar uno con la calma que el ritmo de filmación no permite, le sigue el disparate de los rodajes a destajo de aquella época del cine mudo previa a la invención del sonoro y en la que la producción, aquí parodiada, era pura realidad. No se filmaban, en la mayoría de las ocasiones, largometrajes, sino mediometrajes que permitían cambiar la cartelera constantemente y hacer programas dobles o triples, y sí es cierto, también, que el consumo del público exigía un alto porcentaje de novedades en los repartos, y de ahí las carreras vertiginosas como la encarnada por Margot Robbie, un pelín sobreactuada, pero siempre excelente actriz, y con una secuencia, la de su «presentación en sociedad», que es parodia de la inicial de la película con el elefante con diarrea: espectacular.

         Que Brad Pitt encarne a la gran gloria del cine mudo cuya carrera va a tambalearse en cuanto tenga que grabar con su voz propia, y que vaya descendiendo por la escala de las subproducciones, inferiores a la típica serie B, es una garantía para los espectadores. Si añadimos la estupenda presencia del último «descubrimiento» mejicano, Diego Calva, auténtico protagonista de la película, por encima de las otras estrellas que participan, el espectador se va reconciliando con la historia que Chazelle le cuenta, llena de connotaciones históricas de un momento crucial del cine, el paso al sonoro —por eso, al final, la contemplación en el cine de Cantando bajo la lluvia supone un auténtico shock emocional para quien de la nada llega a la más alta meca de la producción cinematográfica, para acabar perdiéndolo todo. Una biografía como otras muchas que el cine y la época «consumen» aceleradamente. El cine, y eso se nos dice desde el principio, es la mejor droga jamás imaginada: y por esa razón ambos protagonistas, Robbie y Calva, quieren entrar en esa máquina trituradora aun a riesgo de aniquilar sus propias vidas.

         Son muchas las películas que escogen el cine como materia narrativa, y algunas son ya clásicos eternos, como Cautivos del mal, de Vincente  Minnelli; pero Babylon se ha planteado en otro registro que, a menudo, en el desarrollo de la historia, se aparta del mundo del cine para centrarse en la patética historia de la protagonista y sus altibajos dramáticos, a los que se suma el amor incondicional que el protagonista le tiene y que no sabrá manejar con el cuidado con que asuntos de grandes deudas se manejan en una sociedad en la que la mafia no  se anda con chiquitas. Añádase la historia del trompetista, interpretado por Jovan Adepo, con un profundo calado sociológico en una terrible escena en la que, como mulato, para no desentonar con su banda, el productor, el joven mejicano que ha hecho fortuna como productor, le pone ante el dilema de embetunarse la cara o abandonar el set de rodaje. ¡Tremendo! Como lo es la censura de la relación lésbica de una cantante china, diríase extraída del cabaret berlinés, para que a su actriz y enamorada no la devoren los escándalos.

         Cuando, para salvar a la amada, el protagonista decide asumir sus deudas ante un repulsivo jefe mafioso, extraordinariamente interpretado por Tobey Maguire, la película da un nuevo giro hacia el thriller que tiene un desarrollo muy imaginativo en la fiesta hipertransgresora que se celebra en un subterráneo de un túnel cerrado al tráfico. Allí, en una réplica subterránea donde se citan todos los excesos que al principio de la película se daban cita en las mansiones de las grandes estrellas o de los productores, el jefe mafioso se empeña en que vean un fenómeno de «feria» que recuerda tanto a Freaks, de Tod Browning como, muy especialmente, a la figura del geak, del monstruo devora pollos, a los que decapita con sus mandíbulas, en El callejón de las almas perdidas, de Edmund Goulding.

         Chazelle nos ha querido mostrar la transición de los escándalos que cimentaron las primeras mitomanías cinematográficas a un arte e industria que quiere representar a su propio público en un calco casi perfecto, excepción hecha de la dimensión mítica que se le exige al séptimo arte para servir de consuelo a la mediocridad de la generalidad de las vidas de sus espectadores. Seguimos su historia como un carrusel de emociones, como si nunca hubiera un remanso en el que tomar aliento, pero la vemos con agrado y, por qué no decirlo, también con horror, dadas las terribles situaciones que se dan en el desarrollo de la historia, por más que la perspectiva alocada con que casi toda ella ha sido rodada le quita hierro y permite incluso la carcajada, aun a fuer del humor muy negro que nos la provoca.

jueves, 20 de abril de 2023

«La experiencia», «Un traje para la boda», «*¿Dónde está la casa de mi amigo?», «*Y la vida continúa», «*A través de los olivos» [*La trilogía de Koker], «El sabor de las cerezas», «Diez», «Copia certificada»: 37 años de cine en la vida de un director excepcional: Abbás Kiarostamí.

 

Una aproximación crítica a la obra magna de un genio de la Historia del cine: Abbás Kiarostamí o una mirada singular a la vida: el espejo (motorizado) a lo largo de los caminos…

 

        

         No ignoro que, a pesar de tener alguna película como El sabor de las cerezas, que triunfó en Cannes, la obra de Abbás Kiarostamí (a veces sin tildes) tiene un altísimo valor por el conjunto de toda ella y por su especial manera de filmar, entre el documental y las premisas bressonianas de rodar con actores aficionados y con amplia libertad para la ejecución del guion. La tendencia propia del director a la metaficción consigue, además, en lo que se ha denominado La trilogía de Koker una magnífica plasmación llena de sabiduría narrativa y profunda emoción vital. Con todo, tal y como advertimos en la repetición compuliva de una escena en A través de los olivos, evocando la grabación de la misma escena en ¿Dónde está la casa de mi amigo?, poco deja al azar Kiarostamí en su recreación de lo que casi nos parece un rodaje de documental.

He recurrido en el título a la metáfora stendhaliana del espejo en el camino para caracterizar el afán objetivista del autor y, al mismo tiempo, cómo se llega a él desde una subjetividad en la elección de sus temáticas y de sus personajes, porque solo desde ese compromiso humanista con la vida real de las gentes de Irán, en ciudades y, sobre todo, en las zonas rurales, tiene sentido la obra de Kiarostamí. He añadido «motorizado» porque el coche tiene un valor muy destacado en la obra de Kiarostamí y, por consiguiente, las calles y los caminos, sobre todo estos últimos, tomados con vistas panorámicas que crean una belleza deslumbrante. Kiarostamí tiene una especial sensibilidad para los planos de la naturaleza, o quizás es la misma que posee para filmar las personas y los pueblos perdidos del Irán «profundo», donde la vida tiene otro ritmo y se rige por otras normas y costumbres en muy marcado contraste con las de la ciudad. De que los personajes de Kiarostamí se «echen al camino», pudiera inferirse que hay una emulación quijotesca en su deambular constante, y que los anima el generoso y encomiable propósito de «desfazer entuertos», pero pronto advertimos que se trata de espectadores maravillados que en modo alguno quieren alterar el objeto de su visión con el que no establecen, por lo general, más nexo que el de la convivencia cotidiana mínima, y a veces ni eso, como ocurre cuando una vieja quiera sacar una pesada alfombra de una casa en ruinas, devastada por el terremoto que asoló el norte de Irán y el protagonista alega una incapacidad lumbar como disculpa para no ayudarla.

Eso sí, el amor con que semejantes realidades es observado, difícil parangón halla en otros cineastas, y ello se advierte en el modo estético con que Kiarostamí retrata una vida anclada en la noche de los tiempos, por más que la modernidad asome contantemente su patita embrujadora por debajo de cualquier circunstancia. Incluso en el empecinado viaje de Y la vida continúa, rodada cinco meses después del terrible terremoto que fue portada de prensa en todo el mundo, y que rememora el viaje que hizo el propio Kiarostamí con  su hijo pocos días después de los trágicos hechos, los supervivientes, albergados en campamentos o entre los restos habitables de sus casas de adobe y madera, están pendientes de la instalación de una antena en una loma cercana para poder seguir el partido del mundial, Brasil-Argentina, tres días después de la catástrofe, pero, como dice un personaje: «Los terremotos se dan cada cuarenta años y el Mundial cada cuatro», ante la perplejidad del urbanita que no acaba de entender que pueda derivarse la atención hacia el fútbol en medio de una realidad tan adversa. Pero el «fatalismo« tradicional de quienes saben que sus vidas no están en sus manos, sino en las de Dios, permea no solo esta película, sino buena parte de su filmografía.

La selección que ha hecho Filmin de su obra nos permite hacer varias calas muy significativas en ella, porque del conjunto de las recogidas sacamos una clara idea del «mundo» de Kiarostamí, que no es otro que el propio de su país, Irán, y de sus paisanos, cuyas vidas nos ofrece, además, con una dimensión trascendental que habla a la conciencia del mundo entero, salvando el color local de sus tradiciones y formas de vida. Donde mejor se advierte esa trascendencia es en El sabor de las cerezas, en la que se plantea el tema del suicidio, una decisión que desafía de forma valiente la condena religiosa del mismo, lo que ya da a entender que su plasmación cinematográfica constituía un arriesgado desafío al poder teocrático instalado en Irán tras la revuelta contra el Sah que entronizo, en 1979,  a otro sátrapa, pero con el Corán bajo el brazo: Jomeini.

Está claro que la etiqueta de cine «étnico» no ha ayudado a que la obra de Kiarostamí sea tan reconocida como la de otros directores de países o continentes que, para los occidentales, pueden resultar acaso «exóticos», sea China, sea África, sea incluso la mismísima Australia, si las películas se centran en sus aborígenes; pero lo cierto es que los modos de hacer del director iraní poco tienen que ver con la exaltación de la «diferencia» y sí mucho con la condición humana que no conoce de fronteras, aunque sí de modos de vida muy disímiles. La mirada de Kiarostamí a las zonas menos desarrolladas de Irán se alternan con la que lanza sobre la modernidad, como admiramos en Diez, una película que roza la genialidad, y en la que el uso del coche, uno de sus tótems cinematográficos, alcanza su más lúcido protagonismo.

Si algún rasgo define el modo de realización de Kiarostamí yo  elegiría el de la «delicadeza», el modo como se acerca con la cámara a seres, objetos, espacios, naturales o civilizados, animales y a los caminos, la mayoría de ellos polvorientos. Nada le es ajeno, al realizador, y su obra está llena de amor a los detalles y al silencio, apenas roto por conversaciones cotidianas, lejos de la retórica de mensajes que el artista nos quiera hacer llegar: el mensaje son sus poderosas imágenes y la naturalidad con que los seres humanos se adaptan a su medio o, desde la modernidad, se rebelan contra las opresiones políticas e ideológicas o e vacío existencial. De todo ello nace una obra plural, con muchas direcciones y propuestas fílmicas muy variadas. Veamos algunas. 

 

Título original: Tadjrebeh [La experiencia]

Año: 1973

Duración: 53 min.

País: Irán

Dirección: Abbas Kiarostami

Guion: Abbas Kiarostami, Amir Naderi

Fotografía: Ali Ahmad Zarrindast

Reparto: Hossein Yar Mohammadi, Andre Gwalovich, Parviz Naderi, Mostafa Tari, Firuzeh Habibi, Behruz Adriun, Morteza Said, Sirus Kajaki, Shirin Razvan, Kamal Ramzani, Aziz Talebi.

 








Título original: Lebassi Baraye Arossi[Un traje para la boda]

Año: 1976

Duración: 57 min.

País: Irán

Dirección: Abbas Kiarostami

Guion: Abbas Kiarostami, Parviz Davayi

Fotografía: Firuz Malekzadeh

Reparto: Hashem Arkan, Mohammad Fassih Motaleb, Reza Hashemi, Babak Kazemi, Mehdi Nekui, Mohammad Bagher Tavakoli, Massud Zendbegleh, Irach Zehtab

 

         La experiencia y Un traje para la boda son dos mediometrajes que exploran un mundo demasiado normalizado en ciertos países y muy penalizado en Occidente hasta que fue prohibido: la explotación infantil. Son anteriores al derrocamiento del Sah y nos muestran una Teherán muy distinta de la actual. El omniprotagonismo del niño Hossein Yar Mohammadi recuerda el de Antoine Doinel de Truffaut, y, además, el director lo asocia con el mundo de la imagen a través de su trabajo como chico de los recados en un estudio de fotografía, donde vivirá ciertas peripecias que reflejan la crueldad con que eran tratados. La aparición del enamoramiento y los deseos de mejorar profesionalmente dotan a la película de una dosis de esperanza que se pierde en esas calles atestadas y ruidosas de la gran ciudad como una maldición. La cámara en la calle, muy al estilo de la nouvelle vague, capta el latido de la vida ciudadana y del joven en su seno más como una víctima propiciatoria de un modo de vida despiadado que como un canto a la esperanza vital que, contra viento y marea, encarna el niño. Hay en los planos de Kiarostamí una radiografía de la crueldad social que contrasta vivamente con el rostro del protagonista, diríase que inundado de un deseo interior de progreso que se lo ilumina, y en ese contraste se nos encoge el ánimo y sobrellevamos el metraje entre la congoja y la compasión. A título anecdótico, resulta muy chocante el modo como tienden en la casa del protagonista las camisas: dobladas por la mitad y abrazando la cuerda de tender, manga contra manga… ¡Lo nunca visto!

         En la anterior falta, salvo la dulce ternura con que se contempla el «atisbo de romance» del protagonista y su humilde elegancia,  lo que se nos regala con generosidad en la segunda: el humor. La anécdota es simple: una mujer va con su hijo al sastre para que le haga un traje para asistir a una boda. Todo gira en torno a dicha transacción comercial, y ahí la elección de los personajes, la madre y el niño, el sastre y su menudo ayudante son clave, porque en ningún momento el espectador tiene la sensación de estar ante actores, aficionados o profesionales, sino ante un trozo de vida popular de la gran ciudad rodada con afanes documentales. La amistad del ayudante con otro joven explotado en el bazar comercial en que ambos trabajan lo lleva a cederle el traje para quedar bien en una cita, aun sabiendo que a la mañana siguiente vendrán a a hacer la última prueba y llevárselo. ¿Anodino, el motivo? Pues Kiarostamí lo rueda como si se de un thriller se tratase, al más puro estilo del suspense de  Hithcock. Y si no, véanla, y ya me contarán. 

 

Título original: Khane-ye Doust Kodjast [¿Dónde está la casa de mi amigo?]

Año: 1987

Duración: 83 min.

País: Irán

Dirección: Abbas Kiarostami

Guion: Abbas Kiarostami

Música: Amine Allah Hessine

Fotografía: Farhad Saba

Reparto: Babek Ahmad Poor, Ahmed Ahmed Poor, Kheda Barech Defai, Iran Outari, Aît Ansari.

 








Título original: Zendegi va digar hich [Y la vida continúa]

Año: 1992

Duración: 95 min.

País: Irán

Dirección: Abbas Kiarostami

Guion: Abbas Kiarostami

Fotografía: Homayon Payvar

Reparto: Farhad Kheradmand, Buba Bayour, Hocine Rifahi, Maassouma Berouana, Ferhendeh Feydi, Mahrem Feydi, Bahrovz Aydini, Mohamed Hocinerouhi, Hocine Khadem, Ziya Babai.

 

 

 

 

 



Título original: Zire darakhatan zeyton [A través de los olivos]

Año: 1994

Duración: 103 min.

País: Irán

Dirección: Abbas Kiarostami

Guion: Abbas Kiarostami

Fotografía: Hossein Jafarian, Farhad Saba

Reparto: Hossein Rezai, Tahereh Ladanian, Zariefh Shiva, Farhad Kheradmand, Mohamad Ali Keshavarz, Babek Ahmad Poor, Ahmed Ahmed Poor.

 

 

         La trilogía de Koker es una de esas experiencias cinematográficas que, como La condición humana, de Masaki Kobayashi,  La trilogía de Apu, de Satyajit Ray o la trilogía de El Padrino, de Coppola conviene no perderse, porque es mucho lo que se pierde, si no se ve, y mucho, también, lo que se gana, si se ve. Estas tres obras de Kiarostamí destilan un lirismo en el tratamiento de la trama y de los personajes que, unido a la perspectiva metacinematografica de las dos últimas, convierte la trilogía no solo en el descubrimiento de unas formas de vida concretas, sino en una reflexión sobre el propio arte cinematográfico. Aventiro que sin la primera película de la trilogía hubiera sido imposible, a mi parecer, la realización de otra película iraní, Buda explotó por vergüenza, de Hana Makhmalbaf que, como la presente, es de las que te llega al corazón, te lo destroza y, al tiempo, hace que sientas una piedad y una compasiónn genuinas e infinitas por la protagonista, Bakthay, interpretado por la actriz infantil  Nikbakht Noruz, de una historia emocionante sobre la «necesidad» de una niña de ser instruida en la escuela, en un contexto tan hostil como el del dominio de los talibanes en Afganistán. Las peripecias de esa encantadora criatura son de lo que no se olvida, ciertamente. Pues antes de esa película de Hana Makhmalbaf, Kiarostamí, sin la poderosa carga ideológica de la película actual, rodó un pequeño cuento sobre la presión que sufren los niños en la escuela y la amenaza de expulsión que sufre uno de ellos por no haber llevado el cuaderno con los deberes hechos. El protagonista, interpretado por Babek Ahmad Poor, se da cuenta al llegar a casa desde la escuela de que, inadvertidamente, se ha traído con sus libros el cuaderno de su amigo, que vive en una aldea próxima, aunque él ignora exactamente dónde. Gobernado por la madre con mano de hierro, que lo distrae de los deberes para mil asuntos de la casa, aunque presiona para que vuelva a hacerlos inmediatamente después, el niño, la pura representación del candor infantil que despierta el instinto protector en el espectador, le insiste a su madre en que ha de devolverle el cuaderno a su amigo. Finalmente, aprovechando que ha de ir por el pan, el chiquillo se escapa y va corriendo a la aldea próxima para intentar descubrir dónde vive su amigo y entregarle el cuaderno. La pesquisa en una aldea sin barrios ni números de casa, porque el pueblo está construido como si se hubieran seguido al detalle los planos de un laberinto…, lo va a poner en contacto con varios personajes que lo llevan de aquí para allá, sin dar con su objetivo. El encuentro con un viejo carpintero que ha construido puertas y ventanas de varios pueblos y se lamenta de los nuevos usos, visto desde la perspectiva occidental, aporta una intriga que, por deformación nuestra, derivamos hacia un peligro criminal para la criatura, porque se mueven juntos por el pueblo con la parsimonia del anciano al que le cuesta incluso caminar y se nos mete muy adentro la posibilidad de un final oprobioso, por trágico. La aventura del chiquillo y su manera de porfiar en ella para «salvar» a su amigo se resuelve de la manera más lógica, con una elipsis oportuna para no recrearse en los temores insoportables de la vuelta de noche a casa por un camino oscuro y oyendo los ladridos amenazadores y poco amistosos de un perro en la lejanía. La expresión del jovencísimo actor, tan entregado a su devota amistad, es, insisto, un hallazgo absoluto. Su sola presencia, su manera de «lidiar» con su abuelo impertinente y mandón o con su autoritaria madre son una maravilla. El director aprovecha para marcar las diferencias entre los nuevos y los viejos tiempos encarnados en los habitantes de esos pueblos perdidos en las montañas del norte, donde el pueblo iraní se confunde con el pueblo kurdo. Es llamativo el sistema educativo que expone el abuelo de la criatura: «Mi padre me daba una paliza cada quince días y una paga al mes; a veces se le olvidaba darme la paga, pero jamás se le olvidó darme la paliza…»

         Tras el terremoto que causó más de sesenta mil víctimas en la región donde rodó Kiarostamí su película, este, junto con su hijo, se lanzó en su coche a interesarse por el destino de sus protagonistas. Cinco meses después rehízo cinematográficamente el viaje, siendo interpretados, ambos, por Farhad Kheradmand y Buba Bayour, respectivamente. Toda la película es la crónica de ese viaje en busca de sus actores, y el coche —se usó para el rodaje el del propio Kiarostamí— tiene en ella, como en buena parte de su obra, un papel muy principal, dado que raras veces padre e hijo echan pie a tierra. Lo que vamos a descubrir es el paisaje desolador dejado por el terremoto y las dificultades que en una más que singular «road movie» van a encontrar los protagonistas para poder llegar a Koker, dado que muchas carreteras están cortadas o soportan un tráfico que cuesta dios y ayuda ordenar. Son numerosos los planos panorámicos que nos muestran el desplazamiento del coche por carreteras polvorientas jalonadas, de tanto en tanto, por aldeas derruidas cuyos habitantes tratan de rehacerse de la tragedia sufrida. La sensibilidad tan intensa con que Kiarostamí filma caminos, gentes y pueblos destruidos tiene mucho que ver con la serenidad con que la gente ha aceptado su nueva situación, y cómo siempre hay lugar para la esperanza o las extrañas fuentes del consuelo, como la preocupación de los habitantes de cerca de Koker por sintonizar la señal televisiva para ver el encuentro Brasil-Argentina del mundial de ese año. Hay un hermoso momento en que el conductor se detiene junto a un bosque y oye llorar a un niño. Se interna en él y descubre una hamaca con la criatura. La madre no tarda en llegar. En ese momento, oye que lo llama su propio hijo y regresa junto al coche. Es un momento mágico, cinematográficamente hablando, por el bosque, por la luz que se derrama por él, por el silencio… Lo reseño porque es uno de los signos de identidad del cine de Kiarostamí, el lirismo. Van a Koker, cierto, pero el coche jamás llega allí, aunque a cuantos muestra el retrato del niño casi todos dicen conocerlo, e incluso llevan en el coche a un personaje que actuó en la película y que se queja de que lo sacaran más viejo de lo que está…

         A través de los olivos se centra en el rodaje de la película anterior, y, en este caso, el director es interpretado por Mohamad Ali Keshavarz, quien abre la película escogiendo en un casting sin interpretación a los actores y actrices de la extraña historia de amor que va a rodar en el pueblo asolado por el terremoto y en el que sus moradores intentan seguir con la vida corriente de cada día. La imbricación del rodaje con la vida de los habitantes del pueblo nos va a deparar un fresco de la vida rural iraní, con un personaje, el del novio, pobre y sin instrucción, pero bondadoso e inflamado de amor por una joven que lo trata con casi absoluta indiferencia, que llega al alma. Hay, sí, lugar para el humor, como las tomas repetidas que recuerdan las de Fernando Fernán Gómez en Viaje a ninguna parte, dirigida por él. Se trata de una culminación imaginativa de una historia que arranca desde la más tierna experiencia de la amistad y que concluye con los difíciles caminos del amor. ¡Inolvidable!

 

 

Título original: Ta'm e guilass [El sabor de las cerezas]

Año: 1997

Duración; 98 min.

País: Irán

Dirección: Abbas Kiarostami

Guion: Abbas Kiarostami

Fotografía: Homayon Payvar

Reparto:  Homayoun Ershadi; Abdolrahman Bagueri; Safar Ali Moradi; Afshin Khorshid Bakhtiari; Mir Hossein Noori; Nisar Ahmad Ansari; Elham Imani.

 

         El sabor de las cerezas es una fábula moral compleja y, cinematográficamente, casi abstracta, que toca un tema prohibido por la ideología dominante en el Irán teocrático: el suicidio. De nuevo un coche y un espacio fantasmagórico a las afueras de la gran ciudad, una suerte de cantera desierta con un sendero lleno de meandros que recorre el conductor como si se hallara en uno de los círculos del infierno, y donde ha cavado la tumba en que yacerá su cuerpo tras su suicidarse. ¿Qué busca? A alguien que lo cubra de tierra, tras asegurarse suficientemente de que está muerto, no vaya a ser que esté simplemente dormido, porque la perspectiva de ser enterrado vivo le aterra mucho más que la propia de quitarse la vida, ya que el método elegido es el de la sobredosis de somníferos. Durante toda la película, el hombre recorre parte del centro de Teherán y luego esa cantera buscando la persona caritativa y necesitada que, mediante una buena recompensa, le ayude en su propósito. Al principio, el espectador intuye que el hombre busca una relación homosexual, algo acaso tan o más prohibido en el régimen iraní que el suicidio, máxime ante los rodeos que da para abordar a sus «presas». Hemos de esperar a que recoja al primero que accede a subir con él al coche para saber a ciencia cierta su propósito. El joven militar que se dirige a un cuartel le sigue la corriente y, con enormes recelos, le oye como quien oye a un loco, a un «pervertido» o a un asesino del que, en cuanto ve la ocasión propicia, se escapa a la carrera cantera abajo y arriba, cruzando en diagonal hacia su cuartel. Después del militar sube a un joven seminarista a quien escandaliza su pretensión y, finalmente, a un profesor de anatomía que, incluso contra sus propios principios, se aviene al trato, quizás porque él, que salió un buen día a hacer lo mismo con una soga al hombro, trepó a un cerezo y la ingestión del dulcísimo fruto le hizo cambiar de idea, aunque entiende el drama interior del hombre que no puede seguir viviendo, a quien la vida se le ha vuelto un dolor insoportable y necesita abandonarla para que cese. Este aspecto del drama sí que es representado con una expresión más que adecuada por Homayoun Ershadi, en cuyo rostro descubrió Kiarostamí, por azar, yendo en su coche, claro…, al único protagonista posible de su cuento moral. Son numerosas las imágenes que deja para el recuerdo el vagabundeo motorizado de un personaje angustiado por recibir sepultura y no quedar expuesto, muerto, al albur de los elementos. La película avanza, silenciosa, siguiendo las mismas curvas que recorre una y otra vez el prisionero de la vida, y tiene un final anticlimático, tras una suerte de fundido en negro que incluye una tormenta que contrasta con el secarral en que se ha desenvuelto toda la historia, pues con una grabación tosca de videoaficionado observamos al equipo de grabación de la película, e protagonista incluido, dispuestos para grabar la última secuencia: un grupo de soldados que hacen ejercicio cerca de la tumba del protagonista. El final metacinematográfico está abierto a toda clase de interpretaciones, pero la angustia existencial del protagonista ha sido reflejada con una honestidad extraordinaria. 

 

Título original: Bad ma ra khahad bord [El viento nos llevará]

Año: 1999

Duración: 115 min.

País: Irán

Dirección: Abbas Kiarostami

Guion: Abbas Kiarostami

Música: Peyman Yazdanian

Fotografía: Mahmoud Kalari

Reparto: Behzad Dourani; Noghre Asadi; Bahman Ghobadi; Shahpour Ghobadi;  Reihan Heidari; Masood Mansouri; Frangis Rahsepar;  Farzad Sohrabi; Masoameh Salimi; Roushan Karam Elmi; Ali Reza Naderi; Lida Soltani.

 

         Con El viento nos llevará, Kiarostamí vuelve a un pueblo del interior, perdido en la geografía y en el tiempo, adonde un grupo que viaja en un coche que se estropea a la entrada del pueblo, como si entrar en él con el vehículo fuera una profanación, ha de hacerlo a pie, guiados por un niño que jugará un papel de «guía» local para orientar al protagonista, pues pronto sus compañeros quedan eclipsados, desaparecen, quedando él como nexo entre una instancia capitalina con quien cruza mensajes crípticos y con un objetivo que apunta en la dirección de hacer un documental sobre las ceremonias tradicionales del lugar, en este caso el entierro de un conocido de alguien de la ciudad que sabe que está a punto de morir. El niño se convierte en guía de a quien llaman en el pueblo «ingeniero», y este, a su vez, se convierte en guía perplejo del propio espectador que se mimetiza con él para explorar la vida tranquila de un pueblo colgado en la ladera de un monte y con una extraña y laberíntica red de escaleras que permiten pasar de unos planos a otros de una red de viviendas que harían las delicias de los amantes de las comunas, del modo como todas ellas parecen comunicarse y facilitar la vida comunal. La situación del equipo técnico desplazado, a la espera de órdenes, resulta, al principio, inquietante para el espectador por la nula información sobre qué hacen en esa aldea perdida. El rudimentario teléfono móvil del protagonista —de hecho, el protagonista es la vida del pueblo en sus muy diversas facetas y manifestaciones…— no capta bien la señal y este ha de coger el coche y subir por un camino que recuerda mucho al de ¿Dónde está la casa de mi amigo? hasta lo alto de un cerro próximo, junto al cementerio, para poder hablar sin que se corte. De todos modos, del casi siempre agrio intercambio de mensajes, poco en claro saca el espectador, quien sigue acompañando a su guía, como una cámara precisa que registra rincones, paisajes, gentes, paisajes, silencios y relaciones humanas muy variadas. La propia del personaje-cámara y el niño-guía se agría por momentos y nos confunde, porque el niño ha de preparar un examen y no puede estar al servicio exclusivo de los forasteros. La presencia del doctor que asiste a los vecinos y que lleva en su moto a nuestro extraño personaje, quien parece odiar tener que seguir alargando su estancia en el pueblo, en vez de volver a la ciudad, añade una nueva perspectiva a esas vidas aisladas, dedicadas a las faenas agrícolas e inmersas en un tiempo que no es el de los calendarios, sino el de los ritmos circadianos llenos de pausas, sitos y tradiciones tan naturales como la propia respitración. La secuencia de la búsqueda de la leche, para lo que primero ha de conseguir un recipiente, nos sumerge en una especie de inferno bajo tierra, porque personas y bestias siempre han convivido en el mismo espacio, las bestias abajo y las personas arriba, en donde una niña cuyo rostro no vemos, porque lleva el candil muy bajo, ordeña la vaca para venderle la leche al forastero en una cueva misteriosa en la que parece ejercer como una bruja hechicera que nos regala un alimento primordial. En ese contexto misterioso, casi mágico, el personaje recita el poema del que uno de sus versos da título a la película. Se trata de un momento emocionante y poético, en el que los versos adquieren un sentido que va más allá de la retórica, porque se funde con las ansias de liberación de la pequeña, que ya ha dejado sus estudios pero sueña con volver a retomarlos. No se le pida a la historia momentos trascendentes ni un desarrollo narrativo que pase por las tres fases propias de la narración. La película, próxima al afán documental, aúna belleza y respeto hacia unas formas de vida muy alejadas de los estándares modernos urbanos. 

 

Título original: Ten (Dah) [Diez]

Año: 2002

Duración: 91 min.

País: Irán

Dirección: Abbas Kiarostami

Guion: Abbas Kiarostami

Fotografía:Abbas Kiarostami

Reparto: Mania Akbari; Amin Maher; Kamran Adl; Roya Arabshahi; Amene Moradi; Mandana Sharbaf; Katayoun Taleizadeh.

 

         Diez viene a ser la antítesis de la anterior y de la trilogía de Koker, porque toda la película transcurre en el interior de un coche en el que microcámaras enfocan bien al acompañante bien a la conductora, quien lleva en su coche a diferentes personajes, lo que le permite al autor trazar un retrato vigoroso y espléndidamente interpretado de la vida urbana moderna en el Teherán de nuestros días, aunque la película tiene, ya, mas de veinte años, pero la viveza de las con versaciones, las interpretaciones fuera de serie, especialmente la del hijo de la protagonista, que ha sufrido el divorcio de los padres y vive el natural desgarro de tener que ir pasando de uno a otro. Y aunque la madre se queja de que el padre lo predisponga contra ella, el hijo tiene claro que toma partido por el padre y le reprocha a su madre haberlo abandonado para casarse con otro. Hacía tiempo que no veía una interpretación  infantil de la categoría de la de Amin Maher, quien alcanza tal grado de perfección que logra incluso hacer odioso su rechazo maternal, tan injustificado como comprensible. Lo cierto es que la protagonista absoluta de la cinta, Mania Akbari, también cineasta, da réplica a todos los personajes que acaban subiendo a su coche, sea su hermana, que vive la tragedia amorosa del abandono, una historia de amor romántico que acaba convirtiéndose en un drama personal que alcanza cotas existenciales sorprendentes, sobre todo para una persona como su hermana que representa la modernidad y no comulga con la visión anticuada de su hermana y mucho menos con la de su hijo, por supuesto. A ese respeto, cabe señalar, por el valor sociológico de su aparición en la pantalla, el diálogo con la prostituta que recoge, a quien los espectadores no vemos nunca la cara y sí solo de espaldas cuando se baja del vehículo y se acerca a una calle donde paran dos coches para solicitarla, yéndose ella con el segundo de ellos. El coche, con el que hemos viajado hacia el Irán desconocido y hemos buscado un cómplice para el suicidio, se convierte en algo así como un confesonario en el que los distintos personajes que ocupan el asiento del acompañante revelan su intimidad con una facilidad tan asombrosa como desconcertante, imagino, para la propia sociedad iraní. La mujer al volante es, en sí, casi un desafío a la represiva teocracia reinante y la conductora lleva el velo de un modo que ahora mismo podría ser detenida por ello. Hay un componente tan oportuno de costumbrismo en las interpelaciones que dirige a otros conductores que nos hace la película muy cercana, porque los problemas del tránsito son universales. La película se llama Diez porque diez son los viajes que se filman, y en ellos se repiten los personajes del hijo y de la hermana, lo cual nos permite conocer mejor una historia que, en puridad, no avanza hacia ningún lado, a pesar de estar continuamente en movimiento. Hay sí, algún momento especialmente intenso, como la decisión que toma la hermana de raparse al cero, lo que da pie a un hermoso diálogo de comprensión y afecto fraternal.

         A pesar de que el interior del coche sea el espacio básico de la historia, en ningún momento, teniendo en cuenta las extraordinarias interpretaciones que ha conseguido el director, sentimos opresión alguna; antes bien al contrario, queremos que suban más personajes que nos peritan seguir conociendo los entresijos de la vida iraní, esa que tanto nos interesó en películas como Nader y Simin, una separación, de Asghar Farhadi, otro gran director de un cine como el iraní, tan desconocido, sin embargo, para el gran público, o como la angustiosa El círculo, de Jafar Panahi, actualmente en prisión, después del frecuente acoso que ha sufrido por el poder autocrático, una película militante contra la opresión de la mujer y la ausencia de derechos en la sociedad iraní, y de la que Diez es una visión menos hiriente. Panahi, por cierto, asistió a Kiarostamí como ayudante de dirección en A través de los olivos 


Título original: Copie conforme (Roonevesht barabar asl ast) [Copia certificada]

Año: 2010

Duración: 106 min.

País:Francia

Dirección: Abbas Kiarostami

Guion: Abbas Kiarostami

Música: Varios

Fotografía: Luca Bigazzi

Reparto: Juliette Binoche; William Shimell; Jean-Claude Carrière; Agathe Natanson; Gianna Giachetti; Adrian Moore; Angelo Barbagallo; Andrea Laurenzi; Filippo Trojano.

 

         Copia certificada es una incursión en el cine «occidental» por parte de un autor que parece sentirse perdido lejos de sus espacios y sus gentes. La película, formalmente, está muy bien realizada, una larga conversación en el coche incluida, y desarrolla una historia con la que el título guarda estrecha relación. Un no especiaista en arte, pero que ha estudiado el mundo de las copias certificadas para comprobar hasta qué punto los simulacros, las copias, pueden tener tanto o más valor que los originales, llega a una ciudad italiana a dar una conferencia sobre el libro que ha escrito. La propietaria de una tienda de antigüedades lo invita a comer con ella y decide llevarlo a un bello pueblo próximo, en la Toscana italiana. A lo largo de la relación de ambos, que parecen no conocerse pero compartir algo que se intuye, el espectador va dándose cuenta de —y espero con esto no arruinarle al tal uno de los giros de guion que dotan a la trama de notable interés— que ambos han sido pareja y padres de un niño que, curiosamente, ni se inmuta ante la presencia de su propio padre, excepto que pincha a su madre con la insinuación de que ella quiera que el la corteje… Al estilo de Te querré siempre, de Rossellini, de la que casi podría decirse que es una versión, Kiarostamí explora el doloroso mundo del desamor y del desencuentro, del amor roto que no puede volver a componerse, so pena de crear una copia de lo que fue, pero sin valor alguno. Las interpretaciones de Binoche y William Shimell, barítono de profesión y protagonista de una sola película, esta, su debut en el mundo del cine, en el que, por cierto, se desenvuelve con unas maneras muy británicas y muy adecuadas para el personaje de la historia, confieren a la película una calidad lo suficientemente ata como para que se independice del modelo original y adquiera, como se discute una y otra vez en la película, valor por sí misma. Yo no creo que sea equiparable a la de Rossellini, pero reconozco que la película, por sus escenarios toscanos se ve con agrado y se sigue con congoja una historia dramática muy de nuestros tiempos, y de todos…