La sobriedad metafísica del horror: El carnaval de las almas, una película de frontera…
Título original: Carnival of Souls
Año: 1962
Duración: 78 min.
País: Estados Unidos
Director: Herk Harvey
Guion: John Clifford
Música: Gene Moore
Fotografía: Maurice Prather
(B&W)
Reparto: Candace Hilligoss, Frances Feist, Sidney Berger, Art Ellison,
Stan Levitt, Tom McGinnis, Forbes
Caldwell, Dan Palmquist, Bill de Jarnette, Pamela Ballard.
Por mi afición al género de terror, del que en mi
adolescencia y primera juventud no me perdía título alguno, en reposición en
salas de programa doble, claro, me vino a las manos en Tallers 79 esta
película, Carnaval de las almas, cuya sinopsis bastó para que le diera la
oportunidad que mi intuición me dictó sin equivocarse lo más móínimo. Leída la
información necesaria para completar la visión de la película, ahora me entero
de que Harvey es algo así como un referente de esos que llaman los cursis “de
culto” para dos autores tan extraordinarios como David Lynch, Tim Burton y
George Romero. La película es, no lo oculto, una absoluta rareza, estrenada en
el 62 con una distribuidora que quebró enseguida y que dejo la película en los
cajones sin fondo del olvido, donde seguro que tantas maravillas, como la
presente, esperan pacientes su reencarnación lumínica, llegó a la fama en 1989,
y, desde entonces, ha ido consolidándose como una película de referencia en el
género del terror, si bien el de El
carnaval de las almas es de muy peculiar naturaleza y quizás, dado el
gorismo actual del género, algo ingenua para los amantes de la visceralidad. La
película se inicia con una carrera de automóviles entre jóvenes: chicas en un
coche, chicos en el otro. Al atravesar un puente, el coche de las chicas choca
con la barandilla del puente de madera y caen al río cenagoso del que solo una
de las chicas emerge, absolutamente llena de barro y andando a través de un
banco de barro cercano al puente en una imagen muy poderosa y que preludia una
auténtica colección de ellas que le otorgan a la película un nivel estético,
del lado de la fotografía de Maurice Prather, sobresaliente. El blanco y negro
muy tamizado, grisáceo diría, con una perfecta iluminación que destaca la
actuación del reparto, especialmente de la actriz que domina la escena de punta
a cabo, Candace Hilligoss, colabora intensamente en la creación de una
atmósfera que irá apoderándose poco a poco de la trama, porque la protagonista,
que encuentra trabajo como organista en una iglesia en Utah, comenzará a sufrir
breves “desconexiones” de la realidad, escenas angustiosas en las que “desaparece”
del mundo de los vivos, hasta que vuelve a él, confundida y temerosa. Desde
poco después de su “vuelta de entre los muertos”, porque así puede
considerarse, hitchcockianamente, su salida del río, la protagonista comenzará
a ver una figura espectral que parece enviada para buscarla y devolverla al mundo del que no
debería haber salido. En inglés, un “ghoul”,
cruce afortunado entre ghost y soul, y equivalente en todo a los
muertos vivientes, pero sin la dimensión carnívora de las películas de Romero y
las secuelas innúmeras que han tenido. Al centrar la acción en la protagonista
de modo exclusivo y su proceso de desconexión, la película tiene más de terror
psicológico que de otra cosa, y, por esa vertiente, bien puede enlazar con Repulsión, de Polanski, una obra maestra
del terror psicológico. Es evidente que ciertas puestas en escena colaboran lo
suyo a la creación de la atmósfera de terror, tan gratificante para los aficionados
al género, y, en este caso, eso se produce al descubrir la protagonista un enorme
centro de recreo abandonado, al que la lleva el cura de la parroquia donde ha
sido contratada. Se trata de las magníficas ruinas del Saltair Pavilion in Salt Lake City,
Utah, del que el director saca un rédito extraordinario, no solo cuando la
protagonista se aventura en ese espacio abandonado ella sola, sino cuando
afloran las almas muertas y encarnadas que la persiguen, aunque, ya digo que no
con las características gorísticas actuales, sino más bien, como si constituyeran
la rueda de la danza de la muerte que quiere unirla a ella, que parece haberse
escapado temporalmente y regresado a la vida. La película no renuncia a los
clásicos recursos del género, pero hay una cierta ironía en las almas
carnavalescas, comenzando por la propia intervención del director, que encarna
al muerto viviente que parece perseguirla, acosarla, que relaja en parte la tensión
y el horror, aunque los movimientos de cámara saben generar perfectamente la
sensación de inseguridad, temor, temblor y desesperación que encarna la
organista. La relación entre otro inquilino de la casa donde se hospeda y ella
añade un intento de seducción erótica del que ella huye y en el que quiere
caer, en esa tensión irresoluble de la ignorancia de su propia condición. La
austeridad de medios, la película costó 33.000$ en 1962, se salva con una
ambientación magnífica, con unos secundarios que actúan como si lo hicieran en
un documental antes que en una obra de ficción, y con una narración ágil que no
encalla en ningún momento y que deriva, gradualmente, hacia el único final
posible, aunque no previsible.