Mil veces buenas noches: entre el egoísmo de la adicción a la adrenalina y el miedo a las aburridas responsabilidades familiares.
Título original:Tusen ganger god
natt (A Thousand Times Goodnight) (1,000 Times Good Night)
Año: 2013
Duración: 117 min.
País: Noruega
Director: Erik Poppe
Guión: Erik Poppe, Harald
Rosenløw-Eeg
Música:Armand Amar
Fotografía: John Christian Rosenlund
Reparto: Juliette Binoche, Nikolaj Coster-Waldau, Maria Doyle Kennedy, Larry Mullen Jr.,Mireille Darc, Lauryn Canny, Adrianna Cramer Curtis, Mads Ousdal
El reciente asesinato del
fotógrafo estadounidense James Foley a manos de los verdugos terroristas del
autodenominado Estado Islámico, una ejecución filmada en vídeo, no
fotografiada, con la finalidad de
presionar a las potencias extranjeras que les combaten para que les dejen las
manos libres en Oriente Medio, le ha proporcionado una actualidad insospechada
y dramática a la película Mil veces
buenas noches, recién estrenada en nuestro país. Se trata de una película
que juega fuerte la baza de una Juliette Binoche extraordinaria y que gana de
calle la apuesta, porque puede decirse que el desarrollo de la historia la
tiene como referencia constante, como si el resto de personajes fueran
comparsas que solo sirvan para ilustrar la terrible dicotomía a la que se enfrenta la protagonista, una fotógrafa de prensa especialista en conflictos
violentos que se ve atrapada por la adicción
al riesgo, a las frecuentes descargas de adrenalina que experimenta
casi a diario, siempre expuesta al sufrimiento de cualquier daño llamémosle colateral, y la dificultad de hacer frente a una vida familiar que se ve continuamente alterada por sus constantes ausencias y por el miedo que por su
integridad física padecen sus familiares, su marido y sus dos hijas. Sobre las
dificultades para compaginar estas dos existencias, una que bordea los límites
extremos del propio peligro de muerte y la otra, sometida a las rutinas nada
peligrosas de la vida familiar, trata esta película. Es bastante evidente que
la representación que se lleva a cabo de una y otra formas de vida peca en
parte de maniqueísmo, porque si por un lado, el de su profesión, los riesgos
estimulantes son evidentes, incluido el peligro máximo de morir en el desempeño
de la profesión –algo que no es ninguna exageración, como el caso Foley ha
puesto de manifiesto estos días, y muchos otros antes que él, como José Couso, por ejemplo–; por otro, el de la vida familiar, el
aburrimiento que preside las pequeñas responsabilidades del día a día de la
maternidad y la paternidad, representada por unas escenas en las que la
protagonista se siente absolutamente desplazada, como si no perteneciese a ese
mundo al que sí pertenecen su marido y sus hijas, le resulta insoportable a la
fotógrafa. Que ésta confiese que ella “no saber ser como todo el mundo”, que
“no ha nacido” ni para la diplomacia social ni para la representación que
esconda sus verdaderos sentimientos, son confesiones que nos sitúan ante el
retrato de una inadaptada social, con todo lo que eso comporta de incomprensión
ajena, algo que deviene un drama cuando afecta a la vida conyugal y a la
relación con sus hijas. Sencillamente no puede dejar de dedicarse a su
profesión, aunque haya tomado, después de haber sido herida por una bomba
humana a la que, previamente, había fotografiado en el ritual de su sacrificio;
dedicarse a ella es la única manera que tiene para, como ella misma confiesa
en la película, sentir una cierta
“calma interior” ante los conflictos que la atormentan, ante los males del
mundo, ante su propia responsabilidad respecto a ellos y, sobre todo, por la
intensa necesidad que siente de ayudar a las víctimas, sabiendo que la crudeza
de las imágenes que ella capta contribuye poderosamente a sacudir las
conciencias del primer mundo para que promuevan acciones que, al menos, palíen
algo los desastres que provocan los conflictos armados.
Hay un grave problema de incomunicación
y de preferencias vitales que la protagonista sabe que la marcan como un miembro
extraño en el seno de la célula familiar, algo que se ejemplifica a la
perfección cuando ella y su hija mayor –una adolescente de unos 15 años, edad
tan conflictiva, que elabora una monografía para la escuela sobre el trabajo de su
madre- hacen un viaje a África, supuestamente a un campamento de refugiados
donde no correrán peligro. Sucede, sin embargo lo contrario, momento en el que
la madre se manifiesta con toda sinceridad al escoger el riesgo, en aras de las
fotografías que puede conseguir cuando unos guerrilleros invaden el campamento
matando indiscriminadamente a sus moradores, antes que la protección de su
hija, a quien deja en manos del cooperante internacional que las ha llevado
hasta allí. Ese conflicto dramáticamente vivido, y filmado, por la hija, lo que
alerta al marido del peligro a que sometió a la hija de ambos, se resuelve de
una manera estremecedora cuando madre e hija se entrevistan en el coche
familiar. Mientras la madre no puede esconder el dolor traumático que le supone
la separación/divorcio y el alejamiento de sus hijas, la adolescente coge de
repente la cámara de la madre y le dispara una ráfaga de fotos mientras la
madre es incapaz de esconder su fragilidad y las lágrimas que le provocan semejante pérdida; la ráfaga se presenta, de una manera que estremece al
espectador, como una suerte de fusilamiento con las propias armas de la madre,
una venganza con la que la hija quiere descargar toda la rabia acumulada por la
postergación de que ha sido objeto por parte de la madre, si bien, aunque la
película no tenga un final feliz, sí que la hija acabará comprendiendo la
“pasión” profesional de la madre, su “destino” vital.
Mil veces
buenas noches me ha traído inmediatamente a la memoria otra película nórdica –danesa,
concretamente, En un mundo mejor,
dirigida por Susann Bier, y ganadora del Oscar a la mejor película de habla no
inglesa en 2010. La película de Erik Poppe, sin embargo, tiene un contenido más
intimista que la película danesa. Aquella ofrecía un abanico temático más
amplio, en el cual sobresalía el de la responsabilidad de los adultos en la
educación de los hijos, las debilidades del sistema educativo o los conflictos
del padre ausente en la educación de los niños. Hay, no obstante, abundantes
concomitancias entre una y otra, porque ambas nos hablan más de la
responsabilidad del primer mundo que de la descomposición del tercero; de las
angustias existenciales de los habitantes del primero que de las
indestructibles esperanzas, a pesar de sus muchos pesares, de los el tercero.
Podemos decir, sin caer en la
exageración, que películas con estas dos suponen una suerte de corriente ética
en la industria cinematográfica que nos recuerdan que el cine no es únicamente
entretenimiento, sino una puerta abierta al conocimiento y a la responsabilidad
consiguiente.