Entre la neurastenia, el primer amor y el estreno sexual o una película de
campus: El cuco estéril, o las excelentes
maneras fílmicas de Alan J. Pakula.
Título original: The Sterile Cuckoo
Año: 1969
Duración: 107 min.
País: Estados Unidos
Director: Alan J. Pakula
Guión: Alvin Sargent (Novela: John Nichols)
Música: Fred Karlin
Fotografía: Milton R. Krasner
Reparto: Liza Minnelli,
Wendell Burton, Tim McIntire, Sandy Faison, Austin Green, Elizabeth Harrower,
Fred Lerner, Margaret Markov.
El cuco es ave que anuncia la primavera, como todo el mundo sabe, pero que el de esta película sea estéril es algo que tiene que ver con la historia de amor -con fingido embarazo histérico de por medio- y de inicio en la sexualidad que protagonizan una sobreactuadísima hasta el agotamiento Liza Minnelli y el apocado remedo de Dustin Hoffman de El graduado que es Wendell Burton, que cumple a la perfección su papel de seducido por la extravagante Pookie Adams, una joven insegura, algo neurótica y extravertida, que despliega un repertorio de dinamismo, jovialidad y supuesta inteligencia que acaban confundiendo a su pareja y haciéndole dudar de que, en efecto, esté enamorado de ella, más allá del placer compartido del inicio en la sexualidad, en una de las mejores escenas de la película. La ópera prima de Pakula, una película de “campus” y de adolescentes que salen por vez primera de casa de los padres y se enfrentan a las relaciones sociales y sentimentales sin otro apoyo que el de sus personalidades aún en periodo de formación tiene notabilísimos aciertos y serias debilidades. Las debilidades tienen que ver, básicamente, con la concepción de los personajes y la historia amorosa que se gesta entre ellos; los aciertos caen casi todos ellos del lado del gusto por la composición del plano, por la iluminación y por la habilidad de algunas secuencias como la de la borrachera multitudinaria en una fraternidad, en la que la protagonista, seriamente acomplejada, baja a lomos del compañero de habitación de su pareja lanzando por el hueco de la escalera el relleno de una almohada sobre los estudiantes que duermen la mona espatarrados por todo el edificio. La presencia del protagonista, en una playa, frente a una hilera de puertas viejas que no llevan a ninguna parte, apoyadas contra una pared, es otro de esos momentos mágicos de la película, de esos que revelan que hay un verdadero cineasta detrás de la cámara. Que haga ademán de ir a abrir una de ellas redondea la secuencia. La película tiene una canción empalagosa, cantada por los Sandpipers, cuyo gran éxito fue una versión, en castellano, de Guantanamera; una canción, Come saturday morning, nominada al Oscar a la mejor canción aquel año, que imita el estilo de las primeras de Simon y Garfunkel, y que se repite en exceso, acaso porque Pakula parece sentirse obligado a seguir el patrón de las películas románticas en las que han de filmarse esos paseos por la playa, esas carreras nerviosas de los enamorados que acaban en caída y en abrazo, ciertas arrobadas contemplaciones mutuas, etc. En todo caso, la película, desde la partida en el Greyhound de la protagonista y el subsecuente encuentro en el interior del autobús con el coprotagonista, tiene una factura fílmica muy superior a la media de tantas primeras películas en las que la ambición lo echa todo a perder. La contención de Pakula le permite, salvo esos momentos muertos ya indicados, una narración en la que se pone el acento en la interiorización de lo que acabará convirtiéndose en conflicto dramático, porque dos recién llegados a la Universidad no ignoran que la primera experiencia, sexual o amorosa, no puede ser la definitiva, la última, en la mayoría de las ocasiones. Si a eso añadimos la necesidad vital de la protagonista por ser reconocida, amada y valorada, una auténtica compulsión que la sitúa al mismo tiempo en la fragilidad permanente y en la más profunda de las desconfianzas, a causa de su inseguridad congénita, estamos ante un caso evidente de incompatibilidad de caracteres que impedirá que se consolide la relación entre ambos protagonistas, cuya sobreexposición no contribuye a una apreciación más positiva del caso de desencuentro que se ve venir desde el mismísimo comienzo de la película. La vida de campus es una ficción de vida independiente que tiene consecuencias serias para quienes no pueden asimilar que su capacidad de decisión tiene serios límites, de ahí que el principio de realidad se acabe entrometiendo, podríamos decir, en las idílicas relaciones de ambos jóvenes, hasta acabar convirtiéndose en una cuña que, finalmente, los separa. Se trata de una película sin final feliz, pero la opción realista se impone por sí sola. Pakula mantiene una esforzada objetividad ante la historia y la cámara no se inclina por potenciar ninguna perspectiva concreta de la relación. No cae en el estilo documental, está claro, porque la preocupación por la puesta en escena es constante en cada secuencia, pero sí que evita tomar partido por una u otro, algo que el espectador agradece profundamente. Se trata de un cine intimista, centrado en el mundo de la pareja que se abre a la experiencia de la vida con más ideales que ideas, pero describe con total veracidad el apabullante dominio que los sentimientos pueden acabar teniendo sobre los seres humanos. Con todo, el más serio hándicap de la película es, paradójicamente, el exceso de protagonismo de la protagonista, que la vuelve poco menos que “insoportable” para el espectador. Ignoro si Pakula se planteó hacer una película sobre un “caso clínico”, pero lo cierto es que la protagonista da para ello y para más, a juzgar por la seria perturbación de su personalidad. Es admirable, en consecuencia, que Pakula haya sabido sortear ese peligro y que nos haya entregado un retrato ajustado y sincero de lo que solo por parte del protagonista puede considerarse una representación de la juventud americana de clase media de finales de los 60, pero no por parte de la protagonista, dada su marcada personalidad casi patológica. La película, en tanto que ópera prima de un director que nos daría obras como Klute o Todos los hombres del presidente se ve con agrado, y se advierte, desde los primeros planos, que se trata ya de un director maduro que ha asimilado a la perfección las hechuras del cine clásico usamericano.