jueves, 30 de junio de 2016

“El cuco estéril”: la ópera prima de Alan J. Pakula.


  
Entre la neurastenia, el primer amor y el estreno sexual o una película de campus: El cuco estéril, o las excelentes maneras fílmicas de Alan J. Pakula.

Título original: The Sterile Cuckoo
Año: 1969
Duración: 107 min.
País: Estados Unidos
Director: Alan J. Pakula
Guión: Alvin Sargent (Novela: John Nichols)
Música: Fred Karlin
Fotografía: Milton R. Krasner
Reparto: Liza Minnelli, Wendell Burton, Tim McIntire, Sandy Faison, Austin Green, Elizabeth Harrower, Fred Lerner, Margaret Markov.


El cuco es ave que anuncia la primavera, como todo el mundo sabe, pero que el de esta película sea estéril es algo que tiene que ver con la historia de amor -con fingido embarazo histérico de por medio- y de inicio en la sexualidad que protagonizan una sobreactuadísima hasta el agotamiento Liza Minnelli y el apocado remedo de Dustin Hoffman de El graduado que es Wendell Burton, que cumple a la perfección su papel de seducido por la extravagante Pookie Adams, una joven insegura, algo neurótica y extravertida, que despliega un repertorio de dinamismo, jovialidad y supuesta inteligencia que acaban confundiendo a su pareja y haciéndole dudar de que, en efecto, esté enamorado de ella, más allá del placer compartido del inicio en la sexualidad, en una de las mejores escenas de la película. La ópera prima de Pakula, una película de “campus” y de adolescentes que salen por vez primera de casa de los padres y se enfrentan a las relaciones sociales y sentimentales sin otro apoyo que el de sus personalidades aún en periodo de formación tiene notabilísimos aciertos y serias debilidades. Las debilidades tienen que ver, básicamente, con la concepción de los personajes y la historia amorosa que se gesta entre ellos; los aciertos caen casi todos ellos del lado del gusto por la composición del plano, por la iluminación y por la habilidad de algunas secuencias como la de la borrachera multitudinaria en una fraternidad, en la que la protagonista, seriamente acomplejada, baja a lomos del compañero de habitación de su pareja lanzando por el hueco de la escalera el relleno de una almohada sobre los estudiantes que duermen la mona espatarrados por todo el edificio. La presencia del protagonista, en una playa, frente a una hilera de puertas viejas que no llevan a ninguna parte, apoyadas contra una pared, es otro de esos momentos mágicos de la película, de esos que revelan que hay un verdadero cineasta detrás de la cámara. Que haga ademán de ir a abrir una de ellas redondea la secuencia. La película tiene una canción empalagosa, cantada por los Sandpipers,  cuyo gran éxito fue una versión, en castellano, de Guantanamera; una canción, Come saturday morning,  nominada al Oscar a la mejor canción aquel año, que imita el estilo de las primeras de Simon y Garfunkel, y que se repite en exceso, acaso porque Pakula parece sentirse obligado a seguir el patrón de las películas románticas en las que han de filmarse esos paseos por la playa, esas carreras nerviosas de los enamorados que acaban en caída y en abrazo, ciertas arrobadas contemplaciones mutuas, etc. En todo caso, la película, desde la partida en el Greyhound de la protagonista y el subsecuente encuentro en el interior del autobús con el coprotagonista, tiene una factura fílmica muy superior a la media de tantas primeras películas en las que la ambición lo echa todo a perder. La contención de Pakula le permite, salvo esos momentos muertos ya indicados, una narración en la que se pone el acento en la interiorización de lo que acabará convirtiéndose en conflicto dramático, porque dos recién llegados a la Universidad no ignoran que la primera experiencia, sexual o amorosa, no puede ser la definitiva, la última, en la mayoría de las ocasiones. Si a eso añadimos la necesidad vital de la protagonista por ser reconocida, amada y valorada, una auténtica compulsión que la sitúa al mismo tiempo en la fragilidad permanente y en la más profunda de las desconfianzas, a causa de su inseguridad congénita, estamos ante un caso evidente de incompatibilidad de caracteres que impedirá que se consolide la relación entre ambos protagonistas, cuya sobreexposición no contribuye a una apreciación más positiva del caso de desencuentro que se ve venir desde el mismísimo comienzo de la película. La vida de campus es una ficción de vida independiente que tiene consecuencias serias para quienes no pueden asimilar que su capacidad de decisión tiene serios límites, de ahí que el principio de realidad se acabe entrometiendo, podríamos decir, en las idílicas relaciones de ambos jóvenes, hasta acabar convirtiéndose en una cuña que, finalmente, los separa. Se trata de una película sin final feliz, pero la opción realista se impone por sí sola.  Pakula mantiene una esforzada objetividad ante la historia y la cámara no se inclina por potenciar ninguna perspectiva concreta de la relación. No cae en el estilo documental, está claro, porque la preocupación por la puesta en escena es constante en cada secuencia, pero sí que evita tomar partido por una u otro, algo que el espectador agradece profundamente. Se trata de un cine intimista, centrado en el mundo de la pareja que se abre a la experiencia de la vida con más ideales que ideas, pero describe con total veracidad el apabullante dominio que los sentimientos pueden acabar teniendo sobre los seres humanos. Con todo, el más serio hándicap de la película es, paradójicamente, el exceso de protagonismo de la protagonista, que la vuelve poco menos que “insoportable” para el espectador. Ignoro si Pakula se planteó hacer una película sobre un “caso clínico”, pero lo cierto es que la protagonista da para ello y para más, a juzgar por la seria perturbación de su personalidad. Es admirable, en consecuencia, que Pakula haya sabido sortear ese peligro y que nos haya entregado un retrato ajustado y sincero de lo que solo por parte del protagonista puede considerarse una representación de la juventud americana de clase media de finales de los 60, pero no por parte de la protagonista, dada su marcada personalidad casi patológica. La película, en tanto que ópera prima de un director que nos daría obras como Klute o Todos los hombres del presidente se ve con agrado, y se advierte, desde los primeros planos, que se trata ya de un director maduro que ha asimilado a la perfección las hechuras del cine clásico usamericano.

domingo, 26 de junio de 2016

“Dos buenos tipos”, de Shane Black, los detectives de los 70 pasados por el humor.





El reverso de Inherent Vice de Paul Thomas Anderson: Una divertida comedia de cine negro con extraquímica autoparódica entre Gosling , Crowe y la sorprendente Angourie Rice: Dos buenos tipos, de Shane Black.


Título original: The Nice Guys
Año: 2016
Duración: 116 min.
País: Estados Unidos
Director: Shane Black
Guión: Shane Black, Anthony Bagarozzi
Música:  David Buckley, John Ottman
Fotografía: Philippe Rousselot
Reparto: Ryan Gosling, Russell Crowe, Matt Bomer, Kim Basinger, Yvonne Zima, Keith David, Margaret Qualley, Beau Knapp, Angourie Rice, Daisy Tahan, Abbie Dunn, Michael Beasley, Joanne Spracklen, Dale Ritchey, Terence Rosemore, Chace Beck, Kahallyn Summer Cain, Cayla Brady, Murielle Telio, Lexi Johnson, Gary Wolf, Maddie Compton, Michelle Rivera, Joshua Hoover, Charles Green, Scott Ledbetter, Amy Goddard, Brian Gonzalez, Ty Simpkins.

Siete años después de las andanzas del detective emporrado Doc Sportello, creado por Pynchon y adaptado al cine por Paul Thomas Anderson en Puro vicio, ya criticada en este Ojo cosmológico,  Shane Black se saca de la manga de la imaginación algo así como el reverso de aquella película, duplica los detectives, repartiendo desigualmente músculos y cabeza, y nos entrega una divertidísima comedia negra que entretiene al espectador las casi dos horas de proyección, si bien hay algunas secuencias alargadas innecesariamente y una suerte de desenlace anticlimático que, al viejo estilo de las series de detectives, como las de Dick Powell, diríase que deja sembrada la posibilidad de una continuación. El dúo protagonista, muy inspirado, no puede entenderse sin la eficacísima actuación de la hija en la ficción de Gosling, Angourie Rice, una suerte de Lolita del thriller que juega un papel trascendente en el desarrollo de la trama, con una espontaneidad y frescura que se come, en cada aparición, a sus partenaires con asombrosa facilidad. Desde la primera secuencia, con un crío que le roba al padre la revista erótica en la que aparece desnuda de cuerpo entero la nueva estrella del porno, doble página que va contemplando embelesado por el pasillo justo cuando dos metros detrás de él un coche atraviesa la casa, el pasillo y se empotra en el jardín, lanzando fuera de él el cuerpo desnudo de la actriz que el joven estaba contemplando en la revista. “¿Te gusta mi coche, campeón?”, le dice la actriz antes de palmarla. Ya sé que es una irreverencia, pero la pregunta funciona en Dos buenos tipos como el Rosebud de Ciudadano Kane. Poco a poco, pues, irán apareciendo los protagonistas y, una vez salvajemente presentados, comenzará la investigación de una trama sórdida en la que se mezclan elementos tan heterogéneos como el mundo del cine porno, de un lado, y el Departamento de Justicia, de otro, con una representante encarnada por Kim Basinger, dispuesta a violar las leyes que defiende para que su hija, candidata a actriz porno y declarada podemita al estilo de la Patricia Hearst que un año antes de los acontecimientos de la película, 1976, saltó a la fama planetaria. Ni que decir tiene que ambos investigadores son dos perdedores natos que sobreviven con chapucillas hasta que, por arte de birlibirloque, se ven envueltos en un caso de cuyo hilo van tirando para verse sucesivamente en situaciones progresivamente más amenazadoras para su integridad personal, si bien el sentido del humor que acompaña el desarrollo de esos acontecimientos consiguen que los espectadores estén deseando que esas complicaciones se sigan sucediendo al alocado ritmo de las comedias slapstick o las screwball comedies, pues la película es deudora de ambos géneros. Lo que no tienen, esos espectadores, es tregua alguna: a la que se atisba una cierta relajación en el orden de los acontecimientos, los guionistas se encargan rápidamente de que nos sorprenda o una nueva vuelta de tuerca o apariciones espectaculares como la del asesino a sueldo. Con todo, quizás las mejores escenas tienen lugar en la celebración en casa de los productores de las pelis porno, un ambiente, curiosamente, que no está muy lejos de las Boogie nights de Paul Thomas Anderson, lo que me lleva a pensar que estos Dos buenos tipos sí que son, a su manera, una réplica cinematográfica a Puro vicio, y de ahí la claridad en la trama, la nitidez del perfil de cada protagonista y el irreprochable sentido del humor que también estaba en la de Anderson, eso sí es verdad, aunque oscurecido por la incomprensibilidad de una trama abstrusa. The nice guys (el título en español es una verdadera aberración) es, así pues, una estupenda comedia llena de una acción trepidante cuyas dosis de violencia explícita quizá no la hacen apta para según qué públicos infantiles, pero idónea, al parecer, para los seguidores de Black, cuya Kiss Kiss, Bang Bang, que no he visto, presenta temática y estilísticamente no pocas similitudes con la presente, lo cual me mueve a querer vela para redondear la opinión sobre el autor. En fin, no creo que nadie que me haga caso y vaya a verla se sienta estafado por mi recomendación. Eso sí, ha de tener ciertas tragaderas para la violencia interhumana y no poco sentido del humor, pero del negro…


jueves, 23 de junio de 2016

“The Love Parade”, “Monte Carlo” y “El pecado de Cluny Brown”: Tres toques desiguales, dos de ellos musicales, de Ernst Lubitsch.


 Del inicio en el sonoro a su última película: de The Love Parade a El pecado de Cluny Brown, pasando por la excepcional Monte Carlo: la comedia amable y sentimental del genial Ernst Lubitsch.



Título original: The Love Parade
Año; 1929
Duración: 107 min.
País: Estados Unidos
Director: Ernst Lubitsch
Guión:Guy Bolton, Ernest Vajda (Obra: Jules Chancel, Leon Xanrof)
Música: W. Franke Harling, John Leipold, Oscar Potoker, Max Terr
Fotografía: Victor Milner (B&W)
Reparto: Maurice Chevalier, Jeanette MacDonald, Lupino Lane, Lillian Roth, Eugene Pallette, E.H. Calvert, Edgar Norton, Lionel Belmore

La primera película sonora de Lubitsch fue, al parecer, todo un éxito. La pareja protagonista, con la debutante Jeanette MacDonald y la ya entonces estrella Maurice Chevalier, quien hizo del canotier una sinécdoque tan popular como las gafas de Woody Allen en nuestros días, contribuyó decisivamente a ese logro. Se advierte enseguida la complicidad entre ambos y cómo Lubitsch, tampoco especialmente inspirado, en comparación con sus grandes obras, supo sacar partido de ellos y de una película bien ñoña en la que hay, con todo, excelentes momentos dignos de su célebre “toque”. La historia, propia de las operetas centroeuropeas de comienzos de siglo, no puede ser más irrisoria: el embajador en Francia de un pequeño reino es obligado a regresar a su país por la mala fama que su espíritu de galán aventurero está deparando al reino. Al presentarse ante la reina, a quien sus ministros le sugieren que ya va siendo hora de que se case, esta queda prendada de esa galantería que fue “marca de la casa” en Chevalier y que él desempeña con excelente factura y no excesivos recursos interpretativos, aunque sí con magníficas maneras “canoras”. La vida cotidiana de palacio y el amor propio del macho herido, pues no deja de ser un rey consorte decorativo, al estilo de Felipe de Edimburgo, complican la trama lo suficiente como para que la atención del espectador no se reblandezca tanto como para llegar al aburrimiento. Como contrapunto de la pareja encontramos el criado que el embajador se trae de París, tan seductor, si bien de doncellas de la reina, como su propio amo. Las escenas del criado y la doncella, con una de las mejores canciones de lo que hemos de considerar una película propia del cine musical, adquieren, a veces, más entidad que la propia de los amos, y a ellos contribuyen dos actores llenos de gracia y de buen hacer. Quizás lo mejor de la película, la parte que mejor gusto de boca deja, sea el desenlace, cuando la reina decide asistir a la inauguración de la temporada de ópera, sola, frente a unos súbditos que no se explican la ausencia del rey, quien, en escenas anteriores, ha consumado la amenaza de separarse de la reina por sentirse humillado, menospreciado. Finalmente aparece en el teatro, fingiendo unión y cordialidad, pero sobre las tablas de la ópera se está representando la historia de ambos protagonistas. Se trata de un final en el que se muestra esa fértil unión entre la ficción y la realidad que Lubitsch sabe resolver con mano maestra. La fama de la película me había llevado a una ilusión respecto a la contemplación de la misma que, sin diluirse del todo a lo largo de la representación, sí que quedó harto rebajada. Máxime si, sin atender al orden cronológico, empecé por ver la que viene a continuación, Monte Carlo, que sí es un Lubitsch hecho y derecho, con una gracia insuperable. La grata sorpresa que me lleve en Monte Carlo con la presencia física y la actuación de Jeanette MacDonald, sin embargo, sí que se confirmaron plenamente en Love Parade. Una actriz muy dotada para la canción, no en vano era soprano, y más aún para la comedia, a la que ajusta a la perfección el uso de sus generosos recursos: miradas, gestos, poses, andares, dicción… No me extraña que Lubitsch no tardara en rodar de nuevo con la pareja, pero esa es ya la que viene a continuación…


Título original: Monte Carlo
Año: 1930
Duración: 90 min.
País: Estados Unidos
Director: Ernst Lubitsch
Guión: Ernest Vajda
Música: Leo Robin, Richard Whiting, W. Franke Harling
Fotografía: Victor Milner (B&W)
Reparto: Jack Buchanan, Jeanette MacDonald, Claud Allister, Zasu Pitts, Tyler Brooke, Albert Conti, Lionel Belmore, John Roche, Helen Garden, Donald Novis, Erik Bey


Monte Carlo, frente a El desfile del amor cuenta no solo con una historia más sólida, aunque ambientada también en el mundo de la aristocracia y con unos personajes mejor definidos, dentro, también, de su superficialidad de opereta, por supuesto. El arranque de la película puede calificarse de genial: en el día de la boda del duque Otto, un graciosísimo Claud Allister en un papel que Edward Everett Horton, secundario de lujo en Una mujer para dos, una de las grandes comedias de Lubitsch , hubiera bordado; el día, pues, de la boda del duque con la condesa Mara, suena la canción en que se anuncia un día glorioso: “que brille el sol, día glorioso que hace salir el sol…” y, de repente, estalla un aguacero que obliga a que el paseo sobre la alfombra nupcial se convierta en una suerte de recorrido bajo paraguas que realiza el duque para llegar a la sala donde se celebra el matrimonio y encontrarse con que su novia lo ha dejado plantado por tercera vez, dejando el vestido de novia sobre una silla y montándose en el primer tren que sale de la estación sin siquiera saber a dónde ir. El revisor, que se queda traspuesto al verla en camisón bajo el abrigo le indica que el tren pasa por Montecarlo, y allá decide instalarse, a pesar de estar sin blanca, para, en una reedición del cuento de la lechera, jugar en el famoso casino y hacerse con una fortuna. Camino de ella caen sobre ella (la condesa) los ociosos ojos de un conde que desea conocerla a toda costa, lo que logra dándole suerte, en apariencia, al revelarle que acariciarle la cabera se la traerá, una escena que sigue a otra deliciosa en la que, antes de llegar a la puerta, la protagonista ve a un jorobado de espaldas y se acerca para pasarle por la giba los dineros que va a apostar, momento en el que el giboso se vuelve y le exige el pago de los honorarios correspondientes… Ese tipo de gags propios de Lubitsch que luego heredaría, aunque no advierto que se le señale como herencia indubitable, Jerry Lewis, genial constructor de ellos en todas sus películas, las geniales y las discretas. Suplantando la personalidad del peluquero de la condesa, el conde se introduce en las habitaciones de ella para ganarse su confianza, primero, y luego, si pudiera, su amor. Instalado en una habitación del mismo hotel que la condesa, la acción no tarda en seguir el derrotero de las dificultades económicas de la condesa, la aparición del príncipe que pretende su mano y que, aun habiendo sido plantado tres veces, insiste en casarse con ella porque es la única mujer que ha reconocido que se casaría con él por su dinero…, con esos mimbres y unas excelentes canciones, la película va progresando de gag en gag, ganándose la admiración de los espectadores, subyugados por esa precisión con que las escenas se encadenan para construir una narración cuyos efectos cómicos o románticos, y a menudo mezclados, están calculados al milímetro. Se trata de un cine, digámoslo así, de evasión, pero, a mi parecer, de una evasión inteligentísima, y llena de malicia salpicada con algunas gotas de cinismo. En definitiva, y para quien no la conozca, un toque mágico.



Título original: Cluny Brown
Año: 1946
Duración: 100 min.
País: Estados Unidos
Director: Ernst Lubitsch
Guión: Samuel Hoffenstein, Elzabeth Reinhardt, James Hilton (Novela: Margery Sharp)
Música: Cyril Mockridge, Emil Newman
Fotografía: Joseph LaShelle (B&W)
Reparto: Charles Boyer, Jennifer Jones, Peter Lawford, Helen Walker, Reginald Gardiner, C. Aubrey Smith, Reginald Owen, Sara Allgood, Ernest Cossart, Una O'Connor, Florence Bates, Richard Haydn

Para ser la última película de nuestro director -murió antes de acabar la que se considera última suya, La dama del armiño, que acabó Otto Preminger, y una de las más famosas, la verdad es que me ha decepcionado. No ya por la presencia de Charles Boyer, un actor al que soy poco aficionado, aunque reconozco su valía y algunas actuaciones memorables, como en Luz que agoniza, por ejemplo. De hecho, el exiliado húngaro que interpreta, el Belinsky que pasea su desparpajo irreverente y su coartada política por las casas y las mansiones, amparado en su condición de literato eminente, me parece muy conseguido, del mismo modo que me parece notable la interpretación de Jennifer Jones, en ese papel de fontanera pasional que se derrite ante una pila atascada tanto como le irrita convertirse en camarera de unos terratenientes, adonde su tía la emplea para escarmentarla, por haber tomado la iniciativa de usurpar su profesión para atender una urgencia. Si en el primer atasco coincide con el disparatado Belinsky en casa de un anfitrión que está a punto de recibir a sus invitados, en la segunda parte de la película coincide con ella cuando Belinsky es invitado a pasar una temporada en la casa de campo de los nobles ingleses. He de reconocer que los diálogos son ingeniosos, que las situaciones también, que la creación del farmacéutico con quien está dispuesta a casarse Cluny Brown es un retrato casi canónico de un personaje ridículo… que hace crecer mucho el interés por la película, en la misma medida en que se le echa de menos cuando desaparece de la trama…, pero, a pesar de todo, hay algo que no acaba de funcionar en la película. Ignoro si  tiene que ver con la irrupción desrealizadora que aporta el húngaro a sus apariciones en la trama, si con la resignación absurda de Cluny Brown ante la instancia familiar y la de sus empleadores, o con qué, más lo cierto es que he echado de menos ese ritmo medido de otras películas suyas, como si no hubiera sabido dosificar la importancia de cada escena y hubiera pecado por defecto en algunas secuencias y por exceso en otras. En cualquier caso, el amor imposible que parece darse entre los protagonistas sigue obrando, de forma sutil, como una suerte de subtrama de cuyos progresos a duras penas va enterándose el espectador. Ya digo que probablemente mi decepción sea producto de una errónea visión de la película, pero las abundantes críticas de carácter social y político que se deslizan en la obra, sobre todo a los burgueses y aristócratas ingleses con el marco del nazismo como drama de fondo no pasan, a mi juicio, de críticas superficiales que desdeñan la causticidad del vitriolo para quedarse en la molestia de la lejía. En cualquier caso, tampoco es una película que no se pueda ver, sobre todo en comparación con los bodrios que aparecen cada semana en las pantallas de nuestros cines…



lunes, 20 de junio de 2016

El propio autor, la mejor novela: “El almuerzo desnudo”, de David Cronenberg.


Rareza, rareza: El almuerzo desnudo, de David Cronenberg, o una singular inmersión en el universo delirante, literario y existencial, de William Burroughs.

Título original: Naked Lunch
Año: 1991
Duración: 115 min.
País: Canadá
Director: David Cronenberg
Guión: David Cronenberg (Novela: William Burroughs)
Música: Howard Shore
Fotografía: Peter Suschitzky
Reparto: Peter Weller, Judy Davis, Ian Holm, Julian Sands, Roy Scheider, Nicholas Campbell, Monique Mercure, Michael Zelniker, Joseph Scorsiani, Robert A. Silverman, Mathilda May.


Leo que la película se estrenó en 2007, pero ignoro si llegó a más de diez salas en todo el país… Si otros dicen que aún no se ha estrenado y que solo es accesible en vídeo, parece que la palabra “estreno” debería precisarse con, al menos, un número de copias que permita sugerir que alguien en algún sitio en alguna sesión ha visto la película. Cuando la escogí en mi videoteca no primó la referencia literaria del extraño y sombrío libro de Burroughs, que leí pronto hará de ello cuarenta años, sino la adaptación de un director, David Cronenberg, que forma parte de mi cuadro de honor de directores actuales, y aun de siempre, porque Cronenberg creo que ha ganado con creces ese lugar de privilegio en la Historia del Cine, por más que, en una obra tan extensa, haya sus más y sus menos. El almuerzo desnudo no es una mera transcripción en imágenes del “artefacto” literario de Burroughs, porque ello mismo no solo exigiría un guion tan caótico como el propio libro sino, sobre todo, prescindir de ese anclaje imprescindible para una película que se estrene comercialmente: un hilo narrativo reconocible. Cronenberg ha optado por escoger a Burroughs como protagonista y nos lo presenta en el momento vital en que está escribiendo Naked Lunch y, como fue costumbre a lo largo de su vida, consumía habitualmente drogas y cultivaba su afición a las armas de fuego, un pasatiempo del que se derivó la muerte, supuestamente accidental, de su esposa, Joan Vollmer, con quien tuvo un hijo, aun reconociéndose plenamente homosexual, en el transcurso de una recreación del famoso episodio del legendario  Guillermo Tell y la manzana sobre la cabeza de su hijo. La esposa acabó con un tiro en la frente y él huyendo de la justicia, aunque fue condenado en ausencia, si bien luego se le retiró la pena. Así pues, acaso un título más apropiado hubiera sido algo así como Génesis de El almuerzo desnudo, o por ahí, porque le permitiría al espectador no desengañarse respecto de lo que se le promete, aunque mucho me temo que los productores confiaban en que la figura de Burroughs fuera tan exótica que daba igual que el título no respondiese a lo que usualmente entendemos por una adaptación literaria. En cualquier caso, el camino escogido por Cronenberg me parece estupendo, porque permite “revisar” una época del autor y entender las claves no solo de Naked Lunch, sino prácticamente de toda su obra, dominada por el afán de escapar de la alienación que supone el lenguaje socialmente establecido. Teniendo en cuenta que el autor alucina durante buena parte del metraje, a nadie le puede extrañar que Cronenberg se haya recreado en la transcripción fílmica de esas alucinaciones que adquieren, en el guion, la personificación de insectos monstruosos que establecen una complicidad con el autor, en tanto que habitantes de un espacio irreal, Interzone,  en el que se le exige al autor que elabore unos informes que acabarán convirtiéndose en el original de Naked Lunch. La película es puro Cronenberg de su lado más oscuro. Y aunque pudiera pensarse que esa mezcla de irrealidad y vida cotidiana podría dar pie a una historia lastrada fatalmente por la inverosimilitud, lo cierto es que la puesta en escena y las interpretaciones nos permiten una inmersión en la mente desequilibrada del protagonista que tiene su recompensa. La acción, entre Nueva York y Tánger, está llena de interiores degradados e iluminados con una suerte de claroscuro en el que los personajes parecen tan desvencijados como los enseres del decorado. La profesión del autor, desinsectador, favorece esas alucinaciones zoológicas, y tiene escenas “laborales” con una potencia visual extraordinaria. La aparición de la mujer del protagonista inyectándose en el pecho el polvo matacucarachas que usa el marido en su trabajo, para poder tener un viaje singular nos indica desde el inicio de la película que no van a faltar, ciertamente, emociones visuales que llevarnos a los ojos… El círculo literario que frecuenta el protagonista nos permite adentrarnos en el retrato de una generación de escritores, la beat, de la década de los 50, a la que un periodista etiquetó como beatnik en 1958, con cuyos miembros tuvo Burroughs estrecha amistad, especialmente con Kerouac y Ginsberg.  Burroughs, para quienes ignoren su existencia, es ese señor de aspecto ultraconservador, delgado, perfectamente trajeado, con corbata y sombrero, apasionado de las drogas y las armas, cuya obra es un vómito consciente sobre buena parte de los valores conservadores de la sociedad usamericana. Como fue hijo de familia rica se entiende que supiera de lo que hablaba. Y lo hizo desde una marginalidad vital y artística a la que fue fiel toda su vida, una vida en la que, como él mismo reconoció, el “accidente” de su esposa, marcó un antes y un después. La película, a veces indirectamente, nos permite entender el retrato del autor y esa suerte de ceremonia del silencio en que se gestan sus obras. Hermético no siempre significa oscuro, y en el caso de Burroughs ha de asociarse a lucidez, natural y, sobre todo, inducida, pero lucidez crítica al fin y al cabo. Esa actitud insobornable fue la que lo llevó a darse de baja de la Cienciología, donde Tom Cruise, por cierto, sigue militando con entusiasmo… He de avisar, sería deshonesto no hacerlo, que sin cierto “contexto” puede resultar algo durillo adentrarse en la contemplación de esta película, porque a pesar del esfuerzo archiimaginativo de Cronenberg, de los espacios sugerentes que crea y de las magníficas interpretaciones de cuantos aparecen, es probable que espectadores poco motivados se desentiendan de una trama a medio camino entre la realidad, la ficción y el delirio y opten por no llegar ni siquiera al final de un metraje acaso un poco excesivo para un desarrollo tan moroso, por espectaculares que sean la mayoría de las imágenes.

sábado, 18 de junio de 2016

“Un doctor en la campiña”, de Thomas Lilti: el médico como paciente, la guerra de sexos y la medicina rural.


El médico rural o el chamán de la tribu: una institución milenaria: un emotivo homenaje del autor de Hipócrates, Thomas Lilti


Título original: Médecin de champagne  
Año: 2016
Duración: 102 min.
País: Francia
Director: Thomas Lilti
Guión: Thomas Lilti, Baya Kasmi
Fotografía: Nicolas Gaurin
Reparto: François Cluzet, Marianne Denicourt, Patrick Descamps, Christophe Odent, Isabelle Sadoyan, Félix Moati.


Es frecuente que los críticos utilicen un concepto “alargada”, con el que afearle a los directores la desmesura con que se enfrentan, a menudo, a ciertas historias que en modo alguno requieren de añadidos “coloristas” o “desviaciones folclóricas” o reiteraciones de o ya expuesto, y ese es el gran pero que se le puede poner a esta apología del ejercicio de la medicina en el medio rural. Mi hermano fue médico rural durante muchos años y conocí de primera mano, a través de su aventura profesional y vital, lo que esta película nos retrata con una efectividad casi documental, a juzgar por la minuciosidad en el retrato del día a día de quien realmente atiende un servicio de urgencia las 2 horas del día, sin posibilidad de sustitución y siendo consciente de que hay vidas humanas cuya supervivencia dependen de su actuación. Que a esa especie de chamán antiguo que es el médico rural se le declare un tumor cerebral y haya de someterse a tratamiento de quimio y de radio complica no poco la situación, y ahí es donde entra la “colaboradora” que ha de admitir para poder “llegar a todo”, a las visitas y a la consulta, y a las urgencias intempestivas. Que se vea obligado a reconocer su enfermedad y que su colega sea una mujer, que ha sido antes enfermera, nos permite asistir a una lucha profesional y humana en que ambas personalidades se describen a la perfección y entre las que se genera un proceso de conocimiento y aceptación mutuos que sabe captar y mantener la atención de los espectadores, sobre todo porque no escasean las situaciones humorísticas que atenúan tanto la dureza del ejercicio profesional como el drama del propio médico enfermo. Hipócrates era la película de los MIR, del mismo modo que Un doctor en la campiña es el retrato de un profesional, el médico rural, a quien, como dice el hijo, cuando regresa al pueblo para ver a su padre, los vecinos consideran como un Dios. Hay en la película, como no podía ser de otra manera, un retrato de la Francia rural que ha sido aplaudido por los espectadores galos y recompensado generosamente con la asistencia masiva a los cines para ver la película. Es curioso, por otro lado, la devoción usamericana que se plasma en esa reunión de amantes del country auspiciada por el ayuntamiento, paralela al retrato de ciertos “tipos” singulares de cualquier comunidad pequeña, y en eso la película actúa como una radiografía social que permite conocer, de forma veraz y casi documental, sin idealización alguna, una realidad alejada de la atención mediática, salvo para las tragedias naturales, los conflictos o la promoción turística. El director es médico en ejercicio y, por lo tanto, no solo sabe de qué está hablando, sino que, además, lo hace de forma harto convincente, porque las escenas propiamente médicas respiran un aire de veracidad como pocas veces advertimos en la pantalla. François Cluzet, cuyo parecido innegable con Dustin Hoffman no se le despinta al espectador a lo largo del film, actúa con sobriedad y sin patetismo, pero acaso con un exceso de envaramiento y secretismo que no se compadece con la relación franca y cordial que mantiene con sus pacientes. Es evidente que un tumor cerebral descoloca a cualquiera, pero choca el secretismo para con la colega que lo auxilia, porque no da abasto, independientemente de su dolencia, para atender a tantos pacientes. Forma parte de la trama, está claro y así se construye la película: una progresiva aceptación del otro, la otra en este caso, se convierte en la aceptación de sí mismo y de su mal. Por otro lado, el hecho de que sea un divorciado da a entender que algún problema de relación tiene con las mujeres, y, de hecho, hay una soterrada y casi imperceptible tensión sexual en la historia que solo se manifiesta, muy tímidamente, cuando ella descubre las manchas en el pulmón al hacerle una radiografía. A nivel anecdótico, me ha llamado la atención que del hijo, arquitecto, nos diga el protagonista que está trabajando con un estudio encargado del proyecto del Teatro de la Ópera de Madrid… Como no hubiera querido decir el de Valencia, de Calatrava. La película, muy francesa, y, al tiempo, en la onda universal del tradicional “menosprecio de corte y alabanza de aldea”, mezcla en su trama algunos elementos de política municipal, un poco al estilo del Rohmer de El árbol, el alcalde y la mediateca (¡Una auténtica joya del sonoro… en la que no hay ni un solo segundo de la película en la que no se hable…!), pero sin la mala uva y la lucidez política de don Eric. Es un desvío totalmente prescindible, como, acaso, el alargamiento de la historia del autista fanático de la Primera Guerra Mundial, pero tampoco puede decirse que estropeen la película, aunque le roben intensidad. En conjunto se trata de una película muy entretenida y muy bien interpretada, con ese grado de verismo que permite al espectador olvidarse de los actores y seguir con interés a los personajes. Hay algún desliz sentimental, pero tampoco llega al borrón.

   

domingo, 12 de junio de 2016

Inaudito ejercicio de puro cine negro: "El espía", de Russell Rouse.



Un autor casi desconocido, un cine conciso y prodigioso: Rusell Rouse, guionista de D.O.A. (Con las horas contadas) y director de El Espía: cine sin diálogos para una medida narración elocuente y apasionante.

Título original: The Thief
Año: 1952
Duración: 85 min.
País: Estados Unidos
Director: Russell Rouse
Guión: Russell Rouse, Clarence Greene
Música: Herschel Burke Gilbert
Fotografía: Sam Leavitt (B&W)
Reparto: Ray Milland, Martin Gabel, Harry Bronson, Rita Vale, Rex O'Malley, Rita Gam, John McKutcheon, Joe Conlin.


¡Ah, Azar e Intuición, cuánto os debo! Comencé a ver El espía gracias a ambos y también porque a Ray Milland se le debe un respeto, y su sola presencia en el reparto, y más como único nombre reconocible en el cuadro de personajes, sugiere la posibilidad de algo grande. Y así ha sido. No me equivocaron. El Espía, The Thief, ‘El ladrón’ en el original, curiosamente, acaso para desprejuiciar la película, para no encasillarla en un género y perder posibles espectadores de esos que, al margen de la posible calidad de la película, su pertenencia a uno u otro género es ya un dato determinante para ir o no ir a verla, es una película poderosa y atractiva, a fuera de singular, porque el ejercicio de tensión dramática conseguida a través del silencio en pocas ocasiones lo he visto como en esta rareza de Rusell Rouse, un autor desconocido, y no creo que solo para mi, pero de quien había visto un guión casi perfecto: Con las horas contadas, ya comentada en este Ojo Cosmológico. Rouse es, así mismo, Oscar al mejor guión por  la excelente comedia Confidencias de medianoche, de Michael Gordon. Es decir, que no se trata de un don nadie en el mundo del cine, pero tengo para mí que esta película -y que no la conozca el cinéfilo novelista F.M.Marín es buena prueba de ello...- sufre algo así como una "descatalogación" histórica en el género. Me alegra, por tanto, contribuir a rescatarla para que sea apreciada como merece, y lo merece mucho, en efecto. Lo ignoraba todo de la película, de ahí que, pasados 15 minutos sin haber oído una sola palabra -¡y menudo fue mi cabreo inicial por tratarse de un vídeo que no admitía la versión original, solo el doblaje y los subtítulos en castellano!- sospeché que estaba, como así ocurrió, ante un tour de force tan curioso como el de hacer una película no muda, pero sin diálogos. Sí pueden leerse algunos textos escritos, pero a eso se reduce la información que recibe el espectador, el resto de ella se deriva de las inequívocas acciones de los personajes, sobre todo del principal, un físico que, aprovechando su posición privilegiada, roba información secreta para pasársela a los rusos, lo cual hace a través de una red de espías cuyos métodos de funcionamiento ocupan buena parte del metraje de la película. La parte del león se la lleva la angustiosa interpretación de Ray Milland, un científico solitario que vende esos secretos a los rusos pero que vive con cuanta discreción exige un trabajo de esa naturaleza. Cuando advierte que ha sido descubierto y que lo siguen día y noche, a la espera del momento idóneo para atraparlo, comienza entonces la gran persecución, el cambio de domicilio, de personalidad y la espera angustiosa para salir clandestinamente del país, gracias a la sigilosa red de apoyo milimétricamente concertada para evitar que tan valioso colaborador sea atrapado. El hecho de ser una película sin diálogos hace recaer sobre la interpretación de Milland, la música y la puesta en escena, con un blanco y negro abundante en claroscuros y escenas nocturnas, toda la responsabilidad de mantener imantado el espectador a cuanto ocurre en pantalla, ¡y vaya si lo logra! Que el desenlace, además, haya escogido el Empire State Building como escenario de unas escenas llenas de tensión, contribuye al interés de la trama para todos aquellos que desde los años escolares (“La capital es Washington, pero la ciudad más grande es Nueva York, que tiene el edificio más alto del mundo, el Empire…”,  recitábamos de corrido…) y la contemplación de King Kong tenemos mitificado ese emblemático edificio neoyorquino que, al menos en aquellos años de la película, por lo que en ella se ve, aún no se había masificado turísticamente. Las escenas de la persecución dentro del edificio están muy logradas, pero no constituyen el final de la película, sino que se necesita un trávelin increíble por las arterias principales de la ciudad más importante del estado de Nueva York, pero no su capital, que es Albany, curiosamente, para acercarnos al final de la película, que no es el mejor de los posibles, pero tampoco puede reprochársele nada a quienes han sabido mantenernos como moscas sobre la pantalla a lo largo de hora y media sin que ningún diálogo entorpezca una trama trazada con tiralíneas y ejecutada con un timing perfecto, casi como el que exigen los gags definitivos en el género de la comedia. La presencia del protagonista en las silenciosas secuencias de la ciudad, con pocos transeúntes y ningún sonido de conversación inteligible crea una atmósfera que asemeja Nueva York a los cuadros de Magritte, y que a mí, personalmente, me recuerda mucho la atmósfera de la tan excelente como poco vista película argentina, Invasion, con guión de Borges y Bioy Casares. ¡Qué presencia la de Ray Milland, y qué casting el de la red de espías para la que trabaja! Incluso en su breve papel, la debutante Rita Gam, que luego fue Herodías en Rey de Reyes, y que posteriormente lograría el Oso de plata a la mejor actriz en el Festival de Berlín por su interpretación en A puerta cerrada, de Tad Danielewski y Orson Welles, sobre una obra de Jean Paul Sartre,   proporciona una carga erótica a sus secuencias que, a pesar de su poder, no logra seducir al acorralado espía, imposibilitado de cualquier contacto que pueda acarrearla mayor perdición de la que le espera, caso de ser atrapado. Estamos ante un trabajo de actor que no incurre, en ningún momento, en la sobreactuación típica del cine mudo, porque el silencio total de la película es el precio de la aventura de la traición en los años de la Guerra Fría en que se ambienta la historia. No estamos lejos del traidor tranquilo de la última película de Spielberg, y “la parte neoyorquina” de ambas comparten un mismo código fílmico de cine negro en el que el director de El espía era un consumado maestro. Se le puede reprochar a la narración cierta morosidad y repetición en las entregas del material secreto, pero se trata de una aproximación realista a una estructura que hace de lo ordinario, de lo que no llama la atención, la fuente de su seguridad operativa, aun a pesar del “desasosiego” en que parece vivir el protagonista desde que se inicia la película, un estado de ansiedad contenida que tendrá mucho que ver con el desenlace, del que no diré nada, por respeto y porque se trata de una película, me imagino, difícil de conseguir, salvo por ese Azar que tan generoso ha sido para conmigo. La pongo a disposición de amigos y familiares…

viernes, 10 de junio de 2016

Una cumbre del cine negro: “Apuestas contra el mañana”, de Robert Wise


Entre el thriller clásico y el cine social antirracista: Apuestas contra el mañana, una crónica estilizada de la perdición filmada por Robert Wise.


Título original: Odds Against Tomorrow
Año: 1959
Duración: 96 min.
País: Estados Unidos
Director: Robert Wise
Guión: Abraham Polonsky, Nelson Gidding, John O. Killens (Novela: William P. McGivern)
Música: John Lewis
Fotografía: Joseph C. Brun (B&W)
Reparto: Harry Belafonte, Robert Ryan, Shelley Winters, Ed Begley, Gloria Grahame, Will Kuluva, Kim Hamilton, Mae Barnes, Richard Bright, Carmen De Lavallade, Lew Gallo, Lois Thorne


Quien habría de dirigir dos años después de esta película West Side Story, consagrándose como reputado director, dirigió Apuestas contra el mañana casi como si de una película de bajo presupuesto se tratase, para una historia de cine-negro, modalidad de atraco a un banco, que acaba yendo más allá de la simplicidad original del proyecto, diseñado ad maiorem gloriam de Harry Belafonte, productor y principal impulsor del mismo, así como magnifico intérprete, junto con Robert Ryan, de una película tensa, medida, excelentemente fotografiada y con unos exteriores neoyorquinos dignos de mérito, tanto en la metrópolis como en los alrededores, donde tendrá lugar el atraco, en una pequeña ciudad industrial río Hudson arriba. Sí, una película que gira en torno a un atraco que, sin embargo, apenas consume sino el cuarto de hora final de la película. Ello significa que el detallado retrato de los personajes, tres perdedores natos, se lleva la parte del león, con lo que el espectador sale ganando, porque en cuanto oye decir la manida frase: “solo hay que entrar y coger el dinero, está allí esperándonos” sabe que la cosa acabará como el rosario de la aurora. A nadie puede sorprenderle, pues, que el fracaso en el golpe sea un desvelamiento de la trama que pueda influir en el visionado de la película, porque, por suerte para el espectador, lo esencial de la película no se dilucida en esos breves momentos en que tres auténticos aficionados, a pesar de los aires profesionales que se gastan, acaban fracasando, sino en el retrato crudo y objetivo de tres vidas arruinadas que simplemente precipitan un sórdido final que, tarde o temprano, habría de producirse. Un expolicía expulsado del cuerpo, un delincuente de poca monta, racista, y un cantante negro aficionado a las apuestas de caballos y con una abultada deuda con un mafioso que se la reclama, se unen para conseguir un botín que les “enderece” sus vidas: uno, para retirarse definitivamente y salir del cuchitril donde vive; el otro para demostrar a la mujer que lo mantiene -magnífica Shelley Winters- que es capaz de ganarse la vida, y el cantante para salir del aprieto y poder seguir contribuyendo al mantenimiento de su mujer y su hija con quienes tiene algunas escenas muy relevantes en las que se muestra, curiosamente, la impronta racista del cantante, paralela a la de su compinche en el atraco, una tensión que estalla, literalmente, en el desenlace de la película, una persecución llena de tensión en unas instalaciones industriales que acaban saltando por los aires gracias al cruce de disparos entre los miembros enfrentados de la banda. Me ha resultado curioso ver, con pocos meses de diferencia, una película como La casa de Bambú, de Fuller, un thriller en increíble color con un Ryan relativamente joven y lleno de glamour, con una presencia “negra” impresionante, y esta Apuestas contra el mañana, en que aparece como un ser derrotado, envejecido, decadente, pero con idéntica presencia imantadora para la cámara, que se recrea en él, con todos los planos imaginables, para disfrute del espectador, como en la electrizante secuencia erótica que comparte con una Gloria Grahame no menos crepuscular que él. La puesta en escena, calles, coches, hoteles, apartamentos y, sobre todo, el club de jazz donde canta Belafonte una pieza extraordinaria nos habla de la mejor tradición del cine negro, desde Atraco Perfecto de Kubrick hasta La jungla de asfalto de Huston. Recordemos, por si fuera necesario, que Robert Wise fue el montador -y a nadie se le oculta la importancia del montaje en la versión definitiva de la película- de lo que se considera la mejor película de la Historia del Cine: Ciudadano Kane. No hace mucho, en enero de este año, hacía la crítica de El cuarto hombre, de Phil Karlson, una película también de atraco a un banco de excepcional factura. Pues bien, la presente y aquella guardan una similitud de calidad que las hace acreedoras, a ambas, a formar parte de esa selección de las mejores películas del género que todos los buenos aficionados suelen tener. Una de las señales distintivas de la calidad de una película es cómo suelen aprovecharse escenas aparentemente intrascendentes o “de transición” para redondear bien el retrato de los personajes, bien el sentido de la trama. A ese registro pertenecen las diferentes reacciones de los dos miembros de la banda frente al ascensorista que los lleva a la reunión con el jefe del golpe, el expolicía, y al de la coherencia del guion la escena en que el personaje, arruinado por su afición a apostar en las carreras de caballos lleva a su hija al tiovivo y se presentan dos matones de a quien adeuda los 7500 dólares que pueden significar su ruina y la de los suyos, pues su mujer y su hija también han sido amenazadas. Los planos de las sombras de los caballos del tiovivo “compitiendo” como un recordatorio del origen de su nefasto destino caen del lado de la imaginación fílmica sobresaliente de Wise. Finalmente, la obra se abre y se cierra con el primer plano de un sucio charco callejero, charco en el que han desembocado unos títulos de crédito distorsionados cuyo referente no se intuye hasta que emerge con nitidez ese charco-resumen de las arruinadas vidas de los protagonistas. Estamos, pues, no ante una obra menor, sino ante una gran película del género, cuyo desconocimiento, por mi parte, me parece, a toro pasado, imperdonable. Ahora lo reparo.

jueves, 9 de junio de 2016

El genio del melodrama: “Su gran deseo”, de Douglas Sirk.


Un presupuesto B para una película A+: Su gran deseo o el poder de la familia, del inimitable  Douglas Sirk. 

Título original: All I Desire
Año: 1953
Duración: 79 min.
País: Estados Unidos
Director: Douglas Sirk
Guión: Robert Blees, James Gunn, Gina Kaus (Novela: Carol Brink)
Música: Miklós Rózsa
Fotografía: Carl E. Guthrie (B&W)
Reparto: Barbara Stanwyck, Richard Carlson, Lyle Bettger, Marcia Henderson, Lori Nelson, Maureen O'Sullivan, Richard Long, Billy Gray, Lotte Stein, Dayton Lummis, Fred Nurney

Choca que esta película de Sirk tuviera un presupuesto tan bajo, teniendo en cuenta la presencia de Stanwyck, de Rózsa y otras cuya presencia acaso esté bajo caché oficial por el solo hecho de poder trabajar con un genio del melodrama como Sirk, a quien aprendí a amarlo en aquel ciclo imprescindible que nos ofreció La 2 cuando aún era “la” cadena cultural por excelencia en este país. No es el melodrama más conocido, pero responde fielmente a lo mejor de su obra, y muy destacadamente a esa elegancia en la composición del plano que tanto marca su filmografía, algo que se aprecia desde el inicio de la película, cuando la madre que abandonó el hogar en un pequeño pueblo por seguir carrera de artista de teatro en el “gran mundo” regresa a casa, convidada por su hija, quien quiere que asista a su debut como actriz en la representación escolar con que se celebra su graduación, y, antes de entrar, va recorriendo los ventanales de la fachada desde donde ve, como una intrusa, la vida cotidiana del marido, los tres hijos y la criada, hasta que decide “hacerse presente”, para sorpresa del marido, entusiasmo de la hija que la convida, desconcierto del pequeño que apenas ha tenido trato con ella e indignación de la primogénita que ha “ocupado su lugar”, haciéndose responsable de la educación y crianza de sus dos hermanos pequeños, convirtiéndose en algo así como en el apoyo fundamental del padre, a quien ha salido en el carácter, del mismo modo que la hermana segundogénita ha salido a la madre. A partir de esa irrupción se va desgranando la pequeña historia de esa mujer, las causas del abandono, por el asedio amoroso, desliz incluido, de un rival del marido, con quien congenia a la perfección el hijo pequeño, amante de las armas y ayudante del rival, que las vende. Un guion perfectamente estructurado va a permitir, en un prodigio de concisión que no escatima la información necesaria, desarrollar todas las relaciones “bilaterales”, digámoslo así, que necesitan una aclaración: la madre con cada uno de los hijos, con el marido y con el antiguo amante que aún cree que puede imponer su voluntad sobre la recién llegada. A través de situaciones perfectamente planificadas, escenas como la de la representación teatral en la escuela -donde el marido trabaja como Director-, la salida en carreta al río, adonde la actriz acude para poner punto y final a las pretensiones del antiguo amante y es sorprendida por su hijo, o la malicia popular de los pueblos pequeños en que las habladurías sustituyen a las conversaciones sinceras y honestas, o la intensa y esclarecedora entrevista entre la profesora de arte dramático enamorada del marido y la actriz que está dispuesta a renunciar a él para que sea feliz con su colega; a lo largo de escenas tan bien diseñadas y perfectamente realizadas, siempre hallando para cada plano el ángulo más natural y la fluidez perfecta, Douglas Sirk construye un melodrama muy eficaz, al servicio de una historia cuyos personajes se van a desnudar ante nosotros de un modo sutil pero convincente, lo que conseguirá no solo que nos interesemos por la historia, sino que la vivamos con la intensidad que late en ella y que, salvo en momento muy puntuales, como la ira almacenada por la hija mayor, no suele explotar de forma abusiva y emocionalmente tramposa. Todo ello, está claro que tiene mucho que ver con la actuación soberbia de Barbara Stanwyck, quien, desde el inicio de la trama, bien aconsejada por una compañera de infame trabajo en un teatrucho de variedades, está dispuesta a hacerle frente al desafío del regreso. Al principio mantiene el engaño de que es “una gran actriz” que vuelve al lugarejo perdido del que salió para comerse el mundo, y como tal es celebrada por sus allegados, y especialmente por la segundogénita, que quiere que se la lleve con ella a Nueva York para “sucederla” en su carrera como artista. El proceso de desvelamiento de la impostura corre parejo al reencuentro de los esposos, a la aclaración del pasado y al inevitable perdón que consolida un final agridulce, porque la verdad raramente contribuye a un final feliz, sino a un final realista, en el mejor de los casos, sin las torpes y sucias vendas de los malentendidos o las mentiras en los ojos. Hay en Douglas Sirk una elegancia innata en la manera de ver, y eso lo capta cualquier aficionado. Los planos se suceden con un espíritu narrativo que no hace alardes retóricos, como algunos directores que buscan más impactar visualmente que contar una historia, sino que se ciñe a la situación concreta, la explora y opta por aquellos planos que mejor contribuyen a la narración. La puesta en escena, con abundantes interiores, no excluye un par de salidas, con la hija y su novio a caballo, por ejemplo, o la fatídica (y salvífica) al río, y no explico por qué, pero en ambos espacios es esa elegancia discreta la que destaca sobre todas las cosas, del mismo modo que la simpatía de la criada europea por ella y por la perspectiva de su regreso definitivo forma parte de esos hilos secretos que se mueven a lo largo de la película para que acabe teniendo el final que tiene. No estamos ante Imitación a la vida, sin duda, pero de ningún modo es una obra “menor” en una carrera, sino ante la confirmación del genio del director para un género, el melodrama, del que es el más reputado maestro.

martes, 7 de junio de 2016

Tributos reunidos Tomasz Thomson: “En tierra de nadie” o escondidos en los Cárpatos...



La tierra poco firme de los muñecos de nieve o un gozoso e inteligente divertimento en homenaje a McDonagh, Kubrick, Tarantino y los Cohen: En tierra de nadie, de Tomasz Thomson.



Título original: Snowman's Land
Año: 2010
Duración: 95 min.
País: Alemania
Director: Tomasz Thomson
Guión: Tomasz Thomson
Música: Luke Lalonde
Fotografía: Ralf M. Mendle
Reparto: Jürgen Rißmann, Thomas Wodianka, Reiner Schöne, Eva-Katrin Hermann, Waléra Kanischtscheff, Luc Feit, Detlef Bothe, Andreas Windhuis, Anton Weber


         A pesar de que las referencias a El resplandor, Reservoir dogs y Fargo son inevitables, tras ver En tierra de nadie, segunda película del polaco afincado en Colonia Tomasz Thomson, la verdad es que la referencia fundamental me parece que es Escondidos en Brujas,  la opera prima de Martin McDonagh, una película desternillante cuyo escenario cautiva al espectador desde que los mafiosillos británicos de medio pelo llegan a él y arrastran sus miserias en una trama perfectamente urdida, con dos interpretaciones, las de Colin Farrell y Brendan Gleeson, antológicas. En esta película alemana, las de los protagonistas, otros dos “profesionales” del crimen que parecen auténticos aficionados, Jürgen Riβman y Thomas Wodianka, reproducen a la perfección la maestría de aquellos y consiguen que el espectador siga con interés su enigmática peripecia en un lugar absolutamente perdido y en una época invernal que lo dificulta todo. La puesta en escena, con el hotel abandonado y la presencia sorprendente de la novia del famoso, que se entretiene vendiendo drogas que ella fabrica en laboratorio propio y participando en fiestas de mucho cuelgue, es definitiva para entrar con complicidad en una trama que va camino del todos contra todos y no se salva ni el apuntador, lo que en parte sucede. La película consigue crear una atmósfera inquietante que se llena de presagios terribles que se van cumpliendo paulatinamente, con un paulato perfectamente medido y algunos golpes de efecto verdaderamente sorprendentes, como  el suicidio accidental de la novia cuando “cabalga” al más agraciado de los matones. La irrupción en la trama del jefe que los ha contratado para guardar y proteger su guarida de los rivales que lo acechan, aunque no quede claro nunca la índole de esa amenaza, lo que convierte, no pocas veces, la trama en una fantasmagoría acaso inducida por la intensidad deslumbradora del paisaje nevado omnipotente, es un giro de interés en la película que le hace subir muchos enteros. De repente creemos encontrarnos en una trama parecida a la de la trilogía de Larsson, pero sin ultras y con un mafioso-empresario que sueña con convertir los despoblados Cárpatos donde tiene su territorio de influencia en algo así como un Spa invernal de moda para grandes fortunas. La película recurre, a menudo, a una voz en off que “rebaja” ciertos planteamientos ofrecidos por los personajes mediante una visión irónica de lo que no son sino auténticos disparates demenciales. Dicha voz e acompaña, además, de unos carteles, al modo del cine mudo, en que se sintetiza la información o se añade otra complementaria que desmonta la de lo que hemos de entender como realidad de los protagonistas. Hay muy pocos personajes y, siendo la mayoría de ellos auténticos clichés, personajes planos, es sorprendente que el director consiga que, literalmente, volquemos nuestra atención máxima y nuestra empatía con esos pobres diablos que pasarán las de Caín antes de que su odisea acabe. Se trata, pues, de una comedia negra en el mundo del hampa resuelta con ingenio y sin renunciar a los homenajes cinematográficos a los que ya hemos hecho referencia. Las diferentes secuencias están concebidas como breves capítulos que se abren y se cierran, como es el caso de la llegada de la novia del mafioso y la pequeña fiesta privada que se monta con uno de los matones junto a la piscina, ante la indiferencia, primero, y después alarmante preocupación del segundo. Las dos partes bien marcadas de la película, la convivencia con la novia y la convivencia con el jefe están perfectamente engarzadas a través de la muerte accidental de la novia y el suspense perfectamente mantenido hasta que “aparece” el cadáver de la chica, momento en el que la historia da su último y sorprendente giro que nos conducirá a un final a medio camino entre Macbeth y La patrulla, de Ford. En cualquier caso, e independientemente de los referentes cinematográficos, la película no merece ciertas críticas descalificadoras que ha recibido, a pesar de que, por problemas de presupuesto, ciertos hilos narrativos hayan tenido que quedar o abruptamente cortados o insuficientemente desarrollados, pero así como el guion exige ciertas cosas, no menos las exige el budget… Estoy convencido de que esta película volverá a tener recorrido y acabará convirtiéndose en una obra que concitará los elogios que ahora, por su invisibilidad, no cosecha, salvo este mío de ahora. Ninguna película en la que el sentido del humor, por negro que sea, está tan presente y tan bien construido puede dejar de verse. Me lo agradecerán, espero.



domingo, 5 de junio de 2016

La ciencia-ficción candorosa y apasionada: "La bestia de otro planeta", de Nathan Juran.




La ingenuidad recompensada: La bestia de otro planeta, un Saurio de Venus, con efectos especiales del gran Ray Harryhausen


Descubrir las viejas películas de ciencia-ficción, como las de Quatermass o El hombre con rayos X en los ojos, con un estupendo Ray MIlland, es siempre motivo de alegría para quien de niño y adolescente pasó tantas horas en el cine. Nadie desconoce el valor que en el mundo del cine ha tenido el trabajo de Ray Harryhausen como un mago de los efectos especiales. Y en esta película, comercializada en vídeo con el título de A 20 millones de  millas de la Tierra, pero estrenada como La bestia de otro planeta, se advierte el encanto de esos efectos con todos sus aciertos y sus defectos que no lo fueron, aunque ahora lo son, dada el espectacular avance que han experimentado dichos efectos especiales. La película, un poco al estilo de la invasión de los ultracuerpos, tiene una trama que gira en torno a la llegada de la vida extraterrestre a nuestro planeta. Ambientada en Sicilia y en Roma, la película nos narra la aventura de un ser con aspecto de reptil que crece progresivamente en contacto con nuestra atmósfera hasta adquirir dimensiones ciclópeas. La intervención del ejército usamericano es decisiva para intentar rescatar con vida esa otra forma alienígena de vida, pero el azar acaba estropeando la aventura científica para desembocar en una supuesta película de terror en la que la caza de la bestia se impone a cualquier otra consideración. Como está en Roma, el monstruo se acabará paseando por el Foro romano y por el Coliseo donde, finalmente será abatido, no sin antes haberse llevado por delante no pocas personas y monumentos. La existencia de una trama amorosa mínima y casta se superpone a la aventura científica y militar con estupenda naturalidad. Ha de reconocerse que la realización es muy decorosa y que el director consigue un ritmo narrativo excelente, en ningún momento entorpecido, por el cambio de escenarios y por la persecución de la bestia, primero por los bosques de Sicilia y luego por la ciudad de Roma. Como en otras películas similares, también en ésta se repite la lucha entre dos animales gigantes, en este caso el saurio extraterrestre y un elefante, en las calles de Roma, cerca del castillo de Sant'Angelo, cuyo puente, ene memorable escena rompe el saurio para salir del río donde se ha escondido y de donde lo obligan a salir lanzándole granadas. Es evidente que estas películas antiguas solo pueden verse con los ojos de la niñez o de la adolescencia, no con los del adulto, y que del mismo modo que uno podía estremecerse con la aventura de KIng Kong, puede hacerlo ahora con la de este saurio venusino que, a su manera, acaba recreando la aventura urbana de King Kong. En Nueva York el simio gigante se sube al Empire; en Roma, el saurio se sube al Coliseo.Me ha llamado la atención, curiosamente, y en eso sí que no se repara en la niñez, la política de transparencia informativa del ejército usamericano, dando cuenta detallada de los pormenores de una expedición nada menos que a Venus y con invitación incluida para saber in situ cómo se trabaja con la bestia y qué resultados se van obteniendo.  En tiempos de Guerra Fría esta claro que la película admite otras lecturas, como la metaforización de la amenaza comunista, pero eso es un sendero sobre el que, aún hechizado por la contemplación de una obra tan peculiar y, a fuerza de ingenua, apasionante, que prefiero quedarme con a agradable sensación de haberme dejado arrastrar por esa aventura venusina. En nuestros días, hasta podría leerse, en clave electoral, como si el saurio, ¡criatura de Venus!, fuese metáfora de Podemos y su revolución del amor y las sonrisas, pero no me lo perdonaría... Recomiendo vivamente que, quien la tenga a mano, le eche una mano y destierre los prejuicios sobre la tosquedad de ciertos efectos, porque películas como esta solo pueden verse desde el afecto al género.

sábado, 4 de junio de 2016

“A 23 pasos de Baker Street” o "el oído indiscreto”, de Henry Hathaway.



Henry Hathaway filma, “a lo Hitchcock”, una soberbia trama policial: A 23 pasos de Baker Street.

Título original: 23 Paces to Baker Street
Año: 1956
Duración: 103 min.
País: Estados Unidos
Director: Henry Hathaway
Guión: Nigel Balchin (Novela: Philip MacDonald)
Música: Leigh Harline
Fotografía: Milton R. Krasner
Reparto: Van Johnson, Vera Miles, Cecil Parker, Patricia Laffan, Maurice Denham, Estelle Winwood, Liam Redmond, Isobel Elsom, Martin Benson, Natalie Norwick

Que Hitchcock sea, propiamente, una “marca” cinematográfica significa que ha sido capaz de crear un estilo reconocible y único cuyas supuestas imitaciones se adivinan a la legua. La principal característica del mismo es la capacidad que tiene el autor británico para obligarnos a seguir totalmente alerta sus películas una y otra vez, porque siempre seremos capaces de descubrir en ellas genialidades que, paradójicamente, por el exceso de brillantez del autor, pueden habernos pasado desapercibidos. Sí, sí, ya sé que esta película es de Henry Hathaway, de quien no hace mucho tuve el placer de criticar aquí, en este Ojo cosmológico, su casi olvidada película La hechicera blanca, pero la introducción viene totalmente a… “plano”, “entra en plano” podríamos innovar, en vez del literario “viene a cuento”…, porque no hay crítico que la haya visto que no destaque precisamente eso, que estamos ante un Hitchcock sin él, pero con idéntica calidad e interés. Henry Hathaway es un director con la suficiente entidad como para que una película suya se aprecie por algo más que porque su estilo coincida con el de un genio del cine, y la película tiene, además, una particularidad que marca individualidad: la contemplación panorámica de Londres, con el Támesis como protagonista principal, que lo acabará siendo también de la trama, by the way…, pero también de sus calles. La puesta en escena de los interiores sí que es absolutamente “a lo Hitchcock”, e incluso los primeros planos de la película remiten, para el buen aficionado, a La ventana indiscreta, solo que, en este caso, hemos cambiado la inmovilidad por la ceguera del protagonista, un Van Johnson que, a pesar de su escasa versatilidad, compone muy dignamente su papel de minusválido incapaz de asumir y superar su sobrevenida condición de ciego. La llegada de su antigua secretaria y prometida, tres años después, y el gélido recibimiento de que es objeto por parte de quien es, ahora, un autor dramático de éxito, que vive con su criado, un Cecil Parker sobresaliente en el tópico papel de exquisito mayordomo inglés, nos sitúa perfectamente ante una tensión que, desde lo personal, va a extenderse a lo social y va a permitir al ciego reciente vivir una aventura que le hará reconsiderar su situación individual y cambiar radicalmente su pesimista y más que maltrecha actitud vital. Después de “despedir” a su ex, el escritor se acerca al pub cercano a su casa, donde pretende aparentar que ve, y allí oye a dos personajes que en un reservado planean lo que todo parece indicar que se trate de un secuestro. Acostumbrado a memorizar diálogos, como los de sus propias obras, los cuales dicta en un magnetofón, regresa a casa y transcribe punto por punto lo que acaba de oír. Una vez concluida la labor, avisan a la policía y les ponen sobre la pista de un caso que, para los agentes no es tal, sino una vaga conversación cuyo objeto bien pudiera ser muy diferente del que “imagina” el autor teatral. Herido en su orgullo de “detectador” de realidades a través de la escucha y del olfato, porque un perfume, plaisir d’amour, jugará un papel destacado en la trama. La ayuda de su ex para realizar cierta gestión en la agencia de colocación de niñeras, porque de la conversación captada “indiscretamente”, el autor sabe que se trata de una niñera, se vuelve imprescindible en la investigación, del mismo modo que el mayordomo hará otro tanto con la misteriosa niñera que se presenta en el domicilio del autor para ocupar el puesto que ha ofrecido, como reclamo, la ex del autor, puesto que, a través de una averiguación telefónica han logrado saber el nombre de la niñera que hablaba con su “compinche” en el reservado del bar. A pesar de que la investigación absorbe completamente la atención del espectador, por lo bien trazada que está la intriga y el modo paulatino como van atándose cabos para descubrir en torno a qué gira la trama criminal, no es menos cierto que la truncada historia amorosa de los protagonistas, con una Vera Miles, quien posteriormente rodaría con Hitchcock Falso culpable y, sobre todo, Psicosis, si bien ya había sido “descubierta” por D. Alfred en uno de sus episodios de la seria televisiva Alfred Hitchcock presenta.., titulado Venganza; esa trama amorosa, digo, progresa de forma paralela a la trama criminal con una sutileza que alimenta una de las grandes bazas de la película, el final, del cual no digo ni mu, aunque esta página crítica tengo voluntad de ser una lectura para postvisionados, más que para previsionados, pero como advierto que se trata de una obra un tanto caída en el olvido, opto por abstenerme. Eso sí, avanzo, que nada descubro con ello, que la película tiene un último plano tan espectacular, que bien puede el espectador poner la pausa y recrearse en ese Turner durante su buen cuarto de hora… Los planos americanos que tanto abundan en la película, junto con la elegancia de los modelos de la protagonista, además de la especial suntuosidad de la mansión del autor, le conceden a la película parte de ese caché estético que recuerda a Sir Alfred, sin que falte el contrapunto irónico y jocoso por parte del mayordomo, que alivia notablemente la tensión del resentimiento contra la vida y contra todo que sufre indisimuladamente el protagonista. La planificación del final, por otro lado, es una verdadera joya de arte que sería provechada, diez años después por Terence Young para Sola en la oscuridad, otra excelente película, más cercana al género del terror que al del thriller. A 23 pasos de Baker Street, aun cuando haya algunas ingenuidades de guion fácilmente perdonables, es una película muy sólidamente construida, lo que se manifiesta, por parte del espectador, en la avidez con que aguarda las próximas escenas, sin dejar de temer que la ceguera del protagonista acabará jugándole alguna mala, pero que muy mala pasada. Pero de eso se trata. A mí, particularmente, las “vistas” de Londres, espectaculares todas, me han recordado las del Madrid americanizado, visualmente, de El crack dos, de Garci, un auténtico espectáculo visual que justifica la película por sí solo. En fin, mal harán quienes tarden demasiado en comprobar si cuanto afirmo es verdad o desvarío subjetivo. 


jueves, 2 de junio de 2016

Una obra maestra de Delmer Daves: “El tren de las 3:10”




El heroísmo en el secarral o cuando se imponen los principios: El tren de las 3:10, de Delmer Daves, una obra maestra del western.


Título original: 3:10 to Yuma  
Año: 1957
Duración: 92 min.
País: Estados Unidos
Director: Delmer Daves
Guión: Halsted Welles (Relato: Elmore Leonard)
Música: George Duning
Fotografía: Charles Lawton Jr. (B&W)
Reparto:Glenn Ford, Van Heflin, Felicia Farr, Leora Dana, Henry Jones, Richard Jaeckel, Robert Emhardt

Revisar ciertas películas vistas hace una eternidad le deparan al espectador más curtido y avezado sorpresas contundentes, como la de este western en apariencia menor que, sin embargo, va creciendo plano a plano hasta verse por primera vez, lamentando no haber sido capaz de descubrir toda su grandeza y su belleza en el lejano visionado. Algo bueno ha de tener la experiencia, sin duda, y este es un caso en el que se comprueba la veracidad del aserto: el tiempo puede hacernos más viejos, pero también nos aguza el sentido crítico. Estoy encantado de haber redescubierto esta película de un Delmer Daves de quien, ¿puede decir ya “antaño”, a mis años? vi un ciclo en La 2 cuando esta era un reducto de la cinefilia y eran frecuentes los ciclos dedicados a ciertos autores como Douglas Sirk, Budd Boetticher, el propio Daves, John Ford, Vincent Minnell o Busby Berkeley, director también, pero más conocido por su labor de coreógrafo. De aquella dedicación se mantiene hoy la excelente Historia del cine español, cuya errática manera de programar mediante unidades temáticas deja algo descolocados a los espectadores.
         Es inevitable, al ver esta película, no traer a colación otra de temática muy parecida, y también soberbia: El último tren de Gun Hill, de John Sturges, pero enseguida, a pesar de las semejanzas, se advierte que la índole de ambas es muy diferente. Mientras la historia de la película de Sturges gira en torno a la amistad, el racismo y el sentido del deber, la de Daves se centra en los límites que la ética le pone al compromiso social remunerado, porque el protagonista, un granjero empobrecido, ve una oportunidad para seguir resistiendo, a la espera de la lluvia, en el salario que se le ofrece para conducir a un peligroso delincuente, jefe de una banda de atracadores de diligencias, a su cita con la justicia en el tren que ha de llevarlo a Yuma para ponerlo a disposición judicial. La trama es simple, porque, una vez detenido el jefe, de lo que se trata es de sobrevivir a los intentos de su banda por rescatarlo. Es importante, para el desarrollo de la trama, el hecho de que el custodio literalmente le salve la vida al condenado ante quien quiere tomarse la justicia por su mano. Van Heflin, que le da la réplica heroica a un Glenn Ford que borda su papel de malvado cínico, es la pura representación del tradicional campesino americano imbuido de unos valores orales transmitidos de generación en generación y que antepondrá incluso a la propia posibilidad de morir en el intento de cumplir con su doble obligación: la contraída por el salario de 200 dólares que va a percibir -y que garantiza la supervivencia de su mujer y de sus dos hijos hasta que lleguen las lluvias que alimenten su cosecha y, por ende su ganado- y aquella que le imponen sus principios: ayudar a la justicia para luchar contra lacras sociales como el gobierno autoritario de los salteadores allá donde se instalan. Que Heflin se vaya quedando solo cuando sus ayudantes advierten que la banda vuelve al pueblo a rescatar a su jefe, nos hace pensar inmediatamente en Solo ante el peligro, otro clásico de la Historia del cine, pero enseguida se advierten, también las muchas diferencias entre ambas. Si la película de Daves me parece ahora tan excepcional, ello se debe principalmente a la impresionante y espectacular fotografía en blanco y negro de Charles Lawton, quien dirigiera la fotografía de La dama de Shanghai, de Welles, y a la perfecta planificación de los encuadres de cada uno de los planos de la película. No se busca el virtuosismo en la localización del punto de vista de la cámara, pero no deja de sorprender, constantemente, el juego del director a la hora de realizar sus encuadres y cómo compone el plano de modo que bien puede decirse que hay una relación directa entre la información que aparece en él y la jerarquía de la misma, que siempre queda manifiesta. El hecho de que buena parte de la acción transcurra en una habitación del hotel donde se retiene al pistolero, casi obliga a Daves a esa experimentación visual. Desde el comienzo de la película, cuando en la inmensa llanura seca, polvorienta, aparece, primero como un punto lejanísimo, casi imperceptible, la diligencia que la atraviesa, advertimos ya que estamos ante una obra singular en la que uno no debe perderse ni un plano: desde dentro de la diligencia hacia los asaltadores, desde dentro de la habitación del hotel hacia las calles, los contrapicados y picados de la pareja protagonista, los primerísimos planos…  La aparición, enseguida, del coprotagonista Heflin quien, en compañía de sus hijos, contempla el atraco sin poder hacer nada para impedirlo, salvo morir en el intento, nos introduce la cuestión ética desde la ingenuidad infantil: “¿No vas a hacer nada para impedirlo, papá?” El desarrollo de la película nos marca, constantemente, la importancia de esa dimensión ética que advertimos en la evolución del forajido, quien, enfrentado a su antagonista, va dejándose permear de sus valores, tal y como se aprecia, fundamentalmente, en el excelente final de la película. Ni siquiera la dimensión simbólica está ausente de la película: se inicia con la llegada de la diligencia a un pueblucho, y con los salteadores de caminos actuando al más viejo y ortodoxo estilo de sus primitivas infracciones de la paz social, y se cierra con el plano de un tren humeante que se aleja por donde vino la diligencia, sobre los raíles del progreso hacia la justicia que ordena la vida en sociedad, y ello ante la asunción de su destino por parte del pistolero, que no excluye, por su último primer plano, la posibilidad de una nueva vida. Así mismo, de la misma forma que la película se inicia con la constatación de la feroz sequía que llevan padeciendo, el plano de la mujer bajo la lluvia y sobre la carreta al borde del ferrocarril, ansiosa por cerciorarse de que su marido va en él, es, podría decirse, una concesión a la tradición del happy ending, pero, después de la tensión de la tormenta que ha supuesto la captura, custodia y traslado del pistolero a la justicia, nada más poético que el hecho de que estalle la tormenta, en este caso, en forma de agua y, por ende, de vida. Excepcional, ya digo. De hecho, tan pronto como acabe esta crítica, me dispongo a reverla, para disfrutar una vez más de la “planificación” de Delmer Daves y de dos interpretaciones, la de Heflin algo acartonada, pero la de Glenn Ford maravillosa -un actor que sigue pareciéndome contraindicado en Gilda, curiosamente…- que exigen ese visionado.