martes, 29 de julio de 2014



Las vidas de Grace o la infancia abusada: la traumática sutura de las heridas del yo.

Título original: Short Term 12
Año: 2013
Duración: 96 min.
País:  Estados Unidos
Director: Destin Cretton
Guión: Destin Cretton
Música: Joel P. West
Fotografía: Brett Pawlak



                                                             



Cuando una historia se impone a los recursos narrativos fílmicos, olvidamos de repente que estamos delante de una obra de arte donde un Director ha abocado toda su imaginación -en el sentido literal de la palabra- y solamente, una vez ha acabado la película y todavía nos sentimos golpeados por aquello que hemos visto, tratamos de recordar aquella compleja trama de secuencias, de planos y contraplanos, de travellings, de planos secuencia, de picados y contrapicados, etc., o el tan específico uso de la cámara al hombro, sin saber si esta revisión mental acabará cambiando nuestra opinión sobre la película.
Hablamos, como ya se habrá adivinado, de una película que muy bien podríamos considerar como heredera del 'cinéma vérité' francés o del 'free cinema' inglés, los dos a medio camino del documental pero con una poderosa narración transparente al servicio de historias sobrecogedoras donde se denuncian situaciones sociales duras e incluso durísimas, como es el caso de Las vidas de Grace, porque, en este film, es la cuidadora de los niños con serios problemas familiares, la que necesita ayuda urgente si es que quiere mantener la integridad psíquica personal y que no se le vaya a pique el proyecto vital en que se ha embarcado con un compañero del trabajo.
En principio, su background de niña abusada muy gravemente, violación incluida, por un padre que está a puntoi de cumplir condena y salir de la cárcel, parece el adecuado para poder atender a criaturas que sufren problemas como el que ella ha vivido en carne propia, pero, como ya digo, todo se complica de lo lindo cuando recibe la noticia dolorosísima de que su padre será puesto en libertad.
Revivir los traumas que tuvo que sufrir a una edad tan temprana, pero a la vez no demasiado lejana, porque no habrán pasado más de veinte años entre su pasado traumático y su presente en que todavía no ha digerido aquellos hechos traumáticos, es, quizás, el eje central de 'estas "vidas de Grace". El plural se refiere, está claro, a su presente laboral, porque la chica está volcada, como educadora social, en la cura de adolescentes con serios problemas.
El cruzamiento de ambas vidas, la suya y la de sus adolescentes, con el estallido de su profunda vergüenza y su incapacidad para superar aquella situación que vivió, se produce justo con la llegada al centro de internamiento, no especialmente riguroso, porque los jóvenes tienen fácil acceso al exterior, de una interna con tentaciones suicidas y propensa a autolesionarse, fruto de una situación de abuso por parte del padre que los terapeutas no han detectado, y que tampoco la joven ha querido nunca denunciar. Es angustioso ver por lo que están dispuestas a pasar algunas jóvenes para no perder el hogar familiar, para no perder el fuerte sentimiento de pertenencia a un grupo familiar fuera del cual se sienten perdidas.
Short Term 12 es el nombre de la institución: centros de acogida donde los internos conviven con sus cuidadores, quienes intentan crear un ambiente donde los jóvenes puedan intentar rehacer sus vidas.
El director trabajó en uno de ellos y el resultado de aquella experiencia fue un cortometraje que ha llegado a ser, mutatis mutandi, este largometraje que se ve como un acercamiento a un mundo a menudo olvidado y como un  homenaje a las personas que dedican sus esfuerzos laborales para  cuidar a personas con tan graves heridas psicológicas.
La verosimilitud de las historias y la verdad de las actuaciones nos atrapan, como espectadores, desde el primer momento, y a pesar de que el comportamiento de la protagonista da a entender que tiene un talante caprichoso, un poco lunático, enseguida averiguamos el trasfondo dramático que lo fundamenta.

Entre las primeras críticas que aparecieron en esta sección, había una, La herida, de Fernando Franco, que tiene mucho que ver con esta, porque se trata de situaciones llevadas  al límite y más allá.  Es curioso que las dos sean la ópera prima de cada uno de ellos. Ahora bien, cuando se ha tenido una relación directa con personas que sufren estos dramáticos trastornos de la personalidad, sea por la causa que sea, es muy difícil olvidar los duros momentos vividos junto a estas personas. Por eso, Destin Daniel Cretton pensó que ninguna otra historia era más digna de ser contada que la que vivió de primera mano. Y se lo tenemos que agradecer, porque nos ha ofrecido una película que la vemos más  con  los ojos del corazón que con los ojos del crítico. Es cierto que se deja llevar por su entusiasmo hacia los 'héroes' que contribuyen a suturar, dentro de sus reducidas posibilidades, las heridas de los jóvenes a su cargo, y que nos quiere dar un final esperanzado, pero ¿lo habremos de censurar por ello?

viernes, 25 de julio de 2014

"Viva la libertà", de Roberto Andò o el libre albedrío del doble.


Viva la libertà: La crítica de la política desde la lucidez de la excentricidad o la telúrica compenetración de los gemelos.

Título original: Viva la libertà
Año: 2013
Duración: 94 min.
País: Italia
Director: Roberto Andò
Guión: Roberto Andò, Angelo Pasquini
Fotografía: Maurizio Calvesi
Reparto: Toni Servillo, Valerio Mastandrea, Valeria Bruni Tedeschi, Michela Cescon, Anna Bonaiuto, Eric Nguyen, Judith Davis, Andrea Renzi


        

Viva la libertà  es, indudablemente, una película política, pero esta es solo la primera de las dos lecturas que la obra permite, porque junto a lo que es evidente, el oscuro y complejo mundo de la política, un venenoso laberinto de ambiciones enmascaradas, transcurre la historia de dos gemelos con una relación muy complicada, parte de la cual es que desde hace veinticinco años, contra lo que dicta la experiencia sobre la vida de los gemelos , que no pueden ignorarse mutuamente sin un agudo padecer, no saben nada el uno del otro.

Con una premisa clásica, el Anfitrión, de Plauto, una de las grandes joyas del teatro cómico universal, y desde el eco de obras en las cuales la suplantación de la personalidad entre gemelos es el motor de la historia, incluso en géneros tan alejados como la comedia y el drama, sea El prisionero de Zenda, de Richard Thorpe, una obra maestra dentro de su género, o Inseparables, de David Cronenberg, un perfecto ejemplo del cine de psicologías enfermizas y morales perversas del autor canadiense; la película de Roberto Andó, basada en su propia novela,  Il trono vuoto (El trono vacío), explota a la perfección este juego de suplantaciones y permite al espectador no solo adentrarse en las entrañas de un partido supuestamente democrático, sino también en la vida destrozada de un dirigente que descubre, de repente, que ha perdido su vida personal y que se siente desconectado del meollo de las emociones que nos definen como seres humanos.

La presencia de Toni Servillo, después del éxito indiscutible que consiguió con La grande belleza, es per se todo un aliciente añadido a la película, y más aún si, como se anuncia en el cartel publicitario de la película, se prevé que haga dos papeles diametralmente opuestos. Esta suposición enseguida deviene una presunción equivocada, porque, y eso es un mérito indiscutible de la película, la clave de la suplantación de personalidades no radica en la mayor o menor eficacia de unos caracteres marcadamente enfrentados, que permitan, por así decirlo, una actuación contenida y seria hasta el aburrimiento, por parte del político en horas bajas,  y otra alocada, llena de eso que solemos llamar la joie de vivre, del hermano loco, que se ajustaría, por otro lado, al perfil propio de quien acaba de salir de una institución mental. No hay tantas diferencias, sin embargo, entre ambos hermanos, y, de hecho, bien podríamos considerar que son más las semejanzas entre ellos que propiamente las diferencias. ¿En qué radica, entonces, el efecto antagónico que permite seguir la película con un creciente placer sin exaltaciones ni desmesuras?

Contestar a esta pregunta significa asistir a la más que inteligente renuncia del guion a explotar una situación que podría haber dado pie a muchísimas más situaciones divertidas. Es de todo punto elogiable la habilidad con que se ha construido el mismo para no dejarse caer por la peligrosa pendiente de la screw ball comedy, lo cual nos permite profundizar de una manera crítica, lúcida y realista en la tarea política, y más especialmente en la italiana, cuyas antiguas raíces hemos de ir a buscar a historiadores como Tácito, por ejemplo, que nos ofrece ya, en aquella Roma Imperial, el patrón de conductas que cubren el abanico entero de las pasiones humanas que hallamos en tan generosa dedicación ciudadana.

Desde siempre han sido noticia las luchas de personalismos y las inmensas dificultades que han experimentado los políticos italianos para llegar a acuerdos entre el gran número de fuerzas políticas que obtienen representación parlamentaria, todos siempre más pendiente de los citados personalismos que de acordar programas que lleven a buen puerto políticas de modernización del país. Quizás a ese cainismo básico de la política italiana se deba la «espantá» repentina del jefe de la oposición, que desaparece de un día para otro sin dejar rastro ni comunicárselo a nadie, ni a su mujer ni a su jefe de gabinete, un eficacísimo Valerio Mastandrea, parte fundamental en el éxito de la comedia. Esa «espantá» inicia una narración que se articula en torno a dos ejes bien definidos: el reencuentro del político con una antigua amante, ahora script y mujer de un famoso director de cine, por una parte; y, por otro, la actuación suplantadora de un hermano que, sin él desearlo, se ve, por primera vez en su vida, con acceso a las altas esferas políticas y con el poder inmenso de ser escuchado, además de con la posibilidad real de transformar la realidad mediante su iniciativa política. Sin caer en el sentimentalismo, en el primer caso, ni en la parodia histriónica en el segundo, los dos ejes se desarrollan como si no hubiera relación ninguna entre ambos. A medida que avanza la película, sin embargo, estas dos líneas paralelas se tuercen y, con una sutileza que el espectador agradece, como si fuera un reconocimiento del director a su madurez hermenéutica, la del público, ambos ejes acabarán convergiendo de una manera casi imperceptible, pero inequívocamente, lo cual añade un grado de complejidad a la historia que el espectador, al que no le agrada que se lo den todo masticadito, agradecerá profundamente.

La vertiente política de la película tiene mucho que ver con nuestra situación política actual, porque lo que se critica es el aggiornamento de una clase política que se distancia del pueblo que lo traiciona en aras del beneficio de los poderosos, de los poseedores del capital que dictan, desde sus intereses, la política de cualquier gobierno, sea de derechas o de izquierdas. Ante tal atonía representativa, el usurpador articula un discurso que lejos de halagar a sus posibles votantes, los interpela por el lado individual y los coloca ante sus propias responsabilidades a la hora de crear sus propias vidas. Toda la actuación del filósofo  transmutado en político por azarosas circunstancias -¡nada que ver, sin embargo, con la mediocridad insultante del Terricabras secesionista, un auténtico demagogo de feria ambulante!-, sus discursos e intervenciones ante la prensa o en encuentros con otros colegas son de lo mejorcito de la película, y recuerdan, en parte, aquella  magnífica película, Bienvenido Mr. Chance –basada en una breve novela de Jerzy Kozinsky, Being there, que recomiendo como entretenida lectura– de Hal Ashby (autor, por cierto de una joya bastante desconocida: Harold y Maude, cuya visión también  recomiendo fervientemente); una película en la que Peter Sellers hacía el papel de un jardinero que deviene azarosamente un experto analista político mediante unas enrevesadas metáforas hortelanas cuya interpretación trae de cabeza a los más sesudos expertos in politics. Son muchos los momentos brillantes de la película que desnudan la impostura tradicional de la acción política y su juego de imposturas, engaños ¡y hasta daños!, pero baste como significativo botón de muestra el momento en que el usurpador sube a un escenario para dar un mitin y parece que no sepa qué decir. De repente se vuelve y descubre a su espalda un mural donde aparecen  decenas de palabras que quieren sintetizar las principales reivindicaciones obreras. Las lee rápidamente, se gira y comienza su alocución diciendo que no halla entre todas aquellas palabras la única que iba buscando: pasión. El hermano loco del tristísimo y solemnísimo secretario general del partido de la oposición representa, y así se lo explica a las masas en un brillante discurso jamás oído por estos lares, la pasión de vivir. Lo que me callo, en este juego arriesgado y oscuro de los gemelos, al que habían jugado muchas veces hasta que se separaron, es, al final, quién es quién. Para eso se habrá de ir a ver la película.

 

 

 

            

 


jueves, 17 de julio de 2014

Dos vidas: la estremecedora  huella ardiente del nazismo y la guerra fría.

Título original: Zwei Leben (Two Lives)
Año: 2012
Duración: 97 min.
País:  Alemania
Guión: Georg Maas, Christoph Tölle, Ståle Stein Berg, Judith Kaufmann (Novela: Hannelore Hippe)
Música: Christoph Kaiser, Julian Maas
Fotografía: Judith Kaufmann



                                                       



          Dos vidas es una película política, sin duda, porque sin el contexto inicial de los delirios raciales del nazismo y, posteriormente, del totalitarismo comunista de la DDR alemana, resulta imposible comprender lo que la película también es: una tragedia humana que le llega al espectador de una forma tan contundente que lo lleva a la congoja e incluso al sufrimiento. La película transcurre con absoluta normalidad hasta que comienzan a aparecer comportamientos inquietantes de la protagonista que al espectador le cuesta interpretar, porque se le ofrecen, como debe ser, con una clamorosa ausencia de datos que el guión se reserva como bazas que se irán jugando con un timing perfecto para construir lo que bien podría ser considerado un thriller político en la línea de las investigaciones del  sueco Stieg Larsson, autor de la trilogía Millennium, cuyas adaptaciones al cine se dejaban ver con interés tanto la primera, Los hombres que no amaban a las mujeres, dirigida por Niels Arden (muy superior a la versión americana de David Fincher, a pesar del prestigio de este director), como las otras dos dirigidas por Daniel Alfredson.
En Dos vidas hay una compleja trama que se inicia con las relaciones que tiene una mujer danesa, magnífica Liv Ullmann –sobre quien el director Georg Maas rodó un documental en 2012, no visto aquí, como tampoco han sido vistas sus dos primeras películas, que espero puedan ser rescatadas a partir del éxito que le auguro a esta tercera película suya– con un oficial alemán invasor, un aspecto de la trama, sin embargo, por el que se pasa como de puntillas, cuando es sabido que en Francia, por ejemplo, fue brutal el castigo-escarmiento público inmoral y despiadado que infligieron a las “colaboracionistas horizontales”, como las llamaron, y hay estremecedora foto de Robert Kappa al respecto.. La diferencia  es que en Noruega hasta hubo un gobierno noruego pronazi, el de Quisling. Fuera como fuese, el caso es que la película en ningún caso se plantea esa especial confraternización con el enemigo, como lo prueba el que un retrato con el oficial nazi presida el rincón de fotos del comedor de la madre. La hija de ambos, sin embargo, le fue sustraída a la madre para mandarla a Alemania para ser educada en un Lebensborn o centro de educación de la savia auténticamente aria del Tercer Reich. Con la caída del Régimen y la división de Alemania, esos jóvenes quedaron en tierra de nadie, y a partir de ahí se inicia la aventura de la reunión entre la hija y la madre. Una aventura con trágicos recovecos que no puedo revelar en modo alguno, aunque lo esté deseando, porque forman parte del atractivo de la película en lo que acaso sea su parte más dramáticamente humana. Ese misterio nos acerca, como dije anteriormente, al trhiller político como género, pero enseguida descubre el espectador que lo que aparece ante sus ojos, por monstruoso que nos pueda parecer, es un drama íntimo, acezante, humano, demasiado humano, que nos sitúa en una suerte de encrucijada moral, y que nos exige, además, una respuesta personal. El guión es lo suficientemente milimétrico como para que nada de lo que se pueda intuir durante el visionado, sea lo que al final sucede, lo cual deja al espectador sumido en el estupor más absoluto.

 Técnicamente, la película es muy notable, porque al narrar los dos tiempos de ambas vidas, se distingue el del pasado mediante un uso del tratamiento del color con un exceso de grano en la textura del fotograma que consigue no solo un efecto de verosimilitud total para crear un registro de  documental, sino también la imprecisión en la identificación de los personajes, de modo que el espectador se interrogue permanentemente por el sentido de esas imágenes y su relación con la narración en tiempo presente. No añadiré más datos sobre la trama porque ha de ser el espectador el que asista a ciertas revelaciones que actúan, al modo de la tragedia griega, de manera catártica. Sí puedo decir, sí debo decir, que la suerte de no conocer a los actores y actrices de la película, salvo el caso de Liv Ullmann, que aparece un poco como florero de la historia, aunque hace que la cinta suba muchos enteros cada vez que aparece en escena, y más hacia el final, consigue que el verismo de la historia sea total. El cuarteto protagonista viven un drama familiar en el que nos vamos introduciendo poco a poco, para que cuando llegue el desenlace o el desvelamiento del misterio, nos quedemos como ellos: estupefactos, con la mirada perdida en el horizonte del mar, devastados por la perplejidad y consumidos por un odio atenuado por un extraño amor. Si a ello unimos la filmación en unos exteriores noruegos que, con estos calores, parecen una invitación a reservar el primer vuelo para el septentrión, todo contribuye a la creación de una película que perdurará en la memoria del espectador, por la necesaria crudeza del tema, porque la película ha de entenderse también como un intento de película-denuncia para que no nos borren la memoria colectiva del horror, ni nos la dulcifiquen hasta banalizarla. La parte “alemana” de la película, rodada en la antigua Alemania del este, recordará La vida de los otros, con la que puede ser comparada sin perder nada en la comparación, y con Bye, Bye, Lenin, porque la sordidez cartesiana de los barrios populares de la Alemania proletaria para la que…. Casi se me escapaban ya hilos de la trama que debo silenciar. Vayan ya a verla, porque un crítico no puede contenerse tanto sin que la retención informativo le pase factura.

martes, 15 de julio de 2014

La barrera invisible: Ni una mala palabra, ni una buena acción… El cine denuncia de Elia Kazan.

Título original: Gentleman's Agreement
Año: 1947
Duración: 118 min.
País:  Estados Unidos
Director: Elia Kazan
Guión: Moss Hart
Música: Alfred Newman
Fotografía: Arthur Miller (B&W)





                                               





               Siempre es oportuno revisar los clásicos, sobre todo si no son los más vistos, que es lo que me propongo en esta sección: hacer propuestas al espectador para recuperar películas cuyo interés está muy por encima de su mayor o menor popularidad. El subtítulo de la crítica señala en qué consiste el Acuerdo entre caballeros del título original traducido literalmente: ni una mala palabra, ni una buena acción. Nadie desconoce al director, Elia Kazan, famoso no solo por su cine, sino también por su espíritu delator, que le valió el oprobio de quienes sufrieron la persecución del senador Joseph McCarthy por las supuestas actividades antinorteamericanas, por más que lo guiará la supuesta buena intención de que el comunismo no supusiera una amenaza para los Estados Unidos de América. El carácter social de su cine y la capacidad para plasmar las complejas psicologías de sus personajes, como en Un tranvía llamado deseo o en Al este del Edén, permiten intuir que nos hallamos ante una película en la que la denuncia social adquiere naturaleza dominante.
                El tema escogido por Kazan es nada menos que el antisemitismo en la sociedad norteamericana, algo que, dado el enorme poder del lobby judío en los Estados Unidos, pudiera parecer irrelevante, aunque no lo es en modo alguno, y ahí están los integristas del Tea Party que no nos dejaran mentir.  El planteamiento es sencillo: un escritor –el muy convincente y eficaz Gregory Peck– ha de hallar un enfoque original para tratar el tema del antijudaísmo –   que sería concepto más propio– en el seno de una sociedad aparentemente liberal y respetuosa con las minorías, excepto con la minoría negra, como nadie ignora. Como llega a Nueva York para trabajar en la revista y casi nadie lo conoce personalmente, decide hacerse pasar por judío para detectar la reacción de las personas con quienes se vaya relacionando, desde su bloque de viviendas hasta el trabajo, pasando por cuantos, por su vida de escritor haya de conocer, más el añadido de todas las actividades sociales usuales: viajes, reuniones, hoteles, etc., es decir, casi lo mismo que en 1985 hizo Günter Wallrraf, llevándolo al extremo de suplantar la personalidad de un turco, para escribir la demoledora Cabeza de Turco, reportaje en el que denuncia la xenofobia alemana contra su minoría oriental de mano de obra explotable.
               El verdadero conflicto dramático que alienta en la película es la difícil relación que establece el protagonista con una recién divorciada de la que se enamora a primera vista: una Dorothy McGuire que borda su personaje: un ser que no comprende que el antijudaísmo se interponga entre ella y la persona amada, que el respeto a las minorías y la antixenofobia sean capaces de entorpecer, hasta el punto de imposibilitarla, una relación amorosa tan intensa y aparentemente sólida; y ello porque su tibia actitud ante el antijudaísmo, propia de quien no repara en que forme parte de ella, y que incluso intelectualmente esté en contra, porque  “está en el ambiente” y se acepta, como indica el título en inglés, aunque, considerando intelectualmente el asunto, esté en contra y le parezca una aberración.
                 Estamos, pues, ante una película política en la que la ética, los principios, juegan un papel determinante, de ahí el conflicto interpersonal que acapara, como síntoma, la atención del espectador. Kazan ha visualizado ese conflicto con un uso del primer plano y del plano medio que parece imponer su presencia al observador, como para acercarlo al problema y que se vea obligado, por esa proximidad visual impositiva, a tomar partido. El antijudaísmo puede ser sustituido, obviamente, por cualquier otra minoría, pongamos por caso los charnegos en Catalunya o los maquetos en las Vascongadas, con idénticos resultados. Del mismo modo que los gentlemen de la película niegan que ellos o la sociedad norteamericana alberguen ningún sentimiento antijudío, a pesar de las bromas soeces, despiadadas o escarnecedoras, ¿no es una constante del secesionismo la negación de que aquí haya algún tipo de conflicto, a pesar de la campaña de descalificaciones y de insultos que reciben cuantos se opongan al delirante secesionismo de opereta desde el que se reescribe la historia, se dicta el presente y se malversan los dineros públicos? No hay más que leer artículos como el de Sonia Sierra, Un sol poble, en este diario, para comprender exactamente la cínica postura de Oriol Junqueras y su indesmayable amor a la lengua y la cultura de a quienes les va a prohibir, en su Catjauja, educarse en ella o que sea lengua oficial de la administración. Sí, también en Cataluña se ha establecido ese pacto de caballeros, al menos a nivel oficial, como todos los portavoces del desgobierno de la Particularidad manifiestan, por más que lo hagan, quizás traicionando una idiosincrasia de siglos, al muy diferencial modo del pacto de canallas: Ni una buena palabra, ni una buena acción. Es lo que hay. Y las buenas películas nos avisan de ello y nos permiten comprenderlo desde la raíz, la del mal.



martes, 8 de julio de 2014

EL OJO COSMOLÓGICO: Aprendiz de gigoló

Título original: Fading Gigolo
Año: 2013
Duración: 90 min.
País:  Estados Unidos
Director: John Turturro
Guión: John Turturro
Música: Abraham Laboriel, Bill Maxwell
Fotografía: Marco Pontecorvo
Reparto:John TurturroWoody AllenSharon StoneSofía VergaraVanessa ParadisLiev SchreiberMax CasellaBob BalabanMichael Badalucco





                                                                       




                Comencemos por el título, porque en esta ocasión a la película de Turturro le han adjudicado uno que además de no despertar la curiosidad del posible espectador, porque le recuerda aquellos títulos de finales de los años 60 de la comedia casposa española, le roba al original la poesía que alberga: To fade significa desvanecerse, usualmente un color, y en este caso, lo que se diluye poco a poco es la condición de gigoló, asumida por compromiso, y difícil de mantener cuando el protagonista se enamora. Un título tan desastroso no favorece a la película, a pesar del reclamo de Woody Allen y de la propia solvencia de Turturro, quien ha ido construyendo una obra personal como director que nada tiene que envidiarle a la muy consolidada como actor, por más que tenga un evidente carácter minoritario.
Fading Gigoló es una película en que se rinde un homenaje integral a Woody Allen mediante una historia ajustada al mundo del director neoyorquino, a la temática y a la geografía; no en vano, Turturro nació en Brooklyn. Si un espectador poco avisado no se entera de que el director es Turturro, saldría del cine convencido de que ha visto una película de Woody Allen. Una menor, claro, porque la historia deriva hacia la comedia romántica, en un registro alejado de la usual mordacidad e ingenio de Allen. Por lo demás, tanto la omnipresente banda sonora de jazz, como el retrato de los personajes y, sobre todo, la visión de Nueva York, si bien en la modalidad de barrio periférico, con una fotografía en tonos crepusculares, y las frases ingeniosas puestas en boca del personaje de Allen nos convencen de estar viendo una película suya. La presencia, además, de la comunidad ortodoxa judía en la trama, dota a la película de ese factor étnico de la figura de Allen que se resuelve en clave de humor, porque la escena del tribunal rabínico ante el que conducen al personaje de Allen por haber intentado apartar a una mujer de su pertenencia a la comunidad, tiene todo el aire de la visión del mundo judío de las primeras películas de Allen.
El propietario de una librería ha de cerrar el negocio, que no puede seguir manteniendo y ha de despedir a un empleado que ha trabajado con él desde siempre, y con quien le une una amistad de carácter paterno-filial. Gracias a la confidencia que le ha hecho al personaje de Allen su dermatóloga –poderosa y magnética  Sharon Stone–, respecto de que le gustaría practicar un ménage à trois, al librero se le ocurre que bien podría su empleado, ahora en paro, convertirse en un gigoló y conseguir ambos unos estupendos ingresos. Es evidente que el personaje de Turturro, que también es florista, no es ya un joven Dioniso, pero el librero se encarga de convencerle de la inmensa capacidad de seducción que encarna. La baza de la madurez, unida a la presumible potencia sexual que el corpachón insinúa, les lleva a la pareja a formar una sociedad laboral en el “trabajo más viejo del mundo”.
Woody Allen, muy envejecido, es capaz de sostener con habilidad y eficacia, sin embargo, el papel de alcahuete, tanto que incluso le complica la vida a su semental con una clienta viuda –dulce y fotogénica Vanessa Paradis– que ha de optar entre la pertenencia a su comunidad ortodoxa judía y el amor que inevitablemente nace entre ella y el supuesto “sanador” –son excelentes las escenas en que Turturro, de origen italiano, se hace pasar por Sefardí– al que la lleva Allen, después de que él le hubiera llevado a uno de sus “nietos” a despiojar, porque Allen vive, sin que se explicite nunca el carácter de su relación, con una familia negra llena de hijos pequeños, con quienes protagoniza divertidas escenas, como el encuentro entre los seis hijos de la viuda judía y sus “nietos” negros, por ejemplo, para jugar un partido de béisbol. El choque de culturas está resuelto con excelente humor y una sólida metáfora, la del arco iris, como apreciarán quienes vayan a verla, algo que yo recomiendo.
La película no deja ninguna huella especial en el espectador, pero asegura una hora y media muy agradable, llena de un humor sutil, y a veces grueso, sobre todo con el personaje de una espectacular y deslenguada Sofía Vergara que borda su papel casi de ama de sado. Los diálogos entre Allen y Turturro han rescatado lo mejor de las películas del neoyorquino y en todo momento nos parece que hayan sido escritos, sus diálogos, por el propio Allen, a juzgar, además, por su exquisita actuación, en la que se le ve tan cómodo como interpretando sus propios guiones.

Curiosamente, antes de ir al cine, acababa de ver en la televisión El gafe, de Pedro Luis Ramírez (1959) con José Luis Ozores y un estupendo Antonio Garisa que se convierte en empresario del “gafe” Ozores para montar un lucrativo negocio, lo que da pie a una comedia de humor negro que, dejando al margen los condicionamientos propios de la época, resulta tan amable y entretenida como este Aprendiz de gigoló, con la que comparte parecida situación de partida.

viernes, 4 de julio de 2014

Mi otro yo: La esciomaquia inquietante: A medio camino genérico entre el terror y el thriller psicológico.

Título original:  Another Me
Año: 2013
Duración: 86 min.
País:  Reino Unido
Directora:  Isabel Coixet
Guión: Isabel Coixet
Música:  Michael Price
Fotografía: Jean-Claude Larrieu


                                                     


          Isabel Coixet ha pretendido explorar el mundo complejo de los conflictos de personalidad en el momento crítico del abandono de la adolescencia, y ha querido hacerlo, además, a través del molde de una película de género. Y de aquí procede, acaso, la principal objeción que puede ponérsele a la película: la indeterminación genérica. Es evidente que el terror psicológico, del cual Repulsión, de Polanski es la obra maestra (con aquellas turbadoras escenas del pasillo del que emergían los brazos arcillosos y húmedos que atrapaban a la protagonista, una convincente Catherine Deneuve) forma parte de la película, porque gran parte de la trama se vive desde la atormentada mente de la joven protagonista; pero el terror, a la usanza moderna de las tramas que se centran en los jóvenes, algo que ya empezó con la genial La matanza de Texas y que se reeditó con El proyecto de la bruja de Blair, tiene en Mi otro yo una continuación no directamente emparejada con ellas; y, finalmente, la estructura de trhiller que adopta la película se suma a las otras características genéricas y ahí es donde el espectador no sabe a qué carta quedarse, si bien es cierto que ninguna de las tres incursiones genéricas daña tanto a la película como para que no se vea con agrado, dada la contundente calidad formal de la película y el excelente nivel de las interpretaciones de un reparto elegido con excelente criterio de casting, y en el que sólo Jonathan Rhys Meyer, extraordinario en Match Point, de Woody Allen, aparece un poco desorientado por la escasa definición de su personaje, y porque se le exige, casi en frío, la transmisión de un pathos densamente emotivo sin apenas apariciones en el metraje.
          Mi otro yo se presenta como una novela de fantasmas, un tema muy propio de la tradición inglesa, si bien Coixet ha optado por un registro formal que convierte en pretendida película “de autora” la narración preciosista pero convencional de un historia de  suplantación de personalidad, una suerte de esciomaquia, palabra que significa la lucha contra un ser imaginario. La palabra clave parta definir la película es atmósfera. Coixet, nueva en la encrucijada de géneros, creo que sale airosa del casi callejón sin salida en el que se mete, porque va construyendo poco a poco un espacio inquietante en el que sabemos que puede ocurrir cualquier cosa, y ella es lo suficientemente hábil como para inventarse, además, -¡necesidad obliga!- un Mcguffin que distraiga al espectador durante buena parte de la película para potenciar el efecto sorpresa del desenlace.
La película gira en torno a la sensación constante, paranoica, que padece una adolescente de que alguien intenta usurparle la identidad, adueñarse de su vida, sustituirla, e incluso matarla. Las escenas en que se van revelando señales de ese acoso generan una genuina inquietud en el espectador, por más que se den, en muchas de ellas, recursos tópicos: columpios que se mueven solos; cristales que se astillan, sombras sin cuerpo que rozan a la protagonista, pintadas con mensajes turbadores, situaciones de indefensión y confirmación de la existencia de una doble, como ocurre con la impagable intervención de Geraldine Chaplin, expresiva con su sola presencia. La pregunta sería ¿qué ha visto Coixet en esa historia para hacerla suya? Quizás me equivoque, pero creo que la inseguridad personal de un ser que siente amenazado su yo por alguien que, aun a pesar de lo conflictivo que es para la protagonista, quiere apoderarse de él como si fuera un tesoro. La vivencia de la extrañeza como estado de desasosiego permanente, unido a la confianza en la propia fortaleza constituyen rasgos psicológicos que acaso definan una temática cercana a la autora.

          Capítulo aparte merece la canción principal de la película, You haunt me, “me persigues”, de Richard Hawley, interpretada maravillosamente por Lizza Hanning, con un registro de voz que la aproxima mucho al cantante fetiche de Coixet: Antoni Hegarty. La canción recuerda mucho el tono sombrío y casi de ultratumba de Nick Cave and The Bad Seeds y expresa a la perfección la espiral de desesperación y miedo en que se sume la protagonista. El resto de la banda sonora es más convencional, pero eficaz, al servicio de algunos golpes de efecto en los que cae innecesariamente la directora, como si obedeciera al código en vez de a una visión propia de los mismos. Porque esta sería la otra objeción que pudiera ponerse a la película: que Coixet se haya ajustado a los códigos del género sin replanteárselos, casi como si fuera una película de encargo.