lunes, 28 de diciembre de 2020

«Me hicieron un fugitivo», de Alberto Cavalcanti o el «underworld» londinense.

 

Un thriller brioso en el Londres de posguerra. La sombría historia de una venganza.

Título original: They Made Me a Fugitive

Año: 1947

Duración: 99 min.

País:  Reino Unido

Dirección: Alberto Cavalcanti

Guion: Noël Langley (Novela: Jackson Budd)

Música: Marius-François Gaillard

Fotografía: Otto Heller (B&W)

Reparto: Trevor Howard, Griffith Jones, Sally Gray, René Ray, Mary Merrall, Charles Farrell, Michael Brennan, Jack McNaughton, Cyril Smith, John Penrose, Eve Ashley, Phyllis Robins, Bill O'Connor, Maurice Denham, Vida Hope.

 

         Muy notable, el caso de Alberto Cavalcanti, brasileño enviado de joven a Europa por su padre y quien aparece en el cine francés casi de rebote, desde su profesión de arquitecto, para desembarcar en Londres como documentalista, productor y, finalmente, director, a cuya etapa pertenece esta película y un corto de la película coral Al  morir la noche, con una interpretación magistral de Michael Redgrave en el papel de ventrílocuo. Después volvió a Brasil y se convirtió en impulsor del nuevo cine brasileño. Finalmente, regresaría a Europa, donde acabó su carrera. Estamos, pues, ante un hombre polifacético y plurilingüe, si bien su verdadero lenguaje no contiene ni una sola palabra, porque son las imágenes, un lenguaje universal.

         A través de ella va a contarnos la historia de una evasión carcelaria y una venganza en los bajos fondos londinenses, en los que opera, bajo la cobertura de una empresa de pompas fúnebres, una red mafiosa de contrabando de todo tipo de género robado, con un jefe sin escrúpulos y un punto de sadismo que no suele ser habitual en las películas inglesas de la época. No es un Reservoir Dogs, está claro, pero hay no pocas escenas de insólita crueldad, rodadas con un verismo extraordinario, que, si no hielan el aliento, sí que imponen un severo respeto, sobre todo cuando afecta a las mujeres.

         En la película se mezclan varios ambientes, el de las pompas fúnebres, el de las variedades, el carcelario y una persecución policial del evadido que llevará todo a un desenlace no por previsible menos impactante. En cualquier caso, la historia del protagonista, con un joven Trevor Howard dando la exacta medida de su excelencia interpretativa, al que le cae una condena de la que solo se librará huyendo de la cárcel para ajustarle las cuentas al jefe mafioso, que ha dejado que lo culpen a él del asesinato de un policía en vez de al verdadero culpable. Por el camino, además, el jefe ha seducido a la despampanante novia del rival y se la ha birlado. La planificación nocturna de muchas escenas le otorga a la película esa seriedad tenebrista de los thrillers clásicos, sobre todo porque el espacio de la funeraria se brinda como pocos para ciertos momentos de violencia, entre ataúdes dispuestos para su uso, por ejemplo, en el final, que se corona en la azotea del edificio en la que, desde el primer plano de la película, antes de que la cámara descendiera al coche mortuorio del  que extraen un ataúd, los espectadores hemos divisado un monumental RIP que nos llama la atención, porque hasta que no baja la cámara no sabemos que allí mismo está el negocio-tapadera de las pompas fúnebres.

         Desde la huida del falso culpable, la tensión en la banda corre paralela a los esfuerzos del convicto para adelantarse en la búsqueda del jefe y de la banda, aunque siempre se pregunta el espectador cómo, un individuo asilado, va a encararse con ellos, quienes le superan en número y en armamento. Yo ahí lo dejo, porque los últimos veinte minutos de la película son electrizantes y están muy bien resueltos. Da gusto el modo como Cavalcanti hace suyo el lenguaje del thriller, sobre todo la iluminación, con sus claroscuros nocturnos que añaden dramatismo a las escenas, así como un movimiento de cámara en el que los zoom inversos, alejándose cobran un cierto protagonismo. La puesta en escena, ya lo creo haberlo dicho, colabora a la generación de la tensión, ya sea en el puerto, donde es asesinado un miembro de la banda que sabe demasiado, ya en la funeraria, ya en la casa de la actriz de donde huye el protagonista para acabar siendo capturado por la policía y, automáticamente, puesto en libertad para que los  lleve a la guarida del mafioso tras el que han dirigido sus pasos desde hace mucho.

         Estamos, pues, ante una película muy notable y extraña en la propia cinematografía inglesa, si bien, por las maneras de los facinerosos, hemos de buscarle las raíces en Usamérica, de donde toma, así mismo, un modo de narrar en el que se mezclan episodios de complejidad moral tan notable como el de la malcasada que, tras entrar el fugitivo en su casa, lo hospeda y lo agasaja con una sola condición, que liquide al borracho de su marido. Al final, la maldad de la mujer, que coge con una servilleta la pistola con las huellas del fugado, consigue «cargarle el muerto» al evadido y aumentar el cerco policial sobre él, del que se zafa con tanta habilidad como ardua será la localización del jefe de la banda. En fin, una película «de género», pero con unos intérpretes muy solventes y una dirección que ha bebido de los mejores ejemplos usamericanos, lo cual se agradece. Hasta el momento, las dos únicas películas que he visto de Cavalcanti son, ambas, dos piezas muy meritorias. Será cuestión de insistir…

«Esclava de un recuerdo», de Edwin L. Marin o el drama de la posguerra.

Un curioso caso de mezcla única entre melodrama y cine de propaganda.

Título: Young Widow

Año: 1946

Duración: 100 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Edwin L. Marin

Guion: Richard Macaulay, Ruth Nordli, Margaret Buell Wilder (Novela: Clarissa Fairchild Cushman)

Música: Carmen Dragon

Fotografía: Lee Garmes (B&W)

Reparto: Jane Russell, Louis Hayward, Faith Domergue, Kent Taylor, Penny Singleton, Connie Gilchrist, Cora Witherspoon, Norman Lloyd, Steve Brodie, Richard Bailey, Robert Holton, Peter Garey, William Moss, Bill Murphy, Marie Wilson.

 

         Un excelente melodrama de serie B, con un empaque formal perfecto y una fluida narración en la que se mezcla el melodrama y la comedia, con dosis de humor perfectamente adecuadas al desarrollo serio de la trama, consigue captar mi atención en la cinta del gimnasio y me impele a correr los 12 kilómetros que dura el visionado de la misma. Hecha para lucimiento de Jane Russell, la actriz se mete de lleno en el papel de viuda que recuerda muy intensamente los años de felicidad que tuvo con su marido antes de que este se alistara en el ejército y muriera en el transcurso de la guerra. Se retira de su profesión de periodista y vuelve a la casa familiar, donde espera poder sobrellevar, con una vida centrada en la explotación agrícola y ganadera, el lancinante recuerdo de su marido, con quien habla y de cuya «sombra» no puede despegarse, hasta que decide dejar su asa, volver a la ciudad, retomar su profesión y tratar de atenuar, así, el dolor del recuerdo. En el tren, abarrotado de soldados, acaba viajando junto a un militar bienhumorado y seductor que intenta una aproximación. Tras despedirse en la estación, ¡mítica ahora!. de Pennsylvania Station, demolida en 1963, el militar que escucha la dirección que le da al taxi, decide continuar su particular despliegue seductor. Llenos los hoteles, la protagonista acaba instalándose en un piso con dos amigas más y, a partir de ahí, se van mezclando las aventuras de las jóvenes casaderas y las de los militares, ansiosos de resarcirse de los años de guerra.  Poco a poco, la relación entre ambos va cuajando, aunque él no entiende las primeras reacciones de ella, que lo esquivan abruptamente. Cuando se entera de que ha perdido a su marido en la guerra y que su recuerdo sigue extraordinariamente vivo en ella, el militar reconduce su táctica de asedio hacia el acompañante perfecto que no exige nada y que lo espera todo.

         La ciudad de Nueva York adquiere un cierto protagonismo en la obra, porque hay mucha escena de calle, y se pretende ofrecer el ambiente de una ciudad que acoge a los vencedores de la IIGM con un optimismo que choca, sin embargo, con la historia que nos cuenta la película. De hecho, apenas concluí el visionado, me dije que lo que había visto era una película de propaganda financiada por las autoridades. Se trataba, me dije, de hacer ver a las jóvenes viudas de guerra que su vida no se había acabado con la pérdida que habían sufrido, por terrible que fuera, sino que aún estaban a tiempo de iniciar una “nueva”, y que esta siguiera su curso, salvando el escollo del doloroso recuerdo. A este respecto, la historia es ejemplar, sin duda, si bien ha de reconocerse que la protagonista le pone las cosas harto más que difíciles al enamorado militar que decide no rendirse ante el desafío que le lanza el recuerdo idealizado del marido perdido. Porque, por exigencia del guion, cuando salen a bailar, por ejemplo, la orquesta interpreta «la» canción que ella bailaba con su marido, por ejemplo, lo que la sume en una tristeza más que justificada.

         La película trata primorosamente a la actriz protagonista, Jane Russell, de quien plasma primeros planos como en pocas películas le tomaron. Y he de decir que es capaz de hacer llegar al espectador la inmensidad del amor que sentía por su marido, del mismo modo que es capaz de, prudentemente, empezar a considerar la posibilidad de no ver la existencia de una posibilidad amorosa como echar más tierra sobre la tumba del marido. El guion sigue, de un modo discreto pero efectivo, los meandros de la vida cotidiana, y a través de varios episodios curiosos va construyendo el nuevo horizonte de vida al que la protagonista se asoma con muchas incertidumbres que irá venciendo no sin íntimas luchas, pero con sólido convencimiento. Aunque la propaganda de los carteles de la época la muestra casi como un sexy-symbol cuya capacidad de seducción física fuera el núcleo de la película, estamos ante una muy casta historia totalmente de carácter psicológico, y en la que la atormentada protagonista, aunque siempre tan exuberante, nos mete de lleno, y con muy buenas maneras de actriz exquisita, en su atormentada vida emocional. El coprotagonista, Louis Hayward, con una sólida carrera frente a la incipiente de Russell -se trata de su segunda película- tiene un papel definitivo para la construcción del melodrama, sobre todo cuando su «abordaje» festivo choca con la realidad dolorosa de ella. Como se dice en las críticas que atienden más al star system que a la calidad de la película, hay «química» entre ellos. En general, todos los secundarios cumplen a la perfección con sus cometidos, logrando, en según que secuencias, un aire de película coral propia de la gran comedia usamericana y aun del musical, porque aquí y allá se intercalan canciones perfectamente entretejidas en la trama básica.

         Ya digo, es una película de serie B, típica de los «artesanos» que trabajaban a sueldo para los estudios y rodaban lo que les «tocaba», pero, en este caso, como en muchos otros de la serie B, el esmero es tan grande que la caligrafía del film es perfectamente intercambiable con la de la serie A, pero a menor costo. Un día deberíamos hacer una reevaluación de las pertenencias a una y otra serie, porque nos íbamos a llevar muchas sorpresas.

domingo, 27 de diciembre de 2020

«El delator», de John Ford o sobran las palabras.

 

Cada traidor es “un” traidor; pero cuando “el” traidor es un “idiota” el drama humano está servido… 

Título original: The Informer

Año: 1935

Duración: 91 min.

País: Estados Unidos

Dirección: John Ford

Guion: Dudley Nichols (Novela: Liam O'Flaherty)

Música: Max Steiner

Fotografía: Joseph H. August (B&W)

Reparto: Victor McLaglen, Heather Angel, Preston Foster, Margot Grahame, Wallace Ford, Una O'Connor, Donald Meek, J.M. Kerrigan.

 

         ¡Menudas sorpresas me depara siempre aventurarme en una película de Ford, siguiendo mi programa totalitario sobre su cine! ¡Que joya me he reservado para lo que ya intuyo como el último tramo, cuando no sé de qué recursos habré de tirar para conseguir algunas películas que se me antojan como tesoros sepultados bajo toneladas de tierra! De momento me conformo con esta joya del claroscuro expresionista que se mezcla con un planteamiento de novela de Dostoievski, porque el retrato del delator corto de luces, instinto de supervivencia, ceguera social y generosidad instintiva es un portento de película. Algunos críticos le afean la imaginería religiosa que a mí, sin embargo a fuer de agnóstico, pero educado desde niño en la irracionalidad del alienador sentimiento religioso, me ha emocionado profundamente, porque la realización de Ford consigue escenas que lo entroncan directamente con el mejor cine de inspiración religiosa de Dreyer.

         En un Dublín reconstruido en estudio, de ahí las sombras y la niebla que disimulan los perfiles exactos del paisaje urbano de la ciudad, transcurre la aventura de un pobre hombre grande y fuerte como un Sansón bíblico, sumido en la marginación y la pobreza, a quien se le mezclan dos imágenes con una fuerza tan poderosa que es capaz de arrastrarlo a la perdición de Judas, la cita bíblica del cual, cuyas monedas arrojó al templo por desesperación, encabeza la película: de una parte, el cartel de busca y captura de un rebelde irlandés por quien se pagan 20 libras; de otro, el del cartel de un transatlántico a Usamérica cuyo pasaje cuesta 10 libras. Por el medio, el encuentro con una prostituta en la miseria que anhela hacer ese viaje. Ya los primeros compases de la película, cuando el cartel del viejo compañero de lucha lo arranca el viento de la pared y rueda por la acera hasta pegarse a la pierna del protagonista como si fuera una señal del azar o de los dioses de la maldad, nos indican la joya cinematográfica que vamos a ver. A lo largo de una noche densa, fría, oscura, verdadera materialización del infierno helado reservado para los delatores, se levanta el compasivo retrato de la perdición de un hombre perdido en la niebla de su debilidad mental, cuyos pasos vamos siguiendo con el encogimiento de corazón que nos provoca la condena inapelable de un «inocente» cuya desesperación, a pesar de la traición, nos conmueve. No es de extrañar, viendo el caso, que en los sistemas judiciales la enajenación mental sea una eximente.

         Ford traza dos líneas narrativas que habrán de confluir, al final, en el juicio clandestino de los combatientes contra el delator: por una parte, la larga noche hacia la perdición de un hombre manejado a su antojo por el primer vivales que descubre que posee ese «tesoro» de 40 libras y está dispuesto a esquilmárselo en invitaciones y francachelas, burdel de lujo incluido; y, por otra, las indagaciones clandestinas del Ejército de Liberación para dar con el culpable de la delación, en el bien entendido de que tal acto es el mas infamante de los actos posibles, y más, en una situación de lucha contra el invasor, algo que este también comparte, lo que se manifiesta cinematográficamente de un modo excepcional en el modo como el «traidor» es pagado, acercándole con un bastón el dinero sobre la mesa, para ni siquiera tocar lo que consideran algo «sucio». Toda la película está llena de detalles de ese profundo simbolismo y de una espectacular imaginería; y parte de esa realización lo forma la aparición en las húmedas paredes del cartel del prófugo como una dentellada en la conciencia del traidor. Todo, al protagonista, se le vuelve inhóspito, y a pesar de que su generosidad lo entroniza como el campeón de los hambrientos y remediador de doncellas, por lo que sucede en el burdel, pero que no revelo, él sigue sin querer ser consciente de que lo que hizo no se debiera a la causa mayor de facilitar a su enamorada un pasaje para Usamérica y sacarla, así, dela pobreza y la humillación del ejercicio de la prostitución.

         No quiero revelar muchos detalles de la película, porque quienes no la hayan visto se van a llevar un sorpresón. Está claro, por lo que he dicho, que se trata de una película en la que el protagonista ha de realizar un prodigio de interpretación para empatizar con él y seguir con el alma en vilo su viaje al fondo de la noche. Y así sucede, Victor McLaglen hizo el papel de su vida y ganó en 1935 el Oscar al mejor actor, lo que le reconocía como uno de los grandes. No fue el único papel importante en su carrera, pero sí aquel en el que el protagonismo suyo acapara casi toda la película, ¡y no defraudó! Solo quiero mencionar que, a mi modesto entender crítico, Ford subrayó, muy tímidamente, un cierto paralelismo entre Frankestein y este Gyipo descomunal cuya fortaleza física es tan potente como  enorme su debilidad mental. Hay una escena en casa de la enamorada, donde se ha refugiado tras escapar de sus captores y del primer intento de «ejecución», junto a la chimenea encendida, con ella acunándolo en su regazo que parece propiamente la escena del monstruo con la niña junto a las aguas en el clásico de James Whale: El monstruo y la pureza de corazón. Antes, hemos de recordarlo, cuando él le da a ella las libras para que se saque el pasaje, cuando ella se entera del origen de los dineros, estos se le caen de las manos…

         Ford tiene cuatro Oscar al mejor director y, francamente, pocos me parecen, dada la envergadura de buena parte de su producción. El delator le hizo conseguir el primero, pero, para entonces, Ford era ya una leyenda dentro del cine…

domingo, 20 de diciembre de 2020

«Devil’s Partner», de Charles R. Rondeau y «The Devil’s hand», de William J. Hole Jr o el diablo se filma con B…

         

Dos películas diabólicas de 1961 con hechuras de serie B y actores de serie A: dos historias de muy distinta naturaleza y desigual atractivo, pero de placentera visión para aficionados al género luciferino. 

 

Título original: Devil's Partner

Año: 1961

Duración: 73 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Charles R. Rondeau

Guion: Stanley Clements, Laura Jean Mathews

Música: Ronald Stein

Fotografía: Edward Cronjager (B&W)

Reparto: Edgar Buchanan, Jean Allison, Richard Crane, Ed Nelson, Spencer Carlisle, Byron Foulger, Claire Carleton, Brian O'Hara, Harry Fleer.


 


Título original:  The Devil's Hand

Año:  1961

Duración: 71 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: William J. Hole Jr.

Guion: Jo Heims

Música: Allyn Ferguson, Michael Terr

Fotografía: Meredith M. Nicholson (B&W)

Reparto: Linda Christian, Robert Alda, Ariadne Welter, Neil Hamilton, Gere Craft, Jeanne Carmen, Julie Scott, Diana Spears, Gertrude Astor, Bruno VeSota, Dick Lee, Jim Knight, Coleen Vico, Roy Wright, Ramona Ravez.

        

         Reconozco  que, como buen vicioso del cine que soy, soy capaz de ver casi cualquier cosa, hasta que lo que vea me induzca a decir «hasta aquí», que también me sucede, pero tengo mucho aguante, la verdad. En esta ocasión, empecé a ver Devil’s Partner y los primeros compases de la película captaron mi atención, porque entrábamos en un territorio, el de los conjuros al Gran Buco que, con un eficaz juego de sombras, permitía intuir, si no se malograba, una película decente, en B, pero decente… Y no me equivoqué. Confieso que mi «tolerancia» en la cinta de correr aumenta, pero en esta ocasión, y tras la muerte del viejo huraño que vive en su cabaña infecta, por la que las ratas se pasean como Pedro por su casa, todo parecía obrar a favor de una historia sencilla y llena no tanto de intriga como de atmósfera. La llegada de un sobrino del viejo para tomar posesión de sus bienes, que sorprende al sheriff y al médico del pueblo, las dos «fuerzas vivas» de la localidad, sobre todo el médico, encarnado por un secundario habitual, Edgar Buchanan, siempre en papeles de médico o de juez, que aquí adquiere más protagonismo y le da un mayor «empaque» que el de ser un producto en B. Ed Nelson, que luego triunfaría en la TV, en la serie Peyton Place, aporta una presencia y sobre todo una mirada diabólica que mete el horror en el cuerpo a cualquier espectador, casi tanto como el que aporta la presencia del inmortal John Cassavetes en La semilla del diablo, de Polanski. A partir de la llegada del sobrino al pueblo, comienza un reguero de muertes al que no halla la autoridad ninguna explicación. Por otro lado, el protagonista, después de haber desfigurado mediante el ataque de su propio perro, al dueño de la gasolinera, se ofrece a sustituirlo en el negocio para que no cierre y comienza a tirarle los tejos a su novia. Tardan lo suyo en atar cabos respecto de la llegada del sobrino y los asesinatos, sobre todo porque algunos de ellos, como el del ataque del caballo negro a una de las víctimas, quien da, con una inscripción en tierra, antes de morir, la pista para estrechar el cerco al responsable, es inexplicable, se mire como se mire… El blanco y negro, la sobriedad de la puesta en escena, el vigor estupendo de las interpretaciones y una música que acompaña como un personaje más la acción, son todos ellos ingredientes que han dado para algo más que una película B, transformación del sobrino en su tío incluida, por más que los efectos especiales, progresivos, como en las películas sobre el hombre-lobo, nos hagan sonreír. Se trata de una película que ha de verse, en esos episodios de las conjuras a Satán, con los ojos de la adolescencia y el miedo siempre legítimo a lo desconocido. Insisto, aun con su sencillez argumental y de medios, Charles R. Rondeau, experto director de series de TV consiguió en las apenas cuatro películas que dirigió, y específicamente en esta, un resultado muy notable. La película no se estrenó hasta que la compró Roger Corman, un productor y director con un olfato especial para detectar que en ciertas producciones baratas había un espíritu -y daba igual que fuera infernal- de excelencia que podría gustar a los espectadores. Sí, muchos cinéfilos nos hemos «curtido» en programas dobles en los que entraban como «ganga» estas producciones baratas, pero muy eficaces. Mi cinta de correr viene a ser el sustituto de aquellos cines de doble sesión, tristemente desaparecidos.

         The Devil’s Hand es bastante más floja que la anterior, porque aquella estaba rodada en un pequeño pueblo perdido en el mapa, donde el envenenamiento de las relaciones personales lo da la cercanía y la intimidad,  y esta segunda se mueve en un ambiente urbano en el que todo parece indicar que las cosas suceden aleatoriamente, por un fatum que, ¡vaya por Dios, o por Gamba…!, se encapricha de determinados personajes. Es lo que le pasa al novio de una chica que sufre insomnio y tiene visiones de una mujer que baila en la oscuridad hasta que es atraído misteriosamente hasta una casa de muñecas en cuyo escaparate distingue una muñeca con la cara de la protagonista de sus sueños. Lleva a su novia a la tienda para que se convenza de lo disparatado de la coincidencia, pero con lo que encuentra es con que el siniestro vendedor le dice que ya ha llegado su encargo y que lo había dejado pagado, ante la incredulidad de la novia. Más tarde descubren que hay otra muñeca con la exacta cara de la novia, pero el vendedor niega que se trate de la misma cara. A poco de salir de la tienda, el vendedor se reviste de un sobretodo, se coloca ante un altar y en un ceremonial vudú sin audiencia ni tambores ni fuego ni nada, salvo la frialdad del local de ceremonias donde se intuye que algo pasa después, clava una aguja en el corazón de la muñeca. La novia enseguida sufre el estoconazo y es llevada al hospital, donde queda ingresada para «determinar» el exacto alcance de la dolencia. Pues sí, el vendedor es el gran sacerdote del culto a Gamba, el dios del mal al que rinden culto en la trastienda. La gran sacerdotisa del culto es Linda Christian, cuya estatua desnuda preside la sala -la llevaron del jardín de su casa a los estudios, tras su separación de Tyrone Power. La protagonista, una vez que el protagonista, Robert Alda, el padre de Alan Alda, el célebre actor, es atraído por sus artes mágicas a su apartamento, consuma la «abducción» del personaje, al que integra en el culto a Gamba y con quien hace espléndidos negocios, olvidando por completo a su antigua novia. La novia, por cierto, es Ariadne Walter, la hermana en la vida real de Linda Christian. Neil Hamilton es el villano «de película», que solemos decir en el mundo real, y cumple a la perfección con el endeble papel que le toca en la endeble función de sectas satánicas en las que se somete a prueba a los miembros, para comprobar su lealtad al «proyecto». No faltan los tambores ni las danzas exóticas. Tampoco faltan los «saltos de cama» de Linda Christian, siempre al borde de que se le salgan los pezones, cuando recibe al protagonista. No en vano la película se llamaba, inicialmente La diosa desnuda, y era una de aquellas películas de terror y erotismo que tanto «alegraban» las salas de doble sesión en la España franquista. Con todo, a pesar de la falta de sustancia maléfica de la película, el rodaje es impecable y consigue mantener la atención del espectador, por más que el guion haga aguas por casi todos lados. He leído que Edgar G. Ulmer fue la principal apuesta del proceso, ¡y me relamo estéticamente solo de pensar en lo que el maestro le hubiera podido sacar a ese guion, después de las transformaciones de rigor! Que apareciera Bruno VeSota en un pequeño papel supongo que influyó para que Roger Corman comprara la película y la sumará a los productos de su «factoría». Sinceramente, no creo que decepcioné a quienes, en estas series B, nunca nos llamamos a engaño y podemos distinguir el grano de la paja… Es «otro» Cine de barrio, en efecto…

sábado, 19 de diciembre de 2020

«El gran combate» y «El soñador rebelde», de John Ford, en sus renqueantes... postrimerías.

 


Un extraño  western como apología de los indios y la airada juventud irlandesa del dramaturgo Sean O’Casey

 

Título original: Cheyenne Autumn 

Año; 1964

Duración: 160 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: John Ford

Guion: James R. Webb, Mari Sandoz (Novela: Howard Fast)

Música: Alex North

Fotografía: William H. Clothier

Reparto: Richard Widmark, Carroll Baker, Karl Malden, Sal Mineo, Dolores del Rio, Ricardo Montalban, Gilbert Roland, Arthur Kennedy, Elizabeth Allen, John Carradine, Patrick Wayne, Victor Jory, Mike Mazurki, George O'Brien, Sean McClory, Judson Pratt, Carmen D'Antonio, Ken Curtis, James Stewart, Edward G. Robinson, Harry Carey Jr., Ben Johnson.

 


Título original: Young Cassidy

Año: 1965

Duración: 100 min.

País: Reino Unido

Dirección: Jack Cardiff, John Ford

Guion: John Whiting (Novela: Sean O'Casey)

Música: Sean O'Riada

Fotografía: Edward Scaife

Reparto: Rod Taylor, Maggie Smith, Julie Christie, Flora Robson, Jack MacGowran, Sian Phillips, T.P. McKenna, Julie Ross, Robin Sumner, Philip O'Flynn, Michael Redgrave.

 

         Con un año de distancia, y tocando ya el final de una carrera que es representativa de la Historia del Cine desde los tiempos del mudo hasta los más sofisticados sistemas de filmación y proyección, pero librándose de la triste era de las sagas galácticas, los superpoderes, la animación digital, las catástrofes y las comedias alocadas para jovencitos borrachos y salidos, el maestro John Ford dirigió dos películas de dos de sus géneros favoritos: el western e Irlanda, su auténtica patria emocional. El gran combate, que engaña desde el título al espectador, pues El otoño cheyenne, si nos ajustamos literalmente al título original, como El otoño del patriarca, es una expresión ya asentada en nuestra lengua para expresar la decadencia de lo que un tiempo fue vigoroso. La apología de los bravos guerreros cheyenes, un nombre que bastaba para meter el espanto en el cuerpo a los colones que invadieron el oeste usamericano en lucha contra las tribus que vivían en él desde incontables generaciones, es una suerte de declaración de principios de quien siempre pasó, para la propaganda que le era adversa, poco menos que por un racista asqueroso e insufrible. La defensa de los indios se manifiesta ya desde los primeros compases iniciales de la película, cuando esperan sin moverse, bajo un sol implacable, al «jefe blanco» para negociar su regreso a las tierras fértiles de las que los desalojaron para acorralarlos en un desierto estéril donde no tienen otro futuro que la extinción. Coincide esta crítica, ya es curiosidad, con el reciente nombramiento de Deb Haaland, como Secretaria de Interior en el próximo gobierno de Biden, la primera descendiente de aquellos indios que forman parte de la mitología individual de casi cualquier niño del mundo: Cochise, Sitting Bull, Manitú… en acceder a tan alto puesto. Pues lo primero que choca, en la película de Ford, acaso porque vemos a un pueblo derrotado y humillado es, en parte por los actores de origen hispano -que dicen ellos- que forman parte del reparto, una suerte de hieratismo forzado que se compadece poco y mal con la bravura atribuida a dicho pueblo. La solidaridad de la maestra cuáquera que los enseña/adoctrina/unsamericaniza se une a la predisposición hacia ellos del militar encarnado por Richard Widmark y enseguida se nos muestran los dos lados de la tensión que se desatará cuando decidan, ignorando las órdenes militares, regresar a sus tierras originarias. Tras la primera batalla entre indios -que incomprensiblemente están armados hasta los dientes- y militares, y producirse la muerte del jefe de la guarnición que los vigilaba, se desata una ola de histeria periodística que poco menos que enlaza con aquel “peligro soviético” del ¡Que vienen los rusos!, de Norman Jewison, aunque sin pizca de gracia hasta que, de repente, con un cambio de escenario, de tono y de todo, lo que era una penosa marcha de miles de quilómetros a través del desierto en condiciones inhumanas y con la amenaza constante de la escaramuza bélica, la película nos brinda un intermedio cómico al estilo de los entremeses con que se alegraban las obras clásicas, un auténtico «corto» desconcertante, metido como con calzador en la aventura trashumante de los indios, en el que asistimos a una partida de poker de Wyat Earp,James Stewart, y Doc Holliday, Arthur Kennedy, en un salón en el que hasta incluso acabará actuando, el Marshall legendario, de cirujano, antes de participar, ambos jugadores, en una suerte de aventura loca de los ciudadanos que se lanzan a la carrera para luchar contra los indios y «defender» su territorio, unidos a un carro de damas alegres que perderán algo más que el carro en la loca carrera a ritmo de anacrónica charlestón. Exige, sin duda, una interpretación, ese intermedio que sigue al amarillismo de la prensa y que precede a la última parte, en la que, en pleno invierno, y encerrados sin fuego ni comida en una suerte de granero, los indios escapan a sangre y fuego del fuerte donde un militar ordenancista, Karl Malden, los retiene, antes de que llegue, para negociar con ellos el «jefe blanco» encarnado por Edward G. Robinson, quien, ante la escasez de tabaco para refrendar su acuerdo, lo firma con los indios con un cigarro habano, en una suerte de pirueta cómica que cierra una película muy extraña, poco definida y con unos interpretaciones y episodios que rozan continuamente lo inverosímil, aunque se base en una marcha histórica. Infiel a los paisajes reales, Ford hace desfilar a sus indios por el Monument Valley de sus amores, ¡y de los nuestros!, pero hay algo envarado, artificial, poco natural, en los indios que en modo alguno suponen ya ninguna amenaza para nadie. Digamos que priman las buenas intenciones sobre la buena realización, aunque no deja de haber planos inmejorables que nos recuerdan la maestría del autor.

         El soñador rebelde, de tema irlandés, porque es la biografía de los años jóvenes del dramaturgo Sean O’Casey, nos retrata entre el heroísmo de la clase trabajadora y ese otro heroísmo indiscutible que es el autodidactismo, la vida de un joven impulsivo que compagina la lucha por la independencia de Irlanda con la aspiración a convertirse en un «gran» escritor, porque el delirio de la grandeza es consustancial a la vocación: nadie quiere dedicarse a escribir para pasar desapercibido o tener una cuota «razonable» de lectores que le permitan sobrevivir. La película tiene, por lo tanto, bastante de documento vivo, pero nada de documental, ¡afortunadamente! Gracias al romance entre el militante aguerrido, e incipiente intelectual, y una librera, el joven O’Casey va perfilando su propia biografía desde una conciencia de clase, acentuada dramáticamente en la película no solo por las duras condiciones de los obreros no remunerados, sino por la desigual lucha contra el invasor inglés. No obstante, Ford ha sabido explotar el torrente de vida que supone el personaje para que veamos cómo, de ese modo virtuosamente «vicioso» como él lo vive todo, aflore una conciencia crítica que acabará llevando a las tablas del teatro una visión realista y nada idealizada de la clase trabajadora de la que el propio autor ha formado parte, lo que le acarreará amargos sinsabores por la incomprensión del público, al que no le gusta que le echen en cara sus vicios, sino que se le ensalcen sus virtudes. Rod Taylor y Maggie Smith son los encargados de dar vida a los protagonistas y de permitirnos meternos en la piel del  dramaturgo y sus ambiciones literarias, nacidas de la intensidad con que vive su propia vida. Con una ambientación impecable y una primera parte sobresaliente, el suicidio de la hermana incluido y la incisiva parodia de las brigadas populares armadas, nos percatamos fácilmente de que la madurez del personaje se mide por las renuncias que le marcan el camino y por la insobornable fidelidad a su propia manera de ver el mundo: no escribe para «ganarse la vida», sino que se ha ganado la vida porque escribe, y ese mundo de trabajadores, de pubs, de borrachines cantarines sentimentales y fáciles para emprenderla a puñetazos por un quítame allá esas pajas, de idealistas políticos y de nacionalistas absurdos es un mondo muy querido por Ford, su auténtica patria, como dije al principio y repito parta acabar.

         Ninguna de estas dos películas puede considerarse obra maestra del autor, y hay incluso una cierta desgana en la narración, como si se las hubiera «impuesto» en vez de «necesitar» contarlas. Pero es razonable que sea así. No se puede rodar El hombre tranquilo cada vez que uno se pone detrás de la cámara… Digamos que el maestro reservó energía para su despedida con Siete mujeres. Tienen ambas, las criticadas, un inequívoco sabor a despedida de lo que había sido su hábitat natural durante décadas, y eso se advierte en la hermosa descripción del paisaje en el western y en la empatía con que está contada la esforzada juventud del dramaturgo en medio de la pobreza, la toma de conciencia política y la revelación de la vocación artística, algo de lo que, sin embargo quiso apartarse, para evitar caer en trascendentalismos de cacharrería, un director que siempre se presentaba de la misma manera: My name's John Ford. I make Westerns.

jueves, 17 de diciembre de 2020

«Nieva en Benidorm», de Isabel Coixet o de buenas intenciones está empedrado… Benidorm.

 

La tragicómica historia de un nefelibata británico que deshiela la coraza de su soledad de guiri entre los rascacielos de Benidorm…

 

Título original:  Nieva en Benidorm

Año: 2020

Duración: 117 min.

País:  España

Dirección: Isabel Coixet

Guion: Isabel Coixet

Música: Alfonso de Vilallonga

Fotografía: Jean-Claude Larrieu

Reparto: Timothy Spall, Sarita Choudhury, Pedro Casablanc, Ana Torrent, Carmen Machi, Édgar Vittorino, Leonardo Ortizgris, Marc Almodovar, Kiva Murphy.

 

         Con producción de El Deseo, de los hermanos Almodóvar, Isabel Coixet reincide en la dimensión internacional de su cine y nos ofrece una película inglesa con dos partes muy bien diferenciadas, pero con serios problemas de guion, debidos, básicamente, a la indeterminación genérica de la película y, sobre todo, al desvío argumental que supone la búsqueda del hermano gemelo en Benidorm, una vez que, tras llegar a la ciudad alicantina y esperarlo en vano durante horas en el aeropuerto, este no se presenta. La película juega con los contrastes que ya se explicitan en el título, el cual ha de entenderse metafóricamente, porque «nieva en Benidorm» significa, literalmente, en medio de un calor bochornoso, «me quedé helado ante la realidad que se desveló ante mis ojos», y cuál sea el contenido de esa «realidad» es el verdadero tema de la película.

         Los primeros compases de la película, intimista y perfectamente interpretada por el siempre eminente Timothy Spall, quien acumula grandes interpretaciones desde su Turner inolvidable, como en la extraordinaria The party, de Sally Potter, directora bastante afín a la sensibilidad estética de Coixet, aunque quizás más atrevida que esta, recuerda, mucho, no obstante, una gran película de años atrás, que acaso pasó algo desapercibida: Still Life («Nunca es demasiado tarde…»), de Uberto Pasolini. La misma psicología del ser que vive en los márgenes de la realidad, sumido en la incomunicación y con serios problemas para desenvolverse en la vida cotidiana que se le aparece más como una agresión a su fragilidad que como un reto para desarrollarse individualmente. Eso nos da un personaje a la defensiva que, por arte y gracia del guion, acabará, ¡tan nórdico él!, como Bob Harris, el protagonista de Lost in Translation, de Sofía Coppola, en un Benidorm sin español hablado ni escrito y sin recursos psicológicos para lidiar con un submundo específico: el de los estafadores indeseables de medio pelo.

La historia de Peter Riordan, un trabajador de banca, aterrado por la crueldad de las exigencias bancarias respecto de sus fieles clientes en tiempos de crisis, a quien se le jubila anticipadamente para ahorrarse los costos correspondientes y «premiarlo», se complica cuando su primera decisión, tras contactar con su hermano, después de casi 10 años sin contacto alguno,  es aceptar su invitación de reunirse con él en Benidorm, donde tiene negocios, un club barato de Burlesque incluido. Estamos hablando de un hombre solo, aficionado a la meteorología y cazador fotográfico de nubes, una afición absolutamente congruente en un país como Gran Bretaña, pero que lo dejará «huérfano» cuando sus ojos sufran ante el agresivo sol mediterráneo de la costa alicantina y haya de cambiar la afición a la meteorología por la del investigador privado en que se ve forzado a convertirse para lograr dar con el paradero de su hermano, desaparecido como por ensalmo justo después de haber quedado con él.

La ley del contraste opera no solo a través del guion, por el enfrentamiento entre un personaje de su naturaleza frente a una realidad mediterránea, aunque salpicada con personajes relativamente «retorcidos», los socios fallidos de su hermano, la socia del cabaret, la limpiadora del hotel y de la casa de la socia, Alex, una mujer «de rompe y rasga» en una interpretación de Sarita Choudhury que nada tiene que ver con la que tanto apreciamos, aunque marginal, en la serie Homeland, y que se mueve un poco a remolque de una indeterminación notable en su caracterización. Lo mismo le ocurre a la «santera» Ana Torrent, con un papel determinante en la trama, pero escasamente perfilado en su participación en la historia, centrada en la relación de Peter y Alex, el encuentro nada romántico entre dos corazones helados, inmunes al romanticismo y pudiera sospecharse que incluso hasta a la ternura, aunque eso ha de descubrirlo el espectador por si mismo.

La oposición entre Manchester y Benidorm se sustancia por la vía indirecta de presentar la ciudad de vacaciones como una suerte de Nueva York de costa que permite un auténtico safari fotográfico de escenarios espectaculares, lo que me parece, al margen de la endeblez del guion y de ciertos juegos de postureo highbrowish, como lo relativo a Sylvia Plath, uno de los grandes atractivos de la película y, con vistas al público inglés, es la mejor carta de presentación: el ennoblecimiento artístico de esa ciudad de costa tan singular y a la que, por ello mismo, visité el verano pasado, aunque de paso, pero volveré. Coixet destaca de la ciudad los ambientes de las noches locas guiris con las que el personaje nada tiene que ver, porque es la antítesis de esos desmadres alcohólicos; pero sabe captar muchas otras realidades de la misma y, sobre todo, consigue planos de la red urbana junto al mar que, ciertamente, logran incitar al viajero a alojarse allí para disfrutarlas. Lo dejaba para el final, pero súmesele a la contemplación de esos paisajes urbanos y naturales la magnificente música de Alfonso de Vilallonga y entonces el disfrute se acrecienta extraordinariamente. Esa misma banda sonora sirve, fundamentalmente, para describir al personaje en Manchester, cuando estamos más cerca de Still Life que del «desorden» de una investigación con algunos cabos sueltos y muy poco interés para el objetivo final de la película: seguir de cerca el «deshielo» de la coraza de un ser solitario y huraño que se abre, por necesidad, al contacto con los demás. Parte de esa banda sonora han de considerarse, por otro lado, las actuaciones musicales del cabaret Burlesque que posee el hermano junto con la protagonista, Alex, escenas en la que aparece el propio Vilallonga, de por sí ya muy inclinado a ese género, como puede apreciarse en el vídeo Maldà State (Estat prop) colgado en Youtube.

Confieso que la película, a pesar de la sorpresa final implícita crípticamente en el hilo narrativo, pero no desarrollada, como un final de cuento, no de novela, se hace algo pesada a fuer de reiterativa, pero fílmicamente tiene imágenes muy poderosas y la interpretación  de Raspall, a pesar de los referentes, resulta convincente en el empeño de averiguar qué ha sido de su hermano. Los contrastes de los que hablaba al principio también se dan, espacialmente, Peter se instala en uno de los pisos más altos de la ciudad y ha de buscar a su hermano en los «bajos fondos» de unas actividades delictivas que están en el origen de su desaparición. Por cierto, en el hermoso edificio donde vive Alex, he creído reconocer el edificio de Ricardo Bofill, «La muralla roja», que no está en Benidorm, sino en Calpe, a muy pocos kilómetros de allí.

Es evidente que lo relativo a la jefa de policía y a su hermano carnicero, Carmen Machi y Pedro Casablanc, respectivamente, aportan una perspectiva española al relato que se resuelve con más o menos gracia en la entrevista de la policía y el hermano en funciones de detective, pero que aparecen muy desdibujados en una trama en la que aparecen no pocos clichés, como el conato de polvo salvaje con el encargado de los apartamentos donde vive el personaje, por ejemplo.

El final quizás haya sido el arranque orsoniano de la película, pero, aun así, es una imagen hermosa para una película ni más ni menos triste que la vida misma, porque se intuye un tímido principio de esperanza en el acercamiento entre Alex y Peter..

domingo, 13 de diciembre de 2020

«Mank», de David Fincher, ¡el descubrimiento de un genio ensombrecido por su hermano menor!

Una película que devendrá tan clásica como Cautivos del mal, de Minnelli o Eva al desnudo, de su hermano, Joseph L. Mankiewicz. 

Título original: Mank

Año: 2020

Duración: 132 min.

País: Estados Unidos

Dirección: David Fincher

Guion: Jack Fincher

Música: Trent Reznor, Atticus Ross

Fotografía: Erik Messerschmidt (B&W)

Reparto: Gary Oldman, Amanda Seyfried, Arliss Howard, Charles Dance, Tom Burke, Lily Collins, Tuppence Middleton, Tom Pelphrey, Ferdinand Kingsley, Jamie McShane, Joseph Cross, Sam Troughton, Toby Leonard Moore, Leven Rambin, Madison West, Adam Shapiro, Monika Gossmann, Paul Fox, Jessie Cohen, Amie Farrell, Alex Leontev, Stewart Skelton, Craig Robert Young, Derek Petropolis, Jaclyn Bethany, Arlo Mertz.

 

         David Fincher quería homenajear a su padre, Jack Fincher, autor del guion, pero lo que ha hecho ha sido, aparte de rendirle homenaje a él, realizando un guion brioso, de ritmo percutiente y profundo calado psicológico, homenajear al propio cine clásico y a todo un mundo, el cine de los grandes estudios, la «fábrica de sueños», mediante una película en blanco y negro que captura la esencia de las grandes producciones, como la propia Ciudadano Kane, que forman parte de nuestra educación fímica, sentimental y hasta ideológica. Películas como Cautivos del mal, de Minnelli o Eva al desnudo, de su hermano menor, Joseph L. Mankiewicz, tienen un eco indudable en las maneras de filmar con que David Fincher levanta el retrato biográfico de un autor ignorado para el gran público, pero con una excelente reputación en Hollywood, al que aportó unas dosis de genialidad en los guiones que crearon escuela, como lo prueba el propio Ben Hecht, con quien colaboró y con quien coincidió como corresponsales ambos en el Berlín de los años 1920 y 21, una estancia alemana que les puso en contacto con el mejor cine que se estaba haciendo entones en el mundo: el del expresionismo. Herman, conocido por Mank en el mundillo del cine, se nos presenta en su biografía fílmica de modo muy objetivo, incluso en su dipsomanía que, finalmente, sería la causa de su prematura muerte. Muy amigo de Marion Davis, a quien accedió a través del sobrino de esta, Mankiewicz se instaló en los ambientes selectos del mundo de la industria, gracias, también al suculento contrato que le ató a Louis B. Mayer, como jefe de guionistas, y cuyo implacable retrato en los primeros compases de la película es extraordinario, del mismo modo que lo son, extraordinarias, todas las secuencias en las que, como en las celebraciones, sea la del resultado de las elecciones para gobernador en California, sea la cena en la «mansión» de Hearst, el magnate de la prensa que tomará, posteriormente, como modelo para Ciudadano Kane, se capta una atmósfera con un sabor clásico indiscutible. No hay más que recordar el paseo por el jardín de la mansión con la «favorita» del magnate para darnos cuenta de cómo Fincher ha sabido captar la índole megalómana del futuro personaje de su guion.

         He de anticipar cuanto antes que en 1991 Benjamin Ross rodó para la televisión una película, RKO 281. La batalla por Ciudadano Kane, en la que John Malkovich hacía el papel de Mank, pero reconozco que, cuando la vi, en modo alguno su rol en la película tenía el protagonismo que en esta de Fincher ¡y ni siquiera lo asocié con su famoso hermano! De haber sido así, enseguida me hubiera ido a «investigar». En la de Ross, el enfrentamiento se produce entre Hearst y Welles, y de ahí el papel obligadamente subalterno de Mankiewicz, del que ahora lo redime Fincher para contribuir al reconocimiento de sus indudables méritos y para completar el retrato de un «segundón», acaso ensombrecido por la merecidísima fama de su hermano mejor, a quien debemos películas tan inmortales como la que dirigió Welles sobre el guion de su hermano.

         Mank no es solo el retrato de unas élites, una industria y un guion que le depararía un merecido Oscar, sino, sobre todo, el retrato de Hollywood por dentro y la historia de un hombre tan lúcido que hubo de refugiarse en el alcohol para poder sobrellevar su espanto ante la realidad que le tocó vivir, Recordemos que conoció de primerísima mano el Berlín de la derrota de la Primera Guerra Mundial, con los severos mutilados en la guerra inundando, limosneros, las principales arterias de la ciudad alemana y que, más tarde, vivió la terrible depresión del crack bursátil del 29, lo que extendió la miseria de un modo que en la película se manifiesta en el encuentro con el hombre-anuncio y en la vertiente política de la película cifrada en la enemiga declarada del establishment contra el candidato demócrata Upton Sinclair, el autor de Petróleo,  la novela que llevó Paul Thomas Anderson al cine con notable éxito bajo el título Pozos de ambición. De hecho, hay un momento en la película en la que Mank asiste a la celebración de la noche electoral junto a los magnates que le han declarado la guerra al «comunista» y, antes de entrar, ha oído unos retazos de un mitin del candidato al que mira con la doble mirada de la compasión y de la envidia, esto es, desde la lucidez y desde la vergüenza, porque Mank  sabe, en su fuero interno, cual «debería de haber sido» el lado del que él hubiera debido formar parte.

         La película, con un ritmo febril que se serena, sin embargo, en las perforaciones íntimas que sufre el personaje cuando se queda a solas consigo mismo y se sabe, como así lo reconocen sus «amos», apenas un ingenioso bufón de la corte, nos ofrece un retrato despiadado del protagonista, en modo alguno edulcorado, y nos muestra lo que, sin lugar a dudas, es un premeditado proceso de autodestrucción a cámara lenta, porque el hedonismo propio del personaje le impide las soluciones drásticas: hay demasiado cinismo en su curtida vida como para no saber sobrevivir en un mundo lleno de miseria moral como el que le rodea.

         Fincher lo ha tenido fácil, frente a otras producciones, porque la puesta en escena y la elección de planes le viene dada por toda una tradición de fantásticas producciones de ese mismo Hollywood al que desprecia,  del que vive y del que se vengará en un guion que retrata al César de entonces, al William Randolph Hearst a quien inmortalizará, tan negativamente, Orson Welles en su Ciudadano Kane, que muchos consideran la mejor película de la Historia del Cine, aunque ¡hay tantas candidatas para ese codiciado lugar de eminencia! Una historia, la del magnate y la película, que volvió a los medios cuando alá por el 74 nos enteramos del secuestro de su nieta Patricia, convertida, después, poco menos que una *Robina Hood, metralleta en mano, uno de los primeros casos del por entonces recién nacido «síndrome de Estocolmo».

         La película es un torrente de citas, aludidos, juegos verbales y derroche de ingenio que permite más de un visionado con el mismo placer del primero, y aun mejorado, si se sabe, a posteriori, quiénes son los referentes de personajes menos conocidos que los protagonistas y coprotagonistas. A título anecdótico, no está de más la revelación exacta del referente de la palabra que en Ciudadano Kane se atribuye a un trineo de la infancia del editor…, Rosebud… La estructura del guion, que Fincher parece haber respetado escrupulosamente, juega en parte con el lenguaje metacinematográfico, en parte con el documental de investigación que precisa tiempos, lugares, movimientos, personas y mensajes, y, en parte, con las películas de espionaje, atendiendo al secretismo que envuelve la redacción del guion, para lo cual se «secuestra» al alcohólico y se le priva de su munición, con el fin de que se cumplan los temidos plazos que, en el mundo del cine, significan, ¡tan a menudo!, que ciertas obras vean o no la luz. ¡Y si no, que se lo digan a Fincher, cuyo padre no ha llegado a ver transformado su guion en película! Ahora, sin embargo, ahí está, con todos los honores y un esmero cinematográfico que ya para siempre asociará esta película a los míticos films que han tenido el cine por dentro como fuente de inspiración. Esa «fábrica de los sueños» que tan lúcidamente analizó en su momento Ilya Ehrenburg, y cuya lectura es altamente recomendable.

miércoles, 9 de diciembre de 2020

«Sombras» y «Varieté», de Arthur Robinson y Ewald André Dupont, el gran cine alemán de los 20.

 

Una excursión por las sombras del subconsciente, con la carnalérrima Ruth Weyher y el drama de los celos con el gran especialista del género: Emil Jannings.

 

 

Título original: Schatten - Eine nächtliche Halluzination

Año: 1923

Duración: 90 min.

País: Alemania

Dirección: Arthur Robison

Guion: Arthur Robison, Rudolf Schneider

Música: (Versión restaurada: Ernst Riege) (Película muda)

Fotografía: Fritz Arno Wagner

Reparto: Ruth Weyher, Alexander Granach, Max Gülstorff, Lilli Herder, Rudolf Klein-Rogge, Fritz Kortner, Karl Platen, Fritz Rasp, Eugen Rex, Ferdinand von Alten, Gustav von Wangenheim,.

 

Título original: Varieté

Año: 1925

Duración: 95 min.

País: Alemania

Dirección: Ewald André Dupont

Guion: Ewald André Dupont (Novela: Felix Hollaender)

Fotografía: Karl Freund, Carl Hoffmann (B&W)

Reparto: Emil Jannings, Maly Delschaft, Lya De Putti, Warwick Ward, Alice Hechy, Georg John, Kurt Gerron, Paul Rehkopf, Trude Hesterberg, Georg Baselt, Werner Krauss.

 

         He aquí dos de esas joyas del cine mudo alemán a las que más de dos, ¡o acaso ya tres!, generaciones posteriores a la de quien esto escribe es muy verosímil que les hayan dado definitivamente la espalda, ignorándolas con la altivez solo propia de la nesciencia y de una educación harto deficiente, amén de un exceso de narcisismo vacuo cuyas figuras eminentes son esos influencers que abarrotan los altares perversos de la ultraposmodernidad y el milenarismo de estos nuevos «locos veinte» que nos toca remalvivir…

         Dos alemanes muy distintos, uno con apellido francés y el otro de origen usamericano que decidió, hijo de alemana y usamericano, formarse en Alemania, cuando los europeos emigraban, empobrecidos, hacia el mito de la Usámerica de las oportunidades, ruedan, con la distancia de dos años, dos películas que han dejado huella indeleble en la Historia del Cine. Varieté, de Dupont, se anticipó a la película por la que este suele aparecer en las enciclopedias: haber rodado la primera película sonora del cine alemán, Atlantic, 1929, sobre la tragedia del Titanic, nombre que se desechó por los posibles pleitos judiciales. Con un inicio espectacular, el preso número 28 que, a pesar de los requerimientos de su mujer legal y su hijo para que pida el indulto para su condena se niega a ello con la terquedad de quien aún no ha podido perdonarse el crimen cometido. Con esa información que se da de buenas a primeras, pudiera entenderse que se nos ha chafado el final de la película, pero sucede todo lo contrario. Se abre un flashback majestuoso que nos lleva a una feria en la que un feriante rivaliza con otro para atraer clientes para sus números respectivos. Uno ofrece la fuerza de los músculos masculinos; el otro, los encantos corporales femeninos. Uno no da abasto, pero tengo para mí que algún serio estudioso del cine debería dedicar una monografía a la presencia de las Ferias en el cine, no solo porque le sale una nómina bien nutrida, sino porque desde Freaks hasta El hombre que tenía rayos X en los ojos, pasando por esta o por Extraños en un tren y El tercer hombre, sin ir más lejos, son innumerables las excelentes películas -¡ah, y Wonder Wheel, de Allen, tan reciente…- que han situado su acción o parte de ella en las ferias bulliciosas que recorren las cámaras con una delectación casi avariciosa, porque las posibilidades para los encuadres, los movimientos de cámara y las tomas aéreas y de todo tipo son infinitas y todas ellas vibrantes. En ese ambiente de feria, el personaje, un acróbata retirado porque su mujer sufrió un accidente y con la que tiene un hijo, acoge a una joven que ha viajado como polizón en un barco y que no tiene a nadie en el mundo. La acogen y lo inevitable sucede; el extrapecista se siente atraído por ella y decide abandonar a su mujer y volver, con la joven, de nuevo al trapecio, por lo que emprende una nueva carrera que no tarda en llevarles a entrar en relación con otro gran trapecista que les ofrece trabajar con él. El trio amoroso inicial vuelve a producirse, pero, ahora es al fornido trapecista al que le toca el papel que asignó a su mujer en el primer trío: padecer, reconcomido por los celos, la pasión que se urde a sus espaldas. Emil Jannings fue un actor cuya fama fue comparable a la de las más rutilantes estrellas del cine usamericano, pero en Alemania y en Europa, en general. Recordemos que  fue el protagonista de una de las mejores películas de Josef von Sternberg, El ángel azul, inspirada en la novela de Heinrich Mann, Profesor Unrat. Pues bien, si fue elegido para ese papel, ello, aparte de sus muchos méritos, se debe a que en Varieté ya había interpretado un personaje hasta cierto punto parecido, pero sin el patetismo de la película de Sternberg, porque en Varieté, Jannings, que es fotografiado por un genio como Karl Freund con una capacidad de penetración psicológica en ciertos primeros planos que nos dejan anonadados, presenta un rico repertorio de diferentes facetas de la personalidad y todas ellas las resuelve con un verismo que pocos actores consiguen. Lya de Putti, otra gran estrella del momento, le da una réplica magnífica, como la da, así mismo, la otra pata del taburete sobre el que se sostiene la más antigua de las historias, la de la traición amorosa y los celos, Warwick Ward, un prestigioso actor inglés al que la llegada del sonoro reconvirtió en productor. Son muchos y muy variados los planos con que Dupont sorprende a los espectadores, así como ciertas secuencias como la que el protagonista se aleja por el pasillo del hotel, devastado psicológicamente, arrastrando a su amante, agarrada a sus hombros, ese tipo de secuencias difíciles de olvidar.

         Sombras, frente al realismo  extremo de Varieté, aunque Dupont no renuncia a ciertos efectos especiales distorsionadores, sobre todo cuando los trapecistas están en acción y se intuye que puede producirse el drama en cualquier momento, con una cámara que se mueve siguiendo el vaivén de las peripecias de los protagonistas, se apunta a una supresión de los intertítulos que facilitan la visión de la película, que se explica a sí misma con absoluta claridad…, paradójicamente, con la de las sombras que  van a representar la realidad oculta que un marido celoso quiere conocer a toda costa. La película, después de un prólogo del teatro de sombras que presenta a los personajes, comienza con  la llegada de cuatro hombres a una casa para celebrar un banquete en compañía del anfitrión y de su esposa, de quien este sospecha que le es infiel con uno, ¡o varios!, de los invitados. La llegada del artista del teatro de sombras que va a proyectar una doble realidad, distinta de la cena a la que son invitados los presentes, y que fácilmente ha de entenderse como la proyección de los deseos ocultos de estos, promoverá una confusión entre las muy distintas acciones de las sobras de los protagonistas y sus propios cuerpos que llevarán al marido casi a la desesperación, hasta que… Y ahí todos han de pasar por “(bu)taquilla” para saber cómo se resuelve el extraño caso del divorcio entre los cuerpos y las sombras y la pasión que despierta una actriz como Ruth Weyher, que se come la cámara a fuerza de sensualidad derramada por los cuatro costados y por quien es justo arriesgar la honra y empeñar la vida…, o eso cree ella. La presencia de los criados, con un toque tétrico de personajes muy próximos en algunos momentos al Nosferatu de Murnau, de la que Robinson tomó más que buena nota, parecen querer derivar la película hacia lo fantástico, pero, al margen del extraordinario juego de sombras constante a lo largo de la película, la obra se ciñe a lo que hemos de entender como una obra de engaños sexuales, como bien se refleja, en uno de los planos -y convendría averiguar si es la primera película en la que tal recurso se emplea- en que la cabeza de la  figura del marido se proyecta como una sombra bajo una cornamenta colgada como adorno en la pared… Poco puede decirse de esta película cuya trama es tan vieja como las primeras historias de cualquier literatura, porque debería ir comentando, fotograma a fotograma, las muchas virtudes de la imaginación del autor, que no hubieran visto la sombra (que no la luz) sin la contribución del otro pilar del expresionismo alemán junto a Karl Freund, Fritz Arno Wagner, quien había filmado el Nosferatu de Murnau, que antes mencioné como precedente  inequívoco de esta obra excelente.  

Estamos en presencia, pues, como anticipé al inicio de la crítica, de dos obras típicas del cine alemán de los 20, muchos de cuyos directores emblemáticos acabarían nutriendo los estudios usamericanos tras la llegada de Hitler al poder , por más que Robinson, siempre a contracorriente de todo el mundo, siguió en la Alemania de Hitler y rodaba para la UFA, una nuevo versión de El estudiante de Praga, en 1935, cuando falleció. Varieté y Sombras son dos buenos exponentes del cine popular y del cine experimental, siendo ambos muestras claras de la excelencia del cine convertido en arte y en diversión para las masas. Recordemos, no obstante, que cuando Murnau, antes del exilio provocado por la llegada de Hitler al poder en Alemania, rodó Amanecer, en 1927,  en Usamérica, dejó impactada a toda la industria usamericana y provocó un salto de calidad en su cine cuya importancia debemos valorar como corresponde. Si algo bueno tienen las dos películas de esta crítica es que a muchos espectadores les van a parecer mucho más modernas, cinematográficamente, que buena parte de los bodrios insulsos que copan hoy las carteleras o las plataformas digitales. ¡Atrévanse!