sábado, 30 de noviembre de 2024

«Celeste», de Diego San José y Elena Trapé.

 

Hacienda te vigila, Hacienda te persigue, Hacienda somos todos…

 

Título original: Celeste

Año: 2024

Duración: 35 min.

País: España

Dirección: Diego San José (Creador), Elena Trapé

Guion: Diego San José, Daniel Castro, Oriol Puig Playà

Reparto: Carmen Machi; Manolo Solo; Andrea Bayardo; Antonio Durán; Aixa Villagrán;

Clara Sans; Jesús Noguero; Marc Soler; Marc Soler; Gary Anthony Stennette; Saibon Wang; Gala Bichir.

Música: Lucas Vidal

Fotografía: Alex García Martínez.

 

          La Delegación de Hacienda donde yo trabaje en mi veintena estaba más cerca del funcionariado del siglo XIX que del XX o este del XXI que, dado el relieve adquirido por la política fiscal de los distintos gobiernos, convierte a los inspectores de Hacienda poco menos que en personas con un poder paralelo al de la judicatura o al de los propios políticos. Convertir a una inspectora de Hacienda en protagonista de una serie no solo está en consonancia con los tiempos, sino que, al menos en este caso, se han reunido una serie de particularidades que convierten esta miniserie en una película muy estimable y, sobre todo, divertida. Añadamos el trabajo soberbio de Carmen Machi, quien compone una inspectora literalmente sui géneris, y tendremos un esparcimiento inteligente y una trama que atrapa la atención de los espectadores.

          La historia se inspira en los líos con Hacienda en España que tuvo la cantante colombiana Shakira mientras estuvo casada con el futbolista del Barça Gerard Piqué. En esta ocasión se trata de Celeste, ídola de propios y extraños y cuya vida y milagros va a tener que recorrer la inspectora para acreditar que la artista ha residido en España el mínimo de 185 días al año que la convierten en contribuyente en nuestro país, lo que supondría, para las arcas públicas un «pellizco» fiscal de más de veinte millones de euros. Hasta aquí todo puede parecer de lo más anodino, pero cuando advertimos el «tipo» de mujer que es la inspectora, gris hasta el marengo, atrabiliaria, y tan segura de su inteligencia fiscal como desgraciada por su físico, vestida a la usanza del primer tercio del siglo XX, aunque no necesariamente una mojigata, comenzamos a entrar en el juego planteado por el creador de la serie. Sí es cierto que el personaje del paparazzo, interpretado por esa joya de actor que es Manolo Solo, la historia crece, como cuando va descubriendo que quien la requirió para hacer la última inspección ejemplar antes de jubilarse está dispuesto a hacer doble juego a poco que pueda, negociando con la artista una multa y eximiéndola de la responsabilidad penal por fraude. La joven inspectora que la Administración pone a su servicio para que le sirva de apoyo en ciertas labores necesarias pero ingratas es un papel que rezuma excesiva ingenuidad y que a mí, particularmente, no es que me entusiasme. No ocurre lo mismo con la propia Celeste, cuyas dotes para el baile y el canto son más que notables, y cuya excelente interpretación hace la miniserie muy convincente. De hecho, y no quiero extenderme sobre ello por razones obvias, en la historia habrá un planteamiento de cazadora y presa que, a medida que progresa el seguimiento de la hipotética defraudadora, la cazadora cae bajo el influjo seductor del personaje público y se operará en ella una transformación muy curiosa y muy bien llevada.

          El mundo de los altos funcionarios está muy bien descrito, con esa pachorra de los opositores que miden su éxito en la vida por el número que sacaron en las oposiciones de su promoción, una jerarquía como otra cualquiera. ¿Qué ocurre, sin embargo, cuando el número uno pone su sabiduría fiscal al servicio de los posibles defraudadores…? También en eso entra la película.

          Al margen de la persecución fiscal y los métodos pseudomafiosos de la inspectora para conseguir información en los comercios: «Esto tiene dos maneras de solucionarse, una larga y una corta…», una frase que, a medida que la serie vaya siendo más vista, no dudo de que acabará convirtiéndose en un mantra popular, parecido al ya célebre, ¡y muy cercano al ámbito de la Hacienda pública!, del «¿con IVA o sin IVA?»; al margen de esos métodos, decía, hay también una dimensión individual en la protagonista que nos habla de una mujer que acaba de enviudar, que se acaba de jubilar, aunque su superior la rescate para la última inspección «sonada», que descubre que su marido le era infiel, que frecuenta salas de fiesta para mayores con necesidades de relaciones y que tiene una hija, un papel brillante que la actriz  Aixa Villagrán clava a la perfección, ¡ah, y que ha heredado un perro de su marido con el que tiene una relación de amor y odio a partes iguales, y que dará pie a una hermosa secuencia.

          El equivalente entre una inspección policial y una inspección fiscal se borra completamente en la película, pero subsiste esa parte de thriller contable que no desdeñará ni siquiera sus momentos de angustia y tensión que amenazan con quebrar, de nuevo, la carrera de la funcionaria. De nuevo, sí, porque en su casa aún recuerda su hija lo mucho que tuvieron que pasar cuando la madre no supo probar el fraude de un conocido futbolista del Real Madrid, club escogido para despistar, claro está, porque ese otro caso famoso recuerda al del jugador del Barça Lionel Messi…

          Muy importante es el dinamismo que se le imprime a la acción gracias al medido metraje de cada capítulo, unos veintisiete minutos, lo que la convierte en una miniserie idónea para verla de un tirón o en dos tandas en un fin de semana. En la medida en que las necesidades del guion exigen la presencia del fan acosador, porque es un personaje fundamental para la resolución del caso, cabe decir que, al margen del impecable retrato social de la familia, acaso exija demasiada credulidad cuanto lo rodea e incluso el propio acosador en sí, aunque se trate de un tipo absolutamente verosímil, como la historia lo demuestra, y ahí está el asesinato de John Lennon, sin ir más lejos. Con todo, las escenas de tensión están muy bien hechas y no desmerecen en absoluto del resto de la miniserie. La directora es la responsable de Rapa, una credencial que nos habla nítidamente de la facilidad con que la cámara narra la historia, amén de la excelente ambientación de todos los lugares, que no son pocos, que aparecen en la historia.

jueves, 28 de noviembre de 2024

«Corazón rebelde», de Scott Cooper, el «country» crepuscular.

 

El patético ocaso de un cantante country en una soberbia lección interpretativa  de Jeff Bridges.

 

Título original: Crazy Heart

Año: 2009

Duración: 110 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Scott Cooper

Guion: Scott Cooper. Novela: Thomas Cobb

Reparto: Jeff Bridges; Maggie Gyllenhaal; Robert Duvall; Colin Farrell; Sarah Jane Morris;

Beth Grant; Annie Corley; Tom Bower; Josh Berry; Jack Nation; Ryan Bingham.

Música: T-Bone Burnett

Fotografía: Barry Markowitz.

 

          Siento predilección por la música country usamericana, y una de mis frustrados deseos es visitar Nashville e ir de bar en bar para oír cantar a los artistas de ese género que practica el personaje de esta película con mucho arte y con una voz apropiadísima, la del propio actor: Jeff Bridges, quien representa al vaquero cantante, Bad Blake, una vieja estrella en proceso de desaparición del panorama musical que se arrastra por pueblos malditos cantando en lugares de medio pelo, boleras incluidas. Y sí, disfrute lo mío con el Nashville de Altman, en la que, por cierto, también canta otro actor, Keith Carradine, quien compuso la canción estrella de la película, ganadora de un Oscar.

          La historia es tan trillada como puede serlo la de la decadencia de cualquier artista, historias que han sido y son frecuentes en el cine, por lo que he de explicar qué hace a esta, si no diferente, si merecedora de ser vista. En primer lugar, y acaso último, la magna interpretación de Jeff Bridges, porque el modo como ha hecho suyo el personaje de Bad Blake, un hombre mayor a la deriva, alcohólico y distanciado de todos, y sobre todo de sí mismo, porque vive en una autonegación que le impide aprovechar lo mucho que aún le queda por dar, impacta enseguida en el espectador, quien, sin empatizar con él, observa con piedad y compasión sus andanzas por esos pueblos perdidos donde aún quedan viejos admiradores que guardan el recuerdo de su época dorada y están dispuestos a invitarlo a algo e incluso a irse a la cama con

él. Hay en Blake un mucho de cowboy que recorre los amplios caminos del sur de Usamérica a lomos de su vieja camioneta, a la que cuida como si fuera el caballo indispensable de los héroes de las praderas; su  indumentaria, las botas, el sombrero, su vieja guitarra…, todo cuadra con el tópico, pero Bridges consigue que emerja, del tipo, una individualidad que va a crecer ante los ojos del espectador al encontrarse con su antagonista, la periodista que le hace una entrevista y lo acoge en su casa cuando, en sus largos viajes por carretera, se duerme en uno de ellos y acaba teniendo un accidente que lo deja con el tobillo deshecho y necesitado de que alguien lo cuide. Esa fragilidad será lo que le haga descubrir la magia de las relaciones humanas cotidianas, la vida supuestamente anodina de la que ha huido siempre como el «artista» por encima de todo y de todos que vive en él, contemplando el devenir de los humanos corrientes como cosa prescindible. De hecho, y al hilo de esa relación con la periodista y su hijo de cinco años —que da pie a unas secuencias de película de terror, no por previsibles menos impactantes— se decide un día a llamar a un hijo del que se separó, como de su madre, cuando el niño tenía nueve años y quien, tanto tiempo después, ya muerta la madre sin que el «artista» se hubiera enterado, decide no acceder a que lo visite. En un rapto sentimental había declarado previamente que ese hijo era «lo único que le quedaba en el mundo», el tópico lamento de los padres ausentes, tan frecuentes en las películas usamericanas.

          La realización oscila entre el tenebrismo de los interiores y la luminosidad esplendente de los exteriores por donde se mueve el cantante a sus anchas, libre, sin ataduras, pero más solo que un cactus, y sin la mitad de su altiva planta verde en medio de la nada, porque ese tobillo accidentado viene a metaforizar los pies de barro del éxito, cuya cara hosca y deprimente él interpreta con una veracidad fuera de lo común. Su desaliño, su constante borrachera, sus descomposiciones de vientre, las sórdidas habitaciones donde ha de hospedarse y el público de su quinta que le anuncia el final del viaje de la vida forman un ecosistema que acentúa el patetismo de su figura quebrada. Si se añaden a ello, los celos mal llevados del joven que creció artísticamente a su sombra y de quien se ve forzado por la necesidad a ser telonero, acabamos de sacar el retrato que solo nos es soportable por las ráfagas de humor negro con que el protagonista acepta su presente. Tiene por delante, eso sí, una seria posibilidad de «redención», porque esa es siempre la función del amor en esta clase de historias. No digo nada al respecto, para no arruinar a los posibles espectadores una parte final que sube bastante el nivel ya de por sí bastante alto de la trama. Coincide con la aparición en escena de un viejo colega de los buenos tiempos, quien, aunque en un papel muy secundario, le da una réplica excelente, Robert Duvall. No era fácil, en una película de hombre-orquesta como Corazón rebelde, ponerse a la altura de la interpretación de Bridges, pero Maggie Gyllenhaal, quien ya ha dado sobradas muestras de su calidad interpretativa, le da una réplica a la altura del protagonista. Su calidad humana, ella que también ha tenido experiencias poco satisfactorias con los hombres, como él con sus tres matrimonios fracasados, va a devenir, junto con  su hijo, algo así como su última oportunidad, aunque todos sepamos que para los cowboys solitarios su verdadero amor es su caballo…; y en ese terreno es donde se mueve el desenlace, con un plano final que suma la aventura individual y el marco geográfico, felizmente conjuntados.

          Cabe recordar que una parte importante de la veracidad de la película radica en que el protagonista sea capaz de cantar y tocar la guitarra como Bridges, reputado cantante, lo hace. Un comentario en uno de sus vídeos en YouTube me puso en la pista del parecido de su voz con la de Waylon Jennings, y es cierto, muy en la onda de la de los grandes del country como Johnny Cash, Willie Nelson o Kris Kristofferson. Aún recuerdo la gran decepción que me supuso ver la película biográfica sobre Cash y que quien cantara fuera su protagonista, Joaquin Phoenix, cuya voz en modo alguno puede compararse con la grave y sentida de Cash.

martes, 26 de noviembre de 2024

«Las sombras del poder», de Michael Winterbottom en el avispero.

 

Recreación de la Administración británica de Palestina y la emergencia del futuro Estado Israelí a través de un intenso melodrama.

 

Título original: Shoshana

Año: 2023

Duración: 119 min.

País: Reino Unido

Dirección: Michael Winterbottom

Guion: Michael Winterbottom, Laurence Coriat, Paul Viragh

Reparto: Harry Melling; Irina Starshenbaum; Douglas Booth; Aury Elby; Ian Hart; Gina Bramhill; Lee Comley; Matthew T. Reynolds; Tim Daish; Aaron Vodovoz; Matthew Thomas-Robinson; Yotam Ishay; Rony Herman; Stephen O'Leary; Ariel Nil Levy; Gianmarco Vettori; Yarden Lavi; Samuel Kay; Idan Yechieli; Aliosha Massine; Alla Krasovitzkaya; Elene Mushkaeva; Andrea Quartulli; Doron Kochavi; Ofer Seker.

Música: David Holmes

Fotografía: Giles Nuttgens.

 

          Michael Winterbottom es un director poliédrico, o multigenérico, capaz de hacer Código 46, Nueve canciones o El viaje (y sus diversas secuelas), por eso no extraña verlo atreverse con un melodrama, con más de drama que de música, con el trasfondo, destacadísimo en la historia, del periodo final de la dominación británica en Palestina, de donde se fueron por voluntad propia tras haberse hecho cargo de la administración de ese territorio por encargo de la Sociedad de Naciones, tras la Primera Guerra Mundial. De hecho, en los acuerdos que llevaron a esa administración, figura la intención de crear un «Hogar judío» que amparara a la entonces una minoría (el 11%) en un territorio de mayoría árabe. De hecho, el primer Alto Comisionado fue el judío inglés Herbert Samuel (primero de su condición en la Administración inglesa, por cierto).

          La película de Bottom aborda los últimos momentos de aquella Administración, odiada por igual por árabes y judíos, quienes no dudaron en cometer atentados terroristas contra ella y también entre ambas comunidades cuando los árabes comprobaron que la inmigración judía a Palestina amenazaba con modificar el reparto de tierras y poder en un territorio no por semidesértico menos codiciado. Los ingleses se opusieron a la llegada de barcos repletos de inmigrantes judíos, pues eran partidarios de estrechar lazos con los árabes para luchar contra la amenaza nazi, por más que el Muftí de Jerusalén, huido a Europa, se declarara aliado de los alemanes y reclutara a musulmanes bosnios y albano-kosovares para las Wafen SS. Es decir, que la situación se describe gráficamente como el «avispero» que he llevado al título de la crítica.

          En ese contexto histórico, el enamoramiento entre un policía británico y una redactora de un diario judío moderado, Shoshana, una mujer liberal y sin prejuicios, enemiga del grupo judío terrorista que pone bombas en mercados árabes y que, finalmente, fue responsable del atentado contra el Hotel Rey David, en 1946; esa mujer, digo, va a ser algo así como el hilo conductor de un análisis de la situación histórica que, por sintética que sea, y lo es mucho, da a entender la dimensión del conflicto que se avecinaba en cuanto Gran Bretaña decidiera renunciar al mandato de la Sociedad de Naciones y, tras la Segunda Guerra Mundial, pasarle el conflicto —o la clásica patata caliente…— a la ONU recién nacida, quien dictó el establecimiento de los dos estados en Palestina, lo cual, como es bien sabido, fue el pistoletazo de salida para el intento de exterminio judío por parte de una coalición de países árabes, lo cual inició una contienda cuyo dramatismo aún perdura en nuestros días, pero con un salto cualitativo de odio, muertes y destrucción cuya solución diplomática ni siquiera se atisba, tras tantos años de «devoción» por el terrorismo en ambas partes.

          Al margen de la extraña relación amorosa entre la periodista y el policía, con dos intérpretes de mucho mérito, Irina Starshenbaum y Douglas Booth, cuyo distanciamiento se producirá en función de los acontecimientos políticos y su poderosa influencia en los comportamientos privados de las personas, la película traza una radiografía bastante lúcida de lo que supuso el terrorismo en los orígenes de la fundación del Estado de Israel, y de cómo la Administración Británica hubo e combatir, no siempre dentro de la más estricta legalidad, contra los dos terrorismos que la asediaban: el judío y el árabe, aunque este tenga menos presencia en la historia, frente a lo mucho que se combate al primero.

          En términos cinematográficos e históricos, la película nos ofrece una visión de la vida en Tel Aviv (emplazada donde la bíblica Jaffa) en los años 30 y 40 como la de una ciudad cosmopolita y moderna en la que conviven las distintas religiones, pero se advierte que lo hacen sobre un polvorín que estallará algún día, sin saber quiénes serán los herederos de sus ruinas o los potenciadores de su crecimiento. Y en ese escenario se mueven los personajes opuestos que centran el interés de la narración. El policía inglés simpatiza, obviamente, con la causa judía, y, de hecho, Shoshana es militante de la organización moderada Haganá, que ayudaron a los británicos a detener a los terroristas del Leji y del Irgún. Lo que ni unos ni otros grupos judíos podían olvidar, sin embargo, era la destrucción, por parte de los aliados de Inglaterra contra los nazis, los soviéticos, del barco Struma lleno de judíos que se dirigían a Palestina, y en cuyo hundimiento murieron ochocientas personas…

          Resulta «instructivo» el visionado de la película, porque no hay muchas que traten el conflicto árabe-israelí en aquellos primeros tiempos de la Administración británica, porque Lawrence de Arabia ignora la realidad de los judíos en Palestina y se centra en los intentos del espionaje británico para conseguir el apoyo de los árabes frente a la amenaza nazi, y de ahí los esfuerzos británicos por impedir la llegada de inmigrantes judíos a Palestina.

          El final de la película, con una paradoja sangrante, nos deja más que perplejos y nos empuja a una relectura histórica del conflicto para salir del maniqueísmo que domina los posicionamientos políticos en nuestros días, tan sectarios como desinformados. Al final, probablemente, no nos quede otra que reconocer que lo imposible, el adynaton,  políticamente, sí existe, y está y seguirá causando innumerables muertes. Una película hermosa y triste.

lunes, 25 de noviembre de 2024

«La habitación de al lado», de Pedro Almodóvar o la afectación que no cesa…

¿Qué sucede cuando el arte quiere reflejar la vida y la vida acaba huyendo del reflejo…? El sopor y, como premio menor, cierta belleza en la composición.

 

Título original: La habitación de al lado.

Año: 2024

Duración: 106 min.

País: España

Dirección: Pedro Almodóvar

Guion: Pedro Almodóvar. Novela: Sigrid Nunez

Reparto: Tilda Swinton; Julianne Moore; John Turturro; Alessandro Nivola; Juan Diego Botto; Raúl Arévalo; Victoria Luengo; Alex Høgh Andersen; Esther McGregor; Alvise Rigo; Melina Matthews; Sarah Demeestere; Anton Antoniadis; Paolo Luka Noé.

Música: Alberto Iglesias
Fotografía: Eduard Grau
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          Llegó el momento, y lo asumí con entereza, de un débito conyugal exigente: ver «la última de Almodóvar» en el cine… Voy llegando a la conclusión de que, a salvo de contingencias extrañas, como la «desaparición» de la acaso en verdad «última de Ford Coppola», Megalópolis, de las pantallas antes de que me diera tiempo a verla, voy dividiendo mi interés cinematográfico entre las películas que quiero ver en el cine y las que prefiero esperar a que me las den en las plataformas televisivas. El cine es caro y la vida es breve…

          Una película de Almodóvar es imposible verla con la ignorancia expectante con que se pueden ver películas como la última criticada en este Ojo, Cena en América, de Adam Rehmeier, porque el caudal de presencia mediática de las obras del mejor director de Castilla-La Mancha es de tal naturaleza que, al final, te puede ocurrir lo que a mí me sucedió: salí del cine con más ganas de indagar sobre la autoría arquitectónica de la casa en la sierra madrileña, donde transcurre buena parte de la película, que de leer otras críticas para saber si me sumo al coro de adoradores o de descreídos, algo que ni siquiera he hecho en FilmAffinity para no entorpecer el desarrollo de la mía propia, aunque intuyo esa típica escisión entre quienes sobrevaloran al castellano-manchego y quienes tasamos lo que vemos con el juego de varas de medir de una historia del cine que llevamos en los ojos y el corazón.

          Tras tantos años siguiendo su obra, he descubierto que algunos párrafos de otras críticas mías en este Ojo expresan juicios que valen para toda su obra. Como este:  Pedro Almodóvar es un esteta sin discurso, un amante de los «momentazos» con los que sustituye la verdadera creación, ¡tan difícil, ay!,  de personajes; los suyos, ¡tan a menudo!, suelen deambular por la pantalla sin una sólida narración a la que agarrarse para no caer en el penoso pozo del patetismo, o como este otro: Ese mal, la ausencia de la naturalidad, sustituida por un cultivo desmesurado del artificio, que se plasma en la puesta en escena, en la que se buscan bellezas simbólicas que se desentienden de la narración de la historia…

          Y todo ello a pesar de que esta película bien puede considerarse, al viejo estilo de las clasificaciones literarias, como una «película de tesis» en la que se defiende la eutanasia, si bien, dado el «elitismo» de los personajes, por la vía ultraliberal del «a mí nadie va a decirme cómo tengo que morir», en lo que constituye una variante indolora del suicidio, rodeado, además, de un aura romántica que nos recuerda, por ejemplo, el pistoletazo de Larra ante el espejo o, cinematográficamente, una variante de mayor éxito popular: los tanatorios eutanásicos de Soylent Green («Cuando el destino nos alcance»), en los que quienes morían lo hacían contemplando el esplendor de la naturaleza en una pantalla gigante y envolvente…

          Como no tengo ningún prejuicio, reconozco que los primeros compases de la película tienen un cierto interés; una historia de amor de la reportera, cuyo fruto, una hija, el excombatiente ignora. El cambio entre el joven que va a la guerra y el que vuelve daba para un desarrollo prometedor, pero queda todo reducido a un desencuentro con la reportera y a un alejamiento en el que inicia una nueva vida, matrimonio incluido, antes de morir en el incendio de una casa en la que se adentra para buscar a las personas cuyos gritos de auxilio solo él oye… Todo esto lo cuenta una profesional afecta por un cáncer para el que tratamiento experimental no tiene efectividad, lo que la deja desahuciada. Una amiga de la juventud, una novelista, recibe esa información de una amiga común y decide ir a visitarla. El reencuentro acaba con el compromiso de la amiga de ayudar a bienmorir a la reportera, para lo cual ambas se instalan en una casa, literalmente «de ensueño», en la que una acompañara a la otra hasta que un buen día, sin aviso ni otra mediación, la enferme se suicide con una potente pastilla adquirida, por cierto, en internet.

          Y no hay más historia. Excepto que ambas fueron amantes de un mismo hombre, supuestamente un seductor arrebatador, que acaba presentándose en la encarnadura de John Turturro, como un viejo radical escéptico hiperideologizado que aburre más que entretiene a la antigua amante a cuya disposición se somete como apoyo material y legal para, llegado el momento, sortear la inevitable acusación de «complicidad» en el suicidio, si no de cualquiera de las variantes atenuadas del asesinato, a juzgar por el muy flojo interrogatorio de la policía a la «sospechosa». Por cierto, la prensa insiste mucho en eso de la primera película usamericana de Almodóvar, pero, al margen de la escasa naturalidad de los diálogos en inglés, que eso es marca de fábrica del autor, ¿unas cuantas secuencias en Nueva York la convierten ya en una película usamericana? Sustituyan a las dos actrices por otras dos que sean habituales en las películas de Almodóvar y, ¡sorpresa!, nada cambiaría. Ello se debe a la pobre caracterización de ambos personajes. Actuar, lo que se dice actuar —y salvo alguna leve sobreactuación de la Swinton sin mayor importancia—, lo hacen con una profesionalidad impecable, y logran elevar a sus personajes bastante más allá de la chata y tópica caracterización que se desprende del guion, pero, como es habitual en las películas de Almodóvar, el director está más pendiente de ciertos «momentazos», en esta ocasión fílmicos, de encuadres y combinaciones cromáticas, que de la vida fluya con esa naturalidad que tantísimo se echa de menos en sus películas. ¡Qué envaramiento ritual, qué hieratismo de vestales, en ambas mujeres! Ahogan la emoción con la gélida presencia de una amistad más abstracta que vivida. Y, claro está, donde no hay emoción, tampoco hay vida. Y eso es, en resumen, lo que yo he vivido en el cine. Nada que objetar, por otro lado, al habitual preciosismo del autor, pero la plasticidad cromática de los planos no levanta una película que quiere, además, defender una tesis tan loable como la necesidad de la eutanasia al gusto del consumidor, por supuesto. Por eso me he recreado, al llegar a casa, en la contemplación de tan magnífica obra arquitectónica como se nos enseña en la pantalla: una maravilla en un enclave «de cine»…

 

domingo, 24 de noviembre de 2024

«Cena en América», de Adam Rehmeier o el «punk» transgresor.

 

La friquigozada de una historia de amor tan delirante como seductora…

 

Título original: Dinner in America

Año: 2020

Duración: 106 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Adam Rehmeier

Guion: Adam Rehmeier

Reparto: Emily Skeggs: Kyle Gallner; Yancey Fuqua; ; Jennifer Kincer; Hannah Marks; Ricky Wayne; Lea Thompson; Nick Chinlund; Sean Rogers; Nico Greetham; Lukas Jacob;

Sidi Henderson; Robert Skrok; Lena Drake; Shelby Alayne Antel; Mary Lynn Rajskub; Pat Healy; Griffin Gluck.

Música: John Swihart

Fotografía: Jean-Philippe Bernier.

 

          ¡Menudo sorpresón!  La guardé «para ver más tarde» en la noche de tráileres que, de tanto en tanto, hemos de hacer para dejarnos guiar por ellos a la hora de seleccionar futuras películas, pues por el título, salvo películas ya criticadas o premiadas o de autores conocidos, poco en claro podemos sacar. A mi Conjunta esta le pareció un disparate mayúsculo; yo, más aventurero, intuí una gamberrada que podría tener su gracia. Nos ha acabado gustando a los dos, aunque el personaje, un cantante punk transgresor, insobornable, destructivo y autodestructivo está diseñado para atragantárseles a los espectadores como se les atraganta a cuantos comensales y no comensales tienen la desgracia de cruzarse con él. Y sí, Kyle Gallner borda el papel y tiene, en sus mejores planos, un aire inconfundible al Clark Gable más canalla y seductor…

          La historia tarda en perfilarse, porque los dos primeros personajes que aparecen en un test, pagado, para comprobar efectos médicos de nuevos medicamentos, salen «tocados» de la prueba y ella lo invita a comer en casa de sus padres y a dormir en ella. En el transcurso, pues, de la primera de las tres «cenas en América», ¡a cual más disparatada y real!, que se nos narran en la película, la madre de la joven no duda en lanzarse desesperadamente a un magreo con el joven en la cocina, donde los sorprende su hija. Antes de ser acorralado por el padre y el hermano, dos fanáticos del fútbol usamericano, el joven de apariencia y modales transgresores —aún nos queda asistir al encuentro con la protagonista y la comida en su casa para saber que es la variante punki de la transgresión social—, el joven rompe con una silla el ventanal del salón y sale al jardín de la casa, sobre el que rocía un bidón de gasolina para prenderle fuego a continuación. En ese momento se inicia la huida de la persecución policial, que burlará cuando la protagonista, en un descanso de su jornada laboral en una tienda de mascotas, despiste a la policía sobre el paradero del fugado, con quien puede fácilmente mantener contacto visual, pues está en el rellano de la escalera posterior de un edificio que da al mismo callejón donde está la joven.

          La entrada en escena de la joven friqui, a quien no solo los íntimos y los cercanos tienen por retarded, sino cualquiera que se cruza con ella, le hace dar a la historia un salto cualitativo impresionante. La unión de ambos es, ya, el súmmum de las parejas increíbles e inolvidables que nos han pedido desde la pantalla nuestro voto de confianza en su inverosímil unión. Y no nos defraudan, porque, por sus pasos contados, entre el desprecio irónico, la compasión infinita y una sorpresa que no puedo revelar, esa pareja de marginados antisistema deseosos, por otro lado, de integrarse en él, al menos en el espacio de felicidad que a todos nos está destinado, seamos como seamos y profesemos la pasión que profesemos.

          Lo mejor de todo este asunto es que no nos movemos de los típicos suburbia usamericanos en los que los modelos familiares y sociales, amén de los espacios públicos, como ese plano magistral de la pareja en una  cafetería bajo un mural esplendoroso, se definen con muy pocos elementos. Todos ellos, en el caso de esta historia, se relacionan con la asistencia a comidas familiares en las que se describen a la perfección esos modelos, ¡y no sin un ácido sentido del humor!  Me ha venido a la memoria la película de Milos Forman, Taking off, de la que la actual puede entenderse como lejana deudora, si bien aquel músico modosito que atraganta al padre de familia al revelarle sus ingresos anuales, es sustituido aquí por un punki destructivo que quiere vivir a la contra desde el estrecho lado marginal que lo empuja incluso a la pobreza, aun siendo de familia adinerada. Porque, bien avanzada la relación con la joven Patty, encarnada por una prodigiosa Emily Skegg, sabemos que el joven «disruptivo» es el líder de un grupo punk y que las tensiones con sus compañeros provienen de una exacerbada rebeldía que lo lleva a preferir la marginalidad que abrirse paso en un panorama musical en el que, como en cualquier orden de la vida, solo se abre uno camino a fuerza de cesiones que, como en el caso de John Q., pueden acabar desacreditando la naturaleza de su fuerza rebelde.

          Poco a poco, la relación entre los dos jóvenes se irá estrechando, fortaleciéndose mediante ciertos actos salvajes que parecen, y lo son, una glorificación de la violencia como lenguaje social en un mundo en el que otras violencias , distintas de la física, la mental y la económica, se ceban en personas como la protagonista, quien parece aceptar resignada y sumisamente ese puesto de subordinación y exclusión social al que la condena su entorno e incluso su propia familia, por no hablar de su empleador. No es que la pareja se convierta poco menos que unos Bonnie and Clyde contra la prepotencia de los biempensantes y malactuantes que pueden llegar incluso al intento de violación, como el caso cómico de los dos conocidos que se burlan de ella con una crueldad insufrible; pero sí que usan sus armas para defenderse, y sin perder el agrio sentido del humor que caracteriza al joven y del que irá aprendiendo la protagonista; pero mejor no me adelanto…

          Que la película es gamberra y malhablada ni que decirlo tengo, pero que también desnuda el cinismo de lo políticamente correcto y lo socialmente admitido, está fuera de toda duda. No se pierda de vista la importancia del lado musical de la película, porque nos va a deparar secuencias de muy intenso nivel emocional y una canción de las que dejan huella sonora. Confieso que películas como esta me rejuvenecen mucho.

 

«La quimera», de Alice Rohrwacher o la incursión mitológica.

 

Entre la mitología, los salteadores de tumbas y el comercio clandestino de antigüedades patrimoniales.

 

Título original: La chimera

Año: 2023

Duración: 130 min.

País: Italia

Dirección: Alice Rohrwacher

Guion: Alice Rohrwacher, Carmela Covino, Marco Pettenello

Reparto: Josh O'Connor; Carol Duarte; Vincenzo Nemolato; Isabella Rossellini; Alba Rohrwacher; Milutin Dapcevic; Chiara Pazzaglia; Julia Vella; Lou Roy-Lecollinet; Giuliano Mantovani; Gian Piero Capretto; Melchiorre Pala; Ramona Fiorini; Luca Gargiullo; Yle ; Barbara Chiesa; Elisabetta Perotto; Francesca Carrain; Piero Crucitti; Luciano Vergaro; Carlo Tarmati; Luca Chikovani; Agnese Graziani; Alessandro Genovesi; Cristiano Piazzati;

Sofia Stangherlin; Marianna Pantani; Maria Alexandra Lungu; Paolo Bizzarri; Claudio Fabbri; Monaldo Gazzella; Sofija Zobina; Silvia Lucarini; Pancrazio Capretto; Elisabetta Anella.

Fotografía: Hélène Louvart.

 

          Supe de esta directora por su condición de hermana de una actriz magnífica en la película de Nanni Moretti, Tres pisos, Alba Rohrwacher, quien tiene una breve aparición en esta película poética, extraña, mágica y de denuncia del tráfico de antigüedades a dos niveles, el modesto de los salteadores de tumbas y el lujoso de cuello blanco de quienes buscan salidas fuera del país para obras sacadas ilegalmente a través de contenedores dedicados a otras mercancías. El planteamiento inicial, sin embargo, nos habla del regreso de un presidiario a la población donde vivió su historia de amor con un personaje que solo aparece, reiteradamente, como evocación melancólica del protagonista, pues ha fallecido. Esa pérdida explica el carácter atrabiliario de un personaje «extraño» al medio, un inglés en Italia, que habla en italiano hasta donde su bagaje se lo permite, y en inglés con otros personajes como la madre de su enamorada, interpretada por Isabella Rossellini, algo desvaída en un papel menor y poco agradecido de profesora de canto de una joven que paga con su servicio y quien esconde a sus dos hijos para que la propietaria no sepa que viven con ella. Ese personaje, Italia, con un hijo mulato y sin padre presente ni conocido, adquiere una dimensión simbólica, como era previsible; pero no lo es menos que el propio protagonista es una encarnación de Orfeo, pero sin música, que busca desesperadamente el reencuentro con Eurídice. Me extraña que la directora no haya escogido alguna página de la ópera de Gluck, tan arrebatadoramente hermosa y emocionante, pero ha optado por las viejas aleluyas tradicionales que cuentan la historia, al modo de los cantares de ciego, del protagonista y su «profesión» de zahorí de tumbas antiguas que profanan en compañía de una banda popular entre los que sobresale por su altura como un dios que hubiera bajado a la tierra. Como Josh O’Connor mide, según la red, entre 180 y 185 cm, tengo para mí que o han escogido actores muy bajos para el reparto o a él le han colocado unas alzas que lo elevan a esos 200 cm que tanto llaman la atención por la incomodidad que le vemos padecer en el coche o por los aires muy efectivos de galavardo con que «pasea» su diferencia entre los demás protagonistas de la película. A su manera, me ha recordado el gigante de Big Fish, de Tim Burton, pero, paradójicamente, sin el componente felliniano de este frente al realista de La quimera.

«Alma en pena» sería la descripción que más se ajusta a la personalidad del protagonista, quien no ha superado la pérdida de la amada y parece aspirar, exclusivamente, a reunirse con ella. De hecho, cuando advertimos que la radiestesia del zahorí le obliga a clavarse, guiado por la preceptiva horquilla tradicional, que recuerda el bivio pitagórico…, sobre un punto determinado del terreno, más nos parece que busca una entrada al inframundo que la tumba de rigor que ha de ser asaltada por sus compinches para llevarle el codiciado «género» al perito que se encarga de «colocarlo». Así, con ese aire entre indolente y desesperado, pero sin perder jamás la compostura, Arthur, el protagonista, asiste como espectador muy distanciado de lo que hace, a lo que, hasta ese momento, había sido su vida, y de la que poco a poco da la impresión de ir renegando.

Vive en una chabola donde guarda sus utensilios y parte de sus descubrimientos arqueológicos, pero llega el momento en que las autoridades la desmantelan y lo dejan a la intemperie, hasta que es acogido por Italia, quien, con otras mujeres, ha ocupado una estación sin uso que se iba deteriorando con la inactividad.  Hay, y eso era fácil preverlo, una distancia entre los «nacionales» y el «extranjero» que se manifiesta crudamente en la indignada reacción de Italia frente al expolio constante de los amigos de Arthur, abanderados por él. Ese abismo se materializa cuando descubren una ignota Venus de los animales, una escultura etrusca que han de dejar abandonada porque oyen sirenas de los coches policiales y han de salir por piernas, aunque no sin antes arrancarle limpiamente la cabeza a la estatua para poder comerciar con ese magnífico «tesoro». La picaresca de los rivales disfrazados de policías nos conducirá, finalmente, al descubrimiento de la personalidad del perito para quien trabajan: Espartaco. Bajo ese nombre se esconde, sin embargo, una mujer que trafica, con todas las apariencias de legalidad, con obras como esa Venus.

Me detengo ante la continuación, que afecta al desenlace, pero lo importante ni siquiera es esa «trama» delictiva, sino la propia figura desgarbada y doliente del protagonista que se pasea por el mundo, durante mucho tiempo con el mismo traje, y cuyo lancinante dolor ha estado presente desde su aparición inicial en el tren que lo lleva del presidio a «su» casa. Hay un punto de perspectiva surrealista que se refuerza con ciertas secuencias como la de la fiesta popular o la aparición de las hijas «ciudadanas» de la hermana fallecida, quienes tratan de controlar a su madre y su entorno.

La puesta en escena, sea con la casa casi en ruinas de la madre, con la chabola, la estación o las tumbas subterráneas, usualmente en bosques de enorme belleza, contribuye, junto con las interpretaciones ultrapopulares del coro de intérpretes de la banda, a generar unos contrastes que acentúan la singularidad del inglés en ese mundo antiguo de la riqueza artística de un país inagotable, en ese sentido. Pero no se pierda de vista que lo propio de Orfeo es perseguir la única entrada que le interesa hallar…

viernes, 22 de noviembre de 2024

«Dream Girl», de Mitchell Leisen, la comedia que envejece, aunque divierta...

 


Un duelo entre la fantasía y el principio de cierta realidad… en un contexto, años cuarenta, felizmente superado. 

Título original: Dream Girl

Año: 1948

Duración: 85 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Mitchell Leisen

Guion: Arthur Sheekman. Obra: Elmer Rice

Reparto: Betty Hutton; Macdonald Carey; Patric Knowles; Virginia Field; Walter Abel; Peggy Wood; Carolyn Butler.

Música: Victor Young

Fotografía: Daniel L. Fapp (B&W).

 

          Comedia caricaturesca, ciertamente, pero comedia al fin y al cabo, que dirigió Mitchell Leisen acaso sin demasiado entusiasmo, pero con la dignidad suficiente como para poder valorar como se debe algunas partes de la película magníficamente cómicas, como el sueño del rancho donde la joven soñadora se realiza como pionera del Far West. El planteamiento de la película induce a pensar que se trata de una réplica en versión femenina al éxito de Danny Kaye con La vida secreta de Walter Mitty. Estrenada un año antes que la presente; sin embargo, el origen teatral de esta pieza nos revela que fue un auténtico bombazo en Broadway, donde la representaban Betty Field y nada menos que Wendell Corey. Betty Hutton confesó que esta película casi acaba con su carrera, pero no deja de ser una exageración de la actriz, que acaso no llegó a comprender, desde dentro, que daba exactamente el papel tal y como la historia lo exigía, a pesar de lo ridículo que pudiera parecerle el personaje, que lo es, sin duda alguna. He usado el concepto «caricaturesca» para dar a entender algo que me parece esencial en esta cinta que bordea, por producción y reparto, la serie B: no estamos en presencia de personajes redondos, sino de tipos muy genéricos que apenas tienen más vida propia que la de su función dramática en el relato, al servicio de un planteamiento muy simple: el enfrentamiento entre la personalidad soñadora, con tintes bobalicones, y la personalidad materialista, muy apegada a la realidad, con tintes cínicos. Ese es el choque, supuestamente explosivo, alrededor del cual se articula la trama de la película.

          El punto de partido es la boda de la hermana, de cuyo novio está profundamente enamorada la hermana menor, un alma sensible a la que le parece imposible que tan delicado ejemplar de hombre se haya acabado enamorando de una hermana como la suya, tan superficial y prosaica. A la boda se presenta un invitado muy particular, un compañero de College del novio que, a pesar de haber sido invitado, no simpatiza con él en absoluto. Diversos encontronazos y malentendidos entre estos dos personajes van a ir preparando el camino para los posteriores que ambos mantendrán, sobre todo después de entrar en la librería que ella regenta —y donde, literalmente, nadie entra nunca…—  para venderle algunos libros que tiene por casa, de los que se quiere deshacer.  Como quien no quiere la cosa, el periodista deportivo, pues esa es su profesión, deja caer que su cuñado le ha dejado la novela que ella ha escrito. Ella aparenta indiferencia, porque lo considera un gañán de marca mayor, pero no se resiste a preguntarle su opinión. Él la resume en una palabra: Stinks!, «apesta». No tarda ni tres cuartos de secuencia en montar en cólera y echarlo de la librería con cajas destempladas. Él representa la crudeza de la realidad frente a la sensiblería delicuescente de una mujer ultrasoñadora que reinterpreta en clave de sueño compensatorio cuando le ocurre en la realidad, para huir de ella y renunciar al enfrentamiento inevitable, si no quiere convertirse en una víctima del destino a sus 23 años y sin un proyecto de vida sólido al que agarrarse. Quince años después de esta película, que entretiene y divierte en un tono muy menor, John Schlesinger dirigió una película, Billy, el embustero, con Tom Courtenay y una tan hermosa como jovencísima Julie Christie, cuyo esquema argumental es muy parecido al de esta Dream Girl, pero sin un átomo de ingrediente caricaturesco y con un meritorio análisis de una psicología dominada por la invención y la necesidad de refugiarse en ella para huir de un presente cuyos tintes depresivos amenazan con arruinarle la vida. Ahora que la recuerdo tan vivamente, al hilo de esta película de Leisen, descubro que la vi antes de empezar a publicar las críticas de este Ojo, ¡como tantísimas otras!, por otro lado; pero advierto que acaso merezca una revisión para hacerla. Ahí dejo la sugerencia, por si a mí mismo me tomo la palabra…

          Mitchell Leisen era uno de los directores supuestamente «menores» que le gustaban mucho a Javier Marías, y las tres críticas de este blog dedicadas a sus películas coinciden con el malogrado escritor, especialmente La muerte de vacaciones, que a mí me parece una obra excepcional. Ignoro cómo acabó él dirigiendo esta película que, en principio, imagino le hubiera correspondido a Preston Sturges, con quien Hutton rodó esa excéntrica maravilla que es El milagro de Morgan Creek. El caso es que le dedicó al asunto los ajustados ochenta y cinco minutos que la trama exigía y ahí quedó todo, una película casi «tapada» y que, a mi humilde entender, bien puede ser vista con esos ojos misericordiosos que se avergüenzan muy a posteriori de unos comportamientos machistas que hoy nos sonrojarían en cualquier película que no sea de tesis o de propaganda en las que «lo exige el guion», como decían las actrices del «destape». A su manera, no está lejos de Sueños de Seductor, de Herbert Ross, porque, en el fondo, a la soñadora solo puede «despertarla» de sus ensoñaciones un tough guy, un «tipo duro», capaz de dejar colgada una conversación romántica para recibir confirmación de que ha ganado quinientos dólares en las apuestas de las carreras… Dejo para el final que lo mejor de la película son, sin duda, los raptos de ensoñación en los que reescribe lo que le está pasando en ese momento y la llevan a vivir extrañas aventuras bajo personalidades tan distintas como una pionera del oeste, una cantante en una cantina en tierras exóticas e incluso  la soprano que canta la famosa aria de Madama ButterflayUn bel di vedremo, en un momento verdaderamente mágico, sobre todo si se compara con el extremadamente cómico de su lección de canto al comienzo de la película. En fin, teniendo en cuenta la trayectoria de Leisen, un enamorado del cine no podía por menos de ver una película con excelentes momentos y otros olvidables, aunque, en conjunto, permite pasar un rato agradable y sonreír ante unos diálogos llenos de agudeza e ingenio.

miércoles, 20 de noviembre de 2024

«Reality», de Tina Satter, una ópera prima política.

Los límites entre la confidencialidad y la transparencia democrática.

 

Título original: Reality

Año: 2023

Duración: 83 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Tina Satter

Guion: James Paul Dallas, Tina Satter

Reparto: Sydney Seweeney; Josh Hamilton; Marchant David; Benny Elledge; John Way.

Música: Nathan Micay

Fotografía: Paul Yee.

 

          La dramaturga Tina Satter, que llevo a las tablas la historia de Reality Winner, un caprichoso nombre impuesto por su extravagante padre, no ha tardado en trasladar a la pantalla la historia de la informante que llevó a la prensa, a The Intercept, concretamente, los planes estratégicos de los hackers rusos para alterar las votaciones presidenciales. Se trataba de una información secreta que la informante sacó clandestinamente de su oficina para enviarla al diario. Antes incluso de que se publicara la información, dos agentes del FBI se presentaron amistosamente en la casa de la exmilitar, ahora en labores de rastreo de informaciones sensibles para la inteligencia usamericana, con la finalidad de interrogarla acerca de unos documentos misteriosamente desaparecidos de la oficina de la sospechosa, sobre los que ella alega no saber absolutamente nada de nada.

          Estamos en presencia de una película política en la que se representa, ante nuestros asombrados ojos, el caso real de Reality Winner, una mujer finalmente condenada por revelación de secretos a 63 meses de cárcel. La película se basa en las grabaciones efectuadas ese día, momentos que se intercalan en la acción, como si se tratara de un documental, más que de una ficción que, obviamente, no es, aunque adopte las maneras de esta para potenciar un caso que no tuvo el eco mediático del de Edward Snowden, sin duda, pero cuyo interés se revela en cuanto asistimos a los primeros compases de la película y vemos el modus operandi de los dos agentes, a los que no tardan en unirse otros muchos que se encargan, tras acordonar la zona, de registrar a mucha conciencia el domicilio de la sospechosa.

          Recordemos que el caso Snowden, que fue tratado en un documental, Citizen Four, de Laura Poltras, y en una película, Snowden, de Oliver Stone, el gran debelador de las lacras del sistema democrático usamericano, y tuvo en su origen los planes de la CIA y la NSA de establecer un sistema de espionaje mundial, muy en la línea de la clarividente distopía 1984. Snowden, tras escapar de sus excompañeros, acabó viviendo en Rusia, donde Putin le concedió la ciudadanía rusa, aunque a cambio, en aquellos momentos, de «no trabajar contra el gobierno amigo de los Estados Unidos de América», lo cual no deja de ser sorprendente, visto todo desde nuestro presente. Reality Winner, como el propio Snowden, jamás ha reconocido haber cometido ninguna traición, porque, tras pasar cierta información de mucho relieve por sus manos, hubo de decidir si esa información había de quedar clasificada como secreta en la NSA o debía ser conocida por sus compatriotas, dada su trascendencia, porque las votaciones electorales adulteradas significan la quiebra absoluta del sistema democrático. Forma parte, pues, su historia, de una línea de periodismo informativo que aprovecha las filtraciones, como el caso de WikiLeaks, que ha tenido a su promotor, Julian Assange, huido de la Justicia durante muchos años, hasta que ha llegado a un acuerdo para no ser perseguido por la Justicia usamericana si, a cambio, como así lo hizo, se declaraba culpable de un delito de espionaje.

          La película, algo claustrofóbica de Satter, consiste, como decíamos, en el interrogatorio al que dos agentes del FBI someten a una trabajadora de una empresa colaboradora de la NSA que aparenta ignorar por qué y para qué la visitan. No podemos hablar, ciertamente, del método socrático para caracterizar el a veces tenso y a veces distendido interrogatorio a la joven, pero lo cierto es que mediante una compleja red de abordamientos desde diferentes perspectivas los dos agentes principales van sacando de la joven la información que ella conoce. En el método socrático, el interlocutor no sabe que lo sabe, aquello que le revela Sócrates, pero aquí se da la circunstancia de que sí. Con todo, la lucha dialéctica entre los interrogadores y la sospechosa se mantiene durante mucho tiempo, y eso forma parte del «contenido» último de la historia: un ejercicio de «acoso y derribo» practicado con suma habilidad, con esa «mano izquierda» que se le ha de suponer a quienes actúan desde una instancia de poder. Porque eso es, básicamente, lo que nos muestra la película, cómo cae el poder con toda su fuerza, presión y contundencia, sobre una ciudadana frágil que en ningún caso puede ofrecer otra resistencia que la de negarlo todo, como en los sainetes de adulterio, si bien ya anticipo que el humor que aparece de tanto en tanto en la película no tiene la suficiente fuerza como para compensar el cerco tenaz y eficaz a que someten los agentes a la joven, cada momento que pasa más empequeñecida frente a la presencia intimidatoria de los agentes del FBI. Uno de ellos, bien normal, Josh Hamilton, quien lleva el peso de la indagación, se acerca a ella buscando cierta complicidad; el otro, que interviene menos, Marchant David, es un auténtico armario de gimnasio que intimida a cualquier Sansón que tenga la desgracia de cruzarse con él. La protagonista,  Sydney Seweeney, se convierte, en ese coro de feroces sabuesos, en una víctima de la que no tardamos en apiadarnos y con quien empatizamos, haya hecho lo que haya hecho, en principio, y luego, sabiendo de qué se trata, con conocimiento de causa. El modo como ella lo va negando todo y, al tiempo, va cayendo lentamente en la red de los interrogadores, es un prodigio de progresión dramática que nos permite seguir el caso con un interés creciente, se conozca o no la historia. Pensemos que, a lo largo del interrogatorio, emergerá, también, un retrato de la protagonista y una descripción de su vida y de sus intereses prioritarios. Su amor por sus mascotas, su responsabilidad como profesora de yoga, su conocimiento de lenguas de Medio Oriente, que la convierten en una de las principales traductoras del parsi, por ejemplo, lo que tanto impresiona a los investigadores, así como su pasado militar. Se trata, por lo tanto, de la paciente elaboración de una tela de araña en la que acabe cayendo la sospechosa por sus mentiras contadas. ¡Y a fe que impresiona, desde la perspectiva de la mujer, verse rodeada por tantos agentes sin que ni una mujer, salvo a ultimísima hora, aparezca en escena! No se trata, en todo caso, de una vida estandarizada, sino de una solitaria muy particular, muy concienciada respecto a su condición femenina y su limitado repertorio de intereses vitales. Casi hubiera podido titularse Sola frente al Estado o algo de ese jaez, porque sus representantes aparecen junto a su vehículo como tememos que nos llegue a casa el sobre parcialmente ennegrecido de una complementaria del Ministerio de Hacienda…

 

 

 

         

 

         

«La boda de Rachel», de Jonathan Demme y «No llores, vuela», de Claudia Llosa, sobre la pérdida.

Título original: Rachel Getting Married
Año: 2008
Duración: 116 min.
País:  Estados Unidos
Dirección: Jonathan Demme
Guion: Jenny Lumet
Reparto: : Anne Hathaway; Rosemarie Dewitt; Bill Irwin; Debra Winger; Anna Deavere Smith; Anisa George; Mather Zickel; Tunde Adebimpe; Roger Corman; Sebastian Stan.
Música: Zafer Tawil
Fotografía: Declan Quinn.

 






Título original: No llores, vuela (Aloft)

Año: 2014

Duración: 96 min.

País: España

Dirección: Claudia Llosa

Guion: Claudia Llosa

Reparto: Jennifer Connelly; Mélanie Laurent; Cillian Murphy; William Shimell; Zen McGrath; Nancy Drake; Winta McGrath; Erika Marxx; Oona Chaplin.

Música: Michael Brook

Fotografía: Nicolas Bolduc.

 

El drama familiar de la pérdida y la casi imposible redención: un mismo motivo, dos estéticas opuestas.

 

          ¡Qué abismo entre los planteamientos estéticos de estas dos películas: la primera es una rareza personalísima en la carrera de Jonathan Demme, una suerte de nouvelle wedding, y la segunda, un Fargo espiritual en el que resuenan los ecos de la contracultura sanadora. En ambas, sin embargo, hay un motivo dinámico que hace estallar las relaciones familiares que se nos muestran en una y otra: la pérdida de un niño en el seno familiar, provocada por la acción irresponsable de otro miembro de la familia.  Teniendo, como se advierte, tan terrible similitud, parece algo atrabiliario que me atreva a juntar dos películas, de tan distinta factura estética, en la misma crítica. Entiendo, dicho sea en mi descargo, que un suceso de semejante envergadura, marca la vida del superviviente de un modo decisivo, tanto para su presente como para su incierto futuro.

          Cronológicamente, La boda de Rachel es la primera y su planteamiento estético es muy curioso, porque parece una película de la nouvelle vague o del innovador usamericano John Cassavetes, sobre todo por el uso de la cámara al hombro y el movimiento casi anárquico que ello conlleva. Si añadimos que el título responde fidelísimamente a lo que vamos a ver, porque casi toda la acción transcurre durante los preparativos y la boda de Rachel, la hermana de la protagonista, quien acaba de salir del sanatorio mental donde está ingresada para asistir a la boda en casa del padre, la película adquiere un aire de película «casera» o de reportaje documental con ciertas licencias «creativas». El padre la recibe con un cariño que despierta los celos de la hermana mayor, a punto de casarse y quien más se ha preocupado por el padre. La hermana, además, es psicóloga, lo cual añade un plus de enconamiento a la tensa relación que hay entre ambas, por más que el recibimiento sea muy afectuoso, pero todo se rompe cuando Kym, la hermana en rehabilitación de su adicción al alcohol y a otras drogas, tiende a erigirse en el centro de atención, «exhibiendo» su trastorno como parte preciosa de su compleja personalidad, capaz, sin embargo, de atraer la atención de otro invitado que comparte con ella las sesiones de Alcohólicos Anónimos a las que asiste. Los padres están separados, y se deja entrever una relación «imposible» entre Kym y su madre, lo que dará pie a una de las escenas más desgarradoras de la película, llena, por otro lado, de escenas en las que la tensión no por soterrada deja de provocar un fuerte desasosiego en los espectadores, porque es universal la «incomodidad» que el trastorno mental provoca en quienes han de convivir con él, aunque sea en el marco festivo de una fiesta tan vivida y sentida como un enlace matrimonial. Puede tenerse la sensación de que limitarse tanto al desarrollo de la boda y las diferentes interpretaciones musicales, recordemos que el novio es músico, constituye un ejercicio narrativo falso, dado que todo se resuelve en una sucesión muy dinámica de gestos, miradas, amagos de acción, silencios, huidas…; pero si a buen entendedor pocas palabras bastan, cuando se trata de imágenes no hemos de esperar el soporte de la palabra y sí sacar conclusiones de todo lo que acabo de destacar, porque ahí, en la mejor tradición del arte cinematográfico, es donde ha de buscarse el sentido de esta película extraña a los usos usamericanos, pero muy cercana al mejor cine europeo.

          No llores, vuela, de Claudia Llosa, que aun siendo película española fue ignorada en los Goya, como lo fueron la muy hermosa de Isabel Coixet, Nadie quiere la noche y la espectacular de Icíar Bollaín, Yuli, es una película diametralmente opuesta, en sus principios estéticos a la de Demme. El motivo dinámico de la historia es el mismo, pero, en este caso, es el hijo mayor quien acaba provocando la muerte del hijo pequeño, enfermo, a quien la madre dedica un a atención que margina al otro hijo, quien solo puede refugiarse en el abuelo. En los preliminares de la historia, el hijo, que siente pasión por la cetrería, acompaña a su madre y su hermano a una cita con un sanador en quien la madre tiene puestas sus esperanzas de salvar a su hijo, desahuciado por la ciencia. En el curso de esa visita, el hijo ve cómo le matan su halcón y el curandero descubre que la madre que ha ido a buscar su ayuda tiene poderes curativos que desconocía. La historia no pasaría de un motivo irrelevante que confirmaría la extendida credibilidad usamericana en lo sobrenatural, pero se da la magna circunstancia de que la acción transcurre en los páramos helados de Manitoba, lo que le permite a la cineasta crear una atmósfera en la que continuamente nos sorprenderán los hallazgos fotográficos. En cuanto aparece un paisaje extenso y totalmente nevado en una película, pensamos en Fargo, tal es el poder de la película de los hermanos Coen, pero en este caso ese hielo tiene un valor metafórico indiscutible, porque la madre, tras la muerte supuestamente accidental del hijo por el que tanto se preocupaba, repudia al hijo mayor, al que hace responsable de su muerte y lo deja en compañía del abuelo para apartarse vitalmente de él. La madre es Jennifer Connelly y el hijo, ya mayor, Cillian Murphy. Este se ha convertido en una autoridad nacional sobre el arte de la cetrería, y por ese motivo lo visita una periodista canadiense para hacer un reportaje sobre su arte y sobre su persona. Poco a poco, la historia irá derivando hacia un conocimiento íntimo que hace aflorar la pérdida sin par de un hijo a quien su madre abandonó de niño. La «fachada» de la periodista canadiense se aguanta hasta que conocemos el interés personal en la localización de la madre huida: padece un cáncer y solo confía en los poderes sanadores de la madre de su entrevistado, quien, paulatinamente, va cediendo para asistir a ese encuentro entre madre e hijo. El resto, obviamente, cae del lado del espectador, que ha de imbuirse de la lírica dramática de la película para moverse cómodamente en el espacio de la adversidad climática absoluta y en la espiritualidad de unos paisajes agrestes que sirven de escenario para un drama más que sentido. Las actuaciones del trío protagonista, madre e hijo, y la periodista, Mélanie Laurent, son impecables, sobrias, ajenas al dramatismo lacrimógeno y a toda clase de efectismos melodramáticos. Estamos ante una tragedia clásica, anagnórisis incluida, que pone a prueba el buen hacer de los tres intérpretes, y salen del reto con nota altísima. A veces puede dar la impresión de que la dirección se ha contagiado de la frialdad del escenario dominante de la historia, pero el virtuosismo de la fotografía y la selección de tomas que generan un estado de ánimo en el espectador muy concreto confieren a la película una dimensión lírico-dramática muy intensa, a la altura del dramatismo propio de los sentimientos devastados de los protagonistas.