viernes, 28 de junio de 2024

«Auge y caída de John Galliano», de Kevin Macdonald: los claroscuros de un artista.

El artista de consumo y la hipocresía social: la esclavitud artística y la drogadicción continua: retrato del dios descendido al Hades y resucitado en la sobriedad de la vigorexia.

 

Título original: High & Low - John Galliano

Año: 2023

Duración: 116 min.

País: Reino Unido

Dirección: Kevin Macdonald

Reparto: John Galliano; Anna Wintour; Penélope Cruz; Charlize Theron; Kate Moss; Naomi Campbell; Alexander McQueen; Edward Enninful; André Leon Talley; Bernard Arnault; Hamish Bowles; Robin Givhan; Amanda Harlech; Vanessa Friedman; Sidney Toledano; Jonathan Newhouse.

Música: Tom Hodge

Fotografía: Patrick Blossier, David Harriman, Nelson Hume, Magda Kowalczyk.

 

          Juan Carlos Galliano Guillén. Por ese nombre completo pocos conocerán al modisto John Galliano, estrella universal de la moda y el glamour estrambótico caída en desgracia y rehabilitada a muy duras penas de sus drogadicciones, de su adicción incontrolable al trabajo, de su extravertida personalidad propensa a derramarse en todos los sentidos, de la ignorancia de sí mismo, de la lucha contra sus traumas familiares, de su hipernarcisismo agudo compensatorio y de su incontinencia expresiva en estado de embriaguez que lo llevó ante la Justicia para ser condenado por antisemitismo y racismo cuando estaba en el cenit de su gloria, con el mundo de la alta costura y los famosos de la farándula y la jet rendidos a sus pies. De todo ello habla el artista, a cara descubierta, más que castigada por sus excesos, en una entrevista que es la base del documental grabado por Kevin Macdonald, ganador de un Oscar por la magnífica El último rey de Escocia.

          Con ese nombre de la primera línea solo parece reconciliarse al final, cuando lo enuncia sin muestra alguna de rechazo, sarcasmo e incluso asco, con que reniega del «Juan Carlos» al trasladarse a Londres, con pocos años y empezar a hacerse llamar John Galliano, un nombre y apellido que, a pesar de la distancia sideral respecto de su padre, le servirá como nombre artístico que hará brillar con una tenacidad insobornable y una capacidad creativa propia de quienes están llamados a la gloria en cualquier arte. El de la Alta Costura, pongámosles las mayúsculas que nos hablan de un arte de enorme eco social e ínfimo académico, cuando, sin embargo, están claras las exquisitas formas artísticas que atesora el arte del diseño y la confección de los vestidos, como se pudo apreciar en la exquisita exposición dedicada a los trajes de Balenciaga y la pintura española, una suerte de diálogo entre artes muy distintas que tenían en común, sin embargo, el traje como obra de arte, más que como abrigo instrumental o necesidad social básica.

          No le deseo a nadie, ni siquiera teniendo en cuenta el éxito obtenido, una vida tan disipada y extremada como la de John Galliano, hijo de su tiempo, sí, pero también de un compromiso esclavista con las firmas del lujo que lo llevó a una espiral de creatividad y drogadicción de las que su salida accidentada fue el regalo de los dioses para que no se destruyera, como lo hizo su muy querido ayudante, con quien lo compartió todo, y quien se suicidó, devastado por ese mismo ritmo, a los 38 años; recordemos que un compañero de generación tan destacado como Alexander McQueen, modisto tan brillante como el propio Galliano, se ahorcó a los 40. Estamos hablando, pues, de un «superviviente», y esa condición, marcada en un rostro que ha «encajado» tanta biografía tormentosa y exuberante, es lo primero que advertimos cuando Galliano habla directamente a la cámara con su inglés de voz susurrante y recia, temerosa y desafiante, sin desdeñar una gestualidad ostentosa de quien ha sido toda su vida un auténtico enfant terrible de la moda y de la vida.

          El primer desfile de Galliano fue el de su graduación, y se inspiró para él en la época de la Revolución Francesa, porque buscar fuentes de inspiración en diferentes culturas y referencias universales fue siempre uno de los cometidos que con mayor gusto realizó Galliano. El documental, sin embargo, realiza un hermoso y muy atrevido montaje paralelo entre la vida de Galliano —el Emperador de la moda, el inglés que arrebató el cerro de la Alta Costura a los modistos franceses…— y la vida de Napoleón en la versión cinematográfica de Abel Gance, una de las joyas de la Historia Universal del Cine. Son impactantes las correlaciones entre las propias poses del protagonista de la película, Albert Dieudonné, y el propio Galliano, ferviente admirador del corso y de la estética que nos legó. En esto se reconoce el fino olfato cinematográfico de Macdonald, desde luego, porque este hilo conductor nos acompaña a través de un recuento biográfico que se nos ofrece casi como una pesadilla, y para Galliano lo fue, sin duda,  porque, como le ocurre cuando no recuerda que hizo o dijo que motivara su presencia ante la Justicia, apreciamos que buena parte de su existencia vive en una especie de rapto constante que lo mantiene alejadísimo de la realidad en su conjunto, pero jamás de su compromiso estajanovista con sus colecciones, esas 32 colecciones de todo tipo al año que acabaron arruinando su salud mental. De hecho, la grabación que sirvió de base para la condena, en la que defendía que Hitler debería de haber «gaseado a muchos más», y no solo a los judíos, nos muestra a un Galliano absolutamente embriagado y, como se dice en algunas condenas, transitoriamente enajenado, sin ser consciente ni de lo que está diciendo.

          Todo el escándalo que se creó alrededor de su antisemitismo, lo que llevó a Dior a prescindir de sus servicios y a muchos, y sobre todo muchas…, a poner distancia con su persona para no verse salpicados por tales posturas inadmisibles, contrasta, sin embargo, con lo que sabemos que sucedió con el director danés Lars von Trier, cuya posición parecía mucho más firme e ideológica que el mero exabrupto de un escogido por los dioses de la fama. Casi puede decirse que nadie hizo «sangre» de Trier y, sin embargo, lo de Galliano significó el hundimiento de una de las carreras más brillantes en el mundo de la Alta Costura. No quiero ni pensar en las manifestaciones globales de antisemitismo a las que estamos asistiendo desde el ataque terrorista de hamás contra Israel y la posterior defensa a sangre y fuego del estado de Israel apelando a la legítima defensa, por más que hayan llevado la misma hasta límites que bordean la destrucción sistemática de la franja de Gaza, bienes y personas, usadas estas como escudos humanos por los terroristas con la aparente complicidad de instancias de poder como la propia UE o la ONU.

          Aunque yo soy confeso practicante del Gañan Style, mi adicción a los desfiles de modas de la Alta Costura se remontan a la  noche de los tiempos, y quizás mi primera afición teatral tuviera mucho que ver. De hecho, la obra de Galliano es inseparable de la puesta en escena de sus desfiles, convertidos en performances cada vez más teatrales, y en las que su presencia, como otra pieza más, acabó convirtiéndose en la apoteosis del espectáculo . No es de extrañar el endiosamiento a que llegó y que tan caro le costó, pero todo, desde su inicial asunción de la homosexualidad, que lo distanció totalmente de su padre, hasta su febril dedicación a la «construcción» de sus obras de arte, escenas de su vida profesional que tienen un altísimo valor documental, guste o no el resultado final de aquellos modelos tan usualmente estrafalarios, pero tocados por una gracia de diseño que cualquiera ha de reconocer como expresión de la belleza; todo, ya digo, queda mostrado en este documental de excepcional valor para entender la vida y la obra de un artista, rompedor, incomprendido y venerado, en el orden que cualquiera quiera.

          Lo que sí conviene tener claro es el mundo de excepción en que vive Galliano, propiamente una secta muy alejada de la realidad. Y aunque vemos enseguida que de sus creaciones originales va derivando hacia modelos más clásicos, acordes con las casas para la que trabaja, primero Givenchy y después Dior, nunc a deja de tener el toque canalla del niño de barrio londinense que está más cerca del punk que de la jet set, aunque su imaginación, cuando consiguió tener un contrato sólido, se disparó en todas las direcciones de la rosa de los vientos, y nada le fue ajeno. Sin embargo, no deja de ser curioso que en su vuelta a la vida civil, rehabilitado, incluso por un rabino, Galliano intercalara algunos modelos de la primera colección de su graduación entre sus últimas creaciones para la casa Maison Martin Margiela.

          Siempre suelen ser atractivas las historias de encumbramiento, caída en desgracia, expiación y rehabilitación. Y la de John Galliano, magníficamente pautada por Kevin Macdonald, no se aparta ni un milímetro de dicho modelo de éxito. Y merece ser vista, sobre todo por los amantes de la Alta Costura, arte solo hasta cierto punto popular, pero de indiscutible belleza e interés. Dejo aquí, como nota curiosa, el momento en que Galliano, pasado el tiempo, y perdonado ya por el gerente del complejo de lujo, Sidney Toledano, de indiscutible origen sefardí, regresa a la que fue «su» casa y los conservadores artísticos le enseñan algunas de sus creaciones, guardadas con un mimo solo propio del con que se trata ciertas pinturas capitales de la historia de la pintura. En ese detalle se advierte la dimensión exacta del trabajo de uno de los creadores más imaginativos que tiene el mundo de la Alta Costura.

jueves, 27 de junio de 2024

«Ripley», de Steven Zaillian, una puesta en escena «maestosa»

 

Un festival de planos clásicos para una historia bianchinera dominada por el azar, algunos golpes contundentes y una interpretación magistral

 

Título original: Ripley

Año: 2024

Duración: 480 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Steven Zaillian (Creador), Steven Zaillian

Guion: Steven Zaillian. Novelas: Patricia Highsmith

Reparto: Andrew Scott; Johnny Flynn; Dakota Fanning; Pasquale Esposito; Margherita Buy; John Malkovich; Franco Silvestri;  Maurizio Lombardi; Eliot Sumner; Lorenzo Acquaviva; Dan Matteucci; Liz Tancredi; Patrick Klein; Massimo De Lorenzo; Laurence Mazzoni; Francesca Romana Bergamo; Angelo Faraci; Kenneth Lonergan; Bokeem Woodbine.

Música: Jeff Russo

Fotografía: Robert Elswit (B&W).

 

          Bueno, apagados los ecos de la admiración general que a veces predisponen en contra de un éxito, culmino el visionado de las 8 horas apasionantes de la peripecia asesina de Ripley que me ha tenido enganchado a la pantalla con un interés y un placer, sobre todo estético, como hacía tiempo que no experimentaba. De alguna forma, me ha parecido reverdecer las emociones que me deparó La gran belleza, de Sorrentino, en quien creo que, hasta cierto punto, se ha inspirado Zaillian, siquiera sea por la puesta en escena que nos permite acceder a lo más espectacular de los interiores italianos, sea en Roma, sea en Venecia, sea en Palermo, sea en Atriani… No hay plano de edificio privado o público o calle que no constituya un espectacular deleite y la expresión, por parte del televidente, de una admiración continua. ¡Solo hay que pensar en las escenas que transcurren en la Via Appia Antica para reparar en el prodigio de iluminación y fotografía de esta larguísima película de ocho horas que exigiría un visionado seguido, del mismo modo que vimos, en su momento, las algo más de cuatro de la admirabilísima Los misterios de Lisboa, del director chileno Raúl Ruiz, autor de una «joyita» poco frecuentada, me parece: Genealogías de un crimen. Quien así lo haga, ¡qué gran decisión la suya! No ignoro que hay amantes de estos «maratones», y en este caso está más que justificado.

          La última versión, protagonizada por Matt Damon me pareció insufrible, y guardo muy buen recuerdo de la de Alain Delon, A pleno sol, de René Clement. De El amigo americano, de Wenders, hice no hace mucho una crítica de su revisión, y me pareció más obra maestra que cuando la vi, admirado, por primera vez el año de su estreno. La actual versión de Zaillian es una apuesta clara por la exquisitez formal y el recargamiento psicológico en un ser especialmente apto para la maquinación, el engaño y la creación y sostenimiento del riesgo, a pesar de los pesares, esto es, que ese mismo azar se conjure mucho antes de lo que lo hace, ya al final de la película, provocando un desenlace que no sorprende en modo alguno a los espectadores, pues se ha jugado con él como el típico  macguffin de Hitchcock para mantenernos en vilo durante todo el metraje, tiempo eterno en el que nos parece imposible que las circunstancias no se reúnan al azar para allanar ciertas pesquisas, para delatar ciertas arriesgadas jugadas en las que el uso de una u otra personalidad, Greenleaf o Ripley, hacen pensar al espectador que el desenlace está a punto de sobrevenir, aunque sepa que hay otros capítulos posteriores y que el rey de las versiones, el maestro de los disfraces, se habrá salido con la suya.

          Hay una película de Paul Schraeder, El placer de los extraños, sombría también, sobre las relaciones adúlteras, que transcurre en el mismo palacio veneciano escogido para residencia de Ripley, pero aquí, fotografiado en blanco y negro, y con la salida principal al canal, gana en intensidad dramática y permite unas tomas magistrales, sobre todo cuando la cámara, estando la novia del desaparecido Dickie Greenleaf hospedada en casa de Ripley, nos enfoca, debajo de la cama de Tom la maleta con las iniciales del novio desaparecido sin dar explicaciones de ningún tipo.

          La desaparición de Dickie,  vía expedita del asesinato…, va a constituir una ausencia alrededor de la cual Ripley va a tejer una y mil historias, sea suplantando su personalidad, sea manteniendo la suya propia, con las que va a ir enfrentándose no solo a la novia, sino a la familia de él y, una vez que Ripley se ha deshecho del supuesto enamorado o amante de Greenleaf, una inquietante presencia sexualmente ambigua, que ata cabos sobre su desaparición, Freddie Miles, quizás los mejores capítulos de la historia, también a la policía, ¡y menuda interpretación fastuosa la de Maurizio Lombardi como el inspector Ravini! Ese aspecto del Ripley «creador» narrativo adquiere en esta versión una dimensión casi cervantina, por el modo como juega con las personalidades, los hechos y lo que se sabe o se oculta acerca de ellos. Ripley emerge, en la obra, como un director de orquesta que subraya tal o cual pasaje de la obra para deleite de quienes admiramos ese temple inaudito, ese saber estar y, sobre todo, ese saber componer la escena como si siguiera el ejemplo del pintor que se toma como referencia durante toda la obra: Caravaggio. La entrevista de Ripley con el inspector Ravini, camuflado, con las luces indirectas, es elocuente al respecto.

          Capítulo aparte son los recepcionistas de los hoteles o pensiones o pisos particulares, que de todo hay, que contribuyen a acentuar un cierto tono de comedia que el sentido del humor del protagonista, nero, nero… admite con cierta socarronería. De hecho, la alternancia del inglés y el italiano bastante decente de Ripley le da a la peripecia un cierto aire de criminalidad «a la italiana», como si hasta lo más trágico tuviera siempre algún ángulo cómico que, sabiamente explotado, sirve de contrapeso al frío cinismo del personaje, cuya insensibilidad ante la fatalidad ajena, bien que llegada de su mano, forma parte del retrato de lo que podríamos llamar un asesino gélido, pero respetuoso, esto es, el que ejecuta porque «lo exige el guion», que decían las actrices españolas de la época del «destape».

          Hay ciertas reminiscencias en este Ripley de otros asesinos, por supuesto, porque en esto de las ejecuciones está todo casi prácticamente inventado, pero a mí, viendo evolucionar al personaje con esa frialdad elegante y un aplomo psicológico digno de El silencio de un hombre, de Jean-Pierre Melville, me ha venido a la memoria Henry: retrato de un asesino, de  John McNaughton, aunque tendría que volver a verla para cerciorarme de que hay entre ambas la relación que a mío se me ha impuesto sin más, desde el recuerdo acrítico.

          En términos generales, el reparto cumple a las mil maravillas, y el de la parte italiana excede con mucho y deja un saber de boca excelente. El protagonista, que forzosamente lleva el peso de la serie, no defrauda en ningún momento, ni siquiera cuando el pánico cruza efímeramente por su rostro y creemos que se va a derrumbar y dejarse llevar por la inercia que siempre encarna el lado del bien, de la sociedad, de la policía. El triángulo amoroso, dada la precariedad de la relación sobre la que actúa Ripley con tanta determinación, es sostenido por Ripley con una habilidad extraordinaria, de gran creador de historias, escenas y relatos. La serie bien podría haberse llamado Los asesinatos de Tom Ripley vistos desde su privilegiado punto de vista ejecutivo o algo así.

          Cinematográficamente, a la serie no hay pero que se le pueda tener, y si desde el guion puede pensarse en la extraordinaria suma de circunstancias aleatorias que impiden que aflore la verdad,  desde el ojo de la cámara todo se resuelve con unos planos y secuencias que dejan maravillado al espectador, máxime por la materialidad plástica del blanco y negro y una iluminación como pocas veces se suelen dar en el mundo de las series. Tengo que retroceder a El hombre elefante, de Lynch, por ejemplo, ¡otro monstruo bien distinto de este aspirante a rico sin escrúpulos!, o a ciertas películas de Kuroswa o Teshigahara para sentir la misma emoción cromática ante un blanco y negro y sus no esporádicos claroscuros al dramático estilo de las composiciones de Caravaggio: alma y vida del personaje y de la película.

          En fin, un festín para los buenos aficionados.

domingo, 23 de junio de 2024

«La tierra prometida», de Nikolaj Arcel o el Antiguo Régimen danés…

 

El sueño del bastardo: entre la ambición, la tenacidad y el orgullo.

 

Título original: Bastarden

Año: 2023

Duración: 127 min.

País:  Dinamarca

Dirección: Nikolaj Arcel

Guion: Nikolaj Arcel, Anders Thomas Jensen

Reparto: Mads Mikkelsen; Amanda Collin; Simon Bennebjerg; Melina Hagberg; Kristine Kujath Thorp; Gustav Lindh; Thomas W. Gabrielsson; Søren Malling; Jakob Ulrik Lohmann; Magnus Krepper; Morten Hee Andersen; Felix Kramer;Lise Risom Olsen; Arved Friese; Patricia Slauf; Martin Feifel; Laura Bilgrau Eskild-Jensen.

Música: Dan Romer

Fotografía: Rasmus Videbæk.

 

          ¡Esta manía de embellecer los títulos de las películas extranjeras, máxime cuando el original es tan nítido y elocuente como el de esta: Bastardo! La traducción tiene un deje bíblico que casa mal con la ambición fundamental del bastardo: ser reconocido por la realeza existente y promovido al rango de noble, con el título correspondiente como señor de unos páramos despreciados por todos y en los que  no se ve ninguna utilidad ni productividad.  Sí que el capitán bastardo tiene una misión, pero, se mire como se mire, es personal e intransferible: redunda exclusivamente en su propio beneficio, reparación y satisfacción. Luego, el desarrollo de los acontecimientos van por otros lados y al hombre no le queda más remedio que reconocer que la verdadera vida, más allá de sus aspiraciones legítimas, exigen otras decisiones que pueden incluso apartarnos de esas ambiciones iniciales que lo animan a instalarse donde nadie quiere hacerlo: en páramos desolados, pedregosos, azotados por todos los vientos inclementes y con unas temperaturas invernales devastadoras.

          Cultivar en esos páramos que se tienen por estériles es el primer paso para convencer al rey de que bien puede fundarse una colonia para la mayor grandeza del reino y en la que el capitán Kahlen sea el amo y señor, por supuesto. El principal obstáculo con el que habrá de luchar el capitán no será el capricho real, las adversas circunstancias climatológicas o que acaben fructificando sus patatas, sino la terrible, durísima y despiadada competencia que sufrirá por parte de quien se considera dueño y señor de esos páramos y de las vidas de quienes lo habiten: Frederik de Schinkel, interpretado magistralmente por Simon Bennebjerg, a quien vimos no hace mucho en otra obra turbadora: El pacto, de Bille August, sobre la escritora danesa por excelencia: Karen Blixen, una película muy interesante.

          La crítica, profesional y aficionada, destaca la interpretación de Mads Mikkelsen, el protagonista de la famosa Otra Ronda, de Thomas Vinterberg y, a título anecdótico, de Torremolinos 70, de Pablo Berger; pero no me cabe duda de que está muy reñida la lucha por elegir si es Mikkelsen o Bennenjerg quien se alza con el protagonismo en la película, porque no es nada fácil crear un tirano que se lleve la audiencia tras él, y Bennenjerg lo consigue con  brillante facilidad. El retrato del hombre débil, apocado, cuya maldad es siempre la que jamás comete por propia mano, sino ajena, va creciendo a lo largo de la película, sobre todo después de enterarse de que un par de criados han decidido escaparse para ponerse al servicio del capitán, antes de seguir su camino hacia su independencia personal, si ello es posible, porque el capitán solo les ofrece comida y techo, no tiene ingresos con los que pagarles. Al tiempo, la prometida oficial del aristócrata demente inicia un coqueteo con el apuesto, aunque rudo, capitán, lo que se añade a los celos desatados en que incurrirá el noble.

          La película recrea con fidelidad y con exquisita fotografía la indómita naturaleza danesa, algo en lo que el cine nórdico, no solo el danés, se está especializando, como ya dejé dicho en la reciente crítica de Godland, de Hlynur Palmason. A la que se regrese a la filmografía de Dreyer, podremos observar la espectacular visión del paisaje que suele formar parte de sus películas. Hay, en conjunto, una suerte de mirada metafísica y moral sobre el paisaje que nos habla, profundamente, del destino de las personas que tratan de salir adelante en él, venciendo toda clase de adversidades: escuela de temple y valor que no necesariamente escoge lo mejor, sino, muy a menudo, lo más conveniente.

          De lo anterior se deduce que el protagonista, guiado férreamente por su ambición, antepondrá esta a lo que podríamos entender, de forma vaga, como «buenos sentimientos», lo que complace al público, pero arruina la ambición del protagonista. Ello se ve en la renuncia a la niña gitana, símbolo, para los colonos que llegan para ayudarle a explotar los páramos, de malos augurios y de lo funesto en general, razón por la que el capitán, después de haberse encariñado de ella, toma la decisión de quedarse con los colonos y colocar a la niña en un centro de caridad. Téngase en cuenta que la pareja de sirvientes que huyó del noble ha sufrido la pérdida del hombre, salvajemente asesinado por el  noble, lo que ha ido dando pie a una unión de hecho entre la mujer y el capitán, en la que la niña era tratada como una hija adoptiva de ambos, de ahí el drama de la renuncia a la niña y la consiguiente desaparición de la mujer, que ha vuelto a su antiguo empleo en la casa nobiliaria.

          Ya se advierte, imagino, que la épica del cultivo de la patata en los páramos, por más que le parezca interesante a los espectadores no puede competir con los vaivenes sentimentales de la nueva pareja y la hija adoptiva, que poco a poco se van apoderando de la trama. Sí, es cierto que la relación del capitán con la Corona progresa en una dirección que concitará una reacción defensiva y oportunista —ahora que los nobles de la zona ven un nicho de negocio en los cultivos en el páramo- que enfrentará violentamente a los esbirros del noble contra el capitán y sus escasos ayudantes. Por esta vertiente de western de la película, muchos espectadores se sentirán más cómodos, imagino, que con el bucólico crecimiento de la patata, pero esta lucha por arrancarle a la naturaleza indómita unas parcelas de vida vegetal no dejan de tener un enorme aliciente. También la naturaleza suscita tanto interés como las pasiones humanas, por ello mismo, a pocos defraudará esta película serena y terrible, porque el poder absoluto de los nobles se exhibe aquí en toda su crudeza asesina. Disfruten. Tómensela con calma. Escuchen el hermoso crecimiento de los tallos y asómbrense de la enorme ingratitud de los corazones humanas y de su redención.

         

 

sábado, 22 de junio de 2024

«Winter’s Bone», de Debra Granik, o la eterna Usamérica profunda.

El tradicional orgullo usamericano como way of life caiga quien caiga…

 

Tíulo original: Winter's Bone

Año: 2010

Duración: 100 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Debra Granik

Guion: Debra Granik, Anne Rosellini. Novela: Daniel Woodrell

Reparto: Jennifer Lawrence; John Hawkes; Lauren Sweetser; Sheryl Lee; Kevin Breznahan;

Isaiah Stone; Ashlee Thompson; Shelley Waggener; Garret Dillahunt; Dale Dickey; Valerie Richards; William White.

Música: Dickon Hinchliffe

Fotografía: Michael McDonough.

 

          Los supongo que miles de seguidores de Jennifer Lawrence estarán de enhorabuena con esta película. A mí , particularmente, esta actriz me deja indiferente, porque no me transmite nada. Madre, de Aronofsky es la única película en la que he llegado a establecer un mínimo contacto, pero ha de decirse que en esa película trabaja más la cámara que ella, aunque reconozco que salva el papel con nota. Aunque no es la primera película en la que interviene, en esta película, dada su cara niñada, hace pasar sus veinte años por diecisiete y se nos presenta como una heroína que, con un padre en prisión y una madre enferma, ha de cuidar de sus dos hermanos, de la casa,  y todo ello sin ingresos regulares con los que hacer frente al hambre que los lleva a cazar ardillas para sobrevivir.

La historia se inicia con la comunicación oficial del sheriff de que su padre ha salido con fianza de la cárcel, pero que ha puesto como aval de la fianza la casa y las tierras, las cuales madre e hijos perderán si el prisionero en libertad condicional no se presenta, sobre todo porque una de las empresas dedicadas a esos menesteres es la que ha adelantado el dinero. Con esta premisa, está claro que la hija está decidida a hacer lo posible y lo imposible para encontrar a su padre, para que se presente y que puedan, ella y su madre y hermanos, seguir disfrutando del único y humildísimo bien que poseen.

Se inicia, entonces, una ronda de visitas a los familiares, empezando por el drogadicto hermano mayor suyo, un papel que borda John Hawkes, a quien muchos espectadores de series recordarán por su papel en la cuarta temporada de una serie que gozó del éxito popular, True Detective: Noche polar, de Issa López. El rechazo que sufrirá la sobrina será el primero de los muchos otros que vendrán después, porque en una sociedad en la que rige, como en la mafia, la ley de la omertá, y en la que no preguntar es la primera norma de convivencia, se cierne sobre el padre de la protagonista unos augurios funestos que, a pesar de su insistencia y de las poderosas razones que la inducen a perseverar en ella, acabarán haciéndose realidad. La ausencia del padre funciona aquí, no como un referente moral o emocional, sino como el clavo ardiendo al que agarrarse para no perderlo todo, bienes y la más que probable separación de la familia, que pasaría a ser responsabilidad de la administración. No es, pues, una película de mucho diálogo, sino de muchos sobreentendidos entre los que el espectador ha de moverse con mucha atención para que no se le escape el tenue hilo de la trama que nos habla del trapicheo de drogas, del inconveniente de la delación a los propios y de la inevitable venganza que ello supone. En todo caso, y a pesar de las muy duras situaciones que ha de afrontar la joven, la cruel violencia física entre ellas, su objetivo está claro: ha de presentar ante las autoridades la evidencia física de la muerte del padre, y ese sí que es un momento estremecedor: el modo como consigue hacerse con los «restos» del desdichado.

Es frecuente hablar del “sur profundo” para referirnos a los territorios usamericanos en los que la degradación moral se plasma en conductas que, a menudo, nos producen terribles escalofríos. Faulkner abundó en ellas. En esta película, propia de Misuri, en el centro de Usamérica, y relativamente cerca de la capital del country, Nashville, la historia nos ofrece los modos de vida de una pequeña comunidad muy cerrada y con costumbres muy apegadas a las tierras y al ganado: las escenas en la feria de ganado son espectaculares y forman parte de una tradición del cine usamericano, cercanas a las películas de rodeos o a los westerns de ganaderos, estén en lucha o no contra los agricultores, aquella épica que dio pie a tantos filmes gloriosos. Tiene, el recorrido de la joven de casa en casa, en el crudo tiempo invernal, algo de western también, porque se da a entender que, implícitamente,  pueda haber un afán de venganza por la muerte del padre, aunque, como es lógico, la joven tenga todas las de perder, contra una estructura social con tan férreas leyes, entre las que la que más nos sorprende es la sumisión incondicional de las mujeres a «sus» hombres, lo que las lleva a ser agentes físicas del escarmiento que recibe la joven por intentar ir más allá de lo que esas leyes permiten: al delator le aguarda la muerte, no hay más.

La búsqueda del padre es, por supuesto, y de forma paralela, la búsqueda de una solución para sus hermanos y su madre, en caso de que se ejecute la deuda por la fianza y lo pierdan todo, lo cual no excluye el alistamiento militar para cobrar los 40.000$ que ofrecen por hacerlo, aunque el ingreso llegaría más tarde que la ejecución de la deuda, y, además, no puede hacerlo hasta cumplir los 18. Ahí entra, casi de rondón, y en sueños terribles en blanco y negro, un sentido de pertenencia a la tierra que se traduce en el futuro nefasto de la posa de árboles centenarios para abrir espacios que permitan la edificación y la transformación de un espacio casi virgen en un eslabón más de la cadena degradante del supuesto «progreso».

Al espectador, a cualquiera, por fuerza ha de chocarle, no solo ese apego, sino, en términos generales, por las casas de los familiares, vecinos y amigos, el nivel de limitación económica, de relativa pobreza y de vida austera que domina entre los personajes de la trama. Claro que hay droga de por medio e ingresos que se entienden han de ser pingües, pero, por las costumbres, los bares donde domina el country o la fiesta en la que la música tiene un protagonismo casi reverencial, la forma de vida de los personajes, su manera de vestir y de actuar, tan rudimentario todo, sin la más mínima señal de sofisticación, nos habla de unos hábitos de austeridad que hunden sus raíces en los primitivos colonos del gran continente.

No olvidemos, por otro lado, la presencia de las armas y cómo la protagonista inicia a sus hermanos pequeños en su uso, defensivo y alimentario. Todo, en resumen, muy propio del middle west profundo y triste, con dejes de orgullosa independencia como signo primero de identidad: «Nunca pidas aquello que te ha de ser ofrecido», alecciona la protagonista a su hermano cuando le dice si les piden algo de lo que están cocinando a sus vecinos.

jueves, 20 de junio de 2024

«Juego limpio», de Chloe Domont, una ópera prima ambiciosa.

 

Entre el amor y la carrera profesional: los nuevos roles de hombres y mujeres.

 

Título original: Fair Play

Año: 2023

Duración: 113 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Chloe Domont

Guion: Chloe Domont

Reparto: Phoebe Dynevor; Alden Ehrenreich; Eddie Marsan; Rich Sommer; Sebastian De ; Souza; Jim Sturgeon; Sia Alipour; Geraldine Somerville; Jamie Wilkes; Abe Fark; Buck Braithwaite; Laurel Lefkow; J. Pace; Yacine Ramoul.

Música: Brian McOmber

Fotografía: Menno Mans.

 

          Si Armas de mujer fue una comedia que enamoró a los públicos por el ingenio de una trepa que, con suficiente preparación, sabe estar en el sitio adecuado en el momento justo, Juego limpio, aunque tiene como protagonista a una mujer, en modo alguno va a enamorar a público alguno, porque estamos ante una muestra de realismo sucio usamericano más cerca de la deprimente realidad reflejada por Mamet en el guion de Glengarry Glen Rose. Dirigida por James Foley. Por si fuera poco, la pareja protagonista trabajan como analistas de mercados para una firma especuladora, quienes viven de comprar y vender acciones, especulando sobre lo divino, lo humano y lo rastrero.

          De la pareja se nos cuenta su historia de amor y cómo se van a vivir juntos, manteniéndolo en secreto, porque los emparejamientos de los empleados atentan contra la política de la empresa, que los prohíbe, como perturbadores de la buena marcha de los negocios. Son jóvenes. Están cargados de ilusiones por prosperar, por descollar, por ser reconocidos y por alcanzar el poder de quienes deciden, de quienes se saben instalados en ese potro de tortura que exige el máximo de uno para no ser relevado por alguien con mayor intuición para ver dónde está el negocio, el provecho, el interés, el «pelotazo».

          Que los dos jóvenes no sean estrellas destacadas del universo cinematográfico añade un punto de verosimilitud a la trama que dota al relato de una perspectiva realista, no tanto de cuadro de costumbres, cuanto de análisis generacional y, avanzando en la trama, de las dos personalidades de los protagonistas, quienes se manifiestan en toda su agresiva claridad cuando un detonante trastoca lo que se esperaba y emerge una situación nueva a la que han de hacer frente y para la que, como era de esperar, no están preparados, específicamente él.

          Tras asistir al deprimente espectáculo de cómo echan del trabajo a un jefe de analistas, con violencia y teniendo que ser reducido por los servicios de seguridad, una deshumanización absoluta de las relaciones laborales, corren los rumores de que el protagonista de la película va a ocupar su lugar. Lo que sucede, sin embargo, es que es a ella, a la protagonista, a quien la nombran para ocupar ese lugar de mando desde el que tendrá bajo sus órdenes a su pareja, una situación incómoda que va a desatar una espiral de conflictos que van mucho más allá de los celos profesionales, porque, con la asunción de nuevas responsabilidades, mientras ella crece profesionalmente y desarrolla unas capacidades que él ni por asomo tiene, este intenta a toda costa destacar ante ella y los jefes para buscar un ascenso que los iguale en méritos profesionales, porque, muy lentamente, el equipo directivo de la empresa va a ir «seduciendo» a la brillante analista para que se integre plenamente en ese círculo directivo al que por sus méritos «pertenece».

          De forma paralela, la joven comete el «error» de comentarle a su madre que su pareja le ha pedido que se case con él, y la madre, ni corta ni perezosa, inicia las gestiones para la celebración de una fiesta de compromiso, con lo que eso supone de desplazamientos aéreos, reunión de familiares y amigos, etc. Con esa «amenaza» latente al fondo, la vida de los dos jóvenes entra en una dinámica por la que todo va a ir deteriorándose poco a poco, sobre todo a partir de que él, motu proprio, haga unas inversiones que se acaban convirtiendo en un agujero negro de pérdidas para la empresa, todo por tratar de estar a la altura de ella y reivindicar su propia promoción. La solución, para más Inri, llega de la mano de ella, porque ha sido puesta en el brete definitivo: o lo arreglas o estás despedida. Arreglarlo y ganar más de lo que se había perdido le reporta un «bonus» de medio millón de dólares, cheque que él ve casualmente entre otros papeles de su bolso.

          La deriva de la relación entre ambos se va volviendo cada vez más oscura, tóxica y asfixiante, de modo que lo que comenzó como una comedia romántica, o poco menos, se convierte en un thriller psicológico envenenado, en el que se alcanzan cotas de auténtico terror, dado que la humillación, en términos narrativos, suele exigir un desquite, una venganza. Nos movemos, entonces, en el fértil terreno del resentimiento de las almas vulgares que jamás llegarán a las cotas de éxito social a las que imaginaban que podrían llegar. En este tramo, la película alcanza sus mejores registros, así como las interpretaciones de los protagonistas: Phoebe Dynevor y Alden Ehrenreich, quienes bordan sus papeles, el de la desengañada de una masculinidad alienada y tóxica y el del resentido que  busca resarcirse de sus limitaciones mediante el acoso a la triunfadora que le ha robado la gloria.

          A su manera, la película tiene mucho de documento sociológico de verdadero impacto, porque nos habla de una sociedad en la que el choque de valores de muy diverso signo se impone sobre la posibilidad de la concordia. Sí, nos cuentan la historia de dos seres concretos, pero no podemos olvidar lo difícil que resulta construir una convivencia frente a valores, como el de la masculinidad dominante que es incapaz de reconocer el mérito de la mujer, aunque ello se va corrigiendo poco a poco; y, en ciertos niveles de pensamiento o formación, es algo que se contempla ya hoy con la mayor naturalidad.

         

lunes, 17 de junio de 2024

«Intento de asesinato», de Shôei Imamura, una obra perfecta.

 

Impresionante retrato de una «pobre de espíritu» (según la definición de Jaime Vándor) en un entorno adverso y degradante o un ultracurioso y poético amour fou.

 

Título original: Akai Satsui (Intentions of Murder)

Año: 1964

Duración: 150 min.

País: Japón

Dirección: Shôhei Imamura

Guion: Keiji Hasebe, Shôhei Imamura. Historia: Shinji Fujiwara

Reparto: Masumi Harukawa; Kô Nishimura; Shigeru Tsuyuguchi; Yûko Kusunoki; Ranko Akagi; Haruo Itoga; Yoshi Kato; Tanie Kitabayashi.

Música: Toshiro Mayuzumi

Fotografía: Shinsaku Himeda (B&W).

 

          Imamura tiene predilección por iniciar sus películas con imágenes de animales, con o sin función metafórica de por medio, y una de sus obras clásicas, gira en torno a una anguila. En Intento de asesinato, son dos hámsteres que agotan su ciclo vital  en la rueda de Sísifo, y, llegada el hambre, devorando el más fuerte al más débil, en una escena horripilante, pero tan real como la dura vida de la protagonista, nieta e hija de amantes o prostitutas que vive abarraganada con un hombre mayor que ella, con quien ha tenido un hijo. El hombre, bibliotecario, mantiene una relación extramatrimonial con una cegata compañera de trabajo que está empeñada en buscar pruebas concluyentes del adulterio de la mujer de su jefe para quedárselo ella, quien siente una pasión por él tan loca que es capaz de cualquier disparate para conseguirlo. Y sí, el disparate lo hará, y la consecuencia de él será ser atropellada por un camión en el ejercicio de detective privado para el que obviamente no reunía las mejores aptitudes.

          Intento de asesinato es una película en blanco y negro con una fotografía y unos encuadres que demuestran una perfección solo propia de quien, más allá de la historia, no pierde de vista en ningún momento lo importante que es la confección del plano y su iluminación para seducir a los espectadores. Aunque me adelante a la trama, hay una secuencia de un intento de violación, a cargo de un ladrón que entra en casa de la mujer, cuando esta se ha quedado sola, porque el compañero ha hecho un viaje con el hijo, en la que la protagonista y el ladrón luchan plantándose cara de tú a tú, hasta que él logra sujetarla en el suelo y, con la mano derecha empuña una plancha aún caliente con la que amenaza a la mujer con desfigurarla: el rostro del terror de ella reflejado en la plancha vale ya por toda la película. Si a ello añadimos el baile de picados y contrapicados y los giros cenitales de cámara sobre quienes acaben convirtiéndose en amantes, percibimos enseguida una voluntad de estilo que, vuelvo a decirlo, no entorpece en modo alguno en el desarrollo de una historia triste y desesperada, porque la mujer, que descubre en su violador las mieles de la pasión, no acaba de entender que ese músico sin suerte se haya enamorado tan profundamente de ella, una mujer siempre despreciada y en quien nunca, ni siquiera el padre de su hijo, ha puesto jamás los ojos con el amor con que él, pobre diablo, los ha puesto.

          Imamura, además del profundo retrato de la protagonista, y de las duras, estrictas e inhumanas relaciones de dominio entre hombres y mujeres, sin desdeñar los límites de lo que ha de considerarse «familia» o no, nos ofrece un ácido retrato de la sociedad japonesa de posguerra y de las ínfimas condiciones de vida en la que sobreviven mucho de sus miembros. Estamos en esa fase en la que aun no se ha iniciado el despegue económico que iba a llevar al Japón a liderar con Usamérica la economía mundial.

          Muy oportunamente, desde la irrupción del ladrón y la primera violación sobre la que los gestos de ella, su aceptación del placer, nos inducen a mantener una posición ambigua, como se irá viendo a través de la película, en una suerte de atracción y rechazo, ambos apasionados, que se irán manteniendo hasta la fatídica excursión al túnel donde tiene lugar la separación mortal de los amantes, tras una espectacular caminata monte arriba sobre la nieve, la historia del amour fou entre ambos personajes se erige como «la» historia de la película, aunque en sus inicios incluso le suscite a la protagonista la idea de suicidarse, para no afrontar tanta vergüenza, unas deliberaciones que visualiza de un modo tan realista que  se nos encoge el ánimo cuando parece que haya pasado de las figuraciones a la realidad, y siempre el tren de por medio, constantemente, como en otras películas de Imamura. De hecho, el viaje en tren de los amantes tiene secuencias de una calidad que impresiona, y de un erotismo que nos turba. Para mí ha sido una sorpresa esta vena erótica de Imamura, pero tras ver La mujer insecto o Los pornógrafos, reconozco que ello supone una particular deriva del autor que no quiere renunciar a una pulsión instintiva que tanto nos marca. Masumi Harukawa es la actriz que encarna a la perfección esa pobre de espíritu a la que todo el mundo trata como un pingajo y quien no tiene otro refugio que su inseguridad y el amor a su hijo, la única razón por la que decide no quitarse la vida y afrontarla —el loco amor del ladrón y violador— como pueda para no perder la seguridad de ser la mujer de quien es, aunque no esté casada y pueda perderlo todo en cuanto su marido sospeche que ella pueda tener un amante, de ahí la «necesidad» de liberarse de él, lo que convierte la película en su título, aunque, antes de ser un asesinato, quisiera ser un suicidio. ¡Qué actriz tan enorme, Masumi Harukawa! Y lo demostró desde muy pronto, en su carrera, cuando rodó una historia tan terrible como la de La mujer insecto, otra historia de una marginada que, a diferencia de la protagonista de esta que comento, logra abrirse camino en el mundo de la prostitución, bien relacionada con un comisario de policía y cómo, ley de vida, acaba en la prisión y con su hija ocupando su lugar en la cama del comisario, aunque con intenciones muy distintas, pero esa sí que es otra historia, ¡y que conviene ver!, porque tiene secuencias espectaculares y tan transgresoras que imagino hicieron las delicias de Fellini en su momento, como la hija que deja que su padre le alivie la tensión de la leche en sus pechos desbordados, cuando su hijo, enfermo, no puede hacerlo, escena que vuelve a repetir, ella ya con toda una vida a cuestas, estando su padre en el lecho de muerte, a punto de expirar. ¡Impresionante! Pero volveré a este Ojo con Los pornógrafos, porque merece mucho la pena.

jueves, 6 de junio de 2024

«Chinas», de Arantxa Echevarria, o el compromiso con la realidad.

 

Una mirada sin concesiones a la dura «adaptación» de los nuevos españoles…

 

Título original: Chinas

Año: 2023

Duración: 113 min.

País: España

Dirección: Arantxa Echevarria

Guion: Arantxa Echevarria

Reparto: Daniela Shiman Yang; Xinyi Ye; Ella Qiu; Pablo Molinero; Leonor Watling; Carolina Yuste; Valeria Fernández; Yeju Ji; Julio Hu Chen.

Música: Marina Herlop

Fotografía: Pilar Sánchez Díaz.

 

          Se le reprocha, al menos en FilmAffinity, la ausencia de un final contundente, impactante, rematador de los muchos hilos sembrados a lo largo del desarrollo de la película, pero bien podrían acordarse esos críticos cítricos del modo como concibió Zola su obra narrativa naturalista: une tranche de vie, esto es, sorprender la vida en el momento de producirse, desinteresándose del comienzo y del final, porque la vida es un largo río que fluye incesantemente, lleno de accidentes de todo tipo. Etxevarria, que ya se sumergió en otro grupo marginal de nuestra sociedad, el de los gitanos, para contarnos la osada historia del lesbianismo en una cultura muy machista, se ha fijado en esta ocasión en los miembros de la segunda generación de emigrantes, los chinos, en esta ocasión y nos habla de unas vidas fronterizas entre la obligación para con sus progenitores y su pertenencia, por razón de vida, a la nueva cultura a la que socialmente pertenecen. No es fácil conjugar ambas devociones, en el caso de que ambas o alguna de ellas lo sea. Los padres, que regentan un bazar, apenas chapurrean tres palabras de español; las hijas, una niña y una adolescente —¡qué maravillosas actrices ambas, pero sobre todo la pequeña, Daniela Shiman Yang, desde cuyos ojos se contempla la realidad compleja en la que viven!—, están plenamente integradas en su medio y se consideran españolas como cualquiera de sus amistades del colegio o el instituto, y de ahí la airada reacción de la adolescente en busca de aceptación social que se irrita porque la llaman «china» o «chinita».

          Aunque buena parte de la película adquiere un estilo costumbrista, popular, en el que se suceden episodios de la vida corriente, sea en la familia, sea en la escuela, sea en el grupo de amigos, no son pocos los conflictos individuales que la directora ha querido retratar con lenguajes muy distintos. Coincidiendo con la llegada de una niña de origen chino, adoptada, que no entiende ni una palabra de mandarín, una escena nos muestra el choque cultural desde una vertiente más compleja aún que la propia de la relación oriental-occidental, porque es la hija adoptada la que se queda bloqueada al entrar en el bazar y no entender nada de lo que la madre de la protagonista le dice en chino. La situación genera en ella tal rechazo que se negará a establecer relación con Lucía, a pesar de que esta sí que le habla en español, y esos intentos fallidos serán uno de los ejes sociales de la película. Como Lucía forma un precioso tándem con Susana —¡Qué descubrimiento, el de la simpatiquísima Valeria Fernández, de la misma altura interpretativa que la de Daniela Shiman!—, las secuencias en que ambas se «apoderan» de la película esta gana muchos enteros, sobre todo porque está plenamente conseguido el retrato de la espontaneidad de la infancia, rodado con una delicadeza extraordinaria.

          Muy diferente es la historia de la hermana de Lucía, Claudia, que ha sido explotada por los padres para encargarse de la hermana, de la limpieza de la casa y de la comida, para que ellos pudieran dedicarse a tiempo completo a su trabajo. La tensa escena en que la familia silencia el móvil y la televisión da pie a un cruce de reproches muy tenso, dramático incluso, que se resuelve con la necesidad de la joven de buscarse otros ámbitos en los que sentirse «acogida». Lo que sucede es que tanto ella como sus amigas se relacionan con jóvenes de muy baja catadura moral, amigos del botellón y del uso sexual de sus admiradores, todas ellas más volcadas hacia el culto a su imagen física que a otras preocupaciones más trascendentes. La crudeza de esas relaciones forma parte del particular «infierno» por el que ha de pasar quien, en sus propias palabras: «no quiero quedarme sola», lo cual la lleva a aceptar lo que, más allá de cualquier género de dudas, es inaceptable.

          La historia de la niña adoptada tiene una derivada adulta en el conflicto de los padres, quienes se debaten entre su propio papel de padres adoptivos y una reclamación de la madre biológica que reclama a su hija, pasados diez años. Esa otra escena de la madre biológica hablándole desgarradamente a una hija que no la entiende, y que a mí me ha parecido algo «truculenta», un exceso melodramático cuyo sentido no acabo de entender, excepto el pecado de buenismo de los padres que creen que la niña con diez años ha de poder decidir entre sus orígenes olvidados y su cómodo presente indiscutible, porque la diferencia de clase entre ella, Xiang —un ingrato papel difícil que Ella Qiu interpreta a la perfección, el exacto contrapunto hierático de la explosiva simpatía de Lucía— y Lucía es un interesante eje narrativo de la película.

          Al margen de esos ejes narrativos, ha de destacarse la presencia de Carolina Yuste en un personaje marginal que intenta convencer a la madre de Lucía de que le facilite, como la celebración de los Reyes Magos, la asimilación al nuevo entorno de la niña. No añade narrativamente nada extraordinario, pero dota a la relación con la madre y la hija de una humanidad imprescindible para entender cómo se van construyendo las relaciones humanas entre los nativos y los, relativamente, recién llegados. De algún modo, esta película se ve con otros ojos, si se ha formado parte de alguna inmigración interior en España, como desde Andalucía a Cataluña, por ejemplo, hechas, por supuesto, todas las salvedades y salvando todas las distancias, claro está.

          Muy valiente, la película, y sin miedo a mirar estas realidades cara a cara, con todas las aristas de una convivencia, en el seno de la familia de origen extranjero y entre nativos y foráneos, y que la directora afronta con entereza y sin paños calientes, por lo que ha de agradecérsele su contribución al mejor conocimiento de estas realidades que forman parte de nuestra vida corriente, por más que, a veces, nuestra conducta distante agrande distancias y consolide los guetos. Que vamos camino de ser una sociedad multicultural, al estilo de la de cualquier metrópoli occidental es un hecho que nos exige una manera distinta de hacer frente a cualesquiera conflictos que puedan surgir en el siempre difícil trance del encaje social.

miércoles, 5 de junio de 2024

«Todo el oro del mundo», de René Clair: la sátira demoledora.

 

La especulación inmobiliaria y el tópico de la oposición campo-ciudad, con la modernidad del adocenamiento televisivo de por medio…

 

Título original: Tout l'or du monde

Año: 1961

Duración: 85 min.

País: Francia

Dirección: René Clair

Guion: René Clair, Jacques Rémy, Jean Marsan

Reparto: Bourvil; Alfred Adam; Philippe Noiret; Claude Rich; Colette Castel; Annie Fratellini

Música: Georges Van Parys

Fotografía: Pierre Petit.

 

          Muy avanzada a su tiempo, la crítica demoledora de René Clair a la arrasadora especulación inmobiliaria bien puede decirse que no ha perdido ni un ápice de actualidad, porque los fundamentos de tan agresivo negocio siguen siendo los mismos y están plenamente operativos. A su manera, esta película de Clair recuerda no poco aquella película rodada en estado de gracia que fue Los jueves, milagro, de José Luis Berlanga; si bien aquí las aguas termales solo son una parte del proyecto especulativo, aunque importante, sin duda.

          El planteamiento empresarial es ingenioso: tras unas imágenes iniciales de del caos circulatorio de París, y de las grandes ciudades en general, unas imágenes que recuerdan mucho a Jacques Tati,  descubrir un pueblecito francés, en el mítico «sur», cuyos habitantes hayan muerto todos con más de noventa años de edad, para comprar todos los terrenos y edificar una nueva villa, con torres de pisos, en un entorno saludable y centrando el mensaje en que son las aguas de una fuente comunal las responsables de la longevidad de los habitantes.

          La pericia de René Clair es muy digna de nota, porque las gestiones de los especuladores tienen un ritmo endiablado, dado que la empresa necesita reunir todas las firmas de todos los habitantes para tener el control total del proyecto, al que se suman con entusiasmo autoridades y vecinos…, ¡excepto uno! Y aquí tenemos, como muestra de gran sabiduría narrativa, la vieja situación de la irreductible aldea gala que, esta vez, en lugar de oponerse a los romanos, lo hará a los especuladores inmobiliarios. El protagonista es un aldeano radicalmente apegado a sus tierras que no quiere ni oír hablar de vender, porque han sido, desde que las heredó de sus antepasados, la razón de ser de su vida. De forma accidental y con no poca gracia, por cierto, la propia del humor negro, el labriego, que se ha defendido de los acosadores con su escopeta de cartuchos de sal, cuyo uso, tan gracioso, nos remite a lo mejor del cine mudo, muere y deja, como heredero universal,  a su hijo, a quien el padre detestaba, tan atrabiliario como falto de luces. Los promotores creen que lo podrán convencer con facilidad. Pero la presión se complica y se tuercen los designios de los especuladores, porque el hijo se reconoce en deuda con su padre y no quiere dar un paso que contraríe su voluntad de resistirse a vender.

          Clair explota muy hábilmente lo que mucho tiempo después será algo común en los usos populistas televisivos: la burla urbanita del atávico mundo rural. Y por aquí emerge un tema clásico: el enfrentamiento entre el campo y la ciudad, que Antonio de Guevara convirtió en un clásico de nuestras letras: Menosprecio de corte y alabanza de aldea, y que ha pervivido desde Horacio a nuestros días. La televisión, como fenómeno de masas, adquiere en la película un protagonista que se adelanta a una obra tan triste como Ginger y Fred, de Fellini, por ejemplo.

          Los aficionados al cine francés, yo entre ellos, por supuesto, podemos disfrutar con dos actores muy distintos: Bourvil y Philippe Noiret. Bourvil hace los dos papeles: padre e hijo que se resisten a vender; Noiret, por su parte, en la película en que más joven lo he visto,  borda el papel de cínico y desalmado especulador inmobiliario que se mueve por el pueblo casi como los «hombres de negro» lo hicieron en la Grecia en quiebra, si bien la perspectiva de  la villa de la longuevie permite unas bondades que solo esconden la privatización de lo que hasta su llegada ha sido un bien común: la fuente de agua que, aun a pesar de estar en el terreno de quienes se niegan a vender, padre y luego hijo, en la publicidad de la promoción se la hace responsable de la longevidad de los vecinos del pueblo.

          Como se aprecia, estamos en presencia de una película costumbrista que, sin embargo, va bastante más allá del mero entretenimiento, porque el retrato resultante de la sociedad que nos traslada René Clair no es un espectáculo grato a los ojos de nadie, por más que el ritmo desenfrenado de la historia contribuya a reforzar el tono de comedia: la sátira moral de la miseria humana predomina, por suerte para los espectadores, sobre la anécdota, lo cual se resume, fílmicamente, en un curioso desenlace y en unas secuencias finales auténticamente magistrales. Al fin y al cabo, Todo el oro del mundo, es una obra de madurez, muy cerca ya del final de su carrera, y eso se aprecia en el magnífico ritmo con que narra Clair la historia, llena de momentos muy afortunados, en gran parte debidos a la soberbia actuación desdoblada de Bourvil, quien «compone» las personalidades enfrentadas de padre e hijo con recursos del inmenso actor que fue siempre.