viernes, 25 de octubre de 2024

«Contrabando», de Don Siegel, maestro del cine policiaco.

 

Don Siegel o el arte de la síntesis efectiva en el cine de suspense.

 

 

Título original: The Lineup

Año: 1958

Duración: 86 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Don Siegel

Guion: Stirling Silliphant

Reparto: Eli Wallach: Robert Keith; Richard Jaeckel; Mary LaRoche; William Leslie; Emile Meyer; Marshall Reed; Raymond Bailey; Vaughn Taylor; Cheryl Callaway; Robert Bailey; Warner Anderson.

Música: Mischa Bakaleinikoff

Fotografía: Hal Mohr (B&W).

 

          Con dos oscarizadas bazas ganadoras de partida, el guionista Sitrling Silliphant y el cinematografista Hal Mohr, ¡con qué sabiduría narrativa nos atrapa Don Siegel en esta película a medio camino entre el thriller y el cine policiaco! Si le añadimos la sabiduría narrativa del director, su facilidad para el encuadre impactante, la búsqueda de unos espacios singulares para la puesta en escena y el magnífico desenlace con una trepidante persecución automovilística por las calles de San Francisco, lo tenemos todo para disfrutar de una película que se ve con sumo placer y entregada admiración a quien no usa ni un solo plano de relleno en una historia comprimida y nerviosa en la que destacan los dos maleantes complementarios, el clásico secundario Robert Keith y un actor de la talla de Eli Wallach, de dilatada trayectoria, por más que el público lo recuerde por la trilogía del spaghetti western de Sergio Leone.

          La historia es la adaptación cinematográfica de lo que fue primero un programa de radio y después una serie de TV. Siegel, no obstante, construye un artefacto narrativo en el que el predominio de lo visual en escenarios explotados al máximo por su cámara: un club de marineros, con vestuario y sauna incluidos; un acuario en el que comienza el «secuestro» de una madre y su hija, y una pista de hielo y parque de atracciones en el que, mientras el delincuente Dancer trata de identificar al capo para el que trabajan, un colegio de monjas tiene a sus alumnas revoloteando aquí y allá y también, sí, junto al pistolero cuando, finalmente, tiene el encuentro con el jefe al que nunca nadie ha visto, lo que supone la sentencia de muerte del colaborador, aunque la madre y la hija que aguardan secuestradas en el coche están allí para explicarle al cabecilla de la banda que no le pueden entregar toda la mercancía, heroína escondida en artículos de regalo que entran en el país los viajeros que regresan, sin ser en absoluto conscientes de ello, porque la que iba en la muñeca china de esa niña la empleó esta para empolvar la cara de la muñeca, ante la sorpresa de un desquiciado psicópata que ya está dispuesta a liquidar a ambas, si no llega a convencerlo su socio para llevarlas a la cita de la entrega y para que le expliquen al cabecilla dicha circunstancia, con la esperanza de que el cabecilla las crea y no sospeche que se la han birlado los esbirros.

          Desde que desembarcan los viajeros del buque, tras varios de los cuales ha de recolectar la pareja de delincuentes las bolsas de heroína, un suceso fortuito, la muerte de un taxista que huía con la maleta de uno de los pasajeros, pone a la policía alerta del contrabando de heroína a través de artículos de decoración, que los viajeros pasan ignorando su función de camellos. Los dos detectives de la policía, con la presencia contundente de un clásico secundario como Emile Meyer, organizan la búsqueda de los posibles contactos a quienes «visitarán» los delincuentes, quienes van dejando a su paso un reguero de muertes, dada la facilidad con que Dancer usa la pistola con silenciador para no dejar testigos. Estamos, pues, ante una carrera intensa para evitar más muertes, por un lado, y para reunir las bolsitas de heroína que han de entregar  en un plazo determinado a su contacto, si no quieren sufrir unas consecuencias dramáticas, por otro.

          El recorrido por esos escenarios singulares es una de las grandes bazas de la película. ¡Qué habilidad, la de Siegel, para moverse con tanta soltura en esos escenarios en los que se le da a Wallach la ocasión de lucirse mostrando variadas facetas de su personalidad psicópata, porque tanto se desnuda para meterse en la sauna y cargarse allí al camello involuntario, antes de subir a su habitación para descubrir el alijo, como exhibe un tierno lado solitario y triste ante la mujer a cuyo domicilio han de acompañarla para descubrir que la hija ha usado como polvos para la cara de la muñeca la heroína que estaba dentro de ella. El modo como en la habitación destroza la muñeca para encontrarla y amenaza a la madre y a la hija es antológica, ciertamente. El último espacio singular, una pista de patinaje sobre hielo y, en el mismo recinto, feria con atracciones de muy diversa naturaleza sorprende al espectador, no solo por la propia distribución del espacio, sino por la superposición de un colegio de niñas entreteniéndose en las atracciones y la vigilancia del esbirro para acabar descubriendo al paralítico cabecilla que recoge en persona el alijo en el interior de un elemento decorativo del atractódromo, podríamos neologizar…, y en ese momento, tras sufrir la amenaza de muerte por parte del estirado y lisiado cabecilla, Dancer se revuelve y acaba empujando la silla hacia una barrera que no la frena y le aboca al choque contra la pista de patinaje, lo que nos da un plano cenital del fallecido, en un escorzo de polichinela, impresionante.

          Localizados por la policía, que ha seguido acercándose a ellos tras cada asesinato, logran escapar con el coche, cuyo volante lleva un conductor especializado y futuro excelente actor de reparto, Richard Jaeckel, que incluso llegó a ser nominado al Oscar en esa categoría por la película Casta invencible, de Paul Newman. Teniendo en cuenta el año de la película, 1958, bien puede decirse de esa persecución que es un modelo en su género. De hecho, buena parte de la película transcurre en las calles, sobre todo por parte de la policía, con una estética de Chevrolets llegando o saliendo a y de los sitios con la espectacularidad de su clásico diseño, y con los policías con sombreros inconfundibles y gestos de dinámico compromiso con su búsqueda indesmayable de los contrabandistas dispuestos a inundar el mercado con su letal producto.   

          De hecho, no hay película de acción que se precie que no cuente con una persecución automovilística; pero la de esta película, con un coche que se lanza a la huida por una carretera aun a medio hacer, a cuyo borde llega el coche, y está a punto de precipitarse al vacío, nos deja imágenes de gran efecto, en tomas panorámicas que acentúan el contraste entre la circunstancia y la desesperación de quienes huyen. Pero lo mejor es que la vean, por supuesto, y que disfruten de un autor, Don Siegel, encuadrado por la crítica en el capítulo de los «artesanos», si bien sus películas contienen un «arte» que conviene ir reconociendo para ascenderlo, y no al cadalso…, sino al selecto club de los grandes de todos los tiempos.

lunes, 21 de octubre de 2024

«Soy Nevenka», de Icíar Bollaín, una película necesaria.

 

El viejo caciquismo que se resiste a morir: el caso espeluznante del depredador sexual y laboral Ismael Álvarez, exalcalde de Ponferrada.

 

Título original: Soy Nevenka

Año: 2024

Duración: 110 min.

País:  España

Dirección: Icíar Bollaín

Guion: Icíar Bollaín, Isa Campo. Novela: Juan José Millás

Reparto: Mireia Oriol; Urko Olazabal; Ricardo Gómez; Carlos Serrano; Font García; Lucía Veiga; Mabel del Pozo; Pepo Suevos; Luis Moreno; Javier Gálego: Mercedes del Castillo; Miguel Garcés; David Blanka; Xavier Estévez.

Música: Xavier Font

Fotografía: Gris Jordana.

 

          Quizás lo más significativo de la «oportunidad» sociopolítica de contar esta historia resida en el terrible hecho de que no se haya podido rodar en el lugar donde transcurrieron los hechos: Ponferrada. No es una historia novedosa, y quienes sigan la actualidad y la política en España recordarán perfectamente lo que se dio en llamar «el caso Nevenka», cuando en realidad debió de haberse llamado «el caso Ismael Álvarez», quien, en su calidad de alcalde de Ponferrada por el PP, fue denunciado por su concejala de Hacienda, Nevenka Fernández, por doble acoso: sexual y laboral.

          Quienes «descubran» en estos días el caso gracias a la valiente y honesta película de Icíar Bollaín, una directora muy sensible a la lacra del acoso sexual, y autora de una de las grandes películas rodadas en España sobre el dominio sexual y emocional ejercido por el hombre contra la mujer: Te daré mis ojos; van a descubrir algo más que un caso individual, porque la radiografía sobre la mentalidad acosadora de ciertos hombres pertenece a una herencia machista secular contra la que cualesquiera esfuerzos para desterrarla siempre son pocos, y todos ellos necesarios.

          La película, en consecuencia, retoma el caso desde el principio, desde que a Nevenka, cuya familia se mueve en la órbita de influencia del PP en Ponferrada, y muy especialmente en la del alcalde populista Ismael Álvarez, la proponen como aspirante a entrar en las listas del PP de Ponferrada para convertirse en concejal del Ayuntamiento. El alcalde no tarda en poner sus codiciosos ojos libidinosos en la joven candidata, veintiséis años, recién licenciada y estudiante de un máster, y no tardará en ir, de forma casual al principio, y con espíritu cinegético después, planteando un asedio que, tras salir elegida y ser nombrada Concejal de Hacienda, se irá incrementando progresivamente hasta seducirla y poseerla sin que la joven acabe de estar segura de que quiere hacer lo que hace.

          Estamos ante un caso, pues, con muchas ramificaciones: la corrupción política en una pequeña ciudad; el acoso sexual a una subordinada; las dudas de conciencia de una mujer que, sin desearlo explícitamente, se ha dejado arrastrar a una relación sexual con un hombre mucho mayor que ella y que conoce a sus padres, quienes dependen, en gran medida, de su favor municipal; del silencio y la complicidad de una mediana localidad con un alcalde populista que se ha ganado con favores arbitrarios la voluntad de sus conciudadanos; los entresijos del funcionamiento de un grupo político en un Ayuntamiento en el que la mayoría absoluta impide cualquier labor de oposición… Como se advierte por este abanico temático, a Bollaín le ha salido la más chabroliana de sus películas, y trata el caso biográfico de su heroína con absoluta honestidad, como se refleja, sobre todo, en el proceso interior de Nevenka, en el doloroso calvario que atraviesa la protagonista desde que «decide» dejar de someterse al implacable y abusivo dominio machista que el alcalde ejerce sobre ella, valiéndose de su autoridad, de su condición de amigo de los padres y de su condición de jefe directo con quien despacha casi cada día asuntos municipales de interés y profunda dimensión pública, porque el alcalde busca en ella una voz sumisa que acepte cuanto él le imponga, sobre todo los proyectos que suponen negocios con los que se lucrará directa e indirectamente: no en balde confiesa que él, más que político, es, sobre todo, un «hombre de empresa».

          La historia, por supuesto, está contada desde el punto de vista de la protagonista, pero lo llamativo es la nula empatía que el espectador siente ante la joven brillante y atractiva físicamente que está empeñada en hacerse valer como gestora municipal y figura política en cierne; una proyección en la que tiene mucho que ver la fijación que siente el alcalde por ella, que se manifiesta en toda su crudeza tras la muerte de su esposa. Nada, entonces, detiene el acoso cinegético que mezcla a medias el burdo tono sentimental y la urgencia del deseo sexual. Tal falta de empatía con la protagonista, a la que vemos meterse en la boca del lobo a medias sabiéndolo, a medias ignorándolo, y tentando una suerte que puede volverse contra ella: su propia madre le ha advertido de la falta de escrúpulos y de la fama de mujeriego del tal Ismael, vox populi, al parecer; esa falta de empatía va a ir transformándose lentamente a medida que la joven progrese hacia la vivencia estremecedora de los abusos sexuales y laborales, supuestamente disfrazados de «relaciones libres» entre ambos, consentidas y con un sustrato de afecto que se esgrime el alcalde como la coartada perfecta. De hecho, leyendo a posteriori sobre el caso, me ha llamado poderosamente la atención la defensa acérrima que hizo del alcalde un artista tan «progresista» como Amancio Prada; posición que parece, en todo, equivalente a la política de ojos cerrados de Goytisolo ante las reiteradas violaciones a su nieta en su casa de Marruecos, según se cuenta en el documental hecho por la propia nieta, y que ha merecido un oportuno artículo de Ignacio Echevarría denunciando esta «rebeldía» antisistema de quienes, en según qué casos, plenamente  delictivos, miran para otro lado.

          Quizás por el retrato que emerge de estas líneas, no está de más decir que el espectador en ningún momento puede empatizar con Ismael, con el alcalde. Y, sin embargo, hay en la interpretación de ese personaje, a cargo de Urko Olazabal, un prodigio de actuación que muy probablemente la miseria y depravación del personaje real puede impedir ver en toda su magnificencia. ¡Hasta tal punto llega la verosimilitud que Olazabal imprime en su personaje! A mí, particularmente, me ha parecido uno de los puntos fuertes de la película, porque esa interpretación tan fidedigna permite que vaya creciendo el personaje de Nevenka a partir de ese momento traumático de la «encerrona» para ir a la boda de un concejal los dos solos, el alcalde y ella, quienes, para colmo, han de alojarse en una sola habitación. Desde ese momento, la actriz hace muy suyo el acoso miserable que está sufriendo y que la lleva a una depresión y a la necesidad de salir de Ponferrada para «refugiarse» en sus amistades de Madrid, donde estudió la carrera, incluido Lucas, quien se convertirá, posteriormente, en su marido y sostén en el duro trance de decidir denunciar a un poderoso, sin tener la certeza de que su causa vaya a ser sancionada favorablemente por la Justicia. En ese sentido, el juicio y la tremenda actuación del fiscal constituyen un desenlace tan elocuente que el abogado defensor apenas ha de hacer otra cosa sino permitir que se desnude, en toda su miseria, el machismo que solo concibe la relación con la mujer, no en términos de igualdad, sino de propiedad. Ese proceso depresivo, que incluye una baja preceptiva para hacer frente a sus responsabilidades municipales, permite, finalmente, la ansiada empatía del público con un personaje frágil, tan segura de sus errores como de su profunda e íntima necesidad de reivindicar su propia dignidad a decir que no y a no tener que soportar la manipulación y el desprecio laboral y humano que sufre no solo por el alcalde, sino también por sus adláteres e incluso por mujeres que, comprendiendo su postura, deben su lealtad a quien gobierna la ciudad con un control absoluto de las haciendas y las personas, es decir, la perfecta encarnación de uno de los grandes males de nuestro siglo XIX, aún vigente en el XXI: el caciquismo.

          A nuestros autores realistas y naturalistas les hubiera gustado mucho esta película, salvando los anacronismos, porque se desnuda, desde cuanto ha de sufrir la víctima, los mecanismos de un sistema de dominio, de control y de explotación que era habitual en su siglo y lo sigue siendo, aunque en menor medida, en el nuestro.

         

miércoles, 16 de octubre de 2024

«El mal no existe», de Ryûsuke Hamaguchi o la defensa de la naturaleza.

 

Simbolismo y realismo contra el glamping, la nueva moda de acercamiento catastrófico de los urbanitas ricos a la naturaleza.

 

Título original: Aku Wa Sonzai Shinai

Año: 2023

Duración: 106 min.

País: Japón

Dirección: Ryûsuke Hamaguchi

Guion: Ryûsuke Hamaguchi

Reparto: Hitoshi Omika; Ryo Nishikawa; Ryuji Kosaka; Hazuki Kikuchi; Hiroyuki Miura: Ayaka Shibutani: Yoshinori Miyata; Taijirô Tamura; Yûto Torii.

Música: Eiko Ishibashi

Fotografía: Yoshio Kitagawa.

 

 

          El propio director ha revelado que al escuchar una composición de la compositora Eiko Ishibashi, autora de la banda sonora de su oscarizada Drive My Car, en su casa situada en un bosque, quiso hacer una película que «ilustrase» dicha música. Y de ahí nació, al parecer, El mal no existe, un cuento moral, realista y simbólico sobre la comprensión profunda de la relación del ser humano con la naturaleza y el afán predatorio de otros, dispuestos a alterar el ecosistema para acercarse a esa experiencia, no desde la integración en el ecosistema, sino desde la destrucción parcial del mismo para acercarse con todas las comodidades del lujo urbano por excelencia: el glamping, o camping de lujo. Este es el concepto que vertebra la historia de la película: una empresa inversora ha comprado unos terrenos, que incluyen un humedal donde beben los ciervos del bosque en cuyo interior se quiere construir el glamping, y de ahí el requisito previo administrativo de «oír» a la comunidad de vecinos para corregir lo que haga falta y adecuar la construcción a las necesidades de ambos, especuladores y vecinos, lo cual se antoja difícil cuando el choque se manifiesta como tal: auténtico enfrentamiento de intereses, porque la preservación de la laguna es fundamental para los vecinos, desde el punto de vista ecológico, sí, pero también desde el comercial, porque las aguas que llenan esa laguna incluso las aprovecha una restauradora para ofrecer un plato que, sin ellas, no tendría la fama que tiene. El proyecto de urbanización, construir una fosa séptica para las necesidades del glamping, acabaría contaminando las aguas de las que se nutren los habitantes de la zona y otros pueblos a menor altura, según el vecino que acaba erigiéndose en protagonista de la oposición al proyecto.

          La película se abre con un hermosísimo travelín de las copas de los árboles en un amanecer, y se cerrará con  otro, del mismo estilo, pero nocturno. Entre ambos se va a desarrollar una historia tan vieja como la de la mayoría de nuestras sociedades desarrolladas, en las que el supuesto «progreso» ha ido más de la mano de la destrucción que de la creación, aunque, por supuesto, negocio se ha hecho, de ello no cabe duda, pero a un precio prohibitivo, y no hay más que ver nuestras maltratadas costas para percatarnos de las infinitas agresiones a los ecosistemas que se han cometido.

          La reunión de los representantes de la empresa con los vecinos van a causar mella en estos, porque han tenido que recoger todas las objeciones de los vecinos para trasladárselas a sus jefes. La nueva orientación que reciben de la empresa es la de convivir con los habitantes para ganárselos desde la cercanía y conseguir que descubran las ventajas económicas que puede traer a la zona el proyecto del glamping. Y ahí es donde la película da un giro soberbio para observar cómo cambia el modo de pensar del representante que se había enfrentado a los vecinos en la reunión, al sumarse a su mundo e integrarse en él. La escena del corte de leña, por más bobalicona que, simbólicamente, nos pueda parecer, es determinante en el giro del vendedor, harto de «servir» al negocio en vez de defender la vida, tal y como la que conoce en los bosques del pueblo de mano de quien, con su hija, parece haberse convertido en algo así como el dios protector de los bosques y fuel observante de los elementales, pero hermosos, ciclos de la naturaleza.

          La película, muy lírica en cuanto se aproxima a la naturaleza, sabe captar, sin alardes, la potente presencia dominante de los árboles y el bosque en la vida de los vecinos y de los visitantes, quienes se acaban «rindiendo» a un punto de vista muy distinto del defendido por la empresa para la que trabajan. Está claro que los lentos movimientos de cámara que se adaptan a lo que se supone que es el tiempo propio de la naturaleza, una medida que nada tiene que ver con la del tiempo construido por nosotros, humanos, puede desesperar a no pocos ansiosos de que «algo» ocurra, acaso porque nuestra vida ciudadana nos ha insensibilizado frente a otros ritmos temporales más distendidos y frente a espectáculos inmóviles ocupados por un  silencio que nos cuesta desentrañar. El protagonista del pueblo recorre esos mismos bosques que recorre nuestra vista, pero él enseña a su hija a distinguir unos árboles de otros y a interpretar los restos que en él se hallan, como el cadáver de un cervatillo herido que no ha podido sobrevivir al mortal disparo que ha acabado con él. Y eso que los ciervos solo atacan a los humanos, según se dice en un momento de la película, si están heridos o si han de defender a sus crías. No son informaciones aleatorias, sino parte sustancial de la trama que afectará de manera muy dramática al desarrollo de la trama, si bien ha de entenderse que hay un planteamiento simbólico que peca algo de simplón, conceptualmente, pero que no afecta en modo alguno a la realización, porque son extraordinarias las imágenes con que se nos cuenta.

          Es difícil resistirse a la llamada en pro de la máxima conservación de la naturaleza, porque solo en ella, formando parte intrínseca de su ecosistema,  hemos medrado como especie, y bien puede suceder que nuestros atentados contra su integridad acaben siendo nuestro suicidio colectivo, a juzgar por lo que la alteración de ciertos procesos naturales nos está deparando en forma de sequías, lluvias devastadoras y contaminación degradante del medio. No se trata de una película como la oscarizada, sino de la «necesidad» cada vez más imperiosa de contribuir a concienciar a la sociedad de su responsabilidad en el fracaso de la viabilidad del planeta que habitamos. El mensaje es claro. Las imágenes, aún más. Lo que no se disfruta a nivel argumental, se disfruta en las imágenes de la vida que se manifiesta, sin filtros, como la más hermosa de las epifanías posibles.

         

martes, 15 de octubre de 2024

«Al volver a la vida», de Byron Haskin, el cine negro canónico.

 

La mafia blanqueada con sociedades pantalla o  cómo traicionar a un viejo socio de la manera más sofisticada.

 

Título original: I Walk Alone

Año: 1947

Duración: 97 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Byron Haskin

Guion: Charles Schnee. Obra: Theodore Reeves

Reparto: Burt Lancaster; Lizabeth Scott; Kirk Douglas: Wendell Corey; Kristine Miller; George Rigaud; Marc Lawrence; Mike Mazurki; Mickey Knox; Roger Neury.

Música: Victor Young

Fotografía: Leo Tover (B&W).

 

          Acaso no sea un noir como los de las «vacas sagradas» del género, pero a quien se acerque a este sólido ejemplo canónico del mismo, dirigido por Byron  Haskin —quien dos años después repetiría con la femme fatale Lizabeth Scott en  Demasiado tarde para las lágrimas, ya criticada en este Ojo—, no le van a faltar ni emociones ni un buen número de hallazgos de guion, estéticos, de fotografía, de puesta en escena y, sobre todo, de interpretación, con los que regodearse y disfrutar de un compendio de todas las virtudes del género y ninguno de sus pocos defectos, en los que se suele incurrir más por exageración, por sobreactuación, que por defectos obvios de realización.

          Un hombre con gesto adusto, mirada apesadumbrada y ninguna predisposición a la sonrisa es recibido en Nueva York por un amigo que le ha buscado un alojamiento. Un plano que recoge la sombra de unos barrotes en el pavimento, ante los que se detiene en seco el protagonista nos indican de manera muy concisa de dónde viene el recién llegado tras 14 años. Que el amigo le diga que ya le gustaría estar a él ni el 18% de lo bien que lo ve, provoca en el exconvicto una mueca de «No te pases, ¿vale?»,  que el amigo encaja de inmediato.

          En las oficinas de un club de moda en el corazón de la Gran Manzana, un  empresario de éxito, Kirk Douglas, con maneras de triunfador y habilidades de trilero para manejar situaciones y personas, conflictivas o propicias, sabe que su viejo colega de delitos de los años 30 ha salido de la cárcel, ha vuelto a Nueva York y no tardará en presentarse en su club para exigirle que cumpla un acuerdo de cuyo contenido nos enteraremos más tarde, cuando el `propietario organice una cena privada entre su viejo camarada y la cantante del local, amante suya, a quien le encarga averiguar cuánto pueda sobre las intenciones de su amigo. En su momento, fueron uña y carne y sellaron un pacto de ir al 50% en todo y guardárselo si uno u otro  había de pasar por el talego.

          El planteamiento dicotómico enseguida nos va a mostrar dos estereotipos inmaculados: el noble ladrón leal, fiel observante del código del hampa, y el ladrón cínico, sin escrúpulos, frío e inteligente, seguro de sí mismo, de su poder y de su encanto para embaucar al lucero del alba. Y sí, todo discurre de esa manera durante buena parte de la película. Un largo prólogo en el que la cantante sabe que su amante va a casarse con una dama de la alta sociedad para ganar reputación para el club, aunque le propone a ella seguir como están. Pero algo ha cambiado: Frankie, Burt Lancaster, le ha contado a ella la verdad de su vida y ella, conmovida porque, por vez primera un hombre la ha contado la verdad, comienza a ver a Dick, Kirk Douglas, como quien este acaba siendo.

          Cuando, finalmente, el propietario le dice la verdad, que el club que ambos poseían fue a la quiebra, que hubieron de venderlo y que lo que al exconvicto le corresponde son poco más de dos mil dólares, este decide formar una pequeña banda y presentarse en el local para exigir por la fuerza la mitad que él considera suyo de lo que Dick regenta. Y aquí entra en acción el gran personaje trágico y fatalista, Dave, que encarna un inspiradísimo Wendell Corey, parte del trío poseedor del negocio que hubo de venderse. La escena es colosal y recuerda, en parte, a la de la figura del abogado de los Corleone. Tom Hagen, que representa Robert Duvall. Poco a poco, para desesperación de Frankie, Dave le va explicando que, propiamente, Dick, solo posee participaciones en las diferentes sociedades a las que pertenece el club, y que no puede tomar decisiones que afecten al capital de las empresas sin contar con los accionistas de las sociedades que han de aprobar en Junta cualesquiera modificaciones o ventas o cesiones o lo que sea que se les presente. La rabia impotente de Frankie, que va in crescendo, es una clara muestra del cambio de la delincuencia organizada en apenas veinte años, de cuando ellos hacían contrabando de licores con la ley seca a la presente estrategia societaria que diluye la propiedad para burlar a la policía y al Fisco, acaba volviéndose contra él cuando su banda improvisada lo deja solo frente a su socio al ver que e este quien tiene todas las de ganar y la ley de su parte.

          La terrible agresión física que sufre Frankie a manos de los sicarios de Dick es el motivo dinámico que hace progresar la historia cuando el «contable», Dave, que siente devoción por Frankie, se pone de parte de este y amenaza al Dick con revelar ciertos trapicheos con la contabilidad que nadie conoce mejor que él. Ahí, Corey, que hasta ese momento ha representado la pusilanimidad a la perfección, adquiere una actitud desafiante que lo ennoblece. En una tan tópica como excelente escena de solitario callejeo nocturno, en el que una sombra sobre el pavimento sigue a otra sombra que va acelerando progresivamente sus pasos hasta desembocar en la carrera que una bala trunca rápidamente en un desolado callejón, se resuelve el trepidante comienzo del desenlace, porque, obviamente, Dick desvía, ante la policía, las sospechas hacia quien había amenazado a Dave. Para algunos críticos es un final algo desvaído. A mí, sin embargo, me parece que cumple todas las expectativas generadas por la trama, en la que nada estorba, por otro lado, el conato de romance entre Frankie y la cantante del local, una mujer curtida en la adversidad y huérfana de madre desde los tres años.

          No voy a defender que la historia no recurra a muchos tópicos del género, pero los diálogos tienen réplicas exquisitas, propias del guionista que un lustro después escribiría el guion de Cautivos del mal, de Vincente Minnelli, acaso uno de los grandes papeles de siempre de Kirk Douglas: 

Frankie (dirigiéndose a Kay, la cantante, en la cena en la que él le revela su pasado): Don't worry about me, kid. I just got outta prison, not college

La señora Richardson, de la alta sociedad neoyorquina, que va a casarse con su antiguo camarada, Dick, estando los dos sentados en la barra: I'm Mrs. Alexis Richardson.

Frankie Madison: You say that like it was spelled in capital letters.

Noll, Dick, Turner, cuando quiere impedir que la señora Richardson monte un escándalo en el club, tras su rifirrafe con Frankie: Alexis Richardson: [Dick la agarra férreamente por el brazo] You're hurting me. Noll Turner: And you love it. 

O, finalmente, cuando «monta» la cena sonsacadora enttre Frankie y Kay, su amante y cantante:  Sure, that's why men take women to dinner - to have someone to talk about themselves to.

          Estamos, como se lee, ante una muestra potente de un género que aún está lejos de ver su decadencia, desde luego.

viernes, 11 de octubre de 2024

«Movie, Movie», de Stanley Donen rendido a la nostalgia.

Parodia exquisita de la sesión doble del cine de barrio: ¡Bienvenidos a la magia!

 

Título original: Movie Movie

Año: 1978

Duración: 105 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Stanley Donen

Guion: Larry Gelbart, Sheldon Keller

Reparto: George C. Scott; Harry Hamlin; Trish Van Devere; Eli Wallach; Red Buttons; Ann Reinking; Barry Bostwick; Art Carney; George Burns; Charles Lane.

Música: Ralph Burns

Fotografía: Bruce Surtees, Charles Rosher Jr.

 

          Está tan logrado el «marco» de la película, con el tráiler intermedio de lo que se verá en el inmediato futuro, que mi Conjunta quería renunciar a ver «otra» película más, tras haberle decepcionado la primera parte del programa doble, aunque lo mejor estaba por venir, si bien, considerado en conjunto el objetivo cinematográfico de Donen, hasta la primera parte se revaloriza; sobre todo porque su exquisito blanco y negro y la puesta en escena acreditaban que la historia no podía ser tan simple como en realidad era, con tantos tópicos diseminados en ella.

          En efecto, he de advertir que nos movemos en el fértil terreno de la parodia y que, en consecuencia, cuanto se ve en pantalla ha de ser contemplado con ese poderoso filtro. Stanley Donen ha tenido el capricho de recrear las sesiones dobles de los cines de barrio con dos historias ambientadas en géneros muy definidos, y en los que los tópicos se cumplen al pie de la letra, como «exige el guion». Uno de ellos es el mundo del boxeo y el otro el del musical, acaso la gran especialidad del director y donde vuelca con más mimo su experiencia, sin que el mundo de gánsteres y combates trucados del boxeo pueda decirse que haya sido descuidado, y de ahí el blanco y negro para la primera historia pugilística y el esplendoroso color para la comedia musical. Dynamite Hands («Manos de dinamita») es el título de la primera película del programa; Baxter's Beauties of 1933, el de la segunda.

          Me ha llamado la atención la ausencia de críticas tras su estreno en 1983 en España, por lo que imagino que pasaría sin pena ni gloria, y ello mismo la convierte poco menos que en una rareza, a la que harán bien en acercarse los aficionados, porque disfrutarán de lo lindo con esta nostálgica y juguetona propuesta de Donen, además de con la actuación estelar de un intérprete sobresaliente: George C. Scott, con papel protagonista en ambas parodias.

          Que Donen es uno de los grandes directores no hay ni que recordarlo, y en este programa doble, bienhumorado y dirigido con  su notabilísima experiencia, nos da una muestra fantástica de un género, el de la parodia, en el que contó con dos guionistas que avalan obras no menores, Tootsie, de Sidney Pollack y La misteriosa dama de negro, de Richard Quine, por ejemplo, además de la celebrada serie de televisión M.A.S.H.

          La película ambientada en el boxeo tiene un comienzo espectacular: un análisis ocular tras el que el oftalmólogo le dice a la paciente que ya se puede poner la blusa…, y, desde ese momento, el vertiginoso carrusel de diálogos llenos de guiños e ingenio no cesará hasta que aparezca el The End en pantalla. La película comienza casi como El tigre de Chamberí, de Pedro Luis Ramírez, un repartidor que tumba a un campeón de boxeo en un abrir y cerrar de ojos. Es su hermana, que se está quedando ciega, la que ha visitado al oftalmólogo, y solo una operación que asciende a 25.000$ puede sanarla. La escena familiar cae, afectadamente, casi en el neorrealismo, y a partir de la tarjeta de visita que le dio el director del gimnasio comienza una aventura deportivo-económica en la que se cumplirán todos los pasos de las películas del género. El viejo campeón al que le arrebata la promesa el gánster que lo hace debutar en el Madison Square Garden, la vampiresa que lo deja boquiabierto, tras un excelente número de baile pseudoerótico, y le hace olvidar a la joven bibliotecaria de la que estaba enamorado, y un breve etcétera en el que se acumulan tópico tras tópico que los actores contribuyen a encarnar con absoluta verosimilitud aun dentro de la parodia.

          El tráiler de una película bélica que se anuncia para la siguiente semana da pie a la segunda entrega de la sesión: un musical, la especialidad de Donen, en la que se cambia del blanco y negro de la primera a un color radiante que, como enlazando ambas obras, comienza también en la consulta del doctor, pero ahora se trata de un oncólogo que le da al protagonista, un empresario de Broadway, un mes de vida. El drama sentimental, porque, en vez de una comedia, es un drama familiar el que sirve de hilo conductor de la escasa trama, tiene que ver con la hija a quien mantiene el productor en un internado para señoritas, al que manda mensualmente un cheque del que la hija, que se considera huérfana, ha ahorrado una bonita suma, dinero que luego tendrá una función decisiva en el desarrollo de la trama, porque toda la historia gira en torno a los ensayos de una obra para la que incluso se consigue la música de un debutante que había sido contratado como contable. Es muy llamativo, como puesta en escena, el cambio del casi siniestro teatro de variedades, en penumbra, al apartamento que, dentro de él, alberga a la estrella de las producciones de «Botines» Baxter, caprichosa y alcohólica, aunque tenga una sirvienta contratada exclusivamente para poner lejos de su alcance cualquier bebida espirituosa. La trama incluye los ensayos y el propio espectáculo, junto con el romance entre la hija del productor y el músico, y, por supuesto, la anagnórisis habitual de este tipo de comedias sentimentales de enredo, pero de ahí no paso, porque el espectáculo visual urdido por Donen para remedar las Gold Diggers of 1933, del gran Mervyn LeRoy, es para regodearse en todos sus aspectos, incluido el retrozoom espectacular con que cierra la narración.

          ¿Qué decir de las dos actuaciones cómicas de quien ganó un Oscar de interpretación por Patton, de Franklin J. Shaffner? Pues la vis cómica de Scott se manifiesta, sobre todo en su variante histriónica del musical, como un hallazgo que sorprenderá a sus admiradores, dado lo poco que exhibió esa vena de comediante. El papel del productor de musicales, una suerte de dandy pasado de moda, pero elegante y con buen gusto musical y coreográfico, capta en el acto la adhesión del espectador, quien lo echa de menos en las pocas secuencias en las que no aparece. La composición del personaje es un acierto excepcional de la película, y Scott sabe insuflarle la escasa vida que le queda: «Un mes, doctor, treinta días, dice que me queda de vida…». «Bueno, estamos en febrero…». Así, de réplica en réplica ingeniosísimas todas ellas, llegamos a la última de la película que me niego a revelar. Aunque no quiero dejar de recordar la de la bibliotecaria cuando el púgil, después de su devaneo con la vampiresa, vuelve con ella y le dice si la puede acompañar a casa: «Bueno, Nueva York es un país libre…».

          Pues eso, que disfruten del magnífico programa doble…

jueves, 10 de octubre de 2024

«El dilema», de Michael Mann o el Cuarto Poder según y cómo…

 

Un clásico usamericano: El heroico papel del periodismo frente a las grandes corporaciones empresariales.

 

 

Título original: The Insider

Año: 1999

Duración: 151 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Michael Mann

Guion: Eric Roth, Michael Mann. Artículo: Marie Brenner

Reparto: Al Pacino; Russell Crowe; Christopher Plummer; Diane Venora; Philip Baker Hall; Colm Feore; Bruce McGill; Lindsay Crouse; Debi Mazar; Gina Gershon; Stephen Tobolowsky; Michael Gambon; Rip Torn; Michael Moore; Nestor Serrano; Hallie Kate Eisenberg: Wanda De Jesus; Cliff Curtis; Michael Paul Chan; Lynne Thigpen; Linda Hart;

Robert Harper; Peter Hamill; Wings Hauser, etc.

Música: Lisa Gerrard, Pieter Bourke

Fotografía: Dante Spinotti.

 

          La película arranca con la preparación de una entrevista entre los periodistas de la CBS y el líder de Hizbulá en un lugar secreto adonde han conducido, vendados, a los periodistas. La cámara subjetiva nos permite distinguir el entramado de la tela que ciega al periodismo que nos quiere revelar la verdad del mundo. De hecho, cuando se acepta la entrevista, hay una pequeña lucha de «espacios» en la que prevalece el derecho del periodista a que nadie le diga cómo ha de hacer su trabajo, muy digno. Y yo, que no conocía la película, pensé que había dado con una situación actualísima, como tantas otras veces; pero no, ese prólogo viene a significar algo así como el canto del cisne del heroico periodista que defiende su sagrada misión informativa con uñas y dientes mucho antes de capitular ante los intereses de la compañía para la que trabaja, dejando solo al periodista «sesentayochista», versión California, inspirado por Marcuse,  en defensa de la verdad frente al poder de coerción de los dueños del negocio televisivo, porque hablamos de la CBS y la entrevista que consiguieron con el químico que testificó contra las grandes compañías de tabaco sobre el poder adictivo de la nicotina para que fuera considerada una droga nociva con resultadas que se evaluaban en millones de dólares empleados en el tratamiento de las enfermedades derivadas de un consumo que las compañías publicitaban como «seguro» ¡y aun «saludable»!  Los tira y afloja de los demandantes y las compañías tabacaleras tuvieron su inicio en la declaración del protagonista de la película, quien sufrió, literalmente, un calvario, divorcio incluido, por decir la verdad: que la nicotina es adictiva y que la cumarina que le añadían a los cigarrillos multiplicada esa adicción.

          La película se estructura a medio camino entre el thriller político, el documental periodístico y el género de la lucha del David anónimo contra el Goliat financiero, en este caso las muy poderosas empresas tabacaleras, en la línea de películas como Aguas oscuras, de Todd Haynes y Erin Brockovich, de Steven Soderbergh. En la piel del químico que pone en jaque su vida y su comodidad por amor a la verdad, se pone un actor que da perfectamente el papel de trabajador que antepone la honestidad a la cláusula de silencio sobre todo lo relativo a la empresa que firmó al entrar en ella. Es un periodista investigador de la CBS, Al Pacino, quien va achuchándolo para que diga lo que sabe e incluso para que lo declare ante un tribunal, además de prestarse a revelarlo en una entrevista para el programa 60 minutos, un clásico del periodismo de investigación en Usamérica, con una estrella muy discutida y de la que aquí apenas se habla sino para reflejar que, en caso de conflicto, él se pone de parte de la empresa que le paga, porque, además, está en un proceso de ser vendida a otra y no puede soportar las denuncias que lloverían sobre ella de las tabacaleras por difamación.

          Como en toda película en la que se juega con mucha información y cambios casi constantes de escenario, cuesta trabajo retener todos los extremos de la historia y la naturaleza concreta de los retos a que se enfrentan si hacen pública la entrevista. El periodista encarnado por Al Pacino removerá Roma con Santiago hasta conseguir que una publicación  de prestigio se interese por la historia y la lleve a sus titulares, algo que sucede con The New York Times, lo que, de rebote, conseguirá que el programa de televisión acabe siendo emitido, cuando ya ha quedado claro ante la opinión pública que la empresa ha antepuesto su salud financiera al descubrimiento y divulgación de una  verdad, científica, en este caso, que afecta a unas empresas de las que mayor facturación tienen en el país y, sobre todo, a la salud de millones de consumidores que crédulamente habían creído en la inocuidad del consumo de un producto como el tabaco, asociado, además, al prestigio social y, hasta cierto punto, a la distinción, a la elegancia.

          La realización usa muy a menudo la cámara ambulante, lo que consigue un efecto de dinamismo innegable, y lo refuerza con unos primerísimos planos que tratan de ahondar en la complejidad de las decisiones que han de tomar los protagonistas, sobre todo el químico, quien acaba de profesor en una High School, después de haber estado en lo más alto de la escala social. Algo relativamente parecido le pasa al periodista de investigación que ha reunido la información para el caso, quien, ante la cobardía de CBS y la decisión del director del programa de situarse del lado de la empresa, ha de quedarse solo en defensa del personaje, de su historia, de la entrevista y de los intentos de las tabacaleras de atacar su honorabilidad inventándole un pasado oscuro y poco menos que de desequilibrado. El periodista que lucha por hacer llegar al público una verdad tan elocuente, acaba confirmando en primera persona la podredumbre de un sistema en que se antepone el negocio a los valores éticos y, sobre todo, la defensa del contrato establecido con la audiencia: decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Y esa es la paradoja de esta película: cuanto mayor sea la verdad de las revelaciones, más daño corporativo puede sufrir la empresa que las daría a conocer, con lo que, por su compromiso en pro de la verdad, cavaría su propia tumba. En fin, una visión por dentro de mecanismos que, usualmente, escapan a la contemplación del público. Desde esta perspectiva, la película se acerca mucho a las producciones de Costa Gavras y de Steven Soderberg, pero también a clásicos del mundo del periodismo como Todos los hombres del presidente, de Alan J. Pakula o El cuarto poder, de Richard Brooks.

martes, 8 de octubre de 2024

«El alcalde, el escribano y su abrigo», de Alberto Lattuada o el neorrealismo fantástico…

Una historia de Gogol adaptada al neorrealismo con una compasiva ironía del desgarro de la sumisión al poder arbitrario.

 

 

Título original: Il cappotto

Año: 1952

Duración: 101 min.

País: Italia

Dirección: Alberto Lattuada

Guion: Alberto Lattuada, Giorgio Prosperi, Giordano Corsi, Enzo Curreli, Luigi Malerba, Leonardo Sinisgalli, Cesare Zavattini. Historia: Nikolái Gógol

Reparto:  Renato Rascel; Yvonne Sanson; Giulio Stival; Ettore Mattia; Antonella Lualdi;

Giulio Cali; Sandro Somarè: Olinto Cristina; Loris Gizzi; Anna Carena.

Música: Felice Lattuada

Fotografía: Mario Montuori (B&W).

 

          Titulada “El abrigo”, sin más, en italiano, Lattuada, con un séquito de guionistas de élite que participaron en mayor o menor medida en el guion, adapta un cuento de Gogol, El abrigo, si bien su adaptación, ambientada en plena época del Fascismo, va a ir mucho más allá de lo que vendría a ser, en las páginas de Gogol, el esqueleto de la historia. Los innumerables detalles del guion de Lattuada convierten esta película, incluido el giro fantástico del final, fidelísimo al original de Gogol, en una película absolutamente intercambiable con éxitos de nuestro cine español como Cándido, esa joya absoluta de Berlanga.

          Gracias a mi buen amigo Josep, quien me pedía el título y año de la película, he visto en YouTube una auténtica obra de arte que, meramente desde la sinopsis, me recordaba mucho El último, de Murnau, y El ladrón de bicicletas, de De Sica. Escarbando en la información mínima descubro, además, que Murnau propuso un acuerdo entre la UFA y MGM para realizar una adaptación del relato de Gogol en 1926, habiendo dirigido ya El último dos años antes. Estamos, pues, ante un  texto que ha convocado a realizadores de mucho prestigio por lo mucho de humano que hay en él, y hubiera sido maravilloso, para los críticos, poder comparar la adaptación de Lattuada, tan incisiva, con la que hubiera hecho Murnau.

          La historia es tan sencilla como la situación de dominio y sometimiento de ciertos amanuenses que habitan en las covachuelas de la Administración tal y como los pintaba Fernando Fernán Gómez en Sólo para hombres, y que yo he conocido de primera mano en mi época de auxiliar administrativo en Hacienda, cuando aún no había llegado la democracia. El copista interpretado por el cómico de revista Renato Rascel, con un sorprendente parecido al propio Gogol, y en una transformación profesional no muy distinta de la de José Luis López Vázquez en un trágico indiscutible, vive más que humildemente y tiene un abrigo raído y andrajoso al que, al colgarlo en el perchero con cierta desidia, un compañero le hace un agujero. Se plantea llevarlo al sastre para un nuevo remiendo, pero el sastre, un personaje excepcional en el desarrollo de la trama, lo convence de que ha de hacerse un abrigo nuevo. Gracias a una gratificación en el trabajo y a sus ahorros de toda una vida —el momento de buscarlos en la pensión donde vive es una secuencia memorable, como tantas otras de esta radiografía de la miseria y de la prepotencia del Poder—, y tras haber sido humillado con una limosna al dirigirse a una vecina a quien él contempla desde su casa como quien contempla un a obra de arte inalcanzable, se pone de acuerdo con el sastre y acaba «revestido» con un abrigo que lo obliga a mirar la vida desde una actitud muy distinta de la de la sumisión habitual con que trata con el Secretario y con el Alcalde del Ayuntamiento donde pasa las horas, más que trabaja. Y otra nueva secuencia afortunadísima es la «inspección» del Alcalde a sus tropas de combate en la oficina.

          En términos generales, la puesta en escena está cargada de un simbolismo irónico que acentúa el colosalismo del régimen Fascista, lo que contrasta con los interiores humildes de la habitación del protagonista, ya antes exhibidos en su ajada indumentaria. Del mismo modo, la crudeza del invierno, las calles desiertas y desoladas, oscuras, frías, marcan con toda su crudeza lo que significa enfrentarse al clima desde la pobreza y la necesidad.

          Parte colateral de la trama en la que se ve involucrado el protagonista como redactor que levanta acta de los discursos fuera y dentro del Ayuntamiento es la futura construcción de un complejo residencial cerca de los hallazgos arqueológicos que darán renombre mundial a la ciudad. La narración que hace el protagonista de las notas que ha tomado en esos actos, el descubrimiento del yacimiento y la sesión municipal forma parte de un registro cómico que se entrevera con el patetismo fundamental de la historia, ese en el que hay siempre un coro de peticionarios que piden, por ejemplo, una pensión desde hace más de treinta años o de pobres de solemnidad que buscan una caridad, como el coro que vela frente al edificio donde se celebra una fiesta de Nochevieja en la que el protagonista tendrá, achispado, una participación destacada, para irritación del Alcalde.

          Cuando regresa a casa, una noche de frío y nieve, como casi durante toda la película —una nieve artificial, por cierto, dado que no nevó donde rodaban, en Pavía— un pobre le agrede y le roba el abrigo en mitad de un puente. Desesperado, busca ayuda, sin encontrarla, y no se le ocurre sino apelar a las influencias del Alcalde ante la policía para que le ayuden a encontrar su capotto, esto es, su abrigo, su vida, la sensación de que, con él puesto, no es el muerto de hambre que es, el último mono de la función. Del mismo modo que en el retrato de los personajes siempre hay un punto de degradación: el fotógrafo que apenas puede ver, el médico que no oye a través del fonendoscopio, lo mismo va a suceder con la muerte del protagonista, que va a coincidir con la visita de una autoridad del Estado al pueblo, visita en la que se ha programado un acto de aclamación al personaje, con discurso del Alcalde, reclamando fondos para el proyecto inmobiliario y el habitual castillo de fuegos artificiales. El entierro, con el féretro llevado por una carroza fúnebre va a cruzarse constantemente con el recorrido de las autoridades, de tal manera que lo obligan a desviarse, hasta que, finalmente, la carroza atraviesa la plaza, momento en el que la autoridad estatal se descubre y rinde homenaje al fallecido, lo que incita al alcalde a hacer lo mismo, sin saber, obviamente, que rinde homenaje al subordinado pobretón que le pidió que se interesara por su abrigo robado. Cuando el sastre se entera de quién es el fallecido, no lo duda y se sube al pescante como único duelo que lo acompaña al cementerio. Pero ese no es el final, claro, porque hay un giro fantástico, propio del relato de Gogol, que Lattuada sabe adaptar con acertada intuición moral.

          Desde el comienzo de la película, cuando el amanuense se acerca a su oficina, hay un detalle de gran comicidad: el personaje se acerca a un caballo y se calienta con el vaho que exhala el caballo por sus generosas fosas nasales. Después, camina un poco al estilo de Chaplin y se sacude con las manos en los flancos. Ello parece indicar que todo haya de derivar por la senda de una película fundamentalmente humorística, y, aunque el humor no se pierde en ningún momento, se trata de un humor negro y corrosivo que no deja títere con cabeza en una sociedad sin compasión para con los menesterosos, y menos aún para seres tan bartlebyanos como el protagonista de esta narración, porque estoy convencido de que Melville tuvo muy presente la narración de Gogol cuando escribió su maravilloso Bartleby, el escribiente. La historia de  Akaki Akakievich, el personaje de Gogol es, en cierto modo, el retrato de lo que Jaime Vándor llamó «los ricos de espíritu», las almas sencillas cuya bondad congénita es, propiamente, un milagro en el mundo impío de la lucha por la vida. Dostoievski se inspiró en este relato para su novela Pobres gentes. Y El idiota no anda lejos, tampoco, de esa influencia…

lunes, 7 de octubre de 2024

«Crónica de un ser vivo», de Akira Kurosawa: De «Ikuru» a «Ikimono»…

El miedo patológico a la bomba atómica: los límites entre la cordura y la locura. 

Título original: Ikimono no Kiroku

Año: 1955

Duración: 103 min.

País:  Japón

Dirección: Akira Kurosawa

Guion: Hideo Oguni, Shinobu Hashimoto. Historia: Akira Kurosawa, Fumio Hayasaka

Reparto:  Toshirô Mifune; Takashi Shimura; Minoru Chiaki; Noriko Sengoku; Hiroshi Tachikawa; Kamatari Fujiwara; Atsushi Watanabe.

Música: Masaru Satô

Fotografía: Asakazu Nakai (B&W).

 

          Todos tenemos en la memoria lo que significó para la Humanidad la explosión de las bombas atómicas que forzaron la rendición de Japón en la Segunda Guerra Mundial. Ya en plena carrera atómica, durante la Guerra Fría, se sucedieron los llamamientos al control y desaparición de esos ingenios mortíferos que aún amenazan la continuidad de nuestra especie sobre el planeta.  Desde el manifiesto Russell- Einstein hasta las manifestaciones que, sobre todo en Inglaterra y Usamérica, denunciaron la escalada nuclear, el temor a esas armas jamás ha desaparecido de la «agenda» del pacifismo mundial. Rodada en 1955, el mismo año del manifiesto citado, la película de Kurosawa tiene mucho que ver con las terribles consecuencias que para los seres humanos  y para el ecosistema tiene el uso de la energía atómica destructiva. Más tarde, otras películas tendrán como tema, total o parcial, esa amenaza atómica, en clave de drama, de humor o de ambos: Hiroshima mon amour, de Alain Resnais, Un golpe de gracia, de Jack Arnold o ¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú…, de Stanley Kubrick.

          Kurosawa ha escogido la vía del drama en forma de la obsesión que un empresario siente hacia la total destrucción que significa convertirse en objetivo de esas bombas de devastación absolutamente masiva. Encarnado por Toshirô Mifune, el miedo demasiado racional a morir bajo un ataque con bombas atómicas acaba llevando a un empresario a construir un refugio antiatómico en el que casi se gasta su fortuna, y que deja a medio construir cuando se entera de que, en el lugar donde él creía que más a salvo estaría, sería de los primeramente afectados. Poco a poco la obsesión se va apoderando de él  y adopta la determinación de huir a Brasil, donde se suicidó, por cierto, Stefan Zweig, convencido, con idéntica pasión obsesiva que la del personaje de esta película, que Hitler sometería al mundo libre. Pero no solo quiere ir él, sino que se empeña en llevar consigo a toda su familia, la oficial y la extramatrimonial. Los hijos convencen a la madre de buscar una sentencia que lo inhabilite e impida que venda el negocio para convertir a su familia en ganaderos y labradores en Brasil.

          El procedimiento de mediación, con ciudadanos que ejercen la labor compaginándola con su propia profesión, como el dentista que asume el caso como un caso de conciencia, porque, informándose acerca de la bomba atómica y sus efectos, así considera la sentencia que ha de adoptar, en compañía de sus colegas de tribunal. El doctor Harada, sin embargo, acaba dudando seriamente de si el febril empresario, que somatiza en forma de ansiedad extrema el horror a la muerte en un ataque con bombas atómica, es epítome de la cordura o un enajenado por una amenaza demasiado hipotética, a pesar de lo vivido en Hiroshima y Nagasaki.

          La película toma como motivo dinámico el miedo del empresario Nakajima y su deseo de trasladarse a Brasil, porque todos sus actos lo orientan en esa dirección, incluso cuando ya pesa una sentencia de inhabilitación sobre él y no deja, sin embargo, de gestionar la compra de la granja en Brasil. La realidad, sin embargo, es la de un pleito familiar en el que la madre y los hijos, todos dependientes de la fundición del padre, quieren impedirle salirse con la suya, por tantas razones como hijos hay. La personalidad «fuerte» del empresario tiene atemorizados a sus hijos, y solo una hija, la más pequeña, se pone de su parte, frente al resto.

          La acción transcurre en un verano muy parecido a nuestros veranos actuales, porque es continuo el uso del abanico y el sudor que empapa a los protagonistas. El protagonista actúa como un patriarca que exige el acatamiento a sus deseos, porque, como confiesa una y otra vez, lo que él quiere, por encima de todo, es «salvar» a su familia, más que a sí propio, dada su provecta edad. La pesada lluvia de verano se une a la sensación de humedad y al sudor constante de los personajes que viven inquietos, desasosegados, como si ese sudor fuera parte de los efectos colaterales sobre el clima de la bomba atómica.

          Aunque se ha considerado esta película como una obra menor de Kurosawa, sobre todo tras haber rodado películas como Rashomon o Ikiru, los revueltos tiempos políticos actuales la traen a la actualidad como una seria reflexión sobre las amenazas de Putin, por ejemplo, de usar armamento nuclear en su invasión atroz de Ucrania, o la posibilidad de convertir las centrales nucleares en objetivos de guerra, sabiendo lo que sabemos tras el accidente de Chernóbil, todo ello, un mundo postnuclear, devastado, que algunas películas han mostrado a la perfección, como El camino, de John Hillcoat, entre otras. Es cierto que el protagonista tiene una obsesión patológica que acaba convirtiendo su miedo en un miedo irreductible al razonamiento sereno y al examen de la situación real y las expectativas probables. Está claro que Nakajima ni puede llegar a concebir que el equilibrio del terror pueda convertirse en la garantía de la paz, porque su miedo es tan visceral, tan inmediato, que, como los animales acorralados, solo busca la huida.

          A Kurosawa le importa, sin embargo, algo distinto de esa patología: la institución familiar y cómo se manifiestan las relaciones de poder en su seno. Y ahí es donde la película asume una dimensión que la convierte en una gran película, porque la vida de la fundición no es solo la de la propia familia, sino la «ampliada» de los operarios que trabajan en ella, y que dependen, como los propios hijos, del dueño y su poder arbitrario, al que los hijos quieren poner cota de una forma legal. Esa vena intimista se acentúa cuando el «patriarca» reúne bajo su techo a sus tres familias, pues ha tenido descendencia con otras dos mujeres. Un súbito infarto parece poner fin a la contienda, pero no será suficiente, como verán quienes se decidan a seguir viendo películas de uno de los más grandes genios del cine. La última secuencia de la película es absolutamente memorable.