Una joya de Storaro para iluminar una tragedia grotesca
del sur en Coney Island: Wonder Wheel
o la condena de la insatisfacción.
Título original: Wonder Wheel
Año: 2017
Duración: 101 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Woody Allen
Guion: Woody Allen
Fotografía: Vittorio Storaro
Reparto: Kate Winslet, Justin
Timberlake, Juno Temple, James Belushi, Max Casella, Michael Zegarski, Tony Sirico,
Marko Caka, Jack Gore, Dominic Albano, Evin Cross, Debi Mazar, Brittini Schreiber, Geneva Carr,
Steve Schirripa, Matthew Maher.
Boyero estuvo a punto de
disuadirme, y la ambientación de feria del cartel, a pesar de ser espacio
cinematográfico privilegiado, casi acaba de lograrlo. Reconozco que me arrastró
mi Conjunta y que llegué al cine con la ceja levantada y el escepticismo por
bandera. Apenas se abre la película con las imágenes de una playa abarrotada en
esa feria de pueblo tradicional que fue el parque de atracciones de Coney
Island, la gama de tonos crepusculares con que Storaro ha fotografiado toda la
película le confiere una especie de aura, como esos crepúsculos eternos del
verano que ocupan el cielo como el preludio de una revelación trascendental,
que nos sumerge en una atmósfera conseguidísima: la de la tragedia, o la
tragicomedia, de los destinos de unos seres frágiles, casi derrotados por la
lucha por la supervivencia. Una extraña familia de feriantes que ha acabado
viviendo en lo que una vez fuera la casa de los horrores del parque, compuesta
por una actriz fracasada que trabaja en un restaurante, una ostrería, un hijo
pirómano, y un segundo marido que, al parecer, la ha “rescatado” de caer por la
pronunciada pendiente que conduce al abismo y a quien, ella, a su vez, ha
rescatado del alcoholismo constituyen la desgarradora imagen patética de una feliz
familia usamericana cuya cotidianidad se ve alterada por la presencia
inesperada de la hija del marido, quien, contra los expresos deseos del padre,
dejó los estudios y se casó con un mafioso que, así se complica la historia, ha
enviado a dos matones para hacerla regresar con él, después de habérsele ido la
lengua con la policía tras haber sido detenida. La figura de un socorrista que “salva”
a la mujer de la mala tentación de desaparecer en el mar un día de lluvia se
convierte en un personaje central de la historia tras iniciar un tórrido romance que alimentará las
expectativas de la insatisfecha mujer de darle a su vida un giro de 180º. Él se
presenta, además, en unos efectivos apartes directos a cámara, como un autor de
teatro que confiesa su aspiración de escribir una obra de arte, una obra
maestra, aunque, en ese preciso momento, aún en esté en fase de formación. Como
el padre, persuadido por su mujer, acaba aceptando a su hija en casa, con la
condición de que vuelva a los estudios, a lo que ella accede, no tarda en
suceder la inevitable en semejante situación: la hija y el socorrista se conocen
y se enamoran a primera vista. La sensibilidad entre ocre y anaranjada con que
Allen, guiado por Storaro, filma el desarrollo de ese triángulo amoroso, con
encuadres muy propios de sus mejores películas ambientadas en Manhattan, nos
devuelve al mejor Woody Allen y, ¡sobre todo!, al quedar reducida su presencia
autobiográfica a la pasión del niño pirómano por el cine, no hemos de sufrir a
ningún actor protagonista en sus burdos intentos de remedar al genial director
y excelente actor cómico él mismo. Con estos mimbres raro sería que
Allen/Storaro no nos ofreciera una película intensa, un drama adobado con un
humor que emerge del retrato patético de unos personajes populares con severas
limitaciones y algunas escondidas aspiraciones, como la reanudación de la
imposible carrera de la actriz fracasada, interpretada por Kate Winslet en el
mejor papel que le he visto nunca. ¡Qué poder de verdad en todas y cada una de
sus aspiraciones! No siendo actriz de mi predilección, me rindo, sin embargo, a
esta especie de reverso de la Blanche de Blue
Jasmine, una mujer derrotada, que necesita el consuelo del alcohol para
sobrevivir a su propia ruina, a la piromanía de su hijo y a un matrimonio tan
insípido como los planes de diversión que su marido le propone permanentemente:
ir a pescar o al béisbol. La actuación de Justin Timberlake está a la altura de
la de Winslet y, con una dicción perfecta que agradecemos los eternos
estudiantones del inglés, compone un personaje capaz de sobreponerse a la mera
condición de herramienta de la fortuna a que quiere reducirlo la mujer
insatisfecha. James Belushi, por su parte, salido estilísticamente de la tira
cómica inglesa Andy Capp pero en su
vertiente virtuosa, si bien con un reprimido alcoholismo que, andando el
desarrollo de la trama, acaba declarándose, de nuevo, con total virulencia. Cualquier
lector habrá captado que estamos ante una obra de teatro en un marco muy estilizado,
el del parque de atracciones, del que Allen saca imágenes de ambiente
espectaculares. No solo eso, sino que, por la intensidad del drama, que no
llega a ser melodrama por la distancia que introduce Allen entre el espectador
y lo que ocurre, bien a través de los monólogos dirigidos a la cámara por parte
del socorrista, bien por el uso abundante del humor, como la piromanía del hijo
de la mujer, bien pudiera decirse que estamos ante un drama sureño muy del estilo
de los de Tennessee Williams, por ejemplo, y de ahí el título de la presente
crítica. El estrato social al que pertenecen los personajes aumenta la sordidez
de sus vidas, de por sí sostenidas propiamente por alfileres y siempre pendientes
de alguna “recaída”. Desde esta perspectiva, la “sed de cine” como evasión del niño
pirómano, afición que comparte con la madre, quien es devota, también, de las revistas
de cine, queda absolutamente justificada. En cierto modo, la manía pirómana del
niño es, a su modo, otra forma de evasión, una reacción contra la presencia dominante
del mar en su vida. Hay, simbólicamente -si la prenochevieja no me ha afectado
seriamente…- una oposición agua-fuego a lo largo de la obra, que se extiende
también a los personajes: conformistas-apasionados, contra la que, en ese
plano, lucha el niño. La imagen final de la película, que no es el desenlace de
la trama, obviamente, por eso me permito aludir a ella, nos permite ver al niño
junto a una hoguera en plena playa, lo que viene a significar, acaso, la
aceptación de sus propias contradicciones. Con todo, la trama está perfectamente
desarrollada y no decepcionará a nadie. Si el cine es básicamente creación de
imágenes, de secuencias, de planos, los aficionados no solo van salir
encantados de la proyección de Wonder Wheel,
sino de que, contra lo que sostenía Boyero, no va a ser una película que
olviden a los cinco minutos de haberla visto. Wonder Wheel tiene la aspiración de convertirse en una de esas
películas de Allen que quedan siempre en el recuerdo. Y contribuye a ello en
grado sumo la lección de interpretación de los cinco protagonistas del drama.
Cinco, sí, porque no quiero dejar de destacar la actuación del niño Jack Gore,
con un dominio de la dicción que ya querrían muchas firt stars… Me ha traído a
la memoria, por la gravedad de la voz, la manera de hablar y la presencia
física, a la inmensa actriz niña de Mad
Men Kiernan Shipka. No voy a repetir la importancia que tiene para la película
la dirección fotográfica de Storaro, pero es la responsable de esa aura mágica
que convierte el drama sórdido de la insatisfacción en una obra de arte.