sábado, 28 de enero de 2017

La vida, la tierra, el ser, el conflicto: “Caos”, de los hermanos Taviani.



Sicilia y los sicilianos, el bosque de los relatos: Caos, de los hermanos Taviani sobre soberbios cuentos de Pirandello. 

Título original: Kaos
Año: 1984
Duración: 188 min.
País: Italia
Director: Paolo Taviani, Vittorio Taviani
Guión: Paolo Taviani, Vittorio Taviani, Tonino Guerra (Historias: Luigi Pirandello)
Música: Nicola Piovani
Fotografía: Giuseppe Lanci
Reparto: Margarita Lozano, Claudio Bigagli, Omero Antonutti, Franco Franchi, Biagio Barone, Regina Bianchi, Ciccio Ingrassia, Enrica Maria Modugno, Nello Accardi, Enzo Alessi, Sabina Belfiore.

Con un prólogo y un epílogo, la película narra cuatro historias sicilianas escritas por Luigi Pirandello, cuatro historias que recogen algo así como esa suerte de relación entre la persona y la tierra que provoca la aparición de psicologías tan marcadas como para identificar un territorio con sus habitantes, algo que, aún se acentúa más en un territorio insular como es el caso de Sicilia, extraídas todas ellas del libro Cuentos para un año. El prólogo nos muestra a unos campesinos que encuentran un cuervo incubando los huevos de la pareja. Enfatizando que es un macho poco macho, si hace eso, los campesinos se dedican a lanzar los huevos que empollaba contra el animal en una diversión a modo de represalia. Uno de ellos, sin embargo, coge al animal, le cuelga un cascabel y lo deja en libertad. El vuelo sonoro del córvido con cencerro va a devenir el intermedio entre una y otra historia, lo que permitirá una sucesión de planos aéreos que nos indican la zona geográfica donde tienen lugar esas historias, propias todas ellas, de terreno árido, de ciudades agrestes y de seres primitivos. La fotografía del espacio natural es una maravilla, y a veces las personas parecen integrarse tanto en él que cuesta distinguirlas, como si se hubieran camuflado. Se trata de cuatro historias muy distintas que responden a algo así como a las “viejas historias del lugar” que Pirandello hubiera escuchado de estos o aquellos labios y las hubiera retenido. El epílogo, permítaseme que empiece por él, está construido sobre otro relato diferente del autor, Una giornata (Colloquio con la madre), en el que el propio Pirandello vuelve a la casa de los padres y tiene una entrevista con la madre muerta, quien le cuenta la única historia que Pirandello no ha podido llegar a escribir nunca, la del viaje a Malta de la familia cuando el padre fue represaliado políticamente. Las imágenes de esa travesía, sobre todo las de la parada en una isla desierta, en la que los niños, después de trepar por una montaña arenosa, se dejan ir, rodando, hasta llegar al mar azulísimo, en un plano fijo desde lo alto de la montaña, impactan al espectador y le confirman las excelentísimas que ha ido viendo en los diferentes episodios, entre los que destaca, con notabilísima fuerza, la narración de un aquejado de licantropía que acaba de casarse y se lo revela a su mujer, quien, en celo desesperado, se conjura con su madre para que esta y un primo suyo, que se encerraría con ella en la casa, la protegieran contra la amenaza del marido. La narración de cómo, siendo un bebé, se vio expuesto al influjo maléfico de la luna porque su madre había de trabajar de noche en el campo para poder ganar lo suficiente para subsistir, tiene todo el encanto de la historia mosaica y unas imágenes de la luz de la luna vampirizando al niño entre las plantas que constituyen un placer cinematográfico muy especial. Toda la película está llena de hallazgos visuales y de tensiones dramáticas de primer orden. Las escenas del licántropo agarrado al árbol y agitándolo, con la imagen de la copa moviéndose al tiempo que se recorta su movimiento, en contrapicado, contra la presencia todopoderosa de la luna es una maravilla, del mismo modo que lo es la introducción a ella, una secuencia en la que el esposo va a la plaza del pueblo, ante la casa de su mujer, y cuenta públicamente su maldición. El primer episodio es desgarrador y está magníficamente interpretado por Margarita Lozano, a quien, sin embargo, doblaron al italiano. En él, una madre quiere que los emigrantes que se van a hacer la Américas, le lleven a los dos hijos que allí tienen una carta que, una vecina, ha pintarrajeado para ella, porque ninguna de las dos sabía escribir, aunque la joven fingía que sí por mera caridad. Un médico que advierte el engaño, se ofrece a escribirle una carta de verdad, pero, antes, la obliga a explicarle porque rechaza al único hijo que se ha quedado en la isla con ella. Entonces, la madre cuenta la historia de la violación de que fue objeto por un cabecilla garibaldiano que antes asesinó a su marido, con cuya cabeza, delante de ella, jugó a los bolos. El hijo, para su desgracia, es idéntico al padre, por lo que la madre no puede mirarlo sin ver en su persona la de su violador, y de ahí el rechazo que el hijo no comprende, a pesar de sus intentos de acercarse a ella y de ayudarla, porque el hijo parece que haya prosperado en la vida. Es estremecedor, metafóricamente, el horror con el que sigue el espectador el rodar a trompicones de una fruta que el hijo deja para ella y que la madre le devuelve, tirándosela, porque en todo momento tiene presente el rodar de la cabeza de su marido… El tercer episodio es el único que tiene una vertiente cómica y supone un desquite contra el implacable amo de buena parte del territorio, quien, en tiempo de cosecha de la aceituna y de su paso por la almazara, encarga una tinaja gigantesca para contener cientos de litros de aceite. Seguramente por venganza de algún recolector explotado, a quienes el “amo” trata despóticamente, un Ciccio Ingrassia tan espectacular como su pareja cómica, Franco Franchi, la tinaja amanece rota, para desesperación del dueño. Como la rotura ha sido “limpia”, se le convence de que un lañador de la zona obra milagros porque tiene una masa “milagrosa” que permite recomponer cualquier objeto de loza. Aparece el lañador, Franco Franchi, y se activa un microcosmos medieval en el que la presencia del lañador se asocia a la del brujo y, en esa clave, asistimos a un divertidísimo episodio que concluye con el lañador que acaba encerrado en la tinaja sin poder salir de ella, porque no había calculado, siendo él jorobado, que por la boca de la tinaja no le cabía la joroba. A partir de ese momento, se establece un pleito entre el amo y el lañador en el que incluso hay un número musical con una canción tradicional y un baile popular muy evocadores de los tiempos con los que se “conecta” a través de la figura del lañador. No arruino el final, porque merece la pena que no se conozca antes de ver la película. El episodio dedicado a la relación entre unos colonos que no pagan nada por la ocupación de sus tierras al barón a quien pertenecen, y que pleitean con él por poder levantar un cementerio en ellas para no tener que bajar sus muertos en dos días de viaje a pie para enterrarlos en la ciudad tiene todo el encanto de las luchas sociales, los ritos mágicos, las comunidades utópicas y una cohesión “tribal” que hablan bien a las claras de eso que podríamos llamar el tipo “antropológico” que Pirandello se afana por mostrar. Los cuatro episodios, en conjunto, son algo así como un tratado sobre la condición humana y la puesta en escena en los espacios naturales consigue momentos realmente mágicos en la pantalla. Los hermanos Taviani han captado a la perfección la idiosincrasia de los sicilianos, al menos de los de ese territorio limitado del que el autor también se siente hijo, aunque menos feraz: Io [...] sono figlio del Caos; e non allegoricamente, ma in giusta realtà, perché son nato in una nostra campagna, che trovasi presso ad un intricato bosco denominato, in forma dialettale, Càvusu dagli abitanti di Girgenti (Agrigento), corruzione dialettale del genuino e antico vocabolo greco Kaos. He aquí, finalmente, la explicación del título que, en la película, se ofrece como prólogo. ¡Una maravilla de película! ¡Tres horas pasadas en un suspiro admirativo constante!






jueves, 26 de enero de 2017

¡Por Hermes, qué se bebió, fumó e inyectó Louis Malle para escribir y dirigir “El Unicornio”!


Un acabado ejemplo de los extravíos lisérgicos de la imaginación: El unicornio, de Louis Malle, o un mal viaje lo tiene cualquiera…

Título original: Black Moon
Año: 1975
Duración: 100 min.
País: Francia
Director: Louis Malle
Guión: Louis Malle, Joyce Buñuel, Ghislain Uhry
Música: Diego Masson
Fotografía: Sven Nykvist
Reparto: Therese Giehse, Cathryn Harrison, Joe Dallesandro, Alexandra Stewart.


Francamente, en 1975 ya hacía su tiempo que los efectos distorsionadores de la Década Prodigiosa se habían disipado, de ahí que esta ficción  rural de Malle choque tanto y se aprecie como lo que fue y sigue siendo, una cinta pretenciosa y pseudotransgresora tan mal realizada como mal interpretada y en absoluto interesante. ¡Menudo disparate! Me ha llamado la atención que entre los críticos aficionados de FilmAffinity aparezca varias veces la etiqueta “película para cinéfilos” que es lo que se suele decir cuando la película es insoportablemente inane y aburrida o no hay por dónde cogerla de puro disparatada. Ikiru (Vivir), de Kurosawa sí es, por ejemplo, una película para cinéfilos, pero El unicornio es para pasarla, en pase privado, a gente que este viajando con un buen chute de LSD, como en The trip, de Roger Corman, muy propiamente de 1967 y pionera en la aparición del LSD como tema principal en una película o para quienes estén ciegos de grifa… Existe el surrealismo en el cine y la ficción onírica,y ahí están autores como Resnais y obras como Providence, o las fantasías barrocas de Greenaway; pero sugerir siquiera que este bodrio monumental lejanamente inspirado en el cine de Luis Buñuel, siquiera sea porque la nuera de D. Luis, Joyce, casada con su hijo Juan Luis, ha participado en la creación de algunos de los diálogos de esta película en modo alguno caracterizada por la profundidad o el interés de los mismos, sea una película para cinéfilos casi ha de considerarse un insulto al gusto de la mayoría de los tales. En el contexto de una cruel guerra entre hombres y mujeres, con algunas escenas pobrísimas de presupuesto y de ridícula realización, una desconocida sale huyendo de un pelotón de hombres que acaba de asesinar a mujeres enemigas y se interna en el bosque, al estilo de las quests artúricas, y en el curso de ese viaje hacia el interior de la naturaleza no solo descubre un unicornio archifondón que irá apareciendo a lo largo de la película, sino una casa ha bitada por una impedida que habla con las ratas y a quien amamanta una mujer joven, hermana de un galán mudo, Joe Dallesandro, mito erótico de Warhol, de imprevisible conducta pues tanto es dominado por la agresividad más desquiciada como por la dulzura y ternura casi angelical. En medio de ese trío, la recién llegada trata de adaptarse a la incoherencia de la situación y poco a poco, de sobresalto en sobresalto se instala en ella, hasta que, finalmente, acaba reemplazando a la vieja impedida que desaparece de escena como desaparecen los dos hermanos que se matan el uno al otro en cainita pelea. Que por el medio haya unos críos desnudos que llevan y traen a un gran cerdo blanco y se reúnen en el salón para oír unas arias de Tristán e Isolda, pues nada, otro ingrediente más del potaje con que Malle deja que supure su infección convertida en ficción. De verdad, si entro a comentarla en este Ojo Cosmológico no es por otra razón que por la de fijar posición ante engendros que ni siquiera con la mejor intención pueden “descifrarse” para entender los famosos mensajes subliminales: aquí todas las necedades y los disparates están claros a simple vista, y no admiten sesudas sesiones hermenéuticas que nos desvelen señales del apocalipsis o de la trascendencia que se nos escapen a los pocos dotados intelectualmente. No. Es rematadamente mala, pobre, aburrida, inane y fea. Ignoro la vida comercial que tuvo, pero ni siquiera la perpleja actuación de la hija de Rex Harrison como una especie de Alicia en el país de las maravillas o la impresionante fotografía, sobre todo de los interiores de la casa de campo, obra del director de fotografía de Bergman, Sven Nykvist, logran que la película gane el interés suficiente como para no desertar del sofá. Llámeseme exagerado, pero hay una impostura de trascendencia en la película que arruina incluso los mínimos aciertos que tiene y los que podría haber tenido si, en vez de la perspectiva dramática, hubiera aflorado ese excelente humor que sabía incluir Buñuel en todas sus películas. La película está dedicada a Therese Giehse, quien interpreta a la señora impedida, que murió pocos meses después de acabada la película. Me cuesta horrores aceptar que el Luis Malle que ha dirigido “esto” es el mismo que dirigió esa conmovedora película que es Adios, muchachos (Au revoir les enfants), la verdad. Misterios del séptimo arte.

lunes, 23 de enero de 2017

Garbo, Garbo, Garbo y el poder del folletín bien realizado: “La tierra de todos”, de Fred Niblo.





El cosmopolitismo de los años 20 y el retrato inmortal de la Garbo como femme fatale en un folletín de espectacular realización y poderosas y memorables secuencias: La tierra de todos, La seductora, en el título de la versión original. 

Título original: The Temptress
Año: 1926
Duración: 117 min.
País: Estados Unidos
Director: Fred Niblo, Mauritz Stiller
Guión: Dorothy Farnum, Marian Ainslee (Novela: Vicente Blasco Ibáñez)
Música: Película muda
Fotografía: William H. Daniels, Tony Gaudio (B&W)
Reparto: Greta Garbo, Antonio Moreno, Marc McDermott, Lionel Barrymore, Armand Kaliz, Roy D'Arcy.


Empecemos por la anécdota, pongo en el buscador de Google femme fatale y en un pliego de infinitas imágenes que me aparecen en pantalla, ¡no hay ni una sola fotografía de Greta Garbo!, y teniendo en cuenta que hasta Audrey Hepburn aparece entre ellas algo no acaba de funcionar, porque La tierra de todos, segunda película de la Garbo en Usamérica, la entronizó como mujer fatal en toda regla y de hecho, el título original es “La seductora” o “La tentadora”, en cualquier caso, Helena, el nombre totalmente simbólico de la protagonista, porque desata las rivalidades entre los hombres y la historia de su vida está marcada por los hitos funerarios de las lápidas de los hombres que han muerto por sucumbir a su tentación. La novela recoge, en parte, la aventura de Blasco Ibáñez en Sudámerica, su “hacer las américas” de las que sacó un botín tan poderoso como la novela que tardó muy poco en ser llevada al cine como vehículo de lucimiento de una actriz a quien el espectador, el de este Ojo cosmológico al menos, no se cansa de admirar, más que ver, porque, sin ser la Garbo una belleza espectacular, pensemos en Rita Hayworth, Marylin Monre, la jovencísima Brigitte Bardot o  Cyd Charisse, entre cientos de ellas, es indudable que su manera de mirar, el felino movimiento envolvente de su cuerpo junto al hombre deseado y el ofrecimiento sensual de sus labios era una tentación que habríamos de ver si el rocoso anacoreta de Siria en que se inspira Buñuel para su Simón del desierto, no hubiera cedido, como hizo ante Silvia Pinal. La historia se conforma de acuerdo al folletín, porque de él son los recursos sentimentales que usa Blasco Ibáñez, unos recursos que están muy cerca del melodrama, que roza, pero sin llegar a ajustarse a él, aunque buena parte de la película tiene más de este que de aquel. Me ha llamado mucho la atención la más que cuidado realización de Fred Niblo, un autor hoy olvidado pero en cuyo haber constan obras de tanta envergadura como el primer Ben-Hur, Sangre y arena, con otro mito del cine como Rodolfo Valentino, y La marca del Zorro, con el inimitable Douglas Fairbanks, un clásico del cine de aventuras que modeló el personaje para los infinitos remakes que vendrían después. Un ingeniero argentino que construye en su país una gran presa, una importantísima obra de ingeniería civil, se enamora en París, en un baile de disfraces, de una marquesa que, aun casada, es amante de un banquero que, tras arruinarse, se suicida en la fiesta de despedida que da en honor de quien ha provocado su muerte, a quien señala antes de caer fulminado. Cuando se quedan sin ingresos, Helena y su marido, quien es amigo del ingeniero argentino, deciden trasladarse a Argentina, para ser acogidos por el ingeniero, de quien, como antes del banquero, espera la pareja recibir los favores correspondientes a la adúltera relación que se insinúa pueden tener con el consentimiento mundano del marido. En la historia se mezcla la rivalidad de un delincuente que le roba al ingeniero caballos y hombres a quienes seduce para unirse a su banda. Cuando Helena aparece, sin embargo, la rivalidad se centra en recibir los favores de la mujer ante la que los dos rivales pelean como dos gallos en un desafío que se celebra “a la manera argentina” -aunque apenas, salvo un vídeo sobre un duelo semejante en Perú, he encontrado información al respecto-, es decir, encerrados en un círculo y liándose a latigazos hasta que uno de los contendientes sea expulsado. Pelean con el torso descubierto y, a medida que avanza la lucha, se van marcando las huellas de la salvaje agresión de las cuerdas en ellos. Es llamativa la secuencia, perfectamente realizada, con un verismo sobresaliente, porque Helena contempla la lucha con una implicación corporal de tal naturaleza que casi casi está a punto de representar un orgasmo en toda regla, a juzgar por sus estremecimientos y hasta casi convulsiones, fijándose en los cuerpos semidesnudos que luchan y sufren por ella. No acabarán ahí las maldades que la mujer arrastra consigo, como una maldición, porque entre los compañeros de aventura constructora se desatará una rivalidad por conquistar a la dama que tendrá funestas consecuencias, y ahí vemos en un papel bien secundario a un actor de la talla de Lionel Barrymore, por ejemplo. La destrucción de la presa por el bandido a quien derrotó en el duelo significará, ¡por fin!, la renuncia del ingeniero a seguir resistiéndose a lo que su enamoramiento parisino le dictaba y su dignidad y responsabilidad profesional le vetaba: ceder ante la diosa y someterse a ella. Cuando ello sucede, no sin haber dejado claro Helena que ella no ha sido sino la causa pasiva de los ardores que buscaban el placer de los otros, no el suyo, la mujer, satisfecha, decide no apartar a su enamorado de la gran misión constructora a la que debe su vida y desaparece de ésta con una discreción total. Una elipsis nos lleva al encuentro del triunfador, de visita en París con su prometida argentina, y Helena, quien vive en la miseria. La figuración mística, algo así como un delirium trémens pero en católico, cierra la película con un amargo sabor de boca. La realización de Niblo, quien sustituyó al descubridor de la Garbo, y quien la bautizó como tal, sustituyendo el suequísimo Greta Gustafsson de sus inicios teatrales, Mauritz Stiller, a quien le quitaron la película por discrepancia con los productores. Ignoro si Stiller llegó a rodar algo en los diez días que estuvo al frente del rodaje antes de ser despedido, pero ha de reconocerse que en la parte parisina, las escenas del baile de máscaras y, sobre todo, del banquete del banquero, son espectaculares. En la parte de Argentina, y dejando de lado el malvado de opereta que compone Roy D’Arcy para su personaje Manos Duras, que tiene un encanto fuera de lo común, así como notable es su aparición primero como sombra en la puerta y después de cuerpo entero y verdadero, ha de reconocerse que, a pesar de los primitivos medios de la época, el derrumbamiento de la presa, primero por la dinamita de Manos Duras y después por el agua que la desborda y acaba de reducir a escombros, consigue un verismo notable y efectista. De más está comentar el juego de primeros planos, primerísimos planos, planos medios y aun hasta planos como el del descenso de la Garbo de la diligencia con la que han llegado a la residencia de Manuel Robledo, el ingeniero, que este contempla desde el interior de la casa con el asombro y la admiración de quien ve descender del carruaje una diosa del Olimpo. Si algo ha de agradecérsele a la Garbo, a título anecdótico, es que tras cuatro día de rodaje, le llegara la noticia de la muerte de su hermana Alva, que en modo alguno afecta al indescriptible despliegue de profesionalidad que realiza la actriz, bella como nunca se la ha visto en una pantalla y seductora como solo quienes no dependen de su físico para ejercer ese magnetismo saben hacerlo con tanta intensidad. Que conste que la película, por ser muda, tiene ese puntito de sobreactuación gestual en el que caen no pocos personajes de la misma, pero del que huyen con precisa medida los dos protagonistas, Antonio Moreno y Greta Garbo, cuya historia de amor desgraciado sigue el espectador con el pasion con que ambos saben transmitírsela. A este respecto, por ejemplo, el primer plano de las manos crispadas del ingeniero cuando, derruida la presa y muertos tantos hombres, se acerca a ella en su cuarto con el afán de estrangularla, recuerda totalmente el de las manos convulsas de Avaricia, de Von Stroheim, sin ir más lejos, dos años anterior a la presente película. Puede que mi inclinación hacia el cine mudo, que desarrolló la narración en imágenes con una efectividad que en nuestros días echamos tanto de menos, me condicione el juicio y vea más de lo que hay; pero, para salir de dudas, el amante del cine haría bien en arrellanarse en su butaca y seguir las idas y venidas de la Garbo por esta historia que, aun siendo folletinesca, tiene los mejores ingredientes del puro melodrama aún por venir.

Ópera prima, magnum opus: “Sombras”, de John Cassavetes.


Nueva York, la negritud, el jazz, la deriva existencial… Sombras, de John Cassavetes, o la eterna improvisación de lo real. 

Título original: Shadows
Año: 1959
Duración: 87 min.
País: Estados Unidos
Director: John Cassavetes
Guión: John Cassavetes
Música: Charles Mingus
Fotografía: Erich Kollmar
Reparto: Lelia Goldoni, Ben Carruthers, Hugh Hurd, Anthony Ray, Rupert Crosse.


Encontrar la ópera prima de Cassavetes, Sombras, el protoindie del cine usamericano, me ha servido para confirmar que desde su debut en el cine John Cassavetes no era un director al uso, sino una mirada nueva, distinta, a la realidad, tal y como se confirma en esta película que, como se indica al final de la misma en sobreimpresión, es el resultado de un ejercicio de improvisación, por más que tuviera un guion previo que marcara el desarrollo de las escenas. Estamos, pues, ante un intento de cinema verité estrictamente canónico, porque el desarrollo de la acción sigue la vida, sobre todo nocturna, aunque también hay alguna incursión diurna, como la salida a Central Park, de tres hermanos mulatos en la Nueva York de 1959, con una banda sonora de puro jazz, a cargo de Charles Mingus, no solo excelente músico de jazz, sino destacado activista en favor de los derechos de los negros, y de ahí, acaso, su aparición en esta película en la que la “cuestión racial” juega un papel tan importante en el fracasado emparejamiento de la protagonista con el joven blanco de quien se enamora y quien exhibe algo más que dudas a la hora de aceptar convivir con la mujer a quien acaba de desvirgar, unas secuencias excepcionales en las que ambos actúan con una sinceridad interpretativa que acongoja al espectador. La película tiene, sin embargo, muchas otras secuencias extraordinarias, como la del intento de ligue de los tres amigos, tres ninis talluditos y sin norte vital, que van viviendo un mucho adocenadamente, no queriendo enfrentarse a la realidad de la responsabilidad individual, como se pone de manifiesto en el encuentro en un bar en el que la hermana se opone a que su hermano y sus amigos la acompañen, a ella y a su Pigmalión enamorado, a un party literario en el que la protagonista conoce al joven desubicado en ese ambiente highbrow, un ecosistema intelectual perfectamente retratado por Cassavetes, con una ironía inmisericorde, muy pareja a la contemplada en no pocas películas del neorrealismo italiano. El hermano y sus dos amigos, blancos, por cierto, deciden, para demostrar que no son unos ignorantes, visitar el MOMA, y esas secuencias de su visita a las esculturas exhibidas en el jardín es un correlato del party intelectual al que asistirá su hermana en compañía de su Pigmalión. La película empalma situación tras situación mediante fundidos en negro que marcan el final de las escenas en las que los tres actores principales, los hermanos que comparten el piso, exhiben ante la cámara la desorientación vital que encarnan: el hermano intermedio, un trompetista de jazz obsesionado con Charlie Parker, de quien habla como de un dios; el hermano mayor, que arrastra por clubs de mala muerte una patética carrera de solista con anticuada voz de tenor y un representante que, cinematográficamente, vale su peso en oro; y la hermana pequeña que tiene aspiraciones artísticas, aunque su mentor critique sus realizaciones con el afán de contribuir a elevar su nivel de exigencia artística. Cuando el hermano mayor descubre, al volver de sus actuaciones, que su hermana sale con un blanco, lo echa de casa desconsideradamente, en una actitud, por cierto, nítidamente racista y propia de la radicalidad con que se vivía entonces el enfrentamiento racial, del que nos acaba de llegar a las pantallas una historia conmovedora: Loving, acaso próximamente en este Ojo… El party en casa de los hermanos, en el que una amiga se empeña en “venderle” un buen partido a la hermana pequeña, está a la altura del party intelectual descrito con anterioridad, y, más tarde, la paciencia del candidato en casa de los hermanos, sufriendo un inmerecido castigo de eterna espera a cargo de ella, es un fragmento de vida en estado puro, del mismo modo que lo es el baile de ambos, en el que el aspirante a los favores de la hermana exhibe una humanidad sobresaliente. La película, en maravilloso blanco y negro, que capta sobre todo el pulso de la noche de Nueva York , adquiere por momentos una naturaleza icónica, porque los planos de la ciudad “que nunca duerme”, en la mejor tradición del cine negro usamericano, destacan un mundo referencial de imágenes con las que los cinéfilos hemos crecido, y si a ello se le suma la banda sonora, la complacencia sube muchos grados. De igual manera, el retrato de los tres hermanos abunda en el uso de los primeros e incluso primerísimos planos, lo que permite que, más allá del guion de partida, sean sus miradas y sus gestos los vehículos de la expresión acabada de sus muy diferentes personalidades, lo que los llevará de la fraternidad al enfrentamiento y de vuelta a la armonía y, más allá del tiempo acotado por la película, a futuros enfrentamientos, porque Sombras es un intento de describir la fluidez de la vida, su corriente profunda, por más que se perciban confusamente, como las sombras recortadas contra la noche que las engulle, porque los tres personajes son los primeros en percibir su propia confusión y sus miedos, motores implacables de sus vidas. Cassavetes no es un autor que se proponga complacer al público, sino acercarse a verdades existenciales de tomo y lomo. Esta película no triunfó en Usamérica, pero sí en Europa, de donde regresó a Usamérica casi como una novedad europea, lo que le permitió, después, rodar la clásica e impactante Un niño espera, un melodrama contundente que sobrecoge al espectador. Más tarde vendrían obras maestras como Noche de estreno, por ejemplo, en la que su mujer Gena Rowlands hace inservibles los adjetivos para describir su interpretación. Si alguien se pregunta de dónde sale Stranger tan Paradise, del patersoniano de moda Jim Jarmusch, haría bien en visionar Sombras para darse cuenta de que no hay hijos sin padres, de que casi todo está filmado, desde Griffith, y de que John Cassavetes bien puede situarse a la altura de genios del cine como Orson Welles, a su manera…y salvando las distancias, claro está. A título anecdótico, es curiosa la aparición de Cassavetes en la película como defensor de la hermana cuando, en su regreso a casa desde la estación, tras despedir a su hermano mayor, un extraño se le acerca con agresivas intenciones, cuando ella se para a contemplar las fotos de la película en el vestíbulo de un cine. Enseguida aparece Cassavetes empujando al extraño de un modo agresivo muy propio de violentos papeles suyos posteriores como actor, como en Doce del patíbulo, por ejemplo. Curioso autocameo, indeed.

sábado, 21 de enero de 2017

La guerra y la condición humana: “La vergüenza”, de Ingmar Bergman.




En tiempos de tribulación todo se tambalea, la persona y sus instituciones: La vergüenza, de Bergman, o el descenso al cerebro reptiliano en tiempos de guerra. 

Título original: Skammen
Año: 1968
Duración: 99 min.
País: Suecia
Director: Ingmar Bergman
Guión: Ingmar Bergman
Fotografía: Sven Nykvist (B&W)
Reparto: Liv Ullmann, Max von Sydow, Sigge Fürst, Gunnar Björnstrand, Birgitta Valberg, Hans Alfredson, Ingvar Kjellson, Vilgot Sjöman.

Película desoladora sobre lo peor de la condición humana en tiempos adversos, como el de la guerra y la consiguiente abolición de los principios éticos y el desarrollo todopoderoso del instinto de supervivencia. Una pareja que vive en una isla, alejados del conflicto que enfrente a las fuerzas gubernamentales contra los guerrilleros en una guerra civil, sin más especificación espaciotemporal que la de producirse en un país nórdico, se dedica a las labores agrícolas y vive de ellas, después de haber abandonado sus respectivos trabajos como músicos y haberse “exiliado” a la pequeña isla para huir de los efectos devastadores de la guerra civil. Cuando comienza la película, en modo alguno parece que ambos jóvenes (dos monumentales actuaciones de Liv Ullmann y Max von Sydow, propias de dos auténticos genios de la interpretación) no sean sino lo que son una pareja con una convivencia sembrada de dificultades por dos personalidades que se marcan nítidamente desde el comienzo de la historia: ella, impulsiva, sociable y solidaria; él, acomplejado, retraído, cobarde y débil. No parece que haya sintonía alguna entre ellos, aunque, de alguna forma, ambos asumen que su unión es lo único real, defectos incluidos, en medio de una situación social que enseguida va a trasladarse del continente a la isla, porque llegan los soldados y comienza la represión de a quienes, con pruebas falsas, como en el caso de la protagonista, se les acusa de colaborar con la guerrilla. Los espectadores, desasosegados por la deliberada falta de información que hurta el guion, y obligados a vivir la situación desde el exclusivo punto de vista de la pareja, queriéndolo o no, se verán inmersos en los horrores e injusticias flagrantes de una situación en que el poder de la fuerza se erige como única instancia “legal”. La suerte del matrimonio es que el representante del gobierno, quien ejerce las funciones de máxima autoridad en la isla mientras los soldados la ocupan, es conocido suyo y han tocado juntos en no pocas veladas, como se nos había mostrado en un plano anterior a la detención de la pareja. Ello permite que puedan ser puestos en libertad y que reanuden su vida, si bien marcada, desde entonces, por la insistente presencia de la autoridad en casa de ambos para seducir a la mujer. A medida que se deteriora la convivencia en la pareja, y cuando la situación bélica da un cambio radical, porque los guerrilleros se adueñan de la isla y comienzan su propia represión, la autoridad consigue acostarse con la protagonista, a cambio de lo cual, le deja en herencia una pequeña fortuna que será, descubierta por el marido, quien rápidamente ata cabos, y más aún después de verlos juntos en el invernadero donde ella decidió que se acostaran, no en la casa, se apropia de los dineros y, cuando llegan los milicianos, que buscan también el dinero del jerarca, se produce una escena de inmensa densidad dramática en la que el protagonista será obligado por los milicianos a acabar con el jerarca para demostrar que ellos no son “colaboracionistas”. Destrozada la casa y después de que el protagonista acabe disparando, más por venganza pasional que por otra cosa, aunque la relación amorosa entre ambos protagonistas ya no existe, y simplemente siguen juntos como estrategia de supervivencia, los milicianos se van y ellos quedan solos, viviendo en el invernadero, a la espera de poder salir de esa isla-prisión en la que están confinados para regresar vía marítima al continente. A medida que la situación se deteriora, el protagonista acentúa su lado despiadado y ella lo acompaña únicamente porque sus posibilidades de sobrevivir solas son menores que en su compañía., aunque esta le provoque un horror y un asco infinitos. Enterado por un soldado desertor, apenas un crío, a quien acaba matando, entre otras cosas para apropiarse de sus excelentes botas militares, de que saldrá una embarcación en los próximos días con destino al continente, ambos esposos llegan, finalmente, a la playa donde, en un bote que en nada se diferencia de los que llevan en nuestros días a los refugiados a través del Mediterráneo, acaban usando la fortuna para poder subirse a él y viajar con el resto de los pasajeros hacia un destino absolutamente incierto, porque, y ese final sí que resulta totalmente desolador, los viajeros quedan abandonados a su suerte y varados entre decenas de cadáveres flotando en el mar que el protagonista pretende apartar del rumbo de la barcaza con el bichero, sin demasiado éxito. La imagen, cuando la cámara se va alejando, y se ve a lo lejos aquel punto perdido en el mar, no puede ser más actual ni trágica ni triste, porque acaso miles de vidas humanas se han perdido de forma idéntica en las aguas del Mediterráneo en ese negocio mafioso de la inmigración ilegal. La película tiene una potencia visual asombrosa, y a ello contribuye la fotografía de un genio de la especialidad como es Sven Nykvist, cuyo espléndido historial es innecesario recordar para los aficionados al cine, sobre todo porque su asociación con Bergman fue de tal naturaleza que costaría mucho discernir qué parte de mérito tiene cada cual en la realización de tantas películas inolvidables del director sueco, pero recordemos, en todo caso, que también trabajó con Woody Allen, quien se ha confesado siempre admirador incondicional del cine de Bergman, y lo hizo, además, en una de sus mejores películas, Delitos y faltas. El blanco y negro de la película tiene un no sé qué de barro y niebla que produce en el espectador una incomodidad soberana. Hay algo más que belleza en la iluminación y en los encuadres, hay, ¿cómo decirlo?, una atmósfera moral que se impone al espectador a través, sobre todo, de los rostros, magníficamente explotados cinematográficamente, de Ullmann y Sydow, ambos en plenitud vital y artística. La degeneración de su convivencia, del espacio, de las durísimas condiciones de vida en que han de sobrevivir, todo, se vehicula a través de ese blanco y negro que recuerda, sin demasiado esfuerzo, el de Rey y patria, de Losey, o el de Senderos de Gloria, de Kubrick, a buen seguro dos obras que auspiciaron la creación de La vergüenza. Mientras que las precedentes exploraban el fenómeno bélico desde dentro del ejército; La vergüenza, y es marca de la casa, lo hace desde el análisis crudo y casi despiadado de la vida de pareja, la gran especialidad de la obra de Bergman. Pues sí, también aquí, en medio de esa circunstancia trágica del enfrentamiento bélico, Bergman sabe descifrar a la perfección los extraños códigos singulares de las siempre distintas, y en parte comunes, relaciones de pareja. No se pretende simbólicamente que sean, los protagonistas, algo así como la “pareja primordial”, pero no está de más recordar que se llaman Jan y Eva, para no ser tan explícito con un Adán cuyas imperfecciones tanto contrastan con las virtudes de Eva. Acaso la película peque bastante de abstracta, por la falta de información reiterada y por la ausencia de un juicio sobre qué fuerza encarna la razón histórica, y ello fuerza al espectador a suspender su identificación, lo cual redunda en la disminución de la emotividad con que se contempla el desarrollo de la acción. Y a veces, hasta desea, el espectador, que acabe ese proceso de destrucción que va animalizando a los personajes y degradando incluso la naturaleza, sometida a la agresión de los bombardeos, etc. Al respecto, es cruel la escena en que los milicianos destrozan la casa de la pareja y se pasa a cuchillo a sus animales, lo cual contrasta, hasta cierto punto, con la menor represión de la autoridad a quien Jan acaba asesinando.  Supongo que el mensaje antibelicista sería fundamental en la concepción de la película, pero lo que queda es más el descenso a los infiernos de la naturaleza humana, capaz de lo peor cuando de sobrevivir se trata, y de ahí el título.

viernes, 20 de enero de 2017

“Hacia la felicidad”: el enigmático título de una de las películas más tristes de Bergman.





Del amor en los tiempos de la insatisfacción: Hacia la felicidad, de Ingmar Bergman o el escalpelo abriendo en canal el tejido complejo de la vida de una pareja desigual. 
Título original: Till glädje
Año: 1950
Duración: 98 min.
País:  Suecia
Director: Ingmar Bergman
Guión: Ingmar Bergman
Música: Wolfgang Amadeus Mozart, Ludwig van Beethoven, Felix Mendelssohn
Fotografía: Gunnar Fischer (B&W)
Reparto: Maj-Britt Nilsson, Stig Olin, Victor Sjöström, Birger Malmsten, John Ekman, Margit Carlqvist.


Vaya por delante que pretendía hacer un programa crítico doble con la sesión doble de Hacia la felicidad y La vergüenza, que aún estoy viendo. Sin embargo, apenas acabé de ver Hacia la felicidad me dije que sería casi un insulto diluirla críticamente junto a La vergüenza, mucho más conocida y alabada que esta película de juventud de Bergman, rodada en 1950, es decir, 18 años hay entre ambas, porque La vergüenza, con dos actores emblemáticos de Bergman Max von Sydow y Liv Ullmann, fue rodado en 1968. Estéticamente, sin embargo, hay una continuidad clara entre ambas, porque la composición del plano, el uso del primer plano, a veces del primerísimo, el blanco y negro contrastado, la profundidad de campo, y los cuidadísimos enfoques, amén de la puesta en escena, sobre todo en interiores, en modo alguno permiten hablar de la pertenencia de ambas películas a “épocas” diferentes del director. Ya hemos comentado con anterioridad otras obras primerizas de Bergman y si algo destaca en su cine es la sorprendente madurez con que se inició en él. En Hacia la felicidad no es casual que se rinda tributo al gran director del cine sueco, Victor Sjöström, que tiene un destacadísimo papel como, ¡y de qué si no!, director de la orquesta en la que entran a trabajar ambos jóvenes al mismo tiempo, sin que ello tenga que ver con el extraño acercamiento amoroso que ambos viven. Y digo extraño porque parecen constituir una pareja muy renuente a formarse como tal, y en la que la insatisfacción de quien se cree poco menos que un genio del violín contrasta con la humildad de quien se reconoce, ella, artesana de un oficio milenario, sin pretensión ninguna de un protagonismo para el que no se reconoce capacitada. Poco a poco, sin embargo, a partir de una fiesta en la que él hace el ridículo de un modo espantoso, liberando su oculta personalidad mediante la ingesta de alcohol, se va anudando entre ambos jóvenes una relación que ella va empujando, sutilmente, hacia el matrimonio, primero, y hacia una paternidad que el rechaza radicalmente después, máxime cuando tarda más de tres meses en enterarse para impedir la posibilidad de abortar, algo que ella ya había hecho en su primer matrimonio. Decidida a tener la criatura -al final tiene gemelos-, la relación se enfría entre ambos y comienza una época de distanciamiento que coincide, por un lado, con su debut como violinista solista, y, tras su fracaso como tal -y la escena de ese fracaso, que se vive desde la perspectiva de ella, arreglada como para asistir a un baile de gala, en una sala superior de la sala de conciertos, desde la que ve, en picado, el fracaso de su marido, con una aventura extramatrimonial en el círculo perverso del matrimonio de un viejo tolerante con una esposa joven, aquejada de una cierta ninfomanía comprensible. En esa casa que frecuenta regularmente acabará encontrándose con un compañero de profesión que cortejó a su mujer hasta que esta comenzó a sugerirle la idea del matrimonio, momento en que él prefirió dar un paso atrás. El desdichado violinista, a quien le cuesta dios y ayuda reconocer su escasa valía, la cual ve como una maldición del destino que se ceba en su carácter de soñador poco dado al duro trabajo, atraviesa algún momento de felicidad resignada, bajo la égida del director de orquesta, que se convierte en testigo de la boda de ambos y en protector de la familia, el mismo que, frente a la acusación de “fracasado” que le lanza el violinista, responde con que los zánganos son más que necesarios para la existencia del panal, y él, el violinista haría bien en reconocer sus limitaciones y alegrarse de contribuir, con los demás, a la magia del hecho musical, de la perfecta armonía de instrumentos tan distintos. El deterioro de la vida matrimonial de los protagonistas, cuando ella sabe de su aventura sexual, está filmado con una tensión neorrealista que no excluye el uso de la violencia machista en una escena de espectacular dramatismo que conduce a la separación de facto de ambos. A partir de ese momento, cuando el marido complaciente de su amante está agonizando y le dice, en nota manuscrita, porque un ictus le impide hablar, que no se deje atrapar, se inicia una reconciliación con tanto poder lírico -ella, inquieta como una novia primeriza, cuando va a recibir en la estación a su marido después de un largo tiempo de separación; él, tumbado en el banco corrido del tren, recreando los poderosos atractivos de con quien fue feliz y le deparó un profundo placer- como dramática va a ser la conclusión de ese breve periodo en sus vidas, porque, nada revelo, puesto que la película se estructura como un flashback tras recibir el violinista, en un ensayo, la noticia de la muerte de su esposa, esta y su hija mueren por la explosión de una estufa de queroseno.  Por cierto, el momento en que se le requiere que vuelva a su domicilio para ser puesto al corriente del trágico suceso, la cámara se acerca lentamente al auricular del teléfono que el protagonista ha dejado en la repisa de la cabina telefónica y, a través de un primer plano del auricular descolgado, se escucha el sollozo de la persona con quien el protagonista ha hablado. A partir de ahí pudiera pensarse que se iniciaría un viaje dolorosísimo hacia el duelo por la muerte de un ser querido, pero ese duelo, que llega en forma de reconciliación consigo mismo, con su condición de padre y con la música -la pieza que abre la película es la misma que la cierra: el Himno a la alegría de la novena de Beethoven- se entiende mucho mejor después de la rememoración de la agitada, emocionalmente, vida de pareja de ambos violinistas segundones y con vidas anodinas que solo fugazmente parecen redimirse en su matrimonio, porque cuando podría hablarse de una redención en toda regla, el fatal suceso corona una relación que ha atravesado el éxtasis y el tormento y el éxtasis y el tormento… Puede entenderse que el final, con el hijo sentado en la sala donde ensaya el padre, quien lo ve, sonríe y amaga el desbordamiento del lagrimal, tiene algo de blando o complaciente después del intenso drama vivido por dos seres que unieron sus flaquezas y sus limitaciones, y a los que les costó lo suyo re-conocerse y ver, el uno en el otro, lo mejor que la vida podía depararles; pero ha de entenderse que forma parte del título de la película, Hacia la felicidad, que es la aceptación de sí mismo en la identificación con su responsabilidad, de padre, y de su oficio, músico de orquesta, parte indispensable de un todo capaz de expresar el amor a la vida como lo imaginó Beethoven. Se trata de una película muy emotiva, pero sin sentimentalismo de baja estofa; un auténtico melodrama en el que la música tiene, ¡cómo no!, un papel protagonista indiscutible. Sobre las interpretaciones, además de la entrañable de viejo cascarrabias director de orquesta de Victor Sjöström, la de la pareja formada por  Maj-Britt Nilsson y Stig Olin roza la perfección. No resulta sorprendente en modo alguno el partido fotográfico que Bergman suele sacar de sus actrices, y es posible que ningún otro director haya sabido acercarse, cámara en mano, de forma tan  hermosa a los rostros de sus actrices. Los primeros planos de ambos, el abrazo del reencuentro cuando retroceden para verse y se insinúa tímidamente un besarse para el que no parecen aún estar preparados, las conversaciones en que se sinceran antes de decidir vivir juntos: “no nos hagamos promesas”, el agrio enfrentamiento, violencia incluida, en el dormitorio matrimonial, toda la película está atravesada por la infinita necesidad de ser amada de ella y por la nerviosa insatisfacción vital crónica de él, y el resultado es esta Hacia la felicidad que debería ser considerada no tanto un ensayo de Secretos de un matrimonio, cuanto una cima de su cine en todo equivalente a esta. 

jueves, 19 de enero de 2017

La sexualidad y el amor en el capitalismo antes de las crisis del 87, 98, 07…: “Salve quien pueda la vida”, de Jean-Luc Godard.



Reflexión sobre el desengaño, la desolación y la frialdad: Salve quien pueda la vida, un ejercicio de hermosa caligrafía y deprimente mensaje.


Título original: Sauve qui peut (la vie)
Año: 1980
Duración: 87 min.
País: Francia
Director: Jean-Luc Godard
Guión: Jean-Luc Godard, Jean-Claude Carrière, Anne-Marie Miéville
Música: Gabriel Yared
Fotografía: Renato Berta, William Lubtchansky
Reparto: Isabelle Huppert, Jacques Dutronc, Nathalie Baye, Roland Amstutz, Cécile Tanner, Anna Baldaccini.


La obra comienza presentándonos a un director de cine, apellidado Godard, que vive en un hotel y a quien, al salir, un botones de origen italiano (la acción transcurre en varias localidades de Suiza) acosa para que tenga relaciones sexuales con él, “¡deme por culo, señor Godard!”, le suplica con una pasión que desconcierta al protagonista, quien no puede impedir que el fogoso empleado del hotel introduzca la cabeza en el coche y lo bese con ardiente deseo. A partir de ahí, la historia se centrará en la imposibilidad del protagonista de cuajar una relación estable con su pareja y la dificultad de relación obvia que tiene con su exmujer y su hija adolescente. De forma paralela, se nos cuenta la historia de una prostituta que acabará instalándose en el piso que deja libre la pareja rota del protagonista y su enamorada, quien decide dejarlo todo, el trabajo en la televisión, y marcharse al campo para replantearse su vida. El protagonismo va derivando suavemente del director a la prostituta, cuyas aventuras se nos muestran con una fría sordidez que pone de relieve la vivencia mecánica y aburrida del deseo sexual o de su ausencia, mejor dicho, porque las aventuras sexuales de la protagonista se centran más en la ficción del sexo que en su práctica placentera, como es el caso del cuarteto que se nos ofrece en un hotel de, como le dice el empleador, cualquier lugar del mundo: “vas, estás dos noches y vuelves”, y cobra. La película está concebida casi como un collage y es muy frecuente el uso de recursos como la cámara lenta, para la relación entre las personas, encuentros, despedidas, besos…, como para el retrato del paisaje, momento en que se consigue una suerte de textura impresionista, con los trazos desvaídos, muy sugerente. El protagonista lee, frente a unos alumnos, un texto de carácter autobiográfico que puede adjudicársele, perfectamente, al propio director, Jean-Luc Godard: “Dirijo, porque no tengo el valor para no hacer nada”. La imposibilidad de entregarse a la pereza virtuosa es, pues, el origen de una obra en permanente evolución y transformación, como es la de Godard, siempre atento a la experimentación y jamás complacido con los hallazgos, siempre dispuesto a explorar un lenguaje, el de las imágenes, mediante el que hacernos llegar una visión del mundo contemporáneo en el que, hablamos ahora de los años 80, aún lejana la crisis primera del 87, la vida burguesa se manifestaba con toda la seguridad e hipocresía propia de un reinado pronto a caducar, al menos en los términos de seguridad y confianza en el futuro que se exhibe en la cinta. No hay, en la narración, una fluidez basada en transiciones que aspiren a enlazar las diferentes historias, sino cortes secos que nos llevan de unas a otras con esa gélida desesperanza con que el protagonista afronta su fracaso amoroso, que acaba convirtiéndose en fracaso vital, porque su muerte y la glacial respuesta de su ex: “déjalo, no es asunto nuestro”, ante la leve inquietud de la hija, que no sabe si acudir a socorrerlo, ponen un punto final estremecedor a la película. La película está dividida en cuatro capítulos, al modo de una composición musical, una sonata, algo que se confirma con la irrupción de la orquesta en la última secuencia, corporeizando la banda sonora a través de un travelín de la hija y la madre, entre las que se fragua una disensión que hace prever un inmediato desencuentro. La visión de la ciudad, de los edificios, del tráfico, de la agitación comercial, como el plano fijo de una avenida comercial que sirve de contrapunto a un encuentro de la prostituta, una excepcional Isabelle Huppert, cuyo personaje se llama como ella, Isabelle, acaso para reforzar, en el plano de la actuación, una identificación morbosa con su personaje, algo que ha condicionado, sin duda, su carrera como actriz, a juzgar por los personajes que le han ido encargando a lo largo de su vida, aunque en una carrera tan prolífica como la suya ha tenido tiempo para interpretar todas las personalidades imaginables. No olvidemos que la escritora que es pareja de Paul Godard, un Jacques Dutronc algo estrafalario y casi grotesco, se apellida Rimbaud…, es decir, que hay un sutil juego de identidades cambiadas con el que Jean-Luc Godard ha querido explorar los límites de la identidad, aunque acotando su investigación a la difícil vivencia de la sexualidad y a la casi imposible del amor. Se desprende de la película una frialdad como de moneda, o de contaminación; pero en modo alguno el espectador deja de tener interés en el destino casi burocrático de esos tristes personajes. La película tiene algo como de epílogo resignado de las infantiles andanadas anticapitalistas de películas combativas suyas de los años 60 y 70, como si  hubiera querido recrearse en la derrota de la Revolución, como se insinúa sutilmente en la película al constatar que Fidel Castro seguía en el poder porque para ambas potencias era algo así como las tablas de la partida de ajedrez, aunque ello implicara la imposibilidad de desarrollarse materialmente y la obligación estratégica de vivir en la pobreza. Pues eso.

miércoles, 18 de enero de 2017

Lo que va de Luis Berlanga a Rafael J. Salvia: “¡Aquí hay petróleo!” Y aun así…





La visión “oficial”, con pinceladas críticas, de la España vertebrada (a fuer de deslomada): ¡Aquí hay Petróleo!, de Rafael J. Salvia o el costumbrismo levemente crítico y sentimental.


Título original: ¡Aquí hay petróleo!
Año: 1956
Duración: 85 min.
País:  España
Director: Rafael J. Salvia
Guión: Rafael J. Salvia, Pedro Masó (Historia: Pedro Chamorro, Pedro Masó)
Música: Salvador Ruiz de Luna
Fotografía: Eloy Mella (B&W)
Reparto: Manolo Morán, José Luis Ozores, María Rivas, Félix Fernández, Antonio Riquelme, Rosa Palomar, Mónica Pastrana, Mario Berriatúa, Josefina Serratosa, Xan das Bolas.


El programa Historia de nuestro cine me sigue deparando películas interesantes que me atrapan así que uno tiene la suerte, como ocurrió ayer, de recrearse en el arte magnífico de tantos actores y actrices que han contribuido, como en otras cinematografías, al prodigio de la naturalidad y la espontaneidad en la representación de lo que podríamos considerar algo así como la vida corriente, más o menos realista, y reflejo fidedigno de un país. Entre la nómina de virtuosos secundarios que conforman el reparto de ¡Aquí hay petróleo!, una fábula bien intencionada pero con escasa mordiente crítica, baste el nombre de Félix Fernández para invitar al cinéfilo a no perderse ni un plano en el que aparezca ese prodigio de la actuación cinematográfica. Aquí, además, tiene reservado el papel de “sabio” que ha de lidiar con la cazurrería de sus paisanos en un pueblo abandonado de Castilla, Castilviejo (en realidad el muy hermoso de Turégano), perfectamente fotografiado, en un estadio de su desarrollo que a quienes gastan las canas que iluminan el camino hacia el cementerio les retrotraerá con su pellizco de nostalgia a la dureza de un tiempo en el que ni siquiera te dabas cuenta de las pésimas condiciones de vida en las que se vivía, porque la urgencia de la vida en flor no te dejaba tiempo para consideraciones de orden material tan prosaico. El drama del pueblo, ilustrado desde el comienzo es la falta de agua, aun teniendo a tiro de piedra, como quien dice, un pantano que se loa en la película como la gran obra del Régimen franquista, con un tono que desentona lo suyo de la perspectiva crítica desde la que los lugareños se afanan en montar un negocio de búsqueda de petróleo porque los americanos han aparecido en el pueblo para perforar, porque creen que lo hallarán. A un lugareño endeudado y picaresco le ofrecen una fuerte cantidad por permitirles la prospección, pero, en junta popular deciden que, de haberlo, petróleo, el negocio bien podría ser todo para ellos, en vez de cederlo a los “aprovechados” americanos. La presencia del equipo en el pueblo y la convivencia mientras duran los trabajos dará a pie a un ejercicio de contrastes y otras menudas historias de amoríos imposibles que nutren la película de momentos, aunque tópicos, muy logrados, como el partido de baseball entre americanos y lugareños, por ejemplo.  Esos estereotipos de la crew americana en contraste con las auténticas radiografías de los lugareños de Castilviejo constituyen, pues, un contraste que dará lugar a no pocas escenas, como ya hemos dicho, de innegable interés. Pero la parte del león se la llevan los trabajos de prospección, rudimentarios y chapuceros que, dirigidos por Félix Fernández, "¡Exijo poderes absolutos!", se reivindica frente a la cazurrería de sus socios en el proyecto, en calidad de sabio reconocido, irán de tropiezo en tropiezo hasta el éxito final…, que no es la bolsa de petróleo que los enriquezca, sino la bolsa de agua que alivia la gran necesidad del pueblo y promueve, a menor escala, la creación de una empresa que gestione su extracción, canalización y distribución. La película puede entenderse como una pobre versión de Bienvenido, Mr. Marshall, e incluso la presencia central en esta de Manolo Morán, abona esa posible intención de los creadores de la película, Pedro Masó entre ellos. A pesar de que entra dentro de lo posible que se quisiera explotar un filón tan estupendo como el que abrió Berlanga, la veta de ¡Aquí hay petróleo! es de menor calidad, pero garantiza, sin embargo, un perfecto entretenimiento y tiene, faltaría más, su perspectiva documental, sociológica, que engrandece la obra, porque la verdad de la vida popular, la autenticidad de los extras del propio pueblo, la arquitectura, la presencia imponente del gran castillo, amén de la trama empresarial de la obra, en competencia con los americanos, y los abundantes “tipos”, perfectamente dibujados en el guion, nos permite disfrutar, hechas las salvedades pertinentes, durante toda la película. Sí, es evidente que hay películas que solo por el año de realización casi merecen un visionado que nos permita comparar aquellos tiempos con estos, aquellos pueblos llenos de animales con los de hoy llenos de coches, aquellos campos de secano, con los regadíos actuales, que es en lo primero que piensan los lugareños cuando dan con la bolsa de agua en vez de petróleo: las ricas verduras de huerta que van a poder cultivar. No estamos ante una película “imprescindible”, pero Salvia es un perfecto artesano de obras con mucho arrastre popular, como lo demostró con Manolo guardia urbano y Las chicas de la Cruz roja, aunque su labor como guionista marcó indeleblemente otras como La gran familia, de Fernando Palacios, por ejemplo, con ese hallazgo del ¡Chencho! que grita afónico el abuelo Pepe Isbert, quien lo ha perdido en la Plaza Mayor.

lunes, 16 de enero de 2017

Así somos si así nos filmamos: “Spain in a day”, montada por Isabel Coixet.


 Los españoles grabados por sí mismos o el narcisismo bien entendido: Spain in a day o es lo que hay: una joya documental engastada con suprema delicadeza por Isabel Coixet.
 Título original: Spain in a Day
Año: 2016
Duración: 81 min.
País: España
Director: Isabel Coixet
Música: Alberto Iglesias
Reparto: Documentary.


Cuando publicitaron el proyecto me interesó mucho saber en qué pararía la cosa. Llegó a las pantallas, pero no se puede ver todo, por definición, y aguardé el segundo turno del pase televisivo. Ayer lo vi. Hoy vengo aquí, entusiasmado, feliz, a expresar las razones de esa felicidad, del bienestar que me deparó la contemplación de ese día en la vida de mis compatriotas que decidieron, contra el pudor de lo íntimo que les reprochaba Unamuno a sus compatriotas de entonces, y que la telerrealidad ha transformado de arriba abajo, abrirnos en canal sus vidas para mostrarnos retazos de su vida cotidiana sin exhibicionismo, sin “montaje” y sin otra guía, en términos generales, que la espontaneidad, entendida al modo extraño de cada cual, por supuesto. Y es ahí, en esa verdad íntima que se cuela en las imágenes, a veces con cierto consentimiento narcisista de los intérpretes, a veces revelando pulsiones escondidas que, por arte de birlibirloque filmador, ocupan la pantalla y desnudan a los actores, donde el espectador se instala a cuerpo de rey para disfrutar de una suerte de armonía cívica de la que, aunque sea como espectador, sabe que forma parte, y que bien pudiera haber estado entre los vídeos seleccionados, si hubiera decidido enviar el suyo, como hicieron más de 20.000 personas, grabaciones de las que apenas aparecen imágenes de 500, lo que constituye un tour de forcé de montaje realmente alucinante. Coixet, no podía ser de otra manera, ha trabajado en equipo, que es como se hace un proyecto coral que es, además, representativo de todo el país, pero se advierte en la selección final su sello bien particular, sobre todo cuando recoge esos personajes peculiares, singulares, conscientes de su individualidad insobornable, que los define y a la que no van a renunciar, sufran las presiones sociales que sufran, como el niño bailarín de las postrimerías del documental, que tanto tienen que ver con ella misma y con personajes de algunas de sus películas. Lo diré sin ambages: Spain in a day (a pesar del título a que obliga el copyright, me imagino) es una película patriótica, o españolísima, si se prefiere, y está muy bien que así sea. Y no es uno de sus menores valores, porque consigue recoger, en apenas 81 minutos, toda la diversidad que somos y en la que, al menos eso he experimentado yo, nos reconocemos de mil amores: la geografía, las costumbres, los sentimientos, la cocina, las celebraciones, las aventuras, las músicas, los amores y desamores, la salud y la ausencia de ella, la longevidad, ¡la criatura jugando con el rayo de sol en la palma de la mano!, el trabajo en el campo, el ocio, la familia… El montaje, salvo algunas historias que acaso se alargan demasiado, tiene un ritmo muy hermosamente subrayado por la música de Alberto Iglesias, cuya “marca de fábrica” se aprecia, sobre todo en los travelines frecuentes de las grabaciones. Está fuera de toda duda que no puede hablarse de un retrato completo de España, ni tampoco es lo que se pretendía, pero también es cierto que, guste más o guste menos, el resultado final es un retrato absolutamente fidedigno de los españoles en el primer tercio del siglo XXI. Que no esté toda la realidad no quita para que cuanto aparece sea auténtica realidad, sin ninguna afectación y con unas dosis de naturalidad que dicen cosas muy elogiosas de las muy variadas formas de ser españoles que se ven en el documental. Claro que hay una cámara de por medio, un punto de vista, y que eso puede haber condicionado de alguna manera el objetivo final de filmar la vida tal cual, pero quienes colaboraron en el proyecto entendieron perfectamente lo que se les pedía, y la prueba es esta maravilla que podemos contemplar con una pasión creciente, y aun hasta hay momentos en que se desea que vuelvan a aparecer algunas personas, como es el caso de los bomberos de aventura por Australia, un contrapunto cómico magnífico, por ejemplo. Es una lástima que en el reparto de la ficha no pueda poner todos los nombres de cuantos aparecen, que sería lo suyo, porque el país es la suma de todas y cada una de las individualidades que aparecen, y de cuantas no han acabado apareciendo y cuyos vídeos, seguramente, serán un precioso material con el que, acaso, montar una secuela tan interesante como este Spain in a day que constituye un regalo no solo para el aficionado al cine documental, sino, sobre todo, para quienes sienten pasión por sus conciudadanos, sus minúsculas historias, sus sentimientos, sus pequeñas vidas discretas tan parecidas a la propia e incluso para quienes pecan de sociólogos de baratillo o de psicólogos de masas. Desde Los españoles pintados por sí mismos a Spain in a day hay un trecho considerable, el mismo que hay desde el tópico, desde el tipo, a la asunción de la individualidad, por más que esta esté, tantas veces, contaminada por lo mediático, pero aun así, es un placer profundo entrar en las vidas singulares de nuestros conciudadanos y sentirnos partícipes de una suerte de armonía nacional de la que todos, sin distinciones, sin exclusiones, formamos parte, y que va más allá, mucho más allá, de la propia Historia, de la Política, de la Religión, etc., es decir, de lo que divide. Spain in a day debería haberse titulado, más propiamente, Spaniards in a day, y todos esos seres anónimos por cuya vida Isabel Coixet ha conseguido que nos interesemos en micronarraciones llenas de vida y pasión tienen un nombre propio, como nosotros, ¡y cuántos no coincidimos en los mismos! Spain in a day parece una ilustración de dos expresiones paradigmáticas de nuestro pensamiento común: Mucho va de Pedro a Pedro y Nadie es más que nadie. ¡Gracias, Isabel!

sábado, 14 de enero de 2017

Enternecedor y cáustico humor inglés, pero naíf, de los 50: “La batalla de los sexos”, de Charles Crichton.



 
La irrupción de la modernidad en el “heteropatriarcado” escocés o el discreto encanto del humor inglés de la Ealing: La batalla de los sexos o Peter Sellers at his best. 


Título original: The Battle of the Sexes
Año: 1959
Duración: 84 min.
País: Reino Unido
Director: Charles Crichton
Guión: James Thurber, Monja Danischewsky
Música: Stanley Black
Fotografía: Freddie Francis (B&W)
Reparto: Peter Sellers, Robert Morley, Constance Cummings, Jameson Clark, Ernest Thesiger, Donald Pleasence, Moultrie Kelsall, Alex Mackenzie, Roddy McMillan, Michael Goodliffe.


Está claro que si cae, como así ha sido, en mis manos una obra de Charles Crichton, de quien ya llevo criticadas varias, y muy elogiosamente, no voy a renunciar a verla y, si lo estimara conveniente, como así ha resultado ser, hacer la crítica correspondiente. Estamos ante una película solo apta para nostálgicos de un cine que ya no volverá y que incluso ya había desaparecido cuando se rodó esta película, los famosos productos de la productora Ealing. Hay algo anacrónico en La batalla de los sexos, que es casi un género dentro del cine, porque, en pleno siglo XXI, resultan imposibles de aceptar las premisas de las que parte la película: una emprendedora mujer usamericana pretende cambiar de arriba abajo una empresa, aplicando nuevos métodos de organización, producción e incluso orientación del género, teniendo en cuenta que la ejecutiva pretende que el dueño, de quien va poco a poco enamorándose, deje de fabricar prendas de auténtica lana escocesa y orientarse hacia las fibras sintéticas, algo que, como es fácil de entender, es recibido como una auténtica herejía en una empresa de índole casi pre-capitalista, a juzgar por sus artesanales modos de producción, gestión y venta. El hijo es algo así como un retrasado que ha heredado, para desgracia de su padre, un negocio que puede acabar yendo a la ruina en sus manos si Martin, el gerente de la empresa, ¡todo un personaje perfectamente caracterizado e interpretado por Peter Sellers!, no lo impide. Desde que el hijo pone la empresa en manos de la ejecutiva usamericana, Martin no tendrá otro objetivo que boicotear esos intentos de modernización para mantenerse dentro de los límites de la estricta tradición en cuyo confortable seno la empresa ha progresado lo suficiente como para dar de comer a cuantos viven de ella, y cuyos puestos peligran por los afanes renovadores de la “intrusa” en un mundo no solo de hombres, sino de escoceses más que apegados a sus centenarias tradiciones. Desde ese punto de vista, la película no solo es un choque entre la eficacia empresarial de hombres y mujeres -la visita de la ejecutiva a la oficina siniestra donde se lleva la contabilidad de la empresa es desternillante-, sino también entre una mentalidad innovadora, la usamericana, y una mentalidad arcaizante, la escocesa. Sí, va a haber, en la película, un hermoso desfile de tópicos perfectamente desarrollados en clave cómica por unos actores secundarios que otorgan a la película una naturalidad tan extraordinaria que, en no pocas ocasiones, más nos parece asistir a la proyección de un documental que de una ficción. Crichton combina perfectamente los exteriores de Edimburgo y los interiores de la empresa, con una escapada a las Islas Hébridas, donde viven los 700 tejedores artesanales que trabajan para la empresa, (¡para desesperación de la ejecutiva usamericana, empeñada en levantar una fábrica que agrupe la producción reduciendo los costes!). El blanco y negro con que Crichton retrata Edimburgo, y los espacios siniestros de la oficina anclada en el tiempo, consigue unos efectos de calidad que nos permiten sentirnos confortables dentro de una historia cuya excesiva ingenuidad, sobre todo por parte del gerente, Martin, puede parecerle a no pocos espectadores excesiva e incluso algo ñoña, pero cuando se consuma la unión sentimental entre la ejecutivo y el propietario, una excelente pareja cómica, la formada por Robert Morley y Constance Cummings, eternos secundarios que aquí asumen un protagonismo que superan con excelente nota, hasta el punto de competir en eficacia cómica con ese genio de la interpretación que fue el complejo ser humano llamado Peter Sellers (y aprovecho para recomendar vivamente la más que interesante The Life and Death of Peter Sellers, en España Llámame Peter, de Stephen Hopkins); en ese momento, digo, el guion da un giro hacia el humor negro, con el intento de asesinato de la ejecutiva por parte de Martin, el gerente, que hace subir la película muchos enteros. Sin llegar a ser una película coral, es evidente que la “gran familia” de la empresa de tejidos conforma un bando que actúa perfectamente coordinado para lograr el supremo objetivo de impedir que el hijo tontorrón del difunto amo de la fábrica eche por tierra su memoria y su negocio. La película, así pues, está llena de detalles hilarantes que los degustadores de obras como Oro en barras, La isla soñada o Clamor e indignación sabrán saborear como corresponde, con esa sonrisa nostálgica de un mundo hace mucho perdido y del que películas como La batalla de los sexos guardan, ¡por fortuna!, inmarcesible memoria. Olvídense los espectadores de lo políticamente correcto, antes de sentarse a ver esta deliciosa comedia de un tiempo ido, y disfruten con esa ingenuidad propia de él, e irrepetible, ya. en esta era del recelo, del desengaño y de los derechos.

Bla, Bla, Blandita… La La Land, de Damien Chazelle…





La memoria del género no traiciona, La La Land o un rompecabezas irresoluble y sin magia.
  
Título original: La La Land
Año: 2016
Duración: 127 min.
País: Estados Unidos
Director: Damien Chazelle
Guión: Damien Chazelle
Música: Justin Hurwitz
Fotografía: Linus Sandgren
Reparto: Ryan Gosling, Emma Stone, John Legend, Rosemarie De Witt, J.K. Simmons, Finn Wittrock, Sonoya Mizuno, Jessica Rothe, Jason Fuchs, Callie Hernandez, Trevor Lissauer, Phillip E. Walker, Hemky Madera, Kaye L. Morris.



Me temo que me van a dar de tortas anticríticas hasta en el carnet de internetidad, pero La La Land es, para quien lleva el musical en la sangre cinéfila desde hace cincuenta años, un auténtico refrito sin inspiración, lleno de clichés, con un nulo sentido de la filmación del “número”, despreciando la breve narración que exige la filmación de cada uno de ellos, y, a veces, con una puesta en escena que parece anular incluso el desarrollo del número, como ocurre en el de la casa que comparte la protagonista con sus amigas. Hay muy buenas canciones -Start a fire es magnífica-, y, excepto de Lovely Night Dance, quizás el mejor número de la película, de casi ninguna de ellas sale un número que pueda quedar en el recuerdo, como, preceptivamente, para que la película pueda formar parte de lo mejor del género, ha de suceder. De hecho, la extraordinaria City of lights no pasa de ser una pieza a la que no se le saca el partido que permite, a pesar de su pegadiza emotividad. A mi entender, Chazelle no ha acabado de captar algunas leyes básicas del género y se ha quedado a medio camino entre una historia tópica de aspirantes a triunfadores, de perseguidores del gran sueño americano del éxito, aquí “perpetrado”, en el caso de ella, con algo más que con el recurso deus ex machina; en el de él, más congruente con la renuncia temporal a “su sueño” a modo de inversión para poder conseguirlo más adelante. La historia es tan endeble que ni Gosling ni Stone saben nunca ni qué cara poner ni siquiera cómo dotar de cierta verosimilitud a unos personajes tan acartonados y tópicos que apenas, cuando llegan las fases dramáticas de su desencuentro, saben por qué actúan como lo hacen, salvo porque, como en las viejas películas del “destape”, “lo exige el guion”. No acaban de conseguir funcionar como pareja, no hay, digámoslo tópicamente, para estar a la altura de la película, la química imprescindible que enamore a los espectadores, que les haga seguir sus lances vitales con la emoción con que el guion pretende que los sigamos.  No me gusta autocitarme, pero quien quiera saber exactamente qué significa el musical para mí, haría bien en leer esta crítica de tres clásicos del género, http://elojocosmologicodejuanpoz.blogspot.com.es/2016/12/sombrero-de-copa-amanda-y-bodas-reales.html, donde resumo brevemente algunas de sus características esenciales que La La Land incumple, a mi modesto entender, flagrantemente. Quien tiene en la memoria títulos como Pennies from Heaven o la mismísima Singing in the rain, por no hablar de la maravilla de maravillas que es Los paraguas de Cherburgo, por ejemplo, difícilmente puede salir de ver La La Land sin una sensación de frustración, de “no es esto, no es esto”, que lo acompaña en la digestión difícil de tantas esperanzas como había puesto en este estreno. Decir, por ejemplo, que a la película le falta la “magia” del género, esa sensación que el espectador tiene de “necesitar” levantarse de la butaca y arrancarse a bailar, dejándose llevar por una coreografía que se crea con la instantaneidad de la inspiración que le transmite la música que oye, puede ser malentendido, pero en mi caso particular de veterano amante del género es “la piedra de toque” definitiva para saber si estoy ante un verdadero musical, ante una burda imitación o ante una desangelada recreación. No hace mucho vi Oklahoma, uno de esos clásicos que, ¡afortunadamente!, aún no había visto, y puedo decir que toda La La Land no se acerca ni siquiera mínimamente al número de la ensoñación de la protagonista, Out of my dream, una de las cumbres del género, sin duda. He de añadir, porque si no lo hago reviento, una circunstancia personal que puede haber enturbiado mi percepción de la película, pero de ningún modo embotado mi sentido crítico, hubo un momento -¡maldito momento!- en que sobre el rostro de Emma Stone se me calcó el del último Michael Jackson, y apenas hubo ya escena en que esa terrible fusión no me arruinara la función. Me fue imposible, a pesar de mis esfuerzos, apartarme de esa identificación que en modo alguno le hace justicia a una actriz tan estupenda y hermosa. La película está llena de aciertos visuales, porque Chazelle tiene un fantástico sentido de la puesta en escena y ha sabido mover a sus personajes en secuencias llenas de inspiración estilística, como la de la continuación de la película Rebelde sin causa, que se malogra en el viejo cine de reestrenos donde la ven los protagonistas, y que se “consuma”, por así decirlo, en el Observatorio Griffith real, donde se rodó la escena de la lucha de James Dean. En él Chazelle le saca un excelente partido al edificio y logra una secuencia muy inspirada, aunque la coreografía sin gravedad no consiga ni sorprender ni emocionar, por cierto. Pero, lamentablemente, eso es algo común a muchos números de la película, como la de los desaprovechados escenarios teatrales de la ribera del Sena, por ejemplo. Como la historia del desencuentro amoroso de los aspirantes es algo tan visto, he de reconocer que el contrapunto fantástico con que cierra Chazelle la película le concede un giro argumental que, aunque tan antiguo como el tan criticado sueño de El último, de Murnau, le pone un broche a la altura de sus innegables dotes artísticas. Que lo mejor de un musical sea la música no siempre, paradójicamente, es lo suyo, aunque suene a boutade. En este caso, he de reconocer que la obra de Justin Hurwitz tiene, en todo momento, un extraordinario nivel de inspiración. Que no haya el necesario machihembrado entre la historia y las canciones es algo que solo puede entenderse desde ese incumplimiento de las leyes del género del que he hablado en esta crítica. El musical y el realismo puro y duro se dan de coces, y eso es lo que, a mi juicio, ocurre en la película, y ahí están esas escenas feístas de las fiestas angelinas, tan agresivas estéticamente, by the way. Si hubiera habido algo más de “fabulación”, en vez de una suerte de crónica realista de los esfuerzos de los dos  jóvenes por triunfar en un medio tan competitivo y en una ciudad tan desconsiderada para con los L (los losers) como L.A -y en la desesperación de la protagonista ante sus fracasos en los castings he encontrado lo mejorcito de la película-, y en ella, en la fábula, hubieran tenido los números musicales su razón de ser de forma “natural”, con ese hermoso artificio de los números que parecen nacer de la situación como su forma biológica de ser -me viene ahora el Let’s misbehave de Pennies from Heaven con un Christopher Walken maravilloso, striptease incluido…-, posiblemente, con la potencia imaginativa de la película que demuestra Chazelle, estaríamos hablando ahora, posiblemente de un nuevo clásico del género. Salí del cine con esa idea, la de que se había desperdiciado un excelente material, acaso porque el director -quien confesó no ser precisamente un amante de los musicales- se ha dejado llevar por el recuerdo de lo que fueron las cimas del género más que por la necesidad de lo que el género-en-sí exige. Dicho en otras palabras, me parece infinitamente más eficaz como musical El otro lado de la cama, de Emilio Martínez-Lázaro,  que esta La La Land que pretende ser inolvidable y naufraga en el tópico y en la irrelevancia, en cierto discurrir anodino por caminos tan trillados como lamentablemente poco recreados con ese máximum de inspiración que el género impone a quienes se acercan a él con la humildad innegociable con que han de hacerlo. Una lástima. Pero quedan la música y no pocas imágenes a la altura del genio creador de Chazelle.