Un peculiar amour fou en la degradación de una sociedad sin horizontes.
Título: Kárhozat (Damnation)
Año: 1988
Duración: 114 min.
País: Hungría
Dirección: Béla Tarr
Guion: Béla Tarr, László
Krasznahorkai
Reparto: Miklós B. Székely; Gyula
Pauer; Hédi Temessy; György Cserhalmi; Agnes Kamondy; Vali Kerekes; János Gemes;
Gáspár Ferdinándy; Zoltán Farkas.
Música: Mihály Víg
Fotografía: Gábor Medvigy
(B&W).
Gracias, quizá,
al encuentro de Béla Tarr con el novelista László Krasznahorkai, el director
húngaro acabó forjando la peculiar unión entre historia e imágenes que, a
partir sobre todo de La condena, ha definido un modo muy singular de
entender el lenguaje cinematográfico y que ha otorgado a la obra de Tarra la
condición de autor personalísimo e influyente, lo que ha provocado que actrices
tan consolidadas como Hanna Schygulla o Tilda Swinton hayan querido trabajar con
él.
Tengo la suerte de ir «cubriendo» la
totalidad de su obra, porque Tarr dijo que El caballo de Turín sería su última
película, precisamente la primera que yo vi en puro arrobo y la que me incitó a
adentrarme, de forma no cronológica en su obra, por lo que hace poco vi su
primera película, Nido familiar, y antes que la presente, lo que
sería la más directamente influida por ella: Sátántangó, adaptación al
cine de la heterodoxa novela de László Krasznahorkai en una trilogía que ha de
verse, sin embargo, como una sola obra y, por lo tanto, sin solución de continuidad.
Que el cine de Tarr es inclasificable es,
sin duda, su mejor tarjeta de visita. La segunda, que Tarr no es en modo alguno
complaciente con ese colectivo abstracto para el que se supone que crean sus
películas los directores: el público, la audiencia, ¡la taquilla! Sin
despreciarlo, obviamente, vive su aventura artística de espaldas a él, y
convencido, como pocos, de la entidad de su propio proyecto, al que se entrega
con inusitada fe, como si fuera hijo de una «revelación».
La condena inaugura la importancia decisiva
de la puesta en escena y la atmósfera en las obras de Tarr, más allá de la
técnica ultramorosa de los barridos con la cámara, los planos fijos por donde
evolucionan hasta desaparecer de él los personajes, tarden lo que tarden, los
primeros planos agresivos de unos rostros esculpidos por el tiempo, los
desengaños y unas condiciones de vida tan adversas como las generadas por el
comunismo en los países de su férrea órbita. Esa puesta en escena, que se
acentuará, como el resto de sus estrategias fílmicas en Sátántangó, una
obra maestra, consigue planos y secuencias de extraordinaria belleza, muy
relacionada, sin embargo, con la estética del noir usamericano, porque
la obra tiene destellos de thriller, y también de cine psicológico, y en la que
la presencia de la lluvia, el barro, la gabardina clara mojada, el coche o el fracasado
neón del club donde trabaja el objeto de la pasión del protagonista tendrán una
función sobresaliente. ¡Y la música! No solo la extraordinaria canción que
canta la protagonista, ¡la más hiriente melancolía hecha lenguaje de pentagrama!,
sino la reiterativa del baile colectivo postrero, una secuencia muy pero que
muy propia del autor, y en la que, más allá de la reiteración obvia, se ha de
bucear buscando los detalles.
La historia tiene la simplicidad asociada
a las obsesiones: un hombre se ha enamorado hasta las cachas de una mujer que
trabaja en un bar y que está casada con un mafioso de poca monta. El dueño del
bar, amigo del protagonista, un hombre que trabajó en la mina y ahora está
retirado, le propone un trabajo para pasar de contrabando una mercancía por la
que se ganaría unos buenos dineros. Como él sabe que su enamorada, que abre la
película dándole con la puerta en las narices, aunque con una insólita
declaración de amor que nos deja intrigados, tiene deudas a las que no puede
hacer frente, le pasa el encargo para que «hagan caja». La atmósfera dominante
en la película es la del vencimiento, la pesadumbre, el fatalismo, la tristeza
y unas relaciones sexuales teñidas casi de angustia y frialdad, a juzgar por
cómo los enamorados acaban uniéndose en ausencia del marido y enfrentándose a
su vuelta, e incluso con una aventura no programada con el dueño del bar, tras
la secuencia magistral del baile popular en que ella baila con los tres hombres
que la codician, aunque el instinto de las ganancias la lleven a decantarse por
el empresario. Todo ello nos llega como si se tratara de los últimos habitantes
del planeta que estuvieran esperando el choque con el cometa «Melancolía», como
en la película homónima de Lars von Trier. La tortura psicológica de un hombre
vuelto de espaldas a la comunicación tiene su momento clave en la conversación
postcoital con la amante, cuando le revela lo que ocurrió en una relación anterior
con otra mujer, una escena verdaderamente antológica, por más que el desenlace
se intuya desde que comienza a narrar la anécdota, y acaso por ello mismo, la
mujer que lo rechaza y lo acepta y lo rechaza y lo acepta y lo rechaza… acaba
en brazos del dueño del bar.
Decir que el cine de Tarr es un cien de
silencios es cometer casi una tautología. De hecho, incluso sorprende la tirada
bíblica con que una mujer trata de no sabemos si consolar o instruir al protagonista,
quien no le hace ningún caso, porque su obsesión amorosa no le deja pensar en
otra cosa. De hecho, la mujer lo asalta mientras él, como en buena parte de la
película, está «al acecho» de la mujer, quien lo mantiene a distancia, a pesar
de reconocer que está enamorada de él. Son esas escenas en las que se le ve
escondido, de espaldas, con una lluvia constante que parece anegarlo todo,
empezando por las palabras; una lluvia que se convierte en barro que se adhiere
a los zapatos y los bajos de la ropa cuando se atraviesa por los charcos que se
producen en el terreno, una lluvia que caer inclemente sobre animales y
personas, hasta cierto punto igualándolas, del modo como el agua que rezuman
por las paredes van empapando los muros, filtrándose y debilitándolos. Y luego están
los rostros, en primeros planos que son tratados de psicología; como cuando la
cámara barre de izquierda a derecha la escena y en los huecos del muro van
apareciendo los rostros de los lugareños, silenciosos, hieráticos, como en un duelo compartido se ignora por quién…, aunque
no es difícil de presumir que por la ausencia de auténtica vida digna de ser
vivida con el arrebato de la pasión que, en La condena, solo se manifiesta en
la obsesión del protagonista por la mujer que lo rechaza, etc.
Puede que el plano fijo o los barridos
morosísimos desesperen a públicos poco formados cinematográficamente, pero la
técnica de Tarr tiene una capacidad de penetración psicológica inaudita que,
dado el contexto social de la Hungría comunista a punto de derrumbarse como
sistema político fallido, pues un año después, en 1989 caía el muro de Berlín
y, posteriormente, fueron cayendo los regímenes comunistas de todos los satélites
de la Rusia soviética, hasta que esta misma también cayó. Quizás hay una imagen
que sintetiza esta circunstancia social: el neón de la sala, cuyo nombre «Titanik
Bar», tiene sus últimas luces fundidas, lo que, unido a la metáfora evidente
del famoso hundimiento, acaba redondeando un mensaje inequívoco.
Les pediría a los futuros espectadores que
tuvieran la paciencia suficiente como para dejarse sumergir en las atmósferas
que crea Tarr, porque la recompensa, más allá de su inmovilismo imaginario, es
superlativa. Véanla, si no.