Título original: City Across the River
Año: 1949
Duración: 91 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Maxwell Shane
Guion: Dennis J. Cooper, Maxwell Shane, Irving Shulman. Novela: Irving
Shulman
Música: Walter Scharf
Fotografía: Maury Gertsman
(B&W)
Reparto: Stephen McNally, Thelma Ritter, Luis van Rooten, Jeff Corey,
Sharon McManus, Sue England, Barbara Whiting, Richard Benedict, Peter
Fernandez, Al Ramsen, Tony Curtis, Richard Jaeckel.
Título original: The Glass Wall
Año: 1953
Duración: 82 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Maxwell Shane
Guion: Maxwell Shane, Ivan Tors
Música: Leith Stevens
Fotografía: Joseph F. Biroc
(B&W)
Reparto: Vittorio Gassman, Gloria Grahame, Ann Robinson, Douglas
Spencer, Robin Raymond, Elizabeth Slifer, Richard Reeves, Joe Turkel, Else
Neft, Michael Fox, Nesdon Booth, Kathleen Freeman, Juney Ellis, Jack Teagarden,
Jerry Paris, Shorty Rogers.
Título original: The Naked Street
Año: 1955
Duración: 84 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Maxwell Shane
Guion: Maxwell Shane, Leo Katcher. Historia: Leo Katcher
Música: Ernest Gold, Emil Newman
Fotografía: Floyd Crosby (B&W)
Reparto: Farley Granger, Anthony Quinn, Anne Bancroft, Peter Graves,
Else Neft, Sara Berner, Jerry Paris, Mario Siletti, James Flavin, Whit Bissell,
Joe Turkel, Joyce Terry, Harry Tyler, Jerry Hausner, Lee Van Cleef
Título original: Fear in the Night
Año: 1947
Duración: 71 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Maxwell Shane
Guion: Maxwell Shane. Novela: Cornell Woolrich
Música: Rudy Schrager
Fotografía: Jack Greenhalgh
(B&W)
Reparto: Paul Kelly, DeForest Kelley, Ann Doran, Kay Scott, Charles
Victor, Jeff York, Robert Emmett Keane.
Título original: Nightmare
Año: 1956
Duración: 89 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Maxwell Shane
Guion: Maxwell Shane. Novela: Cornell Woolrich
Música: Herschel Burke Gilbert
Fotografía: Joseph F. Biroc (B&W)
Reparto: Edward G. Robinson, Kevin McCarthy, Connie Russell, Virginia
Christine, Rhys Williams, Gage Clarke, Barry Atwater, Marian Carr, Meade 'Lux'
Lewis.
Filmografía
completa del guionista Maxwell Shane, un director demasiado olvidado pero con
títulos tan soberbios como The Naked Street o The Glass Wall, entre otros.
Acostumbrado como estoy a «descubrir» directores en YouTube,
mientras corro en la cinta en el gimnasio, me he dado el gusto, esta vez, de
repasar la filmografía completa de un director, Maxwell Shane, primordialmente
guionista, de esos suelen ser considerados «todoterreno», cuando se adentran en
diferentes géneros, o «artesanos», cuando se les reconocen unos valores que van
más allá de la mera artesanía popular y los elevan a la categoría de Directores,
con mayúscula, de obras de arte. Supongo que clasificarlo en las series B les
evita a los críticos ahondar en películas que tienen, como he podido comprobar,
mucha más miga que las de esa serie B, el tópico «cajón de sastre» donde no
para, este crítico al menos, de descubrir auténticas películas llenas de
hallazgos.
Algo tendría, de todos modos, el buen Maxwell Shane, que la
Wikipedia despacha con menos de diez líneas, para que actores como Anthony Queen,
Gloria Grahame, Edward G. Robinson, Anne Bancroft, Vittorio Gassman, Thelma
Ritter, Farley Granger o un principiante Tony (aquí aún Anthony) Curtis, entre
otros, aceptaran rodar con él.
Las dos primeras películas de Shane se
adentran en el cine social, y específicamente en el que tiene que ver con la
delincuencia, que, desde mediados de los años 50, a juzgar por la atención que
le dedica el cine, debió de ser una plaga en las ciudades usamericanas: las
bandas juveniles y su relación con las mafias, de poca o de mucha monta, nos
han dado películas que ya he criticado en este Ojo, como las de John
Frankenheimer, Los jóvenes salvajes, la de Irvin Kirshner, Refugio de
criminales o la ópera prima de Robert Altman, Los delincuentes. A
todas ellas, sin embargo, se adelanta, en 1949, la película City Across the
River, de Shane. La perspectiva gubernamental del aviso a la población sobre
la proliferación de las peligrosas bandas juveniles, no es óbice para que Shane
construya una película con fuerte carga social y una estética de thriller
muy lograda a través de la iluminación y la puesta en escena, en un barrio
popular como Brooklyn, donde las posibilidades de «extraviarse» de cualquier
joven se multiplicaban en función de su necesidad de manejar un dinero propio, fácil
y rápido, amén de la seguridad inherente a la pertenencia a una banda con
estrechos códigos de conducta en los que la lealtad a los miembros de la banda
pasa por encima de cualquier delito u ofensa. En esa banda destaca un meritorio
Anthony Curtis, que pocos años después llegaría al estrellato, con una película
antológica, Chantaje en Broadway, de Alexander Mackendrick, una de las
cumbres del cine negro. La trama de City Across the River va a derivar
en el asesinato fortuito de un profesor de Formación Profesional en cuyas
clases los dos jóvenes delincuentes de The Dukes, su banda, se dedican a
fabricar pistolas artesanales para su uso personal. Así que entra la policía en
acción, el mundo de los dos jóvenes no tardará en desintegrarse, a medida que
se va cerrando la investigación sobre ellos. El enfrentamiento entre dos
hermanos, un mafiosillo de barrio y un profesor de esa escuela, recalcará la
dimensión moral de la película, pero, insisto, lo más importante es lo bien descritas
que están las psicologías de los personajes, el perfecto retrato del mundo sórdido
en que habitan y la ausencia de ambiciones honestas que puedan colmarles. Que
la madre del protagonista sea Thelma Ritter, siempre maravillosa en cualquier
aparición en pantalla, añade un plus de veracidad e interés a la trama de
primer orden. Las escenas violentas no son nada complacientes, y percibimos la
brutal agresividad de ese bajo mundo de barrio deprimido en el que los buenos
caminos quedan sepultados bajo los brillos del dinero fácil, aunque sea a
través de la delincuencia.
Antes de continuar con su gran
película, La calle desnuda, el mundo de la delincuencia, ahora a mayor
escala, porque el protagonista es un triunfante mafioso que impone «su» ley a
través de la coacción, Maxwell Shane rodó una película tan extraña como
bienintencionada, The Glass Wall, en la que se cuenta una historia que
hoy nos parece muy propia de la más estricta contemporaneidad nuestra, mutatis
mutandi: tras la Segunda Guerra Mundial, un húngaro que salvó la vida a un
clarinetista de jazz usamericano, tras escapar de un campo de concentración,
llega en barco a Nueva York, pero le es impedido el desembarco porque su
historia está llena de sospechosas invenciones y no tiene ninguna prueba de que
las cosas sucedieran como él las cuenta. En un descuido de uno de sus guardianes,
el joven escapa, salta por la borda y, aunque malherido en las costillas, tras
una accidentada caída, logra escapar en un camión del que se apea en pleno
centro de Manhattan, porque él tiene en mente buscar a su amigo Tom para que
corrobore su historia y le dejen establecerse en Nueva York. Con la única
referencia de Trafalgar Square en la memoria, el protagonista, un Vittorio
Gassman con permanente cara de alucinado y expresión ultrabondadosa, se dedica
a recorrer el centro de la ciudad, entrando en cada local donde oye música para
tratar de encontrar a su amigo Tom. La película está rodada en exteriores, al
más puro estilo nouvelle vague, pero, eso sí, avant la lettre,
porque esta está rodada seis años antes de los considerados primeros filmes del
movimiento: Los 400 golpes, de Truffaut e Hiroshima mon Amour, de
Resnais. La cámara sigue al fugitivo a lo largo de una noche y un día por las
calles de Nueva York, y, a ese respecto, lo que prueba la innovación de la
película, hay no pocas personas que se giran, curiosas, para ver cómo maniobran
los cámaras para registrar el caminar febril y ansioso del protagonista. El
encuentro con Gloria Grahame, una raterilla que entra en los restaurantes para
acabarse las sobras de otros clientes, mientras se sirve un taza de agua caliente
en la que sumerge una bolsita de té usada que saca de su bolso de mano —una
escena calcada hay en la película de
Kaurismäki, Un hombre sin pasado, curiosamente—, y después intenta robar
un abrigo para soportar el frío, añade una dimensión social y dramática a la película
que contagia la trama de una atmósfera de thriller sórdido, aunque, cuando ella
le dice que vive en una pocilga, él no puede por menos que decirle que, para
él, esa habitación cutre, comparada con los campos de concentración, es un lujo
de ricos. Así que, accidentalmente, como esperan siempre los espectadores que
la realidad ocurra, Tom descubre en la primera página de un diario el rostro
del hombre que le salvó la vida, y que se ha convertido poco menos que en el «peligroso
delincuente más buscado», tiene un movimiento lleno de buena conciencia y
solidaridad para presentarse a Inmigración y avalar su presencia en Usamérica.
Su novia, no obstante, le ha conseguido una audición con un director de
orquesta famoso y le pone en el brete de atender a ese compromiso en vez de
ayudar a quien lo salvó. Al final claudica y va con ella, pero en el atril
figura la partitura, a un lado, y el periódico al otro. De forma paralela, la
huida del protagonista lo va llevando por una deriva de encuentros de los que
consigue huir casi siempre con bien, aunque siga sintiéndose malherido. La
ciudad de Nueva York, especialmente la noche, está fotografiada de una manera
realista, casi documentalista, como solo he visto con anterioridad en La
ciudad desnuda, de Jules Dassin, y con posterioridad en Faces, de
John Casavettes. Lo recuerdo para que se valore como se debe esta película en
la que hay una defensa contra la explotación de los seres humanos, como cuando
la Grahame describe de qué infierno de trabajo alienante había huido, y contra
el derecho de asilo, un discurso más efectista que convincente, que Vittorio
Gassman lanza en una dependencia vacía del edificio de las Naciones Unidas,
donde tiene lugar el magnífico desenlace de la película. Resulta curioso, para
quienes han visitado el edificio, la auténtica «pared de cristal» del título,
la contemplación de los alrededores del mismo aún sin urbanizar, porque, quizás
con mejor intención que con coherencia narrativa, el personaje decide virar su
rumbo de la búsqueda del amigo a la búsqueda del «amparo» de una institución
que, en principio, diríase constituida para amparar derechos como el de asilo
que pide el protagonista. Insisto, aunque la película tenga cierta debilidad
argumental, la realización es una sorpresa total y el espectador sabrá
apreciar, retrospectivamente, la capacidad de innovación que supuso.
La calle desnuda reincide en el
tema de la delincuencia en las calles de Nueva York, pero ahora a través de un gángster,
Anthony Queen, elegantísimo y con unas maneras propias de gran capo que impresionan,
en un agradecido papel en el que le da
la réplica, como hermana suya, nada menos que Anne Bancroft, mientras que Farley Granger borda el papel de pipiolo gigoló
que ha embarazado a su hermana, con la que no va poder casarse con ella porque
ha sido condenado a muerte por haber matado al propietario de una tienda que
entró a robar. A través de la coacción despiadada a los testigos de cargo que
condenaron al joven, el mafioso consigue un nuevo juicio para el joven en el
que sale absuelto. Se celebra la boda y el mafioso obliga al joven a trabajar
decentemente como camionero para mantener a su mujer y al hijo que esperan. La
historia la narra un periodista, Peter Graves, en uno de sus primeros papeles
relevantes tras casi doce años de carrera, que había sido compañero de escuela
de la hermana, aunque en cursos diferentes. El periodista está interesado en todas
las noticias relacionadas con Phil Regal, de quien sospecha que podría ser
incriminado como mafioso en cuanto alguien se fuera de la lengua lo suficiente.
La película, así pues, tiene varias líneas
narrativas y Shane atiende a todas ellas con notable economía de medios, pero
con total satisfacción para los espectadores, que las siguen todas, alternándose,
hasta que convergen en un gran final, en parte parecido al de City Acrosss
the River, por cierto, pero es lo justo que, en similares circunstancias,
ocurra lo mismo. Contrasta de un modo espectacular la doble vida del mafioso:
preocupado por su madre y su hermana, una vida de barrio modesto en la que él
se mueve con absoluta soltura, y su despiada vida criminal en la zona alta de
la ciudad, que mantiene incomunicada respecto de la otra, de tal modo que ni a
su pareja, la vampiresa de rigor, le permite conocer a su familia, y menos aún
integrarse en ella. Una vez que los dos jóvenes pierden el hijo que esperaban,
nace estrangulado por el cordón umbilical, el marido inicia una vida en la que
su mujer va quedando relegada paulatinamente, algo que incluso puede comprobar
personalmente el hermano mafioso, quien planea enseguida cómo vengar esa
afrenta familiar infligida por un condenado a quien él libró de la muerte. A
través de una encerrona, y ahí aparece nada menos que un villano clásico de la
envergadura de Lee Van Cleef, en un cortísimo papel, sin embargo, de esos que
figuran como uncredited, pero que, de todas formas, contribuye con su
buen hacer a la solidez de la película. No me extiendo sobre el desarrollo de
la trama, camino ya del desenlace, pero la película rezuma buen cine por todos
sus planos, y alguno es tan excelente como el de la desaparición de un pobre
diablo atado a una máquina tragaperras que no quería avenirse a los tratos con
el mafioso. A mí, sinceramente, me ha parecido un thriller muy competente, con
unas actuaciones memorables y una puesta en escena muy cuidada. La actuación de
Farley Granger, en papel tan odioso es de una veracidad a prueba de críticos
retorcidos. Y la actuación de Queen, con esa escena magistral en el cuarto de
baño, mientras se afeita y abofetea a un sicario para hacerle entrar en razón
de quién manda, a quién se obedece y qué se ha de hacer para sobrevivir en un
mundo como el suyo es impagable. Llama la atención, ahora que reparo en ella,
el modo desinhibido como el gangster permite el acceso a su intimidad
del vestirse o asearse no solo a sus sicarios, sino también al periodista que
le sigue los pasos. Solo esta película debería de haberle granjeado a Shane un
lugar de honor en la historia del cine negro, sin duda.
Para acabar, tenemos el caso llamativo de
un director que hizo dos versiones de una misma narración de Cornell Woolrich, un
autor privilegiado por el cine, porque se cuentan por decenas las adaptaciones
de sus novelas a la gran pantalla, entre las que siempre destacará, por
supuesto, La ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock. Estoy hablando de Nightmare,
de la que Shane hizo dos versiones, una temprana, en 1947, con un debutante
DeForest Kelly, famoso después por Star Trek, y, en 1956, nada menos que
con una vaca sagrada de Hollywood: Edward G. Robinson. La primera la tituló Fear
in the Night y la segunda, como la narración original, Nightmare.
Resulta curiosa e instructiva, de la manera de concebir una película, la
diferencia que hay de planteamiento entre una y otra, cada una de las cuales
tiene sus propias virtudes y defectos, aunque ambas comparten buena parte del
guion y reproducen escenas idénticas con diálogos idénticos. En la primera
versión el protagonista es un empleado de banca cuya prometida, que trabaja con
él, se inquieta por su ausencia, lo mismo que su jefe, claro. En la segunda
versión él es un clarinetista a sueldo en una orquesta de club, quizás evocando
la figura de Tom en The Glass Wall, tres años antes, y su novia es la
cantante de la orquesta. Aquí, él es también compositor, pero el director de la
orquesta no ve con buenos ojos sus composiciones, atrevidas, alejadas del swing
típico de las pequeñas orquestas de club. La película arranca, en ambos casos,
con una escena distorsionada en la que el protagonista se halla en una sala de
espejos, medio aturdido, aunque no tanto como para no poder hacer frente a un
hombre que sale de una de las puertas de espejo y con quien pelea, aunque en
esa pelea es ayudado por una mujer que le pone un rompehielos en la mano con el
que acaba matando a su rival, hecho lo cual lo esconde en una de las estancias tras
una de las puertas de cristal de la sala. Sí, sí, los buenos aficionados lo
habrán adivinado, «yo he visto antes una escena parecida», y, sí, así fue, pero
después de que Shane hubiera rodado la suya. Todos los aficionados recordarán
el final de La dama de Shanghai, película en la que Orson Welles, su
director, ejerció de máximo castrador metafórico al convencer a Rita Hayworth
de que debía cortarse su emblemática melena, la de Hilda, de Charles
Vidor. De esa secuencia de estilo onírico, con las aguas distorsionadas de
rigor en el fotograma y la nebulosa que todo lo envuelve, el protagonista amanece
en la habitación del hotel donde vive tras sufrir una pesadilla en la que ve
oscuramente que mata a un hombre, y luego se descubre poseedor de una llave que
no sabe qué puerta abre. Tan jugoso planteamiento significa que la investigación
nos permitirá abrir la puerta del subconsciente o de la memoria confusa del
personaje para acabar «sabiendo» qué, cómo y dónde ha ocurrido tal asesinato,
si es que el tal se ha producido. En ambas películas el cuñado del protagonista
es un detective de la policía que no da importancia a un sueño, por más que
haya sido una pesadilla que agobia al protagonista casi hasta obsesionarlo con
lo que ha entrevisto en ella. Una excursión de ambas parejas al campo, para
distraer al hombre, se convierte en un paso decisivo para tratar de entender
qué ha pasado, porque el protagonista guía al policía a la casa donde acaban
descubriendo la existencia de la habitación de espejos. La llegada de un
policía de la zona que vigila el lugar les pone al corriente de los asesinatos
que se han producido: el de un hombre y el de la esposa del propietario. Uno
dentro de la casa y el otro fuera. En esa parte central de la película, las
semejanzas entre ambas son extraordinarias, pero, al volver de la excursión, y
convencido el protagonista de haber cometido un crimen real, decide suicidarse,
arrojándose por la ventana. Ahí, sin embargo, hay notables diferencias entre
una y otra versión, porque en la segunda parece dulcificarse, quizás por la
menor corpulencia de Robinson frente a la solidez de Paul Kelly, actor de largo
recorrido, usualmente en papeles secundarios pero de gran contenido en sus películas.
La estructura de la obra varía enormemente, también, en la aparición, en la
segunda, de las referencias al psicoanálisis como parte importante del proceso
de hipnosis que ha facilitado el desarrollo de los hechos, pero eso es ya mejor
que lo vean los espectadores, tanto en una como en otra, da igual la que
escojan, porque cada una de ellas, insisto, tiene suficientes atractivos para
ofrecerles un buen rato de cine.
Discúlpenme la indagación en un autor «menor»
para el gran público, pero mayor en la estimación, al menos, de este crítico
siempre abierto al conocimiento de nuevos cineastas, de esos que consolidaron
géneros como, en este caso, el thriller de carácter marcadamente social.