martes, 31 de diciembre de 2019

«Los dos Papas», de Fernando Meirelles, o el peso de la púrpura.



Una anatomía dialógica del poder papal que descubre y encubre a partes iguales la humanidad de los vicarios de Cristo…, y la fragilidad ante la corrupción de su estado terrenal.

Título original: The Two Popes
Año: 2019
Duración: 126 min.
País: Reino Unido
Dirección: Fernando Meirelles
Guion: Anthony McCarten
Música: Bryce Dessner
Fotografía: César Charlone
Reparto: Jonathan Pryce, Anthony Hopkins, Juan Minujín, Cristina Banegas, Sidney Cole, Luis Gnecco, Federico Torre, María Ucedo, Thomas D Williams, Pablo Trimarchi.

Había pasado dos veces por ella en la pantalla y me llamaba la atención, pero no acababa de meterme. Una recomendación de mi buen amigo Jose (Joselu en la red) acabó de darme el empujoncito y ya está vista y saboreada incluso con delectación, a pesar de cierta complacencia, sobre todo con Ratzinger, y la escasa acritud con que se aborda que ambos Papas se planteen los graves problemas que aquejan a la secta católica, fundamentalmente la corrupción sexual de menores -solo hay un tibio apunte sobre el depredador Maciel- y la corrupción económica, un IOR o  Banco Vaticano cuyas opacas actividades hubieran acabado con más de un gobierno democrático, como si solo fuera «materia de confesión» que se resuelve con la absolución del confesor, y en ambos casos, se da la circunstancia, de que no hay penitencia impuesta…, ¡con la de salves y credos que me caían a mí cuando niño por un quítame allá esas pajas…!
De hecho, como lo confiesa el director, el hermetismo del Vaticano fue total y ni recibieron facilidades ni permisos ni denegaciones para hacer la película, rodada con técnicas digitales para conseguir unos efectos de autenticidad absolutamente maravillosos. Las únicas grabaciones auténticas que le facilitó el Vaticano fueron la secuencia del entierro de Juan Pablo II y el encuentro real entre los dos Papas, al final de la película. Es difícil observar con tanto realismo y detalle la capilla Sixtina como ocurre en esta película, en la que la sensación de estar físicamente en ella es total, una experiencia artística fabulosa. Lo mismo puede decirse de la residencia veraniega del Papa en Castelgandolfo, una edificación de lujo en un paraíso residencial.
Por el medio, desde que a la muerte de Juan Pablo II le sucediera Joseph Ratzinger, quien fuera todopoderosa mano derecha del Papa, en su puesto de definidor de la ortodoxia católica, hasta que este se viera obligado a dejar el papado por los serios problemas de corrupción que había de afrontar su ministerio y se convocara el nuevo cónclave del que saldría elegido Francisco, la película discurre a través de una ficción amable que sabe alternar, con hábil maestría, el vaticanismo-ficción del encuentro entre el papa en retirada y su posible sustituto con la biografía escrupulosa del papa actual, en unos flash-backs excelentes, en que se nos narra la prehistoria laica de Bergoglio, la quiebra de su compromiso matrimonial y la llamada vocacional del sacerdocio in extremis, el mismo día en que se confirmaba su boda inmediata.
El cambio al blanco y negro resulta esencial para distinguir los durísimos tiempos de la dictadura militar argentina de la que Bergoglio no supo distanciarse lo suficiente, un error religioso y político que, a juzgar por la interpretación vital que de él nos transmite la película, aún forma parte de sus remordimientos y sus miserias morales. Si a ello le sumamos la «desorientación» política que supone recibir a un dictador  como Nicolás Maduro como un auténtico «hijo de la Iglesia», enseguida descubrimos que aquel error de juventud sigue sin resolverse y sin ser superado por su protagonista.
Es cierto que tras aquel clamoroso error, no saber dónde estaba su puesto ni al lado de quién, en aquella tragedia argentina que fue la dictadura de Videla, Massera y Agosti, una de las más sanguinarias que se recuerdan en el cono sur americano y que fue retratada por Luis Puenzo, con absoluta oportunidad, en La historia oficial, Bergoglio inició una penitencia que lo llevó a identificarse con los menesterosos y los desposeídos, a quienes supo hablar en su lengua para entender él la realidad y ser entendido, su mensaje religioso, por ellos. Esa época, rodada con una pulcritud histórica máxima, es de las mejores partes de la película, aunque el trasfondo religioso de la misma se centra en la conversación «privada» entre un Papa deseoso de «probar» la calidad humana y religiosa de quien podría ser su sustituto…
Antes de continuar he de decir que estamos ante una película de interpretaciones excelsas. Para algunos, Hopkins se merienda a Pryce; para otros, es al revés. A mí me ha gustado más Pryce, pero por mera cuestión del sentido de humor, que no falta en la película, hasta el extremo de que el futuro Francisco le enseña a Ratzinger los fundamentos del tango en una secuencia muy jocosa. Antes, ya ha habido un acerado intercambio de pullas y contrapullas entre dos religiosos que no esconden lo opuestos que son: un hombre culto, amante de los libros y el estudio; un hombre populista que ha de aprender el lenguaje básico del pueblo para hablarle «en vulgo», como quería Lope. Un especialista en Juan de la Cruz y un especialista en movimientos cristianos y populares de base. Ratzinger admira la «conversión» del obispo de la Dictadura en el austero pastor de los humildes y el futuro Francisco admira en Ratzinger la valentía frente a su debilidad y a las dudas que le plantea ser incapaz de oír la voz del Señor iluminando el camino por el que, como buen pastor, ha de guiar a los fieles de la Iglesia. Bergoglio acaba descubriendo en Ratzinger un ser exquisito, cultivado y con un particular sentido del humor alemán, cuyos chistes, por ser alemanes, no exigen ni siquiera ser reídos, como dice en un momento dado el papa alemán. Los de Bergoglio, sin embargo, llenos de argentinismo medular, sí que lo exigen, como cuando define cómo se suicida un verdadero argentino: se sube hasta la cima de su yo, y desde allí se despeña… El otro chiste estrella de Bergoglio es el de los jesuitas, el rezo y el fumeteo…
Desde el comienzo de la película vemos que esa lucha de caracteres es, también una lucha de mentalidades y aun de continentes, por más hermanados que estén, ambos, en la profesión de la religión católica. Bien es cierto que el papado ambos lo viven como una pesada carga, y que la forma de asumirla varía mucho de una mentalidad a otra, pero no lo es menos que lo significativo de esa carga no es tanto la responsabilidad espiritual -no es un texto muy difícil el catecismo católico…-, como la responsabilidad política de dirigir el microestado con más influencia espiritual en los que serían sus «ciudadanos» si la doble nacionalidad de todos ellos lo hiciera posible, y ahí es donde la película digamos que «flojea», como lo prueba el hecho de no dar un paso al frente cuando Benedicto XVI se acusa de haber sido débil ante los abusos del pederasta  Marcial Maciel, algo que no ocurre, sin embargo, cuando se trata de mostrar el silencio cómplice de Bergoglio ante la Dictadura militar, una fase de la película que supera en interés humano y político al resto de la cinta.
Como confiesa el director, a un cardenal que la vio le gustó, y este estaba convencido de que a Francisco le gustaría. Yo creo que también. La película está hecha con un respeto profundo a una institución milenaria y se adentra en los terrenos de la psicología personal de los protagonistas, planteando un choque de caracteres, en vez de dos visiones del papado, aunque algo de esto último también hay, al menos en los aspectos superficiales del asunto: la austeridad frente al lujo.. Es cierto que de Ratzinger apenas se indaga en su pasado, pero también lo es que la película escoge a Francisco como protagonista absoluto. Creo que la película interesará por igual a creyentes y a quienes no lo son, como yo, y entrar en ese archivo de rituales y misterios que es el Vaticano -¡y cómo supo explotarlo Gide en Los sótanos del Vaticano!- siempre es un motivo de curiosidad que el director satisface, máxime porque ha escogido a un director artístico que ya trabajó con Sorrentino en El joven papa, y que conoce a la perfección los entresijos de ese mundo tan opaco de la curia vaticana. La austeridad de las «sandalias» negras de pescador de Francisco, frente a los mocasines de Prada de Benedito XVI son la metáfora perfecta del cambio de papado, aunque, como a veces suele pasar en estos casos, le es muy difícil a un Papa pasar de la retórica a los hechos, como venimos advirtiendo en su papado, con una antigüedad suficiente para emitir un juicio sobre su obra, por más que sea provisional.
Mi amigo Joselu se divirtió tanto con la película, que me confeso que prefería los Papas de la película a los reales; que se ganaba mucho con los del celuloide en comparación con los verdaderos,  y que su compañía era bastante más grata e interesante que lo que la realidad puede ofrecerle. ¡Ese, y no otro, es el secreto del arte, en efecto!, y Meirelles ha sabido expresarlo a la perfección. También es cierto que contar con dos actores -de esos de los que antes se decía que eran “eximios”- ha contribuido lo suyo al éxito de la empresa y a hacer  de ella una obra redonda. No nos olvidemos, con todo, del enorme actor que hace de Bergoglio joven, Juan Minujín, ¡espléndido!, y muy convincente. Gracias a él logramos tener una visión casi perfecta de ese ser atormentado que aún debe de ser el Papa actual, Francisco. ¡No se pierdan la película!

domingo, 29 de diciembre de 2019

«La dama de oro», de Simon Curtis o la historia de un cuadro excepcional y una época terrible.



La medida y contundente biografía del espolio artístico nazi a través de un cuadro emblemático de Gustave Klimt: Retrato de Adele Bloch-Bauer I

Título original: Woman in Gold
Año: 2015
Duración: 107 min.
País: Reino Unido
Dirección: Simon Curtis
Guion: Alexi Kaye Campbell
Música: Martin Phipps, Hans Zimmer
Fotografía: Ross Emery
Reparto: Helen Mirren, Ryan Reynolds, Daniel Brühl, Tatiana Maslany, Charles Dance, Katie Holmes, Antje Traue, Max Irons, Elizabeth McGovern, Jonathan Pryce, Tom Schilling, Moritz Bleibtreu, Anthony Howell, Allan Corduner, Henry Goodman.

Al seleccionar esta película de Simon Curtis tuve presente que, por el nombre, ya había visto algo del mismo autor que me había complacido, pero, como siempre también, no hago la comprobación hasta haber visto la película elegida. Y sí, claro, no suele fallar. Del mismo autor vimos mi Conjunta y yo una película nada pretenciosa y muy lograda: Mi semana con Marilyn, una biografía de Marilyn Monroe ceñida al tiempo en que rodó El príncipe y la corista, de Laurence Olivier en Inglaterra. La propia sencillez del planteamiento y la estupenda elección de la protagonista, Michelle Williams, quien sabe hacer suyo el personaje con una verosimilitud absorbente.
La película que gira en torno a los procesos seguidos en algunos países europeos, sobre todo Austria y Alemania de devolución a sus legítimos propietarios de las obras de arte confiscadas/robadas por los nazis se centra en uno de los cuadros más famosos del arte moderno, el de Gustave Klimt: Retrato de Adele Bloch-Bauer I, una modelo que acabaría siendo amante del pintor, y en cuya composición se usó pan de oro, lo que da pie al título de la película. La protagonista, sin embargo, es la sobrina de la retratada, quien acaba contactando con  un joven abogado, hijo de una amiga suya y bisabuelo del compositor Arnold Schönberg, el autor de la inmortal La noche transfigurada, entre otras piezas, y con quien, tras un tiro y afloja razonable, decide hacerse cargo del caso, a pesar de la dificultad intrínseca del proes, pues de lo que se trata es de pleitear nada menos que contra el estado austríaco actual, para quien ese cuadro forma parte de los «tesoros nacionales» de su Museo Belvedere.
La película no se centra exclusivamente en el pleito judicial y sus diferentes alternativas, que van jalonando la narración, sino que nos cuenta la historia de María Altman,  la heredera legítima de los cuadros que Klimt pintó para su familia y que le fueron robados por los nazis. La película tiene a Helen Mirren como suprema protagonista porque su sola presencia basta para captar la atención de los espectadores, pero, para los aficionados a las series, hemos de destacar la presencia de Tatiana Maslany -de ascendencia austriaca, por cierto, y de ahí su exquisito alemán-, protagonista absoluta de la serie Orphan Black que tantos reconocimientos le ha granjeado. Aquí interpreta a la María joven que, ante la llegada d los nazis al poder tras el Anchluss, decide escaparse con su marido, con quien acaba de casarse, camino de Usamérica, una huida que genera las escenas de acción que sirven de contrapeso al estatismo de la lucha judicial.
Movernos en el terreno del genocidio y el saqueo nazi contribuye a generar una fuerte empatía con la protagonista, y sirve de obligado contexto para la historia del cuadro, cuya confección abre la película para trasladarnos enseguida al tiempo presente en el que la María madura regenta una tienda y vive felizmente olvidada de aquel pasado terrible que, sin embargo, por el proceso judicial que inicia, ha de verse obligada a rememorar, con la sacudida emocional que ello supone para quien salió literalmente «por piernas» en una huida que, llena de emoción, consigue consumarse.
La tercera baza de la película es la historia del descendiente de Schönberg que trata de abrirse paso en el competitivo mundo de la abogacía en Usamérica. En su viaje a Viena conectará con  sus orígenes y se dará cuenta de que embarcarse en ese pleito no obedece a una ambición de triunfo, con el consiguiente corolario de mejora económica, sino a una suerte de «ajuste de cuentas» con todos los miembros de la comunidad judía universal a la que se siente ligado.
Se trata, como se advierte por la sinopsis, de una película bien guionada y realizada con ese estilo «transparente» al servicio de la narración pero en el que abunda el buen gusto en la selección de encuadres y, sobre todo, en la pueta en escena, aunque la propia ciudad de Viena es ya, de por sí, el mejor escenario posible.
Un cuarto personaje básico para la trama es el periodista de investigación que les ayuda a rastrear la existencia del testamento en el que figurara, como sostenían las autoridades, una «cesión» de las obras al Estado austríaco. Ese personaje, hijo de un nazi, es Daniel Brühl, que aparece muy desdibujado y algo tópico, sin posibilidad real de «meterse» en un personaje meramente «funcional», tanto que casi podría hablarse de un «cameo» en vez de un papel de mayor o menor relieve.
Insisto en que se trata de una película muy bien hecha, con un guion lleno de interés y muy bien dosificado, del mismo modo que las alternancias entre el pasado y el presente. De más está decir que Helen Mirren atrapa al espectador en cuanto aparece en pantalla, con esa desbordante naturalidad de quienes actúan por imperativo genético, podríamos decir, en vez de por obediencia a un método. Falla no poco, eso sí, el coprotagonista, Ryan Reynolds, tan sobradamente inexpresivo que en ningún momento está a la altura de la réplica que merece Helen Mirren, pero acaso esa misma «insignificancia» resulte ser lo que buscaba el director para acentuar la heroicidad de la hazaña de los débiles frente a los poderosos, porque, en el fondo de esta historia, esa perspectiva de lucha contra los poderosos por parte de las personas sin poder ni dinero para plantarles batalla es también el «tema» de esta película.
Que no le quede duda a nadie, sentarse a ver esta película equivale a pasar más de hora y media absolutamente entretenido, además de acceder al conocimiento de una de las más negras etapas de la historia de la Humanidad, cuyas consecuencias aún se manifiestan en reclamaciones por robo como la de María Altman.


viernes, 27 de diciembre de 2019

«La favorita», de Yorgos Lanthimos o los aposentos del poder real.



La favorita o cuando la realidad deviene distópica con la mera descripción realista de la misma.


Título original: The Favourite
Año: 2018
Duración: 121 min.
País: Reino Unido
Dirección: Yorgos Lanthimos
Guion: Deborah Davis, Tony McNamara
Fotografía: Robbie Ryan
Reparto: Olivia Colman, Emma Stone, Rachel Weisz, Nicholas Hoult, Joe Alwyn, James Smith, Mark Gatiss, Jenny Rainsford, Tim Ingall, Basil Eidenbenz, Timothy Innes, Jack Veal, James Melville, Hannah Morley, John Locke.

Oí en su momento que Lanthimos se pasaba con armas y bagajes al cine «tradicional» e incluso al subgénero de las superproducciones con esta película, La favorita, que parecía diseñada para arrasar en los Oscars y que solo consiguió uno, merecidísimo, para Olivia Colman, a quien acabo de ver, por cierto en El cuento número trece, de James Kent, aunque en esta esté eclipsada por una soberbia y bellísima Vanessa Redgrave que se la merienda en el duelo interpretativo que las dos mantienen a lo largo de la película, una historia gótica con mellizas y otros sustos y asesinatos varios.
En La favorita, sin embargo, enfrentada a dos actrices de tanto peso como Rachel Weisz -¡pero cómo me recuerda esta mujer a Charlotte Rampling!- y una Emma Stone que va ganando peso interpretativo con papeles más complejos, como esta perla que le ha tocado en suerte, Olivia Colman se las acaba merendando y consigue imponer su visión de la primera soberana de Reino Unido sobre quienes representan a dos favoritas que harán lo posible, lo imposible y aun lo delirante para gozar del favor de la primera dama, un ser torturado por una vida llena de embarazos fallidos, hijos muertos prematuramente y un rosario de enfermedades entre los que la gota pasa una factura de dolor que incluso la transforman físicamente.
El espectador atento, ahora lector de esta crítica, se habrá dada cuenta, por tan sucinta descripción del ruinoso estado físico de Ana Estuardo en los últimos años de su reinado, que el habitual universo distópico de Lanthimos ha sido sustituido en esta ocasión por una minuciosa descripción de un modo de vida Real en la corte de la reina Ana Estuardo que se acerca con toda propiedad al mundo disparatado, absurdo y surreal de sus anteriores películas. Los hijos metafóricos que guarda en sus jaulas doradas en su habitación, decenas de conejos a los que de vez en cuando suelta para jugar con ellos como si fueran los diecinueve que se le murieron en otros tantos embarazos fallidos, son solo un exponente más de esa dimensión casi onírica en la que habita la primera reina de la Gran Bretaña.
Si a esa descripción le añadimos los ceremoniales propios de la realeza en tiempos de monarquías casi absolutas, por más que en la película se dibujen partidos que no representan sino muy vagas representatividades y cuya actividad está limitada por las decisiones de la Reina, nos hallaremos metidos en un espacio que solo el gran angular es capaz de entregarnos con la distorsión exacta de su empírica realidad. No es constante, pero sí son muchos los planos en que se usa ese gran angular de la cámara para tener una visión casi total de la verdadera dimensión esperpéntica de una realidad a la que se ciñe el guion, no ignorando que en la fidelidad a lo real está la mayor parte de su carga corrosiva y distópica.
Hemos de entender que los cinco últimos años del reinado de Ana Estuardo son los que aquí se narran, cuando ya había muerto su marido, Jorge de Dinamarca, con quien gozó de un feliz matrimonio, a pesar de los pesares, dada su total compatibilidad de caracteres. Ignoro, pues,  si las tendencias lesbianas que se manifiestan en la película pertenecen a toda la vida de la reina o se desarrollaron solo en esos últimos años en los que la enfermedad la sometía a terribles dolores. Lo que es impecablemente cierto es la tenebrosa rivalidad que se desató entre la duquesa de Marlborough y una prima caída en desgracia que acudió a la Corte en busca de su recomendación para colocarse en ella y acabó suplantándola, con buenas y mal artes, en el favor de la Reina, una tensión que domina la película con una capacidad de sorprender al espectador renovada a cada tramo del desarrollo de los acontecimientos.  
Mientras la duquesa buscaba tener, como mujer de uno de los grandes militares británicos del reinado de Ana, una capacidad de influencia política e incluso llegar a «reinar» en nombre de la Reina, la prima solo aspira a conseguir una posición social notable, pero sin mayores preocupaciones. Son, a ese respecto, terribles de ver las secuencias del matrimonio y la noche de bodas de los supuestamente enamorados cónyuges…; ¡y no digamos ya el intento de envenenamiento de la duquesa cuyas consecuencias fisionómicas serán casi macabras!
Estamos en presencia de una película femenina en la que los hombres quedan ridiculizados hasta un extremo grotesco que ignoro si se corresponde con la realidad. En todo caso, el triángulo amoroso y de poder que afecta a las tres protagonistas de la película se basta y sobra por sí mismo para atraer nuestra atención maravillada y sorprendida por el realismo dramático de las relaciones y por la truculencia de esa lucha «a muerte» entre las dos mujeres, ante un Reina que no sabe de más que de su propio placer, aunque sí lo bastante, también, del oficio real como para detectar que están a punto de encadenarla a la insignificancia de un cuerpo dolorido y necesitado de cuidados constantes, no solo por la gota, sino por la erisipela.
La guerra contra Francia que aparece repetidamente como la gran preocupación del reinado de Ana forma parte en realidad de la guerra europea que se libró por la sucesión en el trono de España: los ingleses, partidarios de los austracistas, quisieron invadir Cataluña para .dividir el reino de España, alimentando los sueños secesionistas de un puñado de catalanes que no se correspondía con el sentir mayoritario de la población, a los que abandonaron sin mayores contemplaciones una vez que escogieron firmar la paz con los franceses y reconocieron a Felipe V como rey español. ¡Lástima que ese rico contexto histórico ni siquiera sea mencionado en la película! En todo caso, conociéndolo, se ven de otra manera las triquiñuelas políticas entre los tories y los whigs, que entonces representaban el ala liberal de la política inglesa.
A mí, francamente, me ha recordado mucho la película de Patrice Leconte,  Ridicule, acaso por lo que tienen las cortes de pequeño microcosmos en los que rigen leyes que están al margen de las que rigen la sociedad en su conjunto. Desde las fiestas hasta los banquetes, pasando por los corredores secretos que sirven de escenario a relaciones prohibidas, junto a los protocolos parlamentarios o la relación con el servicio de una Reina con frecuentes ataques de histeria, provocados por sus terribles dolores; todo, ya digo, constituye una visión de la realidad que nos sorprende por su veracidad extrema, lindante con lo surreal. A ese respecto, el final de la película no engaña, y colmará las expectativas de los aficionados a las películas anteriores de Lanthimos.
En todo caso,  la lujosa puesta en escena, típica de las producciones británicas, se nos presenta como el mejor decorado para un trío de interpretaciones femeninas que es de lo mejorcito que hemos podido ver en las pantallas desde hace bastante tiempo. Supongo que cualquiera de las tres hubiera merecido el Oscar que gano Olivia Colman, pero de lo que estoy seguro es de que Lanthimos hubiera merecido otro para su magnífica labor de dirección. Solo hay que recordar, por ejemplo, la secuencia de la carrera de gansos… ¡Magnífica!
En fin, una película a la que la ausencia de Oscars lejos de perjudicarla la favorece, porque puede verse sin la presión de los grandes éxitos y con un atención a los detalles de ambientación y fidelidad a la época que la convierten en un grandísima película.

«Muerte al amanecer», de Josep Maria Forn o el buen cine policiaco barcelonés.



Una trama enrevesada que mantiene el interés del espectador durante toda la película: Muerte al amanecer o una variación del «falso culpable» con una esmeradísima realización.

Título original: Muerte al amanecer
Año: 1960
Duración: 94 min.
País:  España
Dirección: Josep Maria Forn
Guion: Josep Maria Forn, Mario Lacruz (Novela: Mario Lacruz)
Música: Federico Martínez Tudó
Fotografía: Antonio Macasoli, Sebastián Perera (B&W)
Reparto: Antonio Vilar, José María Rodero, Nadia Gray, Antonio Almorós, Pedro Porcel, Rafael Navarro, José María Caffarel, Vicente Soler, Howard Vernon.

El cine español trató de adaptar los códigos narrativos del cine negro desde bien poco después el final de la Guerra Civil, así que el país comenzó a despertar, poco a poco, de tan trágico suceso. Las películas policiacas barcelonesas, muchas y muy buenas, en la década de los 50 están presentes en la cuidada realización de esta versión de una novela de Mario Lacruz, El inocente, cuyo guion escribieron al alimón él y Forn. La sinfonía de puntos de vista que es la novela, amén de los flash back que la estructuran, exigen del espectador una visión atenta para no perder el hilo de una trama que sigue en lo esencial, los pasos del hijo cuyo padre adoptivo es encontrado  muerto en su casa, presumiblemente asesinado. Se trata, por cierto, de una de esas películas que no se han "estrenado" en Filmfinity: ni puntuación ni críticas, lo que nos habla de lo poco conocida que será entre los aficionados.
La acción se inicia en Sitges, donde la policía encuentra al hijo del fallecido, aunque los espectadores aún no sabemos nada del caso,  en un hotel, completamente desorientado, como viviendo en una nube, pálido y sin saber ni qué le ocurre ni casi quién es y mucho menos dónde está. En el fantástico trayecto a través de las cuestas del Garraf, con planos espectaculares del coche bordeando los mojones que previenen de despeñarse por los riscos de esa carretera trazada prácticamente sobre el mar, el detenido sufre la tentación de abrir la portezuela del coche de policía y lanzarse al vacío. Lo que hace, sin embargo, es, tras llegar a Barcelona, aprovechar la parada en un semáforo para abrir la puerta y escaparse del policía que, antiguo futbolista, no puede alcanzar al huido por culpa de una lesión que le impide correr, y que sus superiores ignoraban que padeciera.
A partir de ese momento, se inicia la larga huida del sospechoso de asesinato, un Antonio Vilar -actor portugués que desarrolló una prolífica carrera en España, y a quien ya vi en La calle sin sol, de Rafael Gil, un drama social ambientado en el Raval de Barcelona, una película espléndida- ajustadísimo a un papel bien curioso, porque, como confesaría Lacruz en su momento, debido a la censura de la época, la acción y los personajes, con nombres extravagantes, buscaban descontextualizar una obra en la que, sin embargo, había referencias sociales inequívocas y que en la presente película han desaparecido, como la de los maquis, por ejemplo.
El protagonista está convencido de su inocencia, pero no descarta que pueda ser también culpable y que padezca una amnesia que le impida recordar las circunstancias del asesinato que bien podría haber cometido, por las malas relaciones que tenía con su padre, quien lo visitó para pedirle mucho dinero.
Hay, en la película una insinuación evidente de una relación incestuosa entre los hermanastros, porque la hermanastra enseguida se apresura a tratar de ayudarlo, como ya hizo otras veces, como cuando fue expulsado del colegio, lo cual nos pone en antecedentes de un hijo conflictivo que choca, sin embargo, con el presente del personaje. Ese presente desorientado, como si el protagonista viviera fuera de la realidad, lo asocian los críticos, al parecer, con la confusión y la angustia vital del existencialismo entonces dominante, como corriente filosófica en el continente.
A esta trama familiar ha de sumarse la aparición de un José María Rodero, siempre eficacísimo, que interpreta al inspector de la agencia de seguros que ha de pagar a la familia una póliza de vida bien cuantiosa, excepto que él sea capaz de «descubrir» que, frente a lo que parece presentarse como una muerte accidental, lo que en realidad ha habido es un asesinato. No tardaremos en descubrir que su interés viene alentado por el deseo de hacer méritos para ser destinado a la central suiza de la firma, razón por la que…, mejor lo dejo aquí, para no multiplicar las pistas, algo de lo que la película se encarga con profusión.
El planteamiento está claro, pues, hay dos investigaciones paralelas que la trama va siguiendo con alguna pequeña confusión, como cuando se mezcla por el medio, casi con afán de despistar, una turbia relación del protagonista con lo que parecen ser hampones de cuello blanco, lo que sirve como Macguffin, ciertamente, pero complica en exceso la trama y despista lo suyo. Con todo, esa diseminación de posibles culpables se «endereza» pronto y enseguida sabemos a qué atenernos, pero, mientras tanto, la fatalidad ha jugado sus bazas y lo insospechado acaba irrumpiendo con la fuerza con que penetra lo absurdo siempre en la frágil racionalidad humana de la especie.
La realización, muy cuidada, estamos en la segunda película de Forn y tiene precedentes muy ilustres en el cine español, como Muerte de un ciclista, de J.A.Bardem, aunque Forn cuenta con menos medios de los que sabe extraer una total efectividad. Los exteriores están perfectamente seleccionados y la alternancia entre Barcelona y Tarragona en cuyo puerto, con unos espléndidos planos tiene lugar el desenlace, nos permite una variedad singular en aquellos años en que la ciudad condal era el escenario privilegiado de las mejores películas policiacas españolas. La visión que ofrece Forn de la permisiva noche barcelonesa, y de una policía poco escrupulosa en términos morales,  pretende acogerse a la libertad del género negro, en el que no son infrecuentes ciertas psicologías torturadas como la que se nos muestra del protagonista, y en la que, realmente, no acaba nunca la película de «entrar» de forma convincente, aunque el protagonista sí que la interprete con total convicción.
Incluso la banda sonora, una suerte de jazz estruendoso, con mucho metal, compuesta por un clásico de la filmografía española como el Maestro Federico Tudó, en cuyo haber hay más de 82 películas de todo tipo y condición, contribuye a esa adscripción genérica que forma parte de las aspiraciones del director, sin duda. 
En conjunto, y a pesar del laberinto de pistas que se siembra en el metraje, Forn resuelve muy bien tanto el planteamiento como el desenlace, y consigue atraer la atención del espectador no solo a la trama en sí, sino, sobre todo, en este 2019 que languidece, aquella sociedad de los años 60 a punto de iniciar un proceso sociológico hacia la imposible modernidad de la que la separaban unos 20 años de distancia…

jueves, 26 de diciembre de 2019

«The Laundromat: Dinero sucio», de Steven Soderbergh o la mirada brechtiana.



Una visión mordaz de los paraísos fiscales o la película que Pedro Almodóvar no hubiera hecho nunca…

Título original: The Laundromat
Año: 2019
Duración: 95 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Steven Soderbergh
Guion: Scott Z. Burns (Libro: Jake Bernstein)
Fotografía: Steven Soderbergh
Reparto: Meryl Streep, Gary Oldman, Antonio Banderas, David Schwimmer, Alex Pettyfer, Will Forte, James Cromwell, Matthias Schoenaerts, Nonso Anozie, Melissa Rauch, Robert Patrick, Jeffrey Wright, Amy Pemberton, Chris Parnell.

Basándose en los muy famosos «papeles de Panamá», Soderbergh ha dirigido una fábula brechtiana sobre el modus operandi de algunos capitalistas para sustraerse a la obligación de pagar impuestos y para blanquear dinero sucio, así como para estafar a través de sociedades interpuestas que se ceden bienes que, en ese largo proceso de apropiación y reapropiación, acaba desapareciendo en transacciones de casi imposible rastreo judicial. Estamos, pues, ante un laberinto legal que necesita de sociedades administradoras que suministran testaferros para hacer irreconocible el origen de los dineros que se meten en las empresas pantalla en las que se lavan, ¡y aun centrifugan!, los dineros que se quieren evadir del fisco de cada país de origen donde han sido «ganados» o «robados» dichos dineros.
Soderbergh ha escogido como voces narradoras de cuanto ocurre a dos financieros que pasaron por prisión a cuenta de estas administraciones demasiado interesadas del dinero ajeno: Mossack y Fonseca, un alemán y un panameño con altísima preparación universitaria y una enorme facilidad para ponerse al servicio de los más oscuros intereses financieros. Gary Oldman y Antonio Banderas son los encargados de ejercer en la película como anfitriones burlones que, desde la indiferencia máxima hacia los pobres mortales, de los que se han aprovechado inmisericordemente, nos van relatando en clave irónica y mordaz cómo funciona ese oscuro y enmarañado mundo de intereses que buscan la total evasión de impuestos y el máximo rendimiento del capital «disfrazado» en esas compañías offshore, caiga quien caiga por el camino, porque, de forma paralela, la película toma como vehículo narrativo un caso individual, el de la protagonista, Meryl Streep, que pierde a su marido en el hundimiento de un bote de recreo y se encuentra con que la compañía de seguros que tenía que hacer frente a las reclamaciones de los damnificados ha sido absorbida, reabsorbida y vuelta a reabsorber en una cadena de ventas de sociedades y vaciamiento patrimonial que deja a la desconsolada viuda, algo más allá de la indignación. La situación de los pequeños empresarios del bote y de un restaurante, que  habían «escogido» ahorrar algo en ese seguro, se presenta de una manera descarnada y desoladora en conversaciones tremendas que desnudan el mundo real de los fraudes que, como pasó aquí en España con las famosas preferentes, revisten toda la apariencia de legalidad y normalidad.
A partir de la indignación cívica de la protagonista, esta inicia un largo camino de pesquisas para tratar de dar con el presidente de la aseguradora que se quedó con la aseguradora cuyo último recibo, justo antes del accidente, había caducado, y que resulta ser un testaferro que mantiene una doble vida, con dos familias, y que acaba siendo detenido, frente a ella, la protagonista, en el aeropuerto, después de haberle dado esquinazo tras descubrir el domicilio que aparecía como domicilio fiscal, la casa del testaferro.
Complementan  la historia un par de narraciones paralelas que «desnudan», desde la óptica de los negocios sucios, el método de blanqueo de dinero y diversas estafas que se alimentó desde el bufete Mossack y Fonseca, quienes en modo alguno asumieron más responsabilidad que la de servir de intermediaros a sus clientes. La película se centra en ellos y en sus aventuras personales, narradas con esa perspectiva brechtiana que rompe «la cuarta pared» del imaginario teatro donde tiene lugar la representación, llena, por cierto, de hallazgos visuales que  culminarán en un desenlace archicrítico que me guardo muy mucho de arruinarle a los futuros espectadores y que es una de las mejores secuencias rodadas por Meryl Streep, quien ya tiene un nutrido número de ellas en su haber.
La introducción didáctica de la película con dos encantadores truhanes, Gary Oldman, Mossack, y Antonio Banderas, Fonseca, explicándoles a los teleespectadores los intríngulis del funcionamiento del sistema capitalista es un inicio brillantísimo y con dos actores en estado de gracia. ¡Con lo poco que me ha gustado siempre a mí Banderas -cuya cima del ridículo quizás sea aquella infame película de Fernando Trueba, Two much- y lo bien que está el condenado en esta, porque está claro que la proximidad de Oldman ha estimulado que aflore lo mejor de él! Los dos sirven de guía de la historia, comentando con una ironía demoledora las «facilidades» que les ha dado el sistema para poder construir sobre la base de los «mansos», esos a los que les fue prometido que verán a dios, un imperio de corrupción con pingües beneficios.
La película es divertidísima, aun a pesar de los dramas que lleva incorporada, porque está claro que la felicidad de unos dependen en buena manera de las desgracias de otros, por lo que atañe al mundo de la economía especulativa, por supuesto. Y esa es, conviene recordarlo, la será crítica de la película, la distancia sideral que hay entre la economía productiva y la especulativa, aunque no entra en otros pormenores que en los de la construcción de un imperio de evasores fiscales y de estafadores. No es una película tan realista como El capital, de Costa-Gavras, también una película que merece ser vista, porque, con la misma técnica de distanciamiento que vemos en esta, con esos simpáticos truhanes haciéndonos de cicerones del imperio especulativo que «gobierna el mundo»,  el protagonista nos ofrece una visión del «mundo por de dentro» del capitalismo y su impiedad fundamental -a pesar de su origen calvinista- que merece ser vista.

lunes, 23 de diciembre de 2019

«Historia de un matrimonio», de Noah Baumbach o el antibergman.



Gran desfile de tópicos y otras especies de la insignificancia: Historia de un matrimonio o la endeblez de  la superficialidad del narcisismo contemporáneo… ¡y eterno!

Título original: Marriage Story
Año: 2019
Duración: 136 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Noah Baumbach
Guion: Noah Baumbach
Música: Randy Newman
Fotografía: Robbie Ryan
Reparto: Scarlett Johansson, Adam Driver, Laura Dern, Azhy Robertson, Alan Alda, Julie Hagerty, Merritt Wever, Mary Hollis Inboden, Amir Talai, Ray Liotta, Wallace Shawn, Emily Cass McDonnell, Matthew Maher, Ayden Mayeri, Kyle Bornheimer, Mark O'Brien, Gideon Glick, Brooke Bloom, Matthew Shear, George Todd McLachlan, Annie Hamilton, Juan Alfonso, Justin Claiborne, Mickey Sumner.

Salí tan decepcionado del cine, me pareció tan «poca cosa» lo que acababa de ver, que ni siquiera tenía previsto hacer la crítica. La hago porque me ha alarmado que corra la especiota de que se trata de una buena película, de uno de esos «finos» análisis de la relación matrimonial, de una obra que «disecciona» la vida en pareja y nos depara algo así como un brillante retrato de lo que da de sí una relación matrimonial en nuestros días llenos de competitividad, de egos hipernarcisos y de ambiciones desmedidas por llegar a la fama y al reconocimiento ajeno, como condición sine qua non para considerarse un triunfador, no el apestado loser del que huyen todos en Usamérica y que ha generado esa «L» que se hace con  el pulgar y el índice en medio de la frente para insultar al prójimo.
La película comienza como si fuéramos a ver otra más de Woody Allen, pero dirigida por alguien distinto y desconocido: dos urbanitas neoyorquinos dedicados a las artes escénicas, que están casados, tienen un hijo y pretenden «realizarse» el uno como director de teatro y la otra como actriz. La presentación de cada uno de ellos por el otro, destacando las virtudes y los defectos ya nos introduce en un mundo contemplado con la benevolencia de la superficialidad, donde los verdaderos conflictos no existen y donde las virtudes hacen la vida más fácil , hasta que cualquiera de las dos partes contratantes decide que su carrera profesional pasa por delante de su vida en pareja. Es decir, no tardamos en entrar en conflicto y en que la sólida unión de ambas personas estalle en mil pedazos y, cuando ella decide irse con su madre a Los Ángeles, llevándose al niño con ella, generar un conflicto del que no van a salir sino enfrentándose en un juicio y haciendo añicos la relación que habían , mal que bien, defendido hasta ese momento.
No me cuento entre los seducidos espectadores por Scarlett Johansson, ¡y menos aún entre el reducido grupo de directores a los que, por lo que he leído, le encanta el extraño acento sincrético de Adam Driver, de quien padecí en su momento, una película bienintencionada de Jim Jarmusch, Paterson, pero a la que el protagonista, Driver, le mermaba cualquier posible interés. Menos mal que Jarmusch construyó un poema de la ciudad, aunque fuera a través de dos seres tan anodinos como los que nos propone Baumbach en eta película en la que brilla con total rotundidad la poderosa Laura Dern, que, junto a otro profesional de talla, como Ray Liotta, nos rescatan del sopor de una trama-cliché insufrible y llevada con una total falta de verosimilitud, porque que ese padre haga lo que he para continuar cerca de un niño insufrible, se mire como se mire, por muy hijo suyo que sea, cuesta entenderlo, la verdad.
La escasa entidad dramática de ambos personajes, cuyo conflicto gira en torno a las ambiciones personales de cada cual, no a un hipotético «proyecto en común» que no aparece en escena en ningún momento, así como tampoco ninguna señal de verdadero amor apasionado que pueda, como en el dictum clásico, «vencerlo todo», transforma la película en una suerte de Kramer contra Kramer, de Robert Benton, pero con menos entidad, y con actores de mucha menor enjundia, por supuesto. No ignoro que el director a escogido deliberadamente un look feísta de Johansson, alejada de su dimensión de sexy symbol, y que, prácticamente queda como una feúcha al lado de la vampiresa de la abogacía que interpreta Laura Dern, de modo que quede bien marcada la dimensión de ordinary life de los protagonistas, para acentuar, precisamente, la identificación del común e los mortales con la pareja y su proceso de divorcio.
Como ilustración de la voracidad de los abogados usamericanos, la película sí que no tiene desperdicio, y en todo lo que es el proceso judicial ha de reconocerse que interesa y mucho a cualquier espectador no necesariamente lego en la materia, pero las habilidades profesionales en ese sector siempre son capaces de seducir a los espectadores que amamos, por lo general, las películas «de juicios». Fuera de ese ámbito, la relación entre los protagonistas discurre con una atonía aburridísima de la que solo se sale una vez, porque todo tiene una excepción: la potente discusión entre ambos en el apartamento que él ha alquilado para seguir el proceso y estar cerca del hijo. Ahí sí que ambos consiguen exprimirse para sacar unas gotas de veracidad que cualquier espectador se ha de ver obligado a reconocer como el momento más brillante de la película. Pero poco más, la verdad.
Si uno evoca la impresión indeleble que le causó en su día la contemplación de Secretos de un matrimonio, de Ingmar Bergman, no le puede extrañar a ningún lector de estas líneas que acabe, su autor, concluyendo con el célebre ¡lo que va de ayer a hoy! No critico la honestidad de la propuesta de Baumbach, ni tampoco el esfuerzo de realización que, sobre todo en las escenas teatrales se esmera hasta conseguir excelentes planos, sino el plúmbeo resultado final, al que no es ajeno, por ejemplo, la propia familia de ella, con una madre y una hermana que encajan, sin duda, en el ámbito de lo friqui, más que en el de la vida ordinaria de la que quiere hacer a sus protagonistas representantes fieles.

domingo, 22 de diciembre de 2019

«El irlandés», de Martin Scorsese o la mafia geriátrica…



Una crónica deslumbrante, visualmente, del misterioso caso de Jimmy Hoffa que atenta contra el principio de verosimilitud por el amor a los «efectos digitales» en el cine. 
Título original:  The Irishman
Año: 2019
Duración: 209 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Martin Scorsese
Guion: Steven Zaillian (Libro: Charles Brandt)
Música: Robbie Robertson
Fotografía: Rodrigo Prieto
Reparto: Robert De Niro, Al Pacino, Joe Pesci, Stephen Graham, Harvey Keitel, Bobby Cannavale, Anna Paquin, Ray Romano, Kathrine Narducci, Jesse Plemons, Jack Huston, Domenick Lombardozzi, Jeremy Luke, Gary Basaraba, Steve Van Zandt, Welker White, Action Bronson, Chelsea Sheets, Kate Arrington, Sebastian Maniscalco, Stephanie Kurtzuba, Aleksa Palladino, Marin Ireland, Jake Hoffman, Paul Ben-Victor, Louis Cancelmi, Aly Mang, Jennifer Mudge, Patrick Gallo, Rebecca Faulkenberry, Larry Romano, Margaret Anne Florence, Barry Primus, Bo Dietl, J.C. MacKenzie, Thomas E. Sullivan.

Es significativo que de El irlandés se hable más a propósito de los efectos especiales de rejuvenecimiento digital de los actores que de la propia película, muy notable desde el punto de vista estrictamente visual, cinematográfico y de la realización, pero muy lastrada  por esos FX que incluso afectan al principio de verosimilitud, porque se ha de derrochar un esfuerzo de imaginación y de credibilidad demasiado generosos para dar por buenos los saltos en el tiempo que nos propone Scorsese con unos actores que se mueven, en el pasado y en el presente, con su edad actual: han rejuvenecido -es un decir…- los rostros, pero no les han devuelto la vitalidad de los años pasados, ¡hasta ahí podríamos llegar! En un documental de Netflix que sigue a la película, en el que hablan los tres actores principales y el director, este insiste, por ejemplo, en que había de recordarles a su trío de excelentes actores que tenían tal o cual edad en la escena que rodaban, para pedir de ellos unos movimientos corporales acordes con cada edad. Y eso sí que no se consigue en la película de ninguna de las maneras. No entro en la licitud fílmica de esas técnicas digitales, porque el cine es un trampantojo total y una mesa de trucos desde que nació, y está bien que así lo siga siendo. Recordemos, por ejemplo El curioso caso de Benjamin Button, para destacar las virtudes de esos experimentos, entre otras películas en las que los trucajes o las caracterizaciones son determinantes. Nadie puede olvidar el gran éxito de público que tuvo una película de serie B como F/X Efectos mortales, de Robert Mandel, con secuela incluida.
         El irlandés es una película en la que se recrea la solución a uno de los “misterios” de la vida usamericana: la desaparición de Jimmy Hoffa, el todopoderoso jefe del sindicato de camioneros, con abundantes relaciones mafiosas. La película lleva a la pantalla el libro He oído que pintas casas, de Charles Brandt, un título plasmado magistralmente por el director en una escena harto elocuente, además de ser lo primero que le dice Hoffa a Sheeran, «el irlandés», cuando se lo presenta Russell Bufalino, otro jefe mafioso que fue el mentor del irlandés desde que se conocieron, accidentalmente, en una gasolinera y el conductor comenzó a trabajar para él como hombre de confianza y «ejecutor», un puesto que, tras convencer a Hoffa de su lealtad y su «eficacia», desempeñaría para el sindicalista hasta el momento decisivo en que hubo de decidir entre ambas lealtades, la de Bufalino y la de Hoffa y escogió la primera, lo que lo llevó a asesinar a Hoffa, un secreto mantenido en silencio hasta su muerte, en una residencia de ancianos, a los 83 años. Con todo, aunque sea la base de la película, el FBI no ha dado el plácet definitivo a esa versión de la muerte de Hoffa, si bien cinco años después de su desaparición, fue declarado legalmente muerto.
         La película es larga y ha sido producida, entre otros, por Netflix, por lo que yo la he visto en la pantalla de la televisión, no en el cine -que un jubilado ha de mirar por su precaria economía…-, pero se ha extendido la idea de que «ha de verse» en la pantalla del cine, y probablemente sea cierto, porque esa «manera» de ver el cine es la «propia»: la «gran» pantalla, por más que desde el nivel doméstico tengamos ya pantallas que equivalen a las de algunas salas. Insisto, se puede ver en casa y detectar esa gran contradicción que hay entre la realidad y los efetos digitales, que tampoco consiguen un rejuvenecimiento como exige el guion, y quizás la solución de actores distintos para las edades distintas hubiera sido la mejor opción. Como espectador, he tenido la sensación de que estaba viendo algo así como una película crepuscular de la mafia geriátrica, un asunto entre gente muy mayor que aún tiene el gatillo fácil y las lealtades divididas.
         A pesar de ser una película sobre la mafia es relativamente intrascendente la «acción» de la película y sí muy destacable el planteamiento psicológico y social, a través de los numerosos códigos de honor de la mafia, en el que se narra la aparición, consolidación y ocaso de un sicario con la lealtad dividida entre un jefe mafioso y un mafioso sindicalista. A través de diálogos en los que se revela el modo de operar interno de esas estructuras de poder, el espectador progresa en el conocimiento de las vidas de los tres personajes, interpretados por Pacino, De Niro y Pesci, siendo este último el que se lleva el gato del agua de las interpretaciones, porque en todo momento, digitalizado o no, logra persuadir al espectador de la verosimilitud de su personaje, frente a una caracterización de los otros dos que distancia al espectador de semejantes «imposturas», ojos azules de De Niro incluidos, amén de la torpeza de movimientos en momentos clave de esa escasa acción criminal que aparece, y el exceso de histrionismo de Pacino, quien tiene más en mente sus actuaciones en El Padrino, que propiamente la interpretación de Hoffa, y, de hecho, no eclipsa en modo alguno la magistral interpretación del personaje que hizo Jack Nicholson en la película de De Vito, Hoffa, un pulso al poder.
         Las virtudes de la película son muchas, y suficientes todas ellas para ver la película con gusto e incluso con admiración, porque Scorsese «retrata» esos ambientes mafiosos como un experto pintor de Corte, como Velázquez, la familia Real. Hasta Harvey Keitel aparece con una «propiedad» que, por descontado, es absoluta en el caso de los «Tonys» italianos que son todos los mafiosos para Hoffa. ¡Menuda labor magnífica de casting! La película, tan llena de escenas intimistas, tiene una secuencia, la de la fiesta en honor de «el irlandés» que compite de tu a tu con algunas de las brillantes escenas de El Padrino. El juego de miradas cruzadas, de diálogos silenciosos y de conjuras al amparo de la celebración de la amistad constituyen un prodigio de realización y nos hablan de la maestría alcanzada por Scorsese, quien ha derrochado en la película unos saberes quintaesenciados tras tantas películas inolvidables como Casino o Uno de los nuestros, acaso una de las mejores películas de gánsteres de la historia. Luego está la magnífica puesta en escena, una virtud del cine usamericano que aquí, concretamente, me ha recordado a la de Green Book, de Peter Farrelly. Se trata de una producción cuidadísima en la que no falta ni un detalle de ambientación: vestuario, utillaje, maquillaje, escenarios, coches…, todo medido al milímetro para conseguir una recreación de época que convierte a la película en una seria candidata a muchas nominaciones. No sé, parece como si Scorsese, al apostar por las plataformas como Netflix para producir una película, haya querido reivindicar el viejo cine de estudio de alto presupuesto, aunque la suya haya costado menos de la mitad que Piratas del Caribe, por ejemplo.
         La estructura itinerante, con un viaje al hilo del cual se van rememorando los «viejos buenos tiempos» de ambos mafiosos, Bufalino y Sheeran, contándonos la historia cuyo final acabará enlazando con ese viaje, en el que la función decorativa de las esposas tiene un punto de humor muy particular, cumple a la perfección su papel de hilo conductor que le permite a Scorsese  ir desgranando un rosario de destinos personales que se nos anticipan con la incorporación de cada nuevo personaje, del que enseguida se nos indica, mediante el rótulo correspondiente, al estilo del cine mudo, ¡o de Godard!, cuál fue su final mientras participan en la historia de Hoffa.
         He de reconocer que la película peca de morosa, contagiada, sin duda, por la lentitud de movimientos de unos actores que lo fían todo a los planos cortos e incluso primeros planos para entrar en duelos interpretativos resueltos con poco más que cierta parquedad insulsa por De Niro y por no pocos tics sobreactuados por parte de Pacino. Pesci, sin embargo, siempre sabe encontrar el tono y el gesto adecuados, esté en el tiempo que esté. Finalmente, a título anecdótico, no deja de tener su gracia que el hotel de Miami donde recalan los personajes sea el mismo en el que actuaron Lewis y Dean Martin, y donde Lewis rodó una película fantástica, homenaje al cine mudo: El botones.
         Siendo una buena película, cuidadísima en todos sus detalles y con escenas incluso antológicas, como la del homenaje al «irlandés», sobre cuya trayectoria en el sindicato apenas refleja nada la película, lo que convierte el homenaje en algo así como una escena de difícil explicación narrativa, pero muy efectiva desde el punto de vista de las conjuras y las rivalidades entre «clanes», planea sobre ella un cierto déjà vu , por un lado y una suerte de modorra contemplativa por el exceso de situaciones reiteradas que poco o nada aportan a la trama central. Estando basada la película, como lo está, en la biografía de Sheeran, bien puede decirse que de él es de quien menos se sabe, a pesar de sus antecedentes como conductor que en modo alguno, ni con lifting digital, representa los treinta años escasos que se le suponen tras la Segunda Guerra Mundial.
        

jueves, 19 de diciembre de 2019

«La mujer y el monstruo», de Jack Arnold o una cima de la serie B.



Un clásico del cine fantástico «con monstruo» y un debate entre el rigor de la ciencia y la depredación capitalista.

Título original: Creature from the Black Lagoon
Año: 1954
Duración: 79 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jack Arnold
Guion: Harry Essex, Arthur A. Ross
Música: Joseph Gershenson
Fotografía: William Snyder (B&W)
Reparto: Richard Carlson, Julia Adams, Richard Denning, Antonio Moreno, Whit Bissell, Nestor Paiva, Ricou Browning.

De vez en cuando conviene volver a las viejas glorias del cine fantástico, películas a las que en algunas ocasiones como la presente quizás hemos tardado en regresar más de 40 años… La «reserva» de Filmin nos permite realizar ese camino con el gozo de quien, al hacerlo, no solo busca «recuperar» la película en cuestión, en este caso La mujer y el monstruo, sino, sobre todo, la mirada del niño asombrado que se estremeció al verla.
La presente, obra de Jack Arnold, en cuyo haber figura nada menos que otros clásicos, como  las inmortales El increíble hombre menguante, y Vinieron del espacio, explora una leyenda, la del hombre pez, que figura en muchas tradiciones y, por supuesto, en las diferentes  mitologías.
El cruce de la perspectiva científica con el interés exhibicionista del capitalista que invierte en la expedición y que quiere «resultados» que puedan convertirse en negocio que rentabilice la inversión, aparece, en la historia que nos cuenta la película, como uno de los motores de la narración. Con él se cruza la relación amorosa de dos científicos que «ni tienen tiempo para contraer matrimonio» y que reprimen, en consecuencia, sus experiencias amorosas, a pesar de lo talludito que es él, por cierto.
Enseguida, en cuanto la exploración por el Amazonas llega a la laguna negra, objeto de leyendas folclóricas que hablan de su peligro, emergerán otras conflictos entre los que destaca el del respeto científico a las nuevas formas de vida que acaban encontrando frente al afán defensivo/exterminado del conseguidor de trofeos.
Estamos hablando de una película de ambiente submarino y, por lo tanto, de una realización que se recrea en unas bellísimas filmaciones bajo el agua, como el «encuentro» entre la protagonista y la «criatura» o el «monstruo», según con qué ojos se le contemple, cuando ambos nadan en paralelo, ella por la superficie, él bajo ella, sorprendido por esa nueva clase pez a la que identifica enseguida como pez hembra, por supuesto. Está claro, aunque se de un modo bien casto, el erotismo que emana de la única mujer de la expedición, resaltado, además, por un bañador que lo acentúa de tal manera que despierta la bella en la «bestia» una atracción paralela a la de Fay Wray en King Kong, si bien aquí la interacción entre la bestia y la bella es ínfima.
La aparición temprana de la criatura en su totalidad, no solo las garras que amenazan a los exploradores, le resta cierta magia a la película, pero esta es una impresión actual, dado el desarrollo extraordinario de los efectos en el cine, muy lejos de aquellos entrañables monstruos de Ray Harryhausen; aun así, las reacciones instintivas del hombre-pez logran reconciliarnos con la verdadera dimensión poética de la situación.
La puesta en escena, en estas películas, condiciona sustancialmente su pertenencia al género y facilitan la aceptación o provocan el rechazo del público. Está claro que la jungla amazónica llena de sonidos inquietantes, de amenazas constantes y de la sensación física de adentrarse en un espacio ignoto del que se desconoce casi todo sitúa al espectador en la única empatía posible: con los expedicionarios. Es entre ellos, pues, entre quienes se dirime la verdadera lucha: acercarse a un fenómeno extraordinario de la naturaleza con el respeto científico que tal hecho vital exige o intentar capturar esa nueva manifestación de vida para exhibirla como un trofeo ante los ojos asombrados del mundo “civilizado”, siguiendo el esquema de King Kong. ¡Qué hermosa lección de temprano ecologismo nos da la respetuosa actitud de los científicos, frente a los especuladores que solo por el interés financian tan loables investigaciones!
Contemplada a tantísimos años vista, hay una ingenuidad en los planteamientos y en las situaciones que suscitan hasta un punto de ternura por estas aventuras fílmicas tan llenas de noble entusiasmo. El reparto cumple a la perfección con su cometido y la «criatura», tras cuyo rostro de pez cuesta mucho adivinar la inteligencia, enseguida nos cautiva y deseamos que nada malo le ocurra, como sucede con la de la película de Guillermo del Toro, La forma del agua, que se inspira inequívocamente en la presente, pero a la que supera de forma apabullante.
Sí, uno se reconcilia con su mirada infantil y es capaz de retrotraerse a la magia que vio en la pantalla y que le hizo seguir con el ánimo en vilo el destino de los aventureros y el de la propia criatura.
La película tuvo tal éxito de público que obligó a rodar dos secuelas, la primera, aún dirigida por el propio Jack Arnold, y la segunda ya por otro director.
Aún estábamos en la época milagrosa en la que un buen número de películas de serie B, como esta, ascendían en el favor del público a la condición de la serie A, con pocos medios, pero con una enorme maestría en la dirección de las mismas, como es el caso de Jack Arnold. ¡Imprescindible!

martes, 10 de diciembre de 2019

«El beso del asesino», de Stanley Kubrick o la fulguración de los inicios.



El beso del asesino o la construcción de un estilo como camino a la perfección…

Título original: Killer's Kiss
Año: 1955
Duración: 67 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Stanley Kubrick
Guion: Stanley Kubrick
Música: Gerald Fried
Fotografía: Stanley Kubrick (B&W)
Reparto: Frank Silvera, Irene Kane, Jamie Smith, Ruth Sobotka, Jerry Jarret, Mike Dana, Felice Orlandi, Ralph Roberts, Phil Stevenson, Shaun O'Brien, Barbara Brand, David Vaughan, Alec Rubin.

He tenido que entrar en el archivo del Ojo para cerciorarme de si había escrito o no la alborozada critica sobre el segundo largometraje de Kubrick, una obra que aún no había visto y que nos había dejado maravillados a mí y a mi Conjunta, porque hemos seguido, con mucha atención, el proceso de gestación de un estilo cinematográfico que iba a llevar a su director, años después, a ocupar uno de los lugares de privilegio en la nutrida historia de genios del séptimo arte. No se trata de un caso deslumbrante, como el del joven superdotado Orson Welles, cuya csi prematura genialidad maravilló a todo el mundo, sino del empecinamiento en la forja de una manera de hacer que ha rozado, desde esta mismísima película, el ideal de la perfección. Ya critiqué aquí su primer intento, con fondos familiares; del mismo modo que este segundo lo fue con el de familiares y amigos: 13.000 $ costó Miedo y deseo y 40.000 El beso del asesino. La película llamó la atención de un productor de la NBC quien, aliado con Kubrick, produjeron Atraco perfecto con un presupuesto de 320.000$, que llamó la atención de Kirk Douglas, con quien se aliaría para dirigir Senderos de gloria, ¡nada menos!, que subió casi hasta el millón de dólares…
Pues bien, esa «escalada» hacia la gloria tiene en El beso del asesino una película que en modo alguno desmerece de las dos que le siguieron inmediatamente, pero tampoco de las que iría haciendo después en una de las carreras cinematográficas más interesantes e innovadoras de la Historia del Cine. Se trata de una historia sencilla, contada con un flash back que acaba enlazando con el presente para cerrar la historia en el andén de una estación, una historia narrada por el protagonista, un desconocido Jamie Smith, que luego formaría parte de la compañía de Orson Welles, por cierto, y que nos cuenta cómo entró en contacto con la vecina del edificio de enfrente de su patio de vecinos, a quien «observa» desde la oscuridad de su modesta habitación y con quien entra definitivamente en contacto cuando un conocido de ella la golpea y él decide intervenir para salvar a la chica. Estamos hablando de una actriz, Irene Kane, de tan brevísima carrera cinematográfica como imponente es su belleza e intensa su mirada, en conjunto una actriz propia del cine de Bergman. Gloria Price es el nombre del personaje, y parece enterrar una suerte de anagrama que define la narración: «Ella es el precio de la única gloria» para un boxeador fuera de forma que es severamente castigado en un combate que supondrá su retirada de los cuadriláteros. Ella, por su parte, trabaja como taxi-dancer en un club de sórdido ambiente cuyo dueño la ha escogido como «su» chica, a pesar de que ella no está dispuesta a seguir ejerciendo como tal, lo cual es la razón de la agresión que sufre y de la que su vecino la intenta librar.
El modo como empieza la película es definitorio de los terrenos estilísticos por los que va a transitar Kubrick para una historia en la que buena parte de sus virtudes radica en la puesta en escena milimétrica y en la selección de los espacios. Los dos vecinos bajan cada uno por su escalera y se encuentran al comienzo del breve tramo que los lleva hasta la acera, donde un cochazo descapotable espera, ¿a quién de los dos?, da a entender el plano cenital que los coge a ellos de espalda mientras llegan hasta el coche, pero ya sabemos que es a ella, porque el apoderado del boxeador le ha dicho que tiene su coche roto y que no lo puede pasar a recoger. Ella entra en el coche y él se pierde, no sin volverse a mirar con quién se va la vecina, escaleras abajo por la estación de metro del barrio donde vive, Queens.
El montaje paralelo nos ofrecerá la «actividad» de cada cual, ella, entreteniendo bailarines bajo la atenta mirada de los matones el local que impiden cualquier intento de abusar de la intimidad de las taxi-dancers, y él enfrentándose en combate a un rival que acabará noqueándolo. Hablamos, pues, de dos perdedores natos en una gran ciudad inmisericorde si no se tienen recursos. En el momento de las confidencias entre derrotados, cuando empieza a nacer una inclinación mutua entre ellos, ella le cuenta la dramática historia de su hermana Iris -atentos al simbolismo de los nombres…-, que renunció  su carrera como gran bailarina para casarse a gusto de sus padres aunque en el contrato matrimonial se estipulaba que ella dejaría su carrera profesional para ser «exclusivamente» la esposa de su marido. La historia se cuenta sobre las sobrias y bellas imágenes de un solo de ballet interpretado por quien en esos momentos era la segunda esposa de Kubrick: Ruth Sobotka.
El proceso de aproximación de los dos vecinos no tarda en fraguar como relación que los unirá para aceptar la invitación de unos tíos del boxeador para que se instale, con ellos, en el rancho que tienen, una manera bien directa -porque habla con el sobrino justo después de haberlo visto perder en la televisión- de proponerle una nueva vida.
Hay que reconocerle a Kubrick que había aprendido a la perfección la lección magistral de tantos clásicos del cine negro, algo que volvería él a demostrar con su siguiente y exitosa película: Atraco perfecto. La que ahora comento pasó sin pena ni gloria por la taquilla y ganó justo lo suficiente para devolver los préstamos generosos que habían ayudado a financiarla. Parte de esos códigos es el uso de la luz y el blanco y negro tan contrastado, obviamente, pero propiedad de Kubrick son los planos y la selección de escenarios que, como ocurre en el desenlace, cuando se mueven por una zona de fábricas desierta, consigue momentos de cine verdaderamente espectaculares, csi orwellianos. Tengamos presente que la «novia» es secuestrada por los matones del jefe del club justo cuando los protagonistas habían decidido «emprender juntos una nueva vida». Él arriesgará su vida por salvarla, por más que, cuando el boxeador es sorprendido por los matones y golpeado hasta dejarlo a las puertas de la muerte, observa, al volver en sí, cómo la mujer se «rinde» a su jefe y lo besa apasionadamente para congraciarse de nuevo con él. Un doloroso momento que los planos en contrapicado acentúan aún más.
La historia se complica cuando queda con su apoderado en la puerta del club donde trabaja ella para darle al boxeador la parte de la bolsa que le correspondía por el combate. Es confundido con él por los matones. quienes matan al apoderado en un callejón en el que las sombras de los personajes se agigantan sobre las paredes en puro alarde de virtuosismo expresionista; del mismo modo que la escena que aparta al protagonista de esa puerta donde espera que baje su novia, la de un par de bromistas urbanos que le roban la bufanda y escapan a la carrera parece preludiar el primer largometraje del mejor  Cassavetes, Shadows.
Antes del desenlace, a título de anécdota, tiene lugar una persecución por esas fábricas en parte abandonadas, en parte ocupadas, que acaba dando con los protagonistas del enfrentamiento, el dueño del club y el boxeador, en una sala donde se almacenan maniquíes y donde tendrá lugar la lucha que desenlaza esa parte de la historia. ¡Magnificas secuencias! Pues bien, en nuestro cine patrio, José María Forqué incluye en su película Usted puede ser un asesino, solo 5 años después de esta maravilla de Kubrick, una secuencia con el mismo escenario de maniquíes y también con un asesino armado: ¿coincidencia? ¿homenaje? Ahí queda reseñada esa curiosa circunstancia. La película de Forqué, divertidísima, por supuesto. La de Kubrick, como todo lo suyo, la quintaesencia del perfeccionismo. Aunque también podríamos hablar de cómo parece haber influido en su planificación del contacto visual entre los vecinos el reciente estreno, un año antes, de La ventana indiscreta, de don Alfredo...