miércoles, 31 de octubre de 2018

«Noche de pesadilla», de Basil Dearden u «Otelo» a ritmo de «Swing», «Bee-bop» y «Cool-jazz»…



Extraña y efectiva mezcla de tragedia chespiriana con trasfondo musical. Noche de pesadilla o cómo el mal urde sus tretas sobre el frágil tapiz de las parejas interraciales en los años 60.

Título original: All Night Long
Año: 1962
Duración: 91 min.
País: Reino Unido
Dirección: Basil Dearden
Guion: Nel King, Paul Jarrico
Música: Philip Green
Fotografía: Edward Scaif
Reparto: Patrick McGoohan,  Keith Michell,  Betsy Blair,  Paul Harris,  Marti Stevens, Richard Attenborough,  Bernard Braden,  Harry Town,  María Velasco.

Curiosa y claustrofóbica película rodada por Basil Dearden en un espacio único en el que un rico aficionado al jazz ha preparado una fiesta sorpresa para celebrar el primer aniversario de la boda de dos estrellas del jazz, la cantante Delia Lane y el pianista Aurelius Rex. La primera, interpretada por la cantante Marti Stevens; el segundo, por el actor Paul Harris. La presencia de la música en la fiesta es constante y está ejecutada por primerísimas figuras del jazz del momento: el elegante pianista Dave Brubeck, el saxo alto John Dankworth,  autor de importantes bandas sonoras, el contrabajista Charlie Mingus, el trompetista Bert Courtley, el trombonista Keith Christie y el guitarrista Ray Dempsey, entre otros. Con esa fondo musical continua, el alma de la fiesta, un impecable Richard Attenborough va y viene ejerciendo de anfitrión e involuntario animador del intento de un músico por conseguir que la esposa de Rex, que se ha retirado de los escenarios para acompañar a su marido en sus guras, vuelva a ellos, lo que le permitiría lograr un ventajoso contrato. ¿Y de qué manera puede conseguir ese objetivo mercantil? Exacto, malquistando al músico rival para hacerle creer que la buena amistad entre el director musical de su grupo y s mujer va más allá de los límites de la amistad para caer en el adulterio. El ser sin escrúpulos capaz de esa sucia jugada no es otro que un extraordinario Patrick McGoohan, uno de los grandes villanos del cine, por su especial mirada ávida y traicionera, y su capacidad para fingir extrema lealtad siendo el más deleznable de los traidores.  Keith Mitchell, que cede al ofrecimiento de fumarse un porro con el traidor, de modo que este pueda acusarlo después de haber recaído en la drogadicción, representa a la perfección la otra parte del supuesto triángulo amoroso que el malquistador se esfuerza toda la noche en urdir para conseguir su propósito comercial, aunque el resultado sea justo el contrario al perseguido. Aunque rodada en un set único, dividido en varios espacios independientes, como la sala donde se planifica la traición, Basil Dearden logra un ritmo de realización que consigue “esponjar” la narración y evitar l claustrofobia del reducido lugar. A ello contribuye no poco el hecho de rodar en plano-secuencia con la todopoderosa presencia de los músicos en el plano con su poderosa banda sonora. La alternancia entre las secuencias musicales y el plan descabellado del batería que quiere envenenar la relación entre los esposos, felices ambos en su primer aniversario, es un factor dinamizador de la narración de primera magnitud. Un malvado que ya ha destrozado su matrimonio con una Betsy Blair que no duda, llegado el momento, en denunciar la vileza y las mentiras de su propio marido, al que, sin embargo, aún sigue queriendo. Lo interesante de la película es que todo sucede, junto a los compases del cool-jazz, en una suerte de tono menor. La tragedia se va gestando poco a poco, y ahí radica, si acaso, el único pero que puedo ponerle a la película: que el nerviosismo del antagonista, su ansiedad y su temor explícito no salten a la vista al resto de personajes como sí les salta a los espectadores, que corren el riesgo de acusar esa diferencia de percepción y entenderla como una falta de verosimilitud. Claro está que los espectadores sabemos los motivos del música traidor -entre los cuales no es imposible descartar que esté también enamorado de la cantante- y no los personajes, pero hay comportamientos y comportamientos, y McGoohan exagera algunos e tal modo que por fuerza ha de resultar sospechoso a quienes luego se dejan convencer por sus artimañas. La película bien puede ser considerada una rareza, e ignoro si, en su día, se estrenó en España, pero puedo asegurar que, a poco que se sea aficionado al jazz, la película satisfará totalmente las expectativas de quienes se acerquen a ella. Basil Dearden es muy cuidadoso con las interpretaciones, y aquí lo demuestra con creces. Y de ahí el magnífico reparto, en el que hasta los propios músicos, haciendo de sí mismos, parecen consumados actores. Insisto, no es una película musical y, sin embargo, la música es, podríamos decir, el nervio central de la trama y una maravillosa presencia que satisface los paladares musicales más exigentes. Se trata de algo así como una magnífica jam session... En fin, aquí la dejo reseñada para levantar acta de su existencia y llamar la atención de los aficionados al doble género: la música y la tragedia.

martes, 30 de octubre de 2018

«Darling», de John Schlesinger o la crítica de la vacuidad.



El retrato de la Midday cowgirl antes del de Midnight cowboy: Darling o el drama de la insatisfacción y la inanidad: o el portento interpretativo de Julie Christie.

Título original: Darling
Año: 1965
Duración: 122 min.
País: Reino Unido
Dirección: John Schlesinger
Guion: Frederic Raphael (Idea: Frederic Raphael, John Schlesinger, Joseph Janni)
Música: John Dankworth
Fotografía: Kenneth Higgins (B&W)
Reparto : Julie Christie,  Dirk Bogarde,  Laurence Harvey,  Roland Curram,  Alex Scott, José Luis de Vilallonga.

Érase una vez una chica bellísima cuyo rostro juvenil entendieron los publicistas que podía representar a la “nueva” mujer inglesa a la que venderle casi cualquier producto. Ella vive una vida aburrida con un marido sin atractivo ninguno, de tal manera que cuando  entra en contacto con un periodista cultural, el atractivo Dirk Bogarde, no duda en tener una relación adúltera que comparte con el propio Bogarde, quien está, a su vez, casado y es padre de dos hijos. Los títulos de crédito de la película constituyen toda una declaración de intenciones del autor, porque consisten en la sustitución de una valla publicitaria en la que el rostro inmenso de la protagonista va sustituyendo poco a poco el anterior cartel, que anunciaba una campaña solidaria contra el hambre y la marginación: los rasgos de la joven blanquísima, rubia y sonriente van ocultando, tira a tira pegada por los operarios, los rostros sufrientes de los negros africanos que quedan sepultados por la brillante estrella en cierne. En cuanto la relación con el periodista cultural se estrecha y ambos deciden separarse de sus respectivas parejas y formar otra nueva, la vida parece volvérsele muy aburrida a una mujer ambiciosa por llegar al estrellato, pero sin ningún interés vital definido e invadida por la insatisfacción de no tener, como su compañero, una dedicación absorbente. En una fiesta conoce a un ejecutivo del mundo de la publicidad, un seductor nato, un maravilloso Laurence  Harvey en un papel que,  a su manera modesta, anticipa el protagonista masculino de 50 sombras de Grey, si bien aquí, el ejecutivo se convierte en algo así como el Virgilio que va a llevar a la ingenua joven que se ha enamorado de él a unas experiencias sexuales “prohibidas” y desinhibidas en grupo, una suerte de orgías, tanto en una casa de citas como en el propio apartamento del ejecutivo en el que incluso he visto, en una de las secuencias en la que él se acerca bailando discretamente hacia la protagonista, un precedente de esos travelines fantásticos de las orgías de La gran belleza, de Paolo Sorrentino. La película, tomando como pretexto la carrera publicitaria e incluso cinematográfica de la joven, nos ofrece una visión no solo de la vacuidad de la protagonista, un ser ingenuo necesitado de vivir la experiencia de un gran amor, por más que, vivido este, se abra ante sus pies el abismo del aburrimiento y de la insatisfacción; sino también de una sociedad que se va abriendo al consumo masivo y a ciertas prácticas hedonistas y transgresoras propias de las clases dominantes. El enfoque psicológico no nos priva, ya digo, de esa atmósfera social en la que aspectos como la sexualidad libre, fuera del matrimonio o de las relaciones de pareja, así como la bisexualidad y la homosexualidad, aparecen con una naturalidad que en aquellos años 60 se adelantaba lo suyo a la voladura del mundo burgués que supuso la revolución del 68, de la que los movimientos liberadores de mediados de los 60 en Londres fueron una avanzadilla. La aventura italiana, porque hay un cosmopolitismo propio de los ambientes que se describen en la película, con un etiquetado latin lover aristocrático  José Luis de Vilallonga al frente, permite darle a la película una dimensión  melodramática que se resuelve no obstante en las mismas constantes que marcan la vida de la protagonista, capaz, después de tantas vueltas biográficas, de pretender volver con un Dirk Bogarde que, por su parte, ha logrado desembarazarse de un lastre como ella ha acabado suponiendo en su vida. Tras casarse con el aristócrata italiano, en un remedo, a escala ínfima, de lo que fue la boda de Grace Kelly con Rainiero de Mónaco, y tras constatar la dimensión estrictamente “decorativa” de lo que habrá de ser su vida, la modelo de fama universal y mediocre actriz intenta retomar su pasado allá donde sus decisiones acabaron con él como alternativa de futuro. El desquite del periodista cultural es cruel, sin duda, pero ser una “cabecita loca” no implica que no se tomen decisiones tan crueles o más como la modesta venganza por despecho de quien construyó con ella, durante poco tiempo, lo más parecido al amor y a la complicidad. Si he relacionado Midnight cowboy con esta Darling es porque hay un fondo de sueño roto en ambos personajes, el de Julie Christie y el de John Voight, y la misma ingenuidad propia de la ignorancia. Ambas películas son duras, como corresponde a la figura de juguete del destino que se encarna en ambos. Darling nos ofrece una visión social bastante más crítica, y los movimientos de cámara del director, sobre todo en las muchas escenas llenas de gente que tiene la película nos permiten captar esos tics machistas o clasistas que formaban parte de la corrección política de entonces, por más que abonara la famosa doble moral y una de ellas constituyera una transgresión desafiante de la otra, porque, al fin y al cabo, todo quedaba “en familia”. Siempre son los poderosos los que se buscan lugares de excepción donde huir a las represoras prescripciones sociales que defienden públicamente. Las muchas escenas de calle, de tren, de tiendas, etc., eco de la nouvelle vague, pero propia de los fundamentos del free cinema, nos permiten captar también el espíritu de una sociedad como la londinense que comenzaba a sacudirse las rigideces conservadoras clásicas. Darling fue un auténtico éxito de taquilla, y no era para menos. El Oscar de Christie, merecidísimo, la confirmaría como una estrella mundial, a lo que contribuiría, aún más, su siguiente película, Doctor Zhivago, de David Lean, otro grandísimo de la dirección.

domingo, 28 de octubre de 2018

«La voz de la primera plana», de Samuel Fuller o la loa del auténtico periodismo.



La visión épica de Fuller sobre el inicio del periodismo independiente y combativo: La voz de la primera plana o la dura lucha por la libertad de expresión del “cuarto poder”.

Título original: Park Row
Año: 1952
Duración: 83 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Samuel Fuller
Guion: Samuel Fuller
Música: Paul Dunlap
Fotografía: John L. Russell (B&W)
Reparto: Gene Evans,  Mary Welch,  Bela Kovacs,  Herbert Heyes,  Tina Pine, George O'Hanlon,  J.M. Kerrigan,  Forrest Taylor. Don Orlando.

La acción in media res, tras haber pasado revista la cámara, en un travelín descriptivo, a la calle Park Row, sede de la mayoría de los diarios que se editaban en el siglo XIX en Nueva York, deteniéndose en la estatua de Benjamin Franklin, como paradigma de la profesión y de la honesta libertad de expresión, nos muestra en un bar a un joven periodista que ha sido expulsado del diario donde trabajaba y que, sin embargo, no deja de repetir, como una cantinela, las grandes ideas que alberga para editar un diario que pueda competir con los “grandes” y no solo ponerse a su altura, sino incluso arrebatarles ese lugar de privilegio mediante una selección de noticias impactantes tratadas con rigor, seriedad y profesionalidad. Un viejo editor decide poner en sus manos el negocio que él es incapaz de sacar adelante: unas instalaciones destartaladas, una rotativa añosa y un equipo profesional, eso sí, que le ayudará a lanzar su periódico, The Globe, para competir, sobre todo, con The Star, el rival al otro lado de la calle, gobernado por la heredera del fundador del diario con mano de hierro, si bien entre ambos acaba habiendo algo más que mera rivalidad profesional. Nacido de la nada, así pues, la trompiconeada aventura de The Globe se convertirá en la protagonista real de la película, con lo que todo y todos quedan subordinados a esa misión que se presenta casi como imposible. A partir de una anécdota, el novio de la hija del dueño del bar donde se reúnen los periodistas, se ha lanzado desde lo más alto del puente de Brooklyn al río y ha sobrevivido para contarlo, el nuevo diario capta el interés del público con el relato de esa aventura singular y llamativa. Que el Star no tarde ni un día en detectar la amenaza que les supone el Globe y lo mismo en organizar una defensa de su posición dominante en el mercado, defensa que no se detendrá ni ante el uso de la violencia, si es necesaria, marca nítidamente el terreno de juego donde se va a jugar un partido sórdido, lleno de mala intención y con unas actuaciones mafiosas que recurrirán a las bombas e incluso a la mutilación de trabajadores del diario para disuadirles de seguir apareciendo ante el público. Decía Hitchcock, y lo recordaba Almodóvar, que una película siempre te ha de enseñar algo concreto, aportarte un conocimiento que ignorabas. Pues bien, en esta película los ignorantes hemos aprendido que el uso de “Cuarto Poder”, referido a la prensa, ha de serle atribuido a quien primero lo usó en el Parlamento británico, Edmund Burke. Aunque la película puede considerarse de época porque nos habla del periodismo en el último tercio del siglo XIX, el espectador sigue la trama con una absoluta visión contemporánea, y más desde que el periodismo de trinchera, partido o bando sea enseñoreado de lo que antes se consideraba el primer mandamiento deontológico del periodismo: la independencia y el compromiso con la verdad. La película adjudica al novísimo Globe su participación en una campaña de suscripciones para construir el pedestal de la Estatua de la Libertad donada por el gobierno francés al estadounidense, y que, en realidad, fue obra del diario de Joseph Pulitzer, The New York World. Esa “presencia” patriótica del diario en la vida neoyorquina le sirve a la rival para urdir un plan de desprestigio mediante la venta fraudulenta de recibos de haber contribuido a la recaudación, lo que origina la protesta de los lectores que, tras haber pagado, no ven reconocida su aportación con la inclusión de su nombre en las páginas del diario. De forma paralela a esa trama de sabotaje por parte del diario rival, la película pone el acento en la evolución de las propias técnicas periodísticas, entre las que figura de forma estelar, la invención de la linotipia, que permitirá pasar de la edición de las ocho páginas, que era el tope que permitía la composición manual, letra a letra, de los textos. La aparición del inventor en la trama, Ottmar Mergenthaler, añade dimensión histórica a la narración, que, sin acercarse ni de lejos al documental, sí que permite ver la historia con una perspectiva bastante más amplia. La rivalidad, finalmente, llega a la violencia desatada y permite, a un apasionado de la acción como es Fuller, rodar unas escenas vigorosas y magníficas. Todo ello precede, como es lógico, a un final inesperado que acentúa otra línea narrativa sumergida que opera en la película, el enamoramiento del nuevo director y de la rival de la acera de enfrente. En resumidas cuentas, Samuel Fuller, en una producción propia que no le reportó apenas ganancias, tuvo la habilidad de rodar en 14 días, en un escenario, Park Row, reconstruido en estudio, una película que, basándose en su temprana experiencia como periodista, y en un bar, en el que arranca la película durante casi 20 minutos, la historia de todo un mundo inmerso en el periodismo con el toque nostálgico de reproducir la época de los grandes fundadores del mismo. La película es una apología del periodismo independiente como uno de los grandes baluarte del sistema democrático, y es de agradecer la épica que derrocha Fuller en defensa de la profesión, algo que acaso hoy avergüence a quienes han convertido la profesión en meros altavoces de  intereses políticos y empresariales. No estamos, por otro lado, ante una película primeriza del autor, pues hace la quinta de sus 30 películas, lo cual se advierte en la facilidad con que ha construido un relato convincente, efectivo y contundente en un número muy limitado de escenarios, aunque, eso sí, con un reparto tan fabuloso como desconocido, en el que cada pieza funciona con esa verosimilitud extraordinaria del cine usamericano. Gene Evans, actor fetiche de Fuller, a quien prefirió a John Wayne contra el criterio de los productores para Casco de acero, encana a la perfección el héroe norteamericano por excelencia, el que lleva dentro una visión y una misión a la que subordinará su propia vida. Mary Welch, desaparecida prematuramente a los 36 años por las complicaciones de su segundo parto, le da una réplica perfecta, porque sus trucos para absorber el diario rival mezclando la seducción amorosa con el interés comercial son llevados a cabo con una sutileza que, sin embargo, no acaban engañando al furiosamente independiente director del Globe. NO pierde ocasión, Fuller, de añadir un toque de comedia en no pocos personajes “característicos”, como el gracioso y analfabeto linotipista que compone las páginas, tipo a tipo, con la mayor velocidad imaginable, y todo ello, por supuesto, sin saber leer ni escribir, un Don Orlando muy gracioso. La película se aparta del género popular en aquellos años, el thriller, y, refugiándose en decorados de estudio, construye una historia que hoy día se ve con agrado y mucho interés, no solo por la visión romántica del periodismo, sino por la habilidad realizadora de Fuller.

viernes, 26 de octubre de 2018

«El animador», de Tony Richardson o el declive del Music Hall.



Las sombras pegajosas del fracaso artístico: El animador o una radiografía del final de un Imperio. 

Título original: The Entertainer
Año: 1960
Duración: 97 min.
País: Reino Unido
Dirección: Tony Richardson
Guion: John Osborne, Nigel Kneale (Teatro: John Osborne)
Música: John Addison
Fotografía: Oswald Morris (B&W)
Reparto: Laurence Olivier,  Brenda de Banzie,  Joan Plowright,  Roger Livesey,  Albert Finney, Alan Bates,  Miriam Karlin,  Thora Hird,  Charles Gray.

Sin abandonar del todo el primitivo impulso documental del Free Cinema, uno de sus fundadores, Tony Richardson, afronta el rodaje de una historia de John Osborne sobre un personaje del show business, popularísimo en sus buenos tiempos, Archie Rice -trasunto, al parecer, de Max Miller-  y una caricatura de sí mismo en su declive y fracaso final. A título anecdótico señalemos que su ayudante de dirección, Peter Yates, dirigiría, 23 años después, La sombra del actor, con ciertos puntos de contacto con la presente. La película destila toda ella un sensación de decadencia imparable, de fin de época, de un modo de entender la diversión y el humor periclitado, desfasado, alimento triste de nostálgicos empedernidos. Con todo, la historia va bastante más allá de la peripecia profesional del protagonista, porque Richardson traza un relato biográfico que se sumerge en la angustiada personalidad de un ser centrado en sí mismo y en sus esfuerzos por sacar adelante una compañía de la que no solo vive él, sino también otras familias. La película está rodada en Blackpool, y desde los títulos de crédito, la cámara sale a la calle para captar el ritmo vital de la ciudad y de la zona costera de diversión donde está instalado el teatro en el que actúa la “vieja gloria”.  Hay una extraordinaria película de 1995, Los comediantes, de Peter Chelsom, que trata el mismo tema, si bien con un enfoque muy distinto y con la presencia impagable de Jerry Lewis. En ambas películas, sin embargo, la decadencia de un arte, el del Music Hall, lleno de extravagancias sorprendentes, de números inverosímiles y de un humor muy popular -recordemos que Charles Chaplin inició su carrera artística en ese mundo-; esa decadencia, decía, penetra el relato y lo ensombrece de un modo que casi lo acerca a la tragedia. Poco humor hay, en efecto, en los desesperados intentos del protagonista por seguir manteniendo el tipo, a pesar de la devoción de sus hijos, de la posición crítica de la hija, cuya llegada a la ciudad donde vive la familia nos introduce en los magníficos títulos de crédito sobre las fotografías que anuncian la actuación estelar del viejo artista, hijo, a su vez, de otro viejo artista ya retirado que acabará teniendo, en el desarrollo de la trama, un final aún más patético que el de su propio hijo, porque un empresario accede, finalmente, a financiarle el nuevo espectáculo siempre y cuando su padre actúe en él. La muerte del padre en las bambalinas, cuando está a punto de reaparecer en escena tras muchos años alejado de ella, añade un plus de patetismo que supera, con mucho, el ya deprimente del actor en declive. Las escenas del gran teatro, del inmenso teatro, del teatro capaz de una audiencia infinita, con los espectadores aburridos y/ o desinteresados de los números del viejo artista son de auténtico funeral del género, en una época en la que la televisión se ha adueñado de las audiencias. En esas tablas, los números y las muecas, antiguos recursos que en su día concitaron carcajadas unánimes y que ahora pasan inadvertidos, dan pie a una interpretación extraordinaria de Laurence Olivier, un personaje, el suyo, capaz de divorciarse y casarse con una jovencita cuyos padres pueden convertirse en el caballo blanco que lo saque de los apuros económicas que acabarán llevándolo a la prisión. Bajo esa peripecia decadente del fin de una carrera profesional, late el drama de un conflicto bélico en el que está participando el hijo del protagonista, un breve papel de Albert Finney, y del que no regresará. Todo se junta, pues, para ofrecernos la estampa de una sociedad en decadencia cuyo reflejo directo es la muerte de un género que tuvo luminosos días de gloria en la escena británica. Quisiera destacar la actuación de la esposa abnegada del protagonista, una Brenda de Banzie a la que he ido admirando más a cada nuevo papel que le he visto representar. No se me despinta, no,  aquel formidable y estremecedor monólogo de la mujer del sindicalista que ha “perdido” su vida al servicio de él y de su familia, sobre todo de su hija, maestra. La hija del protagonista, Joan Plowright -que al año siguiente se convertiría en su esposa en la vida real- también es maestra de jóvenes en situación de exclusión social, y duda de si debe o no acompañar a su prometido a un destino laboral en África. Ella viene a ser algo así como la mirada objetiva que le permite enfrentarse a su padre y reconvenirle por el abandono egoísta en que tiene a su mujer, Phoebe, su madrastra. Funciona como el contrapunto de las quimeras que su padre ha ido alimentando mediante cheques falsos por los que el fisco se presenta pidiendo explicaciones. Un hermano del protagonista está dispuesto a sacarle las castañas el fuego, pero le exige que se vaya a Canadá, dejándolo todo, a lo que él no está dispuesto, razón por la que acepta el aval de un empresario con la condición, ya expuesta, de que actuara el padre de él, algo a lo que se acaba resignando, si bien, ya sabemos que ni siquiera pudo llegar a reaparecer en escena.  Richardson se  mueve por la historia con un doble acercamiento, el sociológico a la decadencia del género de las variedades, y el psicológico a la figura de un ser derrotado por el tiempo y las modas. Los primeros planos, tanto de las actuaciones como de la jovialidad que el protagonista intenta mantener a toda costa en la vida privada, tienen un efecto devastador  en los espectadores, porque se va adueñando de ellos ese cúmulo de fracasos al que llamamos Archie Rice y ya no hay manera de levantar cabeza ni de aguardar una compensación histriónica que permite poner algo de distancia frente a ese drama. Muy triste, en efecto. Impactante, incluso. Nada, sin embargo, que se distinga de tantos como viven en sus delirios y quimeras, en vez de en su realidad.

martes, 23 de octubre de 2018

«Petra», de Jaime Rosales o D. Juan Manuel Montenegro en Gerona.



Sobre la humillación, el rencor y la necesidad del padre: Petra o una lectura catalana de las Comedias Bárbaras de Valle. 
Título original: Petra
Año: 2018
Duración: 107 min.
País: España
Dirección: Jaime Rosales
Guion : Jaime Rosales, Clara Roquet, Michel Gaztambide
Música: Kristian Eidnes Andersen
Fotografía: Hélène Louvart
Reparto: Bárbara Lennie,  Àlex Brendemühl,  Marisa Paredes,  Joan Botey,  Petra Martínez, Carme Pla,  Oriol Pla,  Chema del Barco,  Natalie Madueño.

Hace relativamente poco, tras una inmersión en la estética programática de Robert Bresson, a partir de sus aforismos sobre el cinematógrafo, identifiqué la estirpe bressoniana de Jaime Rosales en la crítica que le hice a Sueño y silencio. Vayan allí quienes quieran conocer el origen de buena parte del “estilo”, de lo que ya podría considerarse incluso una “maniera”, dada la reiteración en el modo de filmar sus historias. Rosales parece querer abrirse, tímidamente, a una dimensión más “comercial” de su cine, si bien el propio hecho de haber confiado el protagonismo a un actor no profesional, algo coherente con sus principios fílmicos, no solo le permite ser fiel a ellos, sino, además, de rebote, haber acertado plenamente, porque la sensación de maldad “natural” del villano que ha escogido como protagonista difícilmente se la hubiera dado un actor profesional y conocido, como es el caso de las actrices profesionales que propiamente sirven de “complemento” a esa gran creación del artista ampurdanés de fama mundial al que, como a Dalí, le mueve, sobre todo, el dinero. Hay, por otro lado, un planteamiento melodramático, la búsqueda del padre, que, gracias al particular estilo de Rosales, no tarda en diluirse para crecer en otro sentido, el de la tragedia, llena de azares, recovecos y sorpresas. La estructura capitular de la película, entregada además con un desorden cronológico que vuelve oscura, y no sé si incomprensible, alguna elipsis excesiva, obliga a los espectadores a un ejercicio de reescritura de la historia que puede inducirles a equívocos, sobre todo porque son pocas las ocasiones en las que afloran las confidencias que nos permiten recomponer el puzle. La llegada de una artista “invitada” a la masía/taller del gran artista de renombre universal, para compartir la experiencia creativa y mejorar su formación, esconde una doble intención secreta: una hija que busca un padre y un padre que “sabe” que quien lo busca como tal es realmente su hija. El hijo que se nos presenta como “verdadero”, un artista fracasado a quien el padre desprecia por su pusilanimidad y su incompetencia artística, acabará tomando la decisión de huir del “monstruo” cuando este, para emplear al hijo de su colaborador técnico para la creación de sus obras de gran tamaño, que implica incluso el uso de grúas, prácticamente “exige”, a modo de derecho de pernada, acostarse con su madre, la mujer de su principal colaborador. En el aire queda la amenaza no de contárselo a su colaborador, sino de recordarle al hijo lo que su madre ha hecho por él para conseguirle un trabajo. El suicidio de la madre-¡magnífica secuencia la del desnudo de la madre saliendo del cuarto de baño para vestirse junto a la cama del señor feudal satisfecho con la relación que acaba de tener!- introduce en el desarrollo de la trama una tensión cuya liberación nos chocará en su momento. La esposa, Marisa Paredes, vive una vida “separada” bajo el mismo techo: Jaume es así, que significa que el protagonista vive encerrado en sí mismo, sin “rebajarse” a compartir con nadie su vida, disponiendo de ella a su antojo; aparece y desaparece; crea y descansa, y marca, siempre, una relación jerárquica de macho alfa con todo su entorno. Algunas críticas nos hablan de “tragedia griega”, e incluso añaden la banda sonora con el coro magnífico, con esas voces propiamente de ultratumba que “marcan” el espacio  de la conmoción; pero yo me inclino más por la tragedia galaica de las Comedias bárbaras de Valle Inclán. Me ha recordado mucho, además, una película de Joaquim Jordà, Un cos al bosc, en la que también hay una disección del poderoso “de pueblo” lleno de una maldad ancestral. La excelencia de la película consiste en que todo ese material “explosivo” nos viene narrado con  una sutileza que, en el tono menor del sufrimiento íntimo e incomunicable, lo potencia aún más, si cabe. Como es habitual en su cine, los encuadres de Rosales “fijan” espacios por los que los personajes transitan, entrando y desapareciendo de ellos de forma independiente del movimiento de la cámara, que no suele seguirlos. Estamos, pues, ante un “encuentro”, diríase fortuito, de la cámara con los protagonistas, a quienes sorprende en actividades cotidianas que van desde el adulterio de la empleada de la masía/taller, hasta la preparación culinaria de la comida o la cena o alguna escena de caza en una naturaleza en la que acaban desembocando casi todos los movimientos de la cámara, como si buscara un desahogo de esas tensiones humanas que se nos dan a conocer o como si se nos quisiera decir que esas inclinaciones, perversas, inocentes, interesadas o amorosas son tan naturales como esa naturaleza en la que todo acaba. Hay, pues, diríamos, una dialéctica muy acusada entre los conflictos humanos, cuya raíz melodramática puede entenderse como una impostura, y los bellísimos espacios naturales en los que se resuelven las diversas tragedia personales que se nos narran en la película. Entiendo que no he de ir más allá en el desvelamiento de la trama, porque, como en los buenos melodramas, la película está llena de golpes de efecto que les permiten a los espectadores espesar el significado de esas vidas llenas de secretos. A pesar de la crudeza “natural” de los mismos, el cine de Rosales la trasciende para, por elevación, subsumirla, en forma de “proceso orgánico”, en la gran Naturaleza que como una diosa ciega gobierna desde el rumor de las hojas acariciadas por el viento -constantemente presente en la banda sonora- hasta los destinos de los seres humanos. La película exigía mucho de sus intérpretes, y estos suelen estar a la altura de las diversas tragedias que conforman la narración, si bien hay, en esa huida de la sobreactuación que exige el director como principio estético de su obra, alguna “planicie” interpretativa, más propia de la desorientación del voluntario desorden cronológico -los planes de rodaje y la capacidad de los intérpretes para “meterse en el papel” al margen de la cronología es uno de los grandes retos de la profesión- que, propiamente, de la incapacidad de excelentes actores como los que actúan. Marisa Paredes, con ese toque aristocrático de pagès, a la atura del gran pagès internacional que es su marido, logra una interpretación que hubiera merecido más metraje. Se la echa de menos en buena parte de la película, y, cuando aparece, la película crece mucho. Los jóvenes enamorados, el hijo del tirano y la hija que busca al padre, artistas frustrados, vidas truncadas, confunden, a veces, el dolor con la solemnidad, pero, en términos generales, cumplen satisfactoriamente con sus difíciles cometidos, más el de Lennie que el de Àlex Brandemühl, quien es capaz de representar al hijo sobrepasado por el ego del padre y artista famoso con un veracidad triste muy propia. Me tienta, seguir explicando la narración, porque, a mi entender, hay una especie de “gazapo” en la historia que, por fundamentarse en una elipsis, resulta difícil de probar, dado el desarrollo de la trama, pero tiempo habrá para que se resuelva, en un sentido o en otro. ¿Implica ello que la película exige una intensa atención por parte de los espectadores? ¡Total! Recordemos que  la narratología contemporánea tiende a erigir la figura del lector en algo así como en un factor literario tan importante como la propia escritura de la obra. La película está llena de alicientes, de hermosura y de sufrimiento, todo lo cual se observa desde la impasibilidad del ojo de la cámara, que asiste, con la frialdad de la mirada que no se inmiscuye en los destinos de los personajes, a quienes contempla vivir como contempla el paisaje del que forman parte. Paisaje con figuras, era el titulo de un excelente programa dirigido por Mario Camus, con guiones y presentación de Antonio Gala, y aquí serviría como el mejor subtítulo. No obstante, Petra es un nombre “clásico”, al decir de la protagonista. Jaume también lo es. La película usa el bilingüismo con una naturalidad absoluta, al margen de cualquier distorsión política, y es de agradecer que no sirva como marca de clase, excepto que alguien quiera sacar conclusiones, unos dirán que sesgadas, otros que antropológicas, sobre la naturaleza maléfica del protagonista a partir de su catalanidad. Deseo que Rosales tenga suerte y que la película tenga una vida comercial lo suficientemente larga como para permitirle un próximo rodaje.

lunes, 22 de octubre de 2018

«Undertow», de William Castle, un maestro artesano.



Un off off Big Hits del cine negro usamericano de manual, más la primera aparición de Roc (sic) Hudson en los títulos de crédito.

Título original: Undertow
Año: 1949
Duración: 71 min.
País: Estados Unidos
Dirección: William Castle
Guion: Arthur T. Horman, Lee Loeb (Historia: Arthur T. Horman)
Música: Milton Schwarzwald
Fotografía: Irving Glassberg, Clifford Stine (B&W)
Reparto: Scott Brady,  John Russell,  Dorothy Hart,  Peggy Dow,  Bruce Bennett,  Gregg Martell, Robert Anderson,  Dan Ferniel,  Rock Hudson,  Charles Sherlock. Roc Hudson.

Explorar la época del cine negro de los 40 y 50, cuando se producían en serie thrillers para abastecer un mercado en permanente expansión depara sorpresas como esta Undertow, “Resaca”, en la que la primera sorpresa nos la dan los títulos de crédito cuando vemos aparecer en el reparto a un catalanizado Roc Hudson. Uno se pregunta si será o no será el gran mito de la pantalla, pero lo cierto es que sale en tan breve aparición que apenas le da tiempo al espectador a identificarlo. Suerte que puede uno luego pasar la película con el cursos sobre las imágenes hasta detectar el momento exacto en que sale, dice dos frases y desaparece…, minuto 54’46, momento que el propio Hudson debió de contemplar en el cine decenas de veces, como suelen hacer los actores en sus comienzos. La película comienza con el afán de redención de un exconvicto que pretende instalarse como gerente de un motel con varios alojamientos en la montaña, lo cual le financia su padre con sus ahorros. En el ínterin de volar a Chicago, donde le espera su prometida, hija de un mafioso, conoce a una maestra en una sala de jugo en Reno, con quien coincide después en el vuelo. Desde ese comienzo, la cámara nos muestra ya unos excelentes planos de Reno, así como el ambiente de una sala de juegos, algo muy popular, alejado de la sofisticación que supondría Las Vegas muy poco tiempo después, a partir de 1950. La captación de la vida callejera es algo que observaremos, después, en Chicago, y añaden a la película una excelente puesta en escena para secuencias como el seguimiento del que es objeto el protagonista, una vez que le han preparado una encerrona para hacerle aparecer culpable de la muerte de un mafioso con quien tuvo algo que ver cuando fue condenado. William CAstle, que es el director favorito de Robert Zemeckis y de John Waters, lo cual nos indica claramente, sobre todo por este último, que adoraban en William Castle al rey de las performances ingeniosas con que intentaba explotar comercialmente sus películas de serie B. Castle es bien conocido entre los cinéfilos por haber tenido la intuición de comprar los derechos de adaptación cinematográfica de La semilla del diablo, y aunque él se ofreció a los estudios para dirigirla, acabó aceptando el papel de Productor. Buena parte de sus películas pertenecen al género del terror y he leído que Hitchcock se decidió a rodar Psicosis cuando advirtió el éxito de esas películas de Castle y de las de Roger Corman, otro maestro del terror. Undertow, sin embargo, no es ningún experimento, sino una incursión ultracanónica en un género, el del thriller, que Castle respeta escrupulosamente y en el que consigue, no solo unas secuencias magníficas de exteriores en Chicago, con planos generales en los que los personajes entran como parte de la vida de la ciudad, antes de llegar a planos más cortos en los que se dilucida un interesante juego de traiciones que, y eso es un grave defecto de la película, los espectadores intuyen desde que la novia del protagonista, hija del acaudalado mafioso cuya muerte le quieren endosar al exconvicto, cuelga el teléfono después de hablar con el y exhibe un gesto de frialdad hipersospechoso. El duelo entre la femme fatale, Dorothy Hart (la Jane de Lex Barker) y la esposa ideal, Peggy Dow, quien debuta en la pantalla, se resuelve cinematográficamente a favor de la primera, por su poderosa presencia, y, moralmente, a favor de la segunda, pues será la maestra quien acoja al perseguido por la Justicia y contribuirá a que pueda demostrar su inocencia, un cometido lleno de alternativas, avances y retrocesos que mantienen en vilo a los espectadores durante el corto metraje de la película, porque la cinta no se pierde en divagaciones: va al grano y el ritmo eficacísimo que imprime el director acaba otorgándole a la película algo más que los galones meritorios de la serie B “de culto”… Una de las escenas, en la que el fiel empleado negro del mafioso asesinado persigue a uno de los involucrados en su asesinato a través de un pasillo en el garaje subterráneo, a pesar de llevar tres balas en el cuerpo, es verdaderamente escalofriante, sobre todo por la elipsis final, cuando, habiéndose metido en un callejón sin salida, el mafioso es absorbido por la negrura del último rincón en la que ingresa el malherido y fiel criado para darle al mafioso su merecido… El nivel medio del reparto es excelente, tanto el policía amigo de la infancia, como cualquiera que aparezca, en labores de secundario, para imprimirle a la película una veracidad que el genero exige, sobre todo en el campo de los malvados, donde la novia traidora destaca con luz propia. Hay incluso una cierta elegancia en el vestuario y en la búsqueda de exteriores que realzan muchas escenas. Porque a Castle no le falta gusto  para el encuadre o para ciertas tomas nocturnas tan propias del género, con sus juegos de sombras expresionistas. Sí, es una película como muchas otras que forman parte de una producción tan extensa que casi exige una investigación de muchos años para establecer la nómina definitiva de todo lo mucho bueno que se rodó en ese género negro, y que ha permitido, con pequeñas aportaciones de todos, películas maravillosas que han pasado a la historia del cine, como Laura, El halcón maltés, Sed de mal, Perdición y un largo etc.

viernes, 19 de octubre de 2018

«El extraño del tercer piso», de Boris Ingster, ¿la primera película de cine negro? Un debut espectacular para una carrera insignificante…



De la serie B al estrellato del cine negro, con una pesadilla antológica y una fotografía expresionista.

Título original: Stranger on the Third Floor
Año: 1940
Duración: 64 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Boris Ingster
Guion: Frank Partos
Música: Roy Webb
Fotografía: Nicholas Musuraca (B&W)
Reparto: Peter Lorre,  John McGuire,  Margaret Tallichet,  Charles Waldron,  Elisha Cook Jr., Charles Halton,  Ethel Griffies,  Cliff Clark,  Oscar O’Shea,  Alec Craig,  Otto Hoffman.

Sin referencia ninguna de la película, salvo la presencia de Peter Lorre casi como reclamo de qualité para la taquilla, porque su intervención en la película es mínima y ajustada a una fama procedente de sus películas expresionistas alemanas, El extraño del tercer piso se me ha revelado como una pequeña joya, con un metraje que no deja lugar a vagabundeos o extravíos, en la que se explota la angustia del falso culpable, que tantos réditos interpretativos les ofrece a los actores, como Henry Fonda no ignora, por ejemplo. Una trama sencilla, un periodista testifica en un proceso contra un hombre al que descubre en la escena de un crimen, aunque propiamente él no le ha visto cometer el crimen, únicamente que estaba en cuclillas al lado de la víctima. El desarrollo del proceso, con un juez que se duerme, al igual que un  miembro del jurado, que no ha dormido en toda la noche por un dolor de muelas, está construido desde una perspectiva desmitificadora de la alta misión de dicha institución. El veredicto es de culpabilidad, pero la prometida del periodista, que asiste con él al juicio, se conmueve por las protestas de inocencia del acusado, un Elisha Cook que ya comenzaba a cimentar su leyenda de “secundario de lujo” (El halcón maltés, El sueño eterno, Atraco perfecto…), razón por la cual se distancia emocionalmente de su novio, con quien estaba dispuesta a casarse en breve. La duda pronto arraiga en la mente del protagonista, quien, a través de su voz en off, que nos mete de lleno en el tormento íntimo de sus duda, se encuentra con un hombre desconocido en la escalera de su casa, una cara pálida de ojos saltones que ha salido del cuarto de su “odiado” vecino, quien nunca ha parado de quejarse de su comportamiento a la patrona de la residencia donde tiene una habitación. Mediante el recurso del flash back, vamos conociendo el grado de tirantez de esa relación vecinal que lleva al periodista no solo a imaginar que acaba con la vida del vecino, sino a amenazarlo en público, con testigos, de “darle su merecido”. A lo largo de una noche larga, no solo recuerda las diferentes escenas en que se ha establecido la rivalidad entre ambos, sino que, tras hallarlo muerto en su apartamento, todo se confabula par acusarlo del crimen que no ha cometido. En ese momento, el agotado periodista tiene una pesadilla que se convierte en lo mejor de la película. Los decorados, la iluminación, la poderosa atmósfera abstracta de lo que sucede, un juicio en el que los miembros del jurado están todos dormidos, un abogado de oficio que se ríe de sus protestas de inocencia y que le recomienda declararse culpable y pedir clemencia, la presencia de símbolos, como el de la Justicia, que se apoderan de una escena captada en contrapicado, con una distorsión evidente del espacio y de los objetos y las personas…, ¡una maravilla solo comparable a ciertas escenas de El Proceso, de Orson Welles o a ciertas tomas de Ciudadano Kane! No en balde, el director de fotografía, Nicholas Musuraca, trabajó con Tourneur en dos obras maestras de este: La mujer pantera y Retorno al pasado, y colaboró con Gregg Toland en Ciudadano Kane. Excelentes los planos de la sala de prensa del Palacio de Justicia con sus compañeros escudados en periódicos tabloides con la noticia de la condena del periodista…, por cierto. Es decir, estamos ante un definidor clásico de la estética del más puro cine negro usamericano, del que muchos críticos sostiene que El extraño del tercer piso ha de ser considerada la iniciadora del género. No me atrevería yo a decir tanto, desde luego, pero ha de reconocerse que las secuencias de la pesadilla del protagonista, así como el desarrollo del tramo final, con la aparición de Lorre, constituyen auténticos momentos creadores de una estética que muchos otros directores van a transitar durante casi dos décadas, desde 1940 hasta 1960, la edad de oro del cine negro. El escarmiento del protagonista, que ha de pasar por la misma situación que el hombre a quien su testimonio condenó a la prisión, forma parte de una estructura especular que se resuelve solo gracias a los denodados esfuerzos de la novia del protagonista en la búsqueda del hombre de ojos saltones y una larga bufanda blanca que es el responsable de los dos crímenes para los que hay dos sospechosos inocentes. Parte del entramado social propio de la época es el acoso que sufre el protagonista por haber subido a su piso de bachelor a una mujer, algo prohibido en la residencia en la que vive. La tensión de la represión sexual que ha de ejercer sobre sí el protagonista, caldea la habitación poderosamente hasta la irrupción de la patrona y el vecino enojoso. Ella vive esa represión como una victoria: he sido capaz de subir a tu habitación y nada “irremediable” ha pasado… En fin, códigos de época. La película se centra, sin embargo, en la incriminación del periodista y en la doble angustia que sufre: primero, por haber contribuido de forma injusta a la condena de un inocente; después, por sufrir él idéntica acusación, siendo tan inocente como el primer acusado. La película es corta, 64 minutos, pero condensada de una manera brillante que, salvando algunas flojedades del guion, concede una coherencia al relato que lo realza y lo engrandece. Me abstengo de revelar el desenlace, pero es fácilmente imaginable. Una película muy digna de ser vista, sobre todo en el tramo medio de la magnífica pesadilla, digna de figurar en las antologías de la Historia del cine, a la misma altura que las de Recuerda, de Hitchcock.

«Demasiado tarde para las lágrimas», de Byron Haskin o el perverso embrujo de la mujer fatal.



El esfuerzo de Dan Duryea por salvar la honra de gran villano frente a la bella y sin escrúpulos Lizabeth Scott, un monumento fílmico a la femme fatale.

Título original: Too Late for Tears
Año:1949
Duración: 99 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Byron Haskin
Guion: Roy Huggins
Música: R. Dale Butts
Fotografía: William C. Mellor
Reparto: Lizabeth Scott,  Don DeFore,  Dan Duryea,  Arthur Kennedy,  Kristine Miller, Barry Kelley.

Byron Haskin no es un director cualquiera, a él se deben títulos como La isla del tesoro,  La guerra de los mundos o Cuando ruge la marabunta, acaso la más famosa de todas las suyas, y a ello ha de sumársele su dilatada experiencia en el campo de los efectos especiales, en el que ganó un Oscar por La guerra de los mundos. O sea, que se trata de un director polifacético en cuyo haber hemos de contar este magnífico thriller, por modesta que sea su propuesta y transparente su realización, en que se describe, con total rigor y fidelidad, el nacimiento y la consolidación de una mujer fatal, capaz de todo, literalmente, por no perder un “dinero llovido del cielo” que cae en manos de una pareja cuando, desde un coche que se cruza con ellos, aterriza un maletín con 60.000 dólares en el asiento trasero de su coche, producto de una extorsión que los convierte a ambos, por azar, en los recipiendarios del botín. La situación, por lo tanto, es de aquellas que se prestan al experimento sociológico: ¿qué haría una pareja normal y corriente si, por azar, cayera en sus manos una suma de…? A partir de ese momento, entre ambos cónyuges se van a manifestar dos personalidades antagónicas que buscan un acuerdo para dejar pasar un cierto tiempo antes de tomar una decisión definitiva: entregar el dinero a la policía, que es lo que propone el marido, un Arthur Kennedy que se me antoja el doble de Van Heflin, y quedarse con él, para poder satisfacer el ansia de lujo, que anima a la esposa, la seductora Lizabeth Scott, tan pronta a la exigencia de quedarse con el dinero como a las carantoñas para seducir al marido y hacerle creer que él tendrá la última palabra en el asunto. Esconden el maletín con el dinero en la consigna de una estación y, a partir de ahí, los acontecimientos se desarrollarán en una dirección insospechada: muy poco después de haber depositado el maletín en la consigna, aparece el truhán que, supuestamente, debería de haber recibido el dinero, un clásico de los villanos de Hollywood. Dan Duryea, quien no tarda en acorralar a la mujer y, con dos bofetones ejecutados con sombría profesionalidad, la predispone en una insospechada dirección: la de ocultar la desagradable visita a su marido e iniciar un movimiento de recuperación del dinero que le permita disponer de él a su antojo para dar cumplida cuenta de un ritmo de vida lujoso que contraste con su mediocre vida al lado de un empleado sin excesivos recursos. La existencia de la hermana del marido, que vive en enfrente de ellos, en el mismo rellano, una eficaz y espléndida Kristine Miller, que trabajó con Scott en otras cinco películas -el “apoderado” de ambas era el productor Hal Wallis-, añade a la trama un contrapeso de intriga que incrementará la tensión a que es sometida la audiencia, porque no pasa mucho tiempo antes de que un inesperado azar provoque la muerte accidental del marido cuando ella se dirigía a un encuentro con el extorsionador para repartirse el botín. La presencia del cadáver del marido de ella en el bote de recreo en el que se había citado con él, le parece al villano una complicación tan descomunal que comienza a ver la determinación malvada de la mujer como una competencia más que seria de sus propias intenciones y de su propia maldad. Ese es un giro de la película que deja de piedra a los espectadores, porque la frialdad con que la mujer encaja la desaparición del marido y la determinación para añadirle un peso que consiga hundirlo irremediablemente en el lago avisa, incluso al extorsionador, de que esa mujer está dispuesta a todo para quedarse con una pasta por la que no dudará en hacer incluso lo que más adelante acaba haciendo. Inexperta, pero serena y contumaz en su deliberado propósito de no dejarse disputar el maletín del dinero por un “aficionado” blandengue al que acaba apartando de su camino por la vía rápida del envenenamiento, la protagonista solo ha de salvar un obstáculo: la hermana de su marido.  Como eso nos lleva al desenlace, prefiero detener aquí mi paráfrasis. El duelo entre ambas mujeres es intenso y apasionado: el mal y el bien disputándose palmo a palmo el terreno de la verdad de los hechos. La aparición de un antiguo compañero de armas del marido, que rápidamente estrecha lazos de amistad con la hermana, introduce un factor de ambigüedad en el relato muy poderoso y bien llevado, aunque el actor encargado de ese papel, Don DeFore, aun cumpliendo, no está a la altura de la intensidad con que batallan ambas mujeres. La película, ya digo, tiene una trama muy bien urdida, y Lizabeth Scott, como femme fatale sin entrañas, es todo un espectáculo fílmico. Cierto que no puede competir con Ann Savage, la protagonista de Detour, de Edgar G. Ulmer, pero añade ese toque maligno de la belleza y la sonrisa cautivadora al servicio del mal absoluto. Se trata de una película que los amantes del cine negro disfrutarán de lo lindo, no solo por las interpretaciones, sino por ese retrato perfecto de la mujer fatal que solo empaña muy levemente un final que… En fin, que cada cual juzgue por lo que vea.

martes, 16 de octubre de 2018

Una rareza de excelente factura: «Faces in the Dark», de David Eady, basado en «Les Visages de l'ombre», de Boileau-Narcejac.



Después de Las diabólicas y de Vértigo, una adaptación de un clásico de Boileau-Narcejac: Faces in the Dark o la ceguera como castigo del orgullo desmedido: un thriller intuido desde la oscuridad…

Título original: Faces in the Dark
Año: 1960
Duración: 84 min.
País: Reino Unido
Dirección: David Eady
Guion: Ephraim Kogan, John Tully (Novela: Pierre Boileau, Thomas Narcejac)
Música: Mikis Theodorakis
Fotografía: Ken Hodges (B&W)
Reparto: John Gregson,  Mai Zetterling,  John Ireland,  Michael Denison,  Tony Wright, Nanette Newman,  Valerie Taylor,  Roland Bartrop.

¡Menuda sorpresa me depara, a veces, la cinta de correr! Ni la más remota idea de la existencia de este thriller basado en dos autores cuyas historias han dado títulos capitales a la historia del cine, y a las que esta puede sumarse con todos los honores, aunque, desde el punto de vista de la producción pueda ser considerada como una brillantísima película de serie B. El reparto y la música de Theodorakis, sin embargo, nos hablan de una cinta con pretensiones, y se le ha de reconocer a David Eady que haya sabido utilizar todo el talento que ha sido puesto a su disposición. La película se presenta con modestia, con una puesta en escena discreta, con planos medios  y con una tendencia al juego constante entre primer y segundo plano que llega a su culminación cuando el protagonista, ciego, entra en la habitación de la esposa adúltera y la cámara los enfoca a ambos, ella en actitud consoladora, hasta que el primer plano de él, que ha oído un ruido delator, induce a que se abra el plano y aparezca en primer término el amante a medio vestir, mientras el marido, humillado, se aleja rápidamente haciendo mutis por el fondo del plano. Por lo dicho ya se entiende, me imagino, que nos hallamos ante un thriller de venganza que los amantes llevan a cabo contra el marido, cuando este, después de un accidente en la empresa que dirige con mano férrea y notorio trato despectivo hacia sus subordinados, queda totalmente ciego y con algunas heridas deformantes en el rostro, lo que le confiere, un dramatismo añadido casi expresionista. El accidente tiene lugar, además, justo el día en que la esposa se había presentado en el despacho para comunicarle su intención de abandonarlo y de divorciarse de él. La historia discurre básicamente por el drama que le supone a un personaje hiperactivo y emprendedor convertirse en un ser lisiado que no puede valerse por sí mismo ni para los negocios ni para ciertos extremos de la vida corriente, como lo demuestra su incapacidad para encontrar el enchufe donde conectar su maquinilla eléctrica. El punto de vista del espectador se va desplazando inexorable y paradójicamente hacia el del ciego -puesto que debiéramos hablar, propiamente, de “punto de percepción”…-, desde cuya ausencia de visión acabamos los espectadores viendo lo que él no ve, lo cual es de un virtuosismo cinematográfico absoluto. De hecho, la sustitución de la mirada por los otros sentidos a lo largo de la trama,  será determinante para averiguar ciertos extremos de la película, como la visita al cementerio en la que, a través de las yemas, lee la inscripción de su propio nombre en una tumba, en vez de la del hermano, que ha desaparecido misteriosamente…, o ciertos ruidos que permiten detectar presencias que quieren ocultársele. En ese proceso de “combate” contra la ceguera, porque en esos términos lo plantea: o ella o yo, no dejarse dominar, no convertirse en un ser dependiente…, el protagonista, un magnífico John Gregson que, a través de la voz en off, hace partícipe a los espectadores de su miedo a estar sufriendo un proceso de enajenación mental, con un extraordinario poder de convencimiento, libra una lucha dramática por la reapropiación informativa del resto de sus sentidos. Sus desplazamientos en el espacio invisible, que él pretende de reafirmación y que se acaban convirtiendo en desasosegante fuente de inseguridad, logran acongojar a los espectadores, quienes tardan lo suyo en empatizar con él, dado su agrio carácter indómito. A partir de la desaparición del hermano, un John Ireland con escasísimo papel, para tratarse de un actor de su categoría, y de la clara decantación de la esposa adúltera por su mano derecha en la empresa, el elegantísimo Michael Denison, que forma un tándem diabólico con la intrigante y seductora Mai Zetterling, sobre todo a medida que avanza la película y la pareja no esconde, porque para el protagonista es evidente, su afán de liquidar al inválido para quedarse con la empresa y con todo. En la medida en que la película se va concentrando en el arte de la liquidación del protagonista sin dejar el más mínimo rastro de que haya podido producirse un asesinato, la angustia crece de forma paralela, algo que la trama acentúa a través de las seguridades que el protagonista va adquiriendo, como cuando encuentra una prenda de abrigo de su hermano en el cuarto de su esposa y deduce su muerte, una muerte que, por colateral al impulso homicida de la esposa, sorprende a los espectadores. Con todo, el enfrentamiento entre el hermano-cigarra y el protagonista, quien lo mantiene económicamente, permite “aceptar” una muerte que más ha de entenderse como un estrepitoso fallo de guion. Que la acción transcurra básicamente en la casa de campo que tiene el empresario, donde es atendido por una sirvienta y un chófer enigmático, que contribuye poderosamente a la creación de la tensión en torno del protagonista, permite acentuar la sensación de desvalimiento del protagonista, quien ha de ir, poco a poco, apropiándose del espacio desde unos sentidos que le confunden la memoria que él tenía del dicho espacio. Los primeros planos de la angustia y el desconcierto de John Gregson, y algunas escenas contundentes, como cuando repta por el suelo, tras caer, sintiéndose totalmente perdido, marcan un crescendo en lo que él entiende primero como posibilidad de que se le esté yendo la pinza y acaba identificando, posteriormente, como lo que es: una conjura de quienes lo rodean, su esposa y su mano derecha, para asesinarlo. El desenlace de la película es tan sorprendente que no va a salir de mis teclas ni la más mínima sugerencia de cómo se resuelve. Los espectadores inquietos pueden disponer de la película, en versión original en inglés, en YouTube, aquí: https://www.youtube.com/watch?v=-l3VCIcN-rM, aunque también hay una edición en vídeo, igualmente en versión original.

lunes, 15 de octubre de 2018

«Doctora Foster», de Tom Vaughan y Bruce Goodison o la espiral trágica de la venganza…



Un divorcio llevado al paroxismo bíblico: ojo por ojo, diente por diente, y toda iniquidad es poca comparada con el mal sufrido o de los inciertos límites de la degradación moral. Dos temporadas, propiamente en el infierno…

Título original: Doctor Foster  (TV Series)
Año: 2015
Duración: 9h 35m. (Dos temporadas)
País: Reino Unido
Dirección: Tom Vaughan,  Bruce Goodison
Guion: Mike Bartlett
Música: Frans Bak
Fotografía: Jean-Philippe Gossart
Reparto: Suranne Jones,  Bertie Carvel,  Thusitha Jayasundera,  Tom Taylor,  Jodie Comer, Martha Howe-Douglas,  Shazia Nicholls,  Clare-Hope Ashitey,  Adam James, Cian Barry,  Victoria Hamilton,  Navin Chowdhry,  Cheryl Campbell,  Sara Stewart, Megan Roberts,  Daniel Cerqueira,  Charlotte McKinney.

Un feliz matrimonio entre una ocupadísima doctora de medicina general en un ambulatorio británico y un emprendedor que se ha lanzado a los negocios utilizando los dineros de la mujer a espaldas de ella, incluida la herencia que le dejaron sus padres para asegurar los estudios del hijo que ambos tienen en común, es el arranque de una serie inglesa realista, instalada en la vida cotidiana de la clase media exitosa, cuyos sólidos cimientos van a ser puestos en duda por una infidelidad matrimonial que la doctora descubre por mera casualidad, como siempre se descubren, en el seno de los matrimonios herméticos, este tipo de asuntos: el cabello rubio -la doctora es morena- de una mujer en una prenda del marido. Se trata de una serie de la que se nos han entregado dos temporadas que cierran, eso es verdad, el “asunto” entre ambos cónyuges, el cual no es otro que un concienzudo afán de destrucción total del contrario, para lo cual el hijo de ambos será usado como parte fundamental de la estrategia de desgaste recíproco, porque el hijo va cambiando de bando a medida que los hechos le inducen a buscar refugio en uno o en otro de los terribles y chespirianos contendientes, para quienes toda humillación infligible les parece poca. Sí, una vez sabido por la doctora que su marido la engaña -algo que en su entorno nadie ignora, como suele ser habitual-, comienza un proceso de venganza que arranca, antes, con un intento de suicidio de la protagonista, sin embargo, del que se arrepiente para cambiar el sujeto de la agresión: no era con ella con quien tenía que acabar, víctima inocente , al cabo, de la bajeza de su marido -quien niega hasta el final, como los viejos cánones del machismo recomiendan, su culpabilidad-, sino con quien no solo la ha engañado sino que también la ha expoliada en aras de unos negocios de dudosa rentabilidad. Que la amante acabe siendo examinada médicamente por la doctora, pues es la hija de unos vecinos de la comunidad, para comprobar que está embarazada, añade una dimensión a la traición que convierte a la mujer poco menos que en una furia vengativa, en una Euménide clásica que no satisfará su ansia de venganza hasta ver a su marido poco menos que, abandonado por su nueva familia, en la ruina y  al borde de la muerte…., pasos que ella se encargará de ir cumplimentando uno tras otro como un reto que le da sentido a su vida destrozada por la infidelidad de un marido que, por una jovencita promiscua, ha sido capaz de arriesgar la estabilidad de una vida razonablemente feliz. La primera serie se agota en cómo la doctora, con una frialdad propia de una sicaria, consigue poco menos que “expulsar” de la comunidad a la pareja de amantes. La segunda, dos años y medio después, se inicia con una invitación a la boda de su ex, quien vuelve con un poderío social insospechado, a una casa de ensueño y con un sólido trabajo como director de unas galerías comerciales, todo ello, sin embargo, como se verá después, a expensas de su suegro. En esta segunda temporada, se invierten los papeles y será el marido quien tomará la iniciativa para vengarse de las humillaciones recibidas por parte de su esposa. Para ello utilizará la sintonía que siempre ha tenido con su hijo -ella ha sido una madre “demasiado ocupada”- y se lo arrebata. El hijo va adquiriendo un protagonismo creciente, y sus problemas con el alcohol y el acoso sexual a una compañera van a determinar buena parte del rumbo de los acontecimientos. Del mismo modo que la madre plantó al hijo en el apartamento que compartía con su amante, para que su padre lo llevara a la escuela, y ahí se enteró el hijo de la infidelidad de su padre; el padre, Simon, iniciará una poderosa labor de zapa para erosionar la relación de Tom, el hijo, con su madre, Gemma. Ya se advierte que nada bueno puede derivarse de esas fuerzas malignas que liberan su poder destructor usando a un ser inocente que está en medio de la batalla para, mediante la seducción, allegarlo a su bando y “reforzar” el castigo al contrario, sobre todo a la madre. Sí, estamos ante una tragedia en toda regla, obra del desquiciamiento de los cónyuges, quienes llevan al paroxismo sus respectivos afanes de venganza, y no hay barrera moral, ética o religiosa capaz de frenarlos. Que esa batalla tiene daños colaterales se advierte en cuanto los planes e venganza involucran a otros, como al vecino, gestor económico de la pareja en crisis, a quien Gemma seduce para que le rinda cuentas exactas del uso de los dineros comunes y de los suyos propios por parte del marido. La venganza de la mujer del gestor no se hace esperar y provoca, por quejas de pacientes en la línea on-line del ambulatorio, que la doctora sea cesada durante una temporada, hasta que se aclaren las mismas.
         La progresión de la trama es espectacular, y deja a los espectadores propiamente sin resuello, porque la sinfonía de golpes bajos que ha de escuchar a lo largo de ambas temporadas no tiene parangón. Contemplar la disolución moral de dos seres que lo han compartido todo y aún son responsables de un adolescente en periodo de formación no es, ciertamente, agradable de ver, pero la aguda inteligencia para el mal de la doctora, quien vive en un continuo desvelo vengativo, augura siempre fuertes emociones, y ella no defrauda. Digamos que la figura literaria dominante en la serie es la hipérbole, y ello implica una suerte de puja constante que nos lleva a las fronteras del mal absoluto, algo que nos acerca al final de la serie, intento de asesinato incluido, pero no consumado. La segunda temporada acentúa, con la aparente huida de la madre y el hijo, quienes ponen en venta la casa familiar, los tonos tenebrosos de ese sórdido juego de venganzas, de modo que, frente a la exhibición de triunfo económico y reconocimiento social del entorno -a la boda acude el hijo y viejos amigos de ambos-, la doctora urde un plan para -seducción sexual incluida de su antiguo macho- acabar definitivamente con su exmarido, lo cual consigue. Es evidente, y cualquier espectador lo esperaría, en buena lógica, que la destrucción total de un ex ha de salpicar dolorosamente a quien comparte con él un hijo que, además,  ha formado parte de la disputa familiar con muy malas artes por parte de ambos. Y así es. No voy a desvelar, con todo, lo que no deja de ser, al parecer, un final provisional, porque andan estudiando la posibilidad de una tercera temporada, me imagino que centrada en el hijo, pero todo está abierto, como esta crítica que he de dejar aquí en cuanto al desarrollo de la trama. La escuela interpretativa inglesa, la teatral, la cinematográfica y la televisiva está tan llena de actores y actrices de primerísimo nivel que a ningún espectador podrá sorprender el nivel de calidad de todo el reparto de esta serie, llamada a ir remontando en la estimación popular a poco que se vaya conociendo. La puesta en escena va más allá de la típica localidad próxima a Londres y se permite una exploración de los espacios, sobre todo los interiores, que consigue planos francamente impactantes. La indagación psicológica sobre la protagonista a través de los primeros planos permite ir descubriendo el grado de posesión que sufre por la furia vengativa y cómo el descubrimiento de esa fuerza poderosa dentro de ella es capaz de afectarla incluso a nivel físico. Todo, sin embargo, está medidísimo y en ningún momento se advierte el más mínimo chafarrinón de la desmesura. Insisto, a los espectadores no les queda otra que convertirse en instancias neutrales ante lo que ocurre, porque apenas ha iniciado un proceso de empatía con cualquier personaje, los hechos se encargan de arruinárselo. Y de ahí, acaso, esa sensación de horror con que se sigue este proceso de desamores en cuyo fondo, sepultado bajo toneladas de iniquidad, aún oímos latir un pulso redentor de amor verdadero.

sábado, 13 de octubre de 2018

«After», de Alberto Rodríguez, o el infierno íntimo del triunfo social, y cómo sobrevivir a un estreno discreto.



Entre la lírica de la temporada en el infierno y la crónica generacional, After o tres retratos individualísimos de tres fracasos épicos.

Título original: After
Año: 2009
Duración: 107 min.
País: España
Dirección: Alberto Rodríguez
Guion: Rafael Cobos (Historia: Alberto Rodríguez, Rafael Cobos)
Música: Julio de la Rosa
Fotografía: Alex Catalán
Reparto: Guillermo Toledo,  Tristán Ulloa,  Blanca Romero,  Jesús Carroza,  Álvaro Monje, Maxi Iglesias,  Raúl del Pozo,  Marta Solaz,  Valeria Alonso,  Ricardo de Barreiro, Antonio Navarro,  Alicia Rubio,  Daniel Grao,  Oliver Morellón,  Héctor Mora.

Sí recuerdo no haber querido ir a verla en su momento por puro prejuicio de inveterado abstemio: no estar de humor para ver la degradación de unos cuarentones en unas escenas que, dado el país, uno acaba viviendo de cerca, en toda su crudeza, aunque nunca sea protagonista de ellas. Se anunciaba, si no recuerdo mal, además,  como una “crónica generacional”, un marbete que a mí me echa para atrás en el acto. Por entonces, además, tampoco había visto nada de Alberto Rodríguez, excepto El traje, que me pareció magnífica, pero olvidé el nombre del director y me vi desauxiliado por mi flaca memoria a la hora de decidir verla. Y un poco ha ido por ahí en esta ocasión, en que la he visto anunciada en TV, pero sin el nombre del director, pero como retenía poderosas imágenes de la promoción, ahí que me senté yo dispuesto a ver cuánto aguantaba. Fue aparecer el nombre de Alberto Rodríguez y ya supe que no me levantaba hasta el minuto 108. Y así ha sido. Rodríguez ha hecho una película a medio camino entre Rashomon,  de Kurosawa, Vidas cruzadas, de Altman, las historias corales de Rodrigo García y Días de vino y rosas, de Edwards. Él, Alberto Rodríguez, menciona expresamente Husbands, de Casavettse, y no lo falta razón, claro. Estamos ante un excelente guion que nos cuenta el fracaso de tres amigos empeñados en vivir una noche loca a la edad en la que tales locuras se viven, por segunda o enésima vez, casi como una parodia de lo que fue en sus mejores tiempos una gesta, como señalaba Marx en el 18 Brumario. Desde un presente en el que van a ir de movida en movida -incluyendo una fiesta particular digna de aparecer en Calígula, de Bras- practicando extraños juegos de seducción mientras se ponen de alcohol y droga, básicamente cocaína, hasta las cejas, los flash-backs pertinentes nos van a narrar tres soledades vividas como fracasos abismales de cuyo pozo no hay raya ni sexo imposible que te redima. Aunque la información complementaria sobre los personajes no abunda, los signos externos de su tren de vida dan a entender que son profesionales de éxito, aunque al único al que vemos en acción laboral es al personaje protagonizado por Guillermo Toledo con un virtuosismo que hace muy difícil de comprender que ni siquiera fuera candidato al Goya al mejor actor, que hubiera merecido de todas todas. La primera historia, protagonizada por Tristán Ulloa es la de alguien atrapado en el seno de una familia que se le ha convertido en una cárcel, aunque no se ve con valor para serrar los barrotes y escaparse. La única escapada es la de esa noche en la que el pedal que coge ni siquiera le deja consumar esa aburguesada cana al aire que lo libere, o que lo alivie al menos,  de sus frustraciones. Una tensa y difícil relación con su hijo pequeño, sintetizada admirablemente en la película en blanco y negro que ve en la televisión mientras que sus padres lo creen dormido, un thriller violento en el que contempla, ritualizado, el asesinato que le gustaría perpetrar en la figura de su padre, es algo así como el epítome de su vida desustanciada. De los tres amigos es, sin duda, el más patético, acaso por su propia cobardía, frente a la que no cabe ni siquiera el recurso de la ironía. Probablemente sea el más romántico de los tres, y ello le pase factura. Julio, el personaje de Guillermo Toledo, es, claramente, y a diferencia del apocado Manuel interpretado por Ulloa, el alma de la aventura, porque es él el más empeñado de todos en vivir esa noche orgiástica que lo compense de un trabajo de especialista de Recursos Humanos en reducciones de plantilla, de una crueldad que se compadece con su carácter y su frigidez sexual, incapaz de llegar al orgasmo de otro modo que no sea a través de la automasturbación, de lo que la película no nos ahorra algunas escenas ciertamente turbadoras. Es destacable el modo como incluso los interrogatorios a los empleados de la empresa son usados como nexo de escenas de otros personajes, como en el caso de Ana, el personaje interpretado por Blanca Romero, magnífica de principio a fin, cuando descubrimos, en el capítulo que se le asigna, su compleja naturaleza perversa, manifestada en el cruel intento de adopción de Niebla, la perra que se ha escapado de la casa de Manuel a poco de iniciarse el capitulo a él dedicado. Ese tipo de detalles que te hablan claramente de la madurez de un guion bien trabajado. La ambigua relación con el animal: curarlo para que sobreviva; martirizarlo para esclavizarlo y robárselo al amigo íntimo con quien por la torpeza colocada de él no ha podido tener una relación sexual que deseaba, no es, ciertamente, una niñería. Hablamos de Ana, colocada metafóricamente entre ambos hombres a los que les une una profunda amistad y con quienes parece que va a tener un discreto trío orgiástico que, al final, acaba teniendo con unos desconocidos; ella une y atiende a la llamada de ambos, ya digo, quienes, dado el palíndromo de su nombre, la llaman y requieren desde uno u otro lado con toda propiedad. Las fases de sumisión y de rechazo se van sucediendo a medida que los tres van descendiendo paulatinamente a un viaje tóxico que los une y desune por repentinos cambios de humores y por viejas heridas que afloran entre ellos. ¡Cuánta soledad compartida! ¡Qué poca intimidad “real” intercambiada! Los tres, juntos, vienen a identificar una pulsación escapista que representan, eso sí, con un entusiasmo y una veracidad encomiables. Las frecuentes ralentizaciones de su mundo orgiástico, mientras ellos saltan, y la banda sonora desgrana los acordes y la letra de Beneath The Rose, de Micah P. Hinson son logrados momentos de clímax, pero no los únicos.
         La película, desde el punto de vista técnico de la realización, es un prodigio de atmósfera. La mayoría de escenas nocturnas están resueltas magníficamente, con detalles, como el de los corazones luminosos intermitentes que dotan a las escenas en que los personajes aparecen con ellos de una dimensión casi surrealista. Pensemos, por ejemplo, en las tomas de la secuencia en la piscina, sobre todo la final, cenital, con los protagonistas abrazados en mitad de ella y, al lado, flotando, un detalle rojo que, aproximando el foco, descubrimos que es la pistola de plástico llena de alcohol con la que se han estado suicidando en a pista de baile… ¡Extraordinario! Hay, con todo, una suerte de frialdad general que se transmite perfectamente a través de las tomas generales, a menudo distantes, para fijar un plano donde los personajes ensayan sus balbuceos, sus torpezas o sus desvaríos. No se llega  a la voluntad documentalista, pero algo de la objetividad de esta sí que hay en los planos que escoge Alberto Rodríguez con el afán de preservarla, de no inducir en modo alguno al espectador hacia dónde ha de dirigir su empatía o su rechazo. Y esa objetividad que rezuma la película no solo es una de sus grandes virtudes, sino que logra acentuar, por otro lado, la exacta dimensión de las tres tragedias a las que asiste el espectador, algo más que acongojado, reconozcámoslo. Finalmente, no podemos dejar de mencionar un montaje que permite fluir de unas a otras historias mediante engarces que renarran partes de las anteriores desde otro punto de vista y nos permiten comprender mejor ambas historias, la anterior y la presente, siendo la misma. En fin, a mí me ha parecido una obra de absoluta madurez, y a la que quizás, en su día, le perjudicó la expectativa mediática. Vista con ojos de espectador de otra generación distinta de la de los protagonistas, y tomando buena nota del artificio artístico creado, de una pulcritud técnica maravillosa, After me parece una de las grandes películas de la primera década de este siglo XXI en el que intuyo que el cine español en general nos va a dar bastante más alegrías que indiferencias.