Magical Girl o los bajos fondos de la moral en un guion que
chirría.
Título
original: Magical Girl
Año:
2014
Duración:
127 min.
País:
España
Director:
Carlos Vermut
Guión:
Carlos Vermut
Fotografía:
Santiago Racaj
Reparto:
Luis Bermejo, José Sacristán, Bárbara Lennie, Lucía Pollán, Israel Elejalde,
Alberto Chaves, Teresa Soria Ruano, Miquel Insúa, Elisabet Gelabert, Javier
Botet
El hecho de no haber obtenido en la gala de los Goya
–a excepción del de la mejor actriz protagonista, para Bárbara Lennie; inexplicable, por cierto, si se ha visto el increíble trabajo de Ingrid
García-Jonsson en Hermosa Juventud
(2014), de Jaime Rosales, la gran olvidada de la noche– el reconocimiento que
algunos le auguraban, ha hecho que me entraran ganas de ver esta película sin
la presión de tener que hacerlo con antelación a la entrega de los premios. El
visionado de películas tiene poco que ver con los juegos de apuestas y los
galardones que poco o nada se avienen con el cine con mayúsculas. ¿O hemos de
recordar que ni Hitchcock, ni Welles, ni Kurosawa ni Fellini ni tantos otros,
recibieron jamás un Oscar al mejor director?
Desde la serenidad de ponerme ante una película tan arriesgada sin siquiera conocer otras opiniones críticas que me pudiesen influir, he de decir, después de haberla comenzado a ver con un interés extraordinario, que la obra decepciona más de lo que complace, aunque las historias cruzadas, al estilo de algunas películas de Robert Altman, por ejemplo, tienen un grado de interés que, sin embargo, no ha acabado de hacerme ver las virtudes que un guion lleno de elipsis antes bien hunde que no refuerza, porque, más allá de las obviedades por las que se han de saltar necesariamente, hay demasiados vacíos en las historias que imponen una fría distancia entre los hechos narrados y el espectador ignaro. Ya entiendo que Carlos Vermut practica el arte de la sugerencia, antes que el de la explicitud, y que quiere que nosotros complementemos lo secreto que se esconde, tanto en la vida de la protagonista, con una extraña relación con su esposo y psiquiatra, como en la del profesor con quien ha mantenido una relación, que nunca se aclara, desde que ella era adolescente –y aquí es donde aparece lo mejor de la película, la magnífica, aunque demasiado breve, interpretación de un José Sacristán en pleno dominio de sus recursos dramáticos y poseedor de una voz llena de matices–, o como en la del propio padre de una criatura enferma de leucemia que acaba de ser desahuciada por los médicos –la revelación de una actriz como Lucía Pollán, cuya frescura y espontaneidad, además de su fotogenia, le auguran una prometedora carrera de actriz, si persevera. Estas elipsis de las que hablamos no tienen el lirismo de las de algunas películas, como Boyhood, sino que proceden de una falta de claridad del guion, que acaso no ha seleccionado, a mi parecer, la información decisiva para cuajar una buena historia, es decir, un cruzamiento de historias que funcione como un hilo narrativo absorbente.
Desde la serenidad de ponerme ante una película tan arriesgada sin siquiera conocer otras opiniones críticas que me pudiesen influir, he de decir, después de haberla comenzado a ver con un interés extraordinario, que la obra decepciona más de lo que complace, aunque las historias cruzadas, al estilo de algunas películas de Robert Altman, por ejemplo, tienen un grado de interés que, sin embargo, no ha acabado de hacerme ver las virtudes que un guion lleno de elipsis antes bien hunde que no refuerza, porque, más allá de las obviedades por las que se han de saltar necesariamente, hay demasiados vacíos en las historias que imponen una fría distancia entre los hechos narrados y el espectador ignaro. Ya entiendo que Carlos Vermut practica el arte de la sugerencia, antes que el de la explicitud, y que quiere que nosotros complementemos lo secreto que se esconde, tanto en la vida de la protagonista, con una extraña relación con su esposo y psiquiatra, como en la del profesor con quien ha mantenido una relación, que nunca se aclara, desde que ella era adolescente –y aquí es donde aparece lo mejor de la película, la magnífica, aunque demasiado breve, interpretación de un José Sacristán en pleno dominio de sus recursos dramáticos y poseedor de una voz llena de matices–, o como en la del propio padre de una criatura enferma de leucemia que acaba de ser desahuciada por los médicos –la revelación de una actriz como Lucía Pollán, cuya frescura y espontaneidad, además de su fotogenia, le auguran una prometedora carrera de actriz, si persevera. Estas elipsis de las que hablamos no tienen el lirismo de las de algunas películas, como Boyhood, sino que proceden de una falta de claridad del guion, que acaso no ha seleccionado, a mi parecer, la información decisiva para cuajar una buena historia, es decir, un cruzamiento de historias que funcione como un hilo narrativo absorbente.
Toda la película –y eso se ha de entender desde la dificultad
que le ha supuesto al director conseguir la financiación adecuada, lo que la
convierte en un meritorio esfuerzo profesional y en un ejemplo de hasta qué
punto el talento se impone a los recursos– ofrece una desnudez excesiva, lo que
la priva de un cuerpo y una puesta en escena que nos permita centrarnos en la
trama. Aunque la simplicidad de esta hace que a veces reparemos más en aquella
desnudez. Los personajes parecen concebidos desde una perspectiva alejada del
realismo, con aquella esencialidad torturada de las almas bergmanianas,
centradas con dolorosa intensidad en sus tragedias; pero sus actos, por el
contrario, se ajustan demasiado a la cotidianidad como para que el espectador
no advierta que hay algo que chirría en este contraste. Así, por ejemplo, el
turbio pasado de la protagonista no se compadece con la facilidad con que se
deja chantajear por el padre de la niña enferma, máxime cuando sabe que si
vuelve a mentir a su pareja, lo que se sumaría a las muchas otras mentiras que
ya le ha dicho, conllevaría una separación fulminante. De idéntico modo, la
misma vida del padre y de la hija, con unas insólitas ausencias del padre de la
casa familiar, resultan demasiado “peliculeras”, permítaseme la expresión,
ateniéndonos a la situación que atraviesan, una vida en común inmersa en una
atmósfera fantasmal incongruente. Con todo, la deriva delictiva del profesor en
paro para hacer realidad el sueño de la hija: poseer el vestido oficial de su
heroína japonesa de cómic: Magical Girl, junto con su cetro, todo ello al
precio de 27.000 euros, aunque pueda entenderse como un regalo de despedida, me
sigue pareciendo una situación en exceso pueril, sobre todo cuando el padre ni
siquiera es consciente de los muchos peligros a que puede enfrentarse, al dar
tan peligroso e inexperto paso como el de la extorsión mediante la que
conseguirlo.
Todos estos ingredientes, así pues, difícilmente captan la
atención del espectador y le inducen un cierto sopor contemplativo del cual
solo despierta cuando entra en escena el antiguo profesor de la mujer loca,
José Sacristán. El rumbo de la historia, así que toma el relevo de los otros
protagonistas mejora la película y despierta un interés por ella que hasta ese
momento no existía. La película se adentra, entonces, por terrenos más
familiares, como el del thriller, porque José Sacristán, de quien no se
explican en ningún momento las razones por las cuales, por culpa de su amour
fou por su alumna, Bárbara Lennie, ha pasado más de diez años en prisión,
impone su presencia vengadora con una contundencia visual muy atractiva. Es
curioso, por cierto, cómo el cambio de rol se materializa a través de un cambio
de vestuario que se parece en todo al ritual de los toreros para vestirse antes
de ir a la plaza, y que recuerdan, en parte, el cuidado que por su aspecto
exhibía Alain Delon en El samurái (1967) de Jean-Pierre Melville, una de las
cimas francesas del género negro.
La película combina
mal naturalidad y artificio, y a veces no sabemos si nos hallamos dentro de una
película madrileña de costumbres, de extrañas costumbres, o bien en otros
terrenos, propiamente esotéricos, como los de Eyes Wide Shut (1999), de
Kubrick, pero, por supuesto, sin la magnificencia visual del director
norteamericano. Con estricta contemporaneidad, es curioso comprobar el interés
de dos películas, La isla mínima (2014) y esta Magical girl por las prácticas
sexuales esotéricas de alto riesgo. En Magical girl, sin embargo, eso sirve de
contrapunto a la supuesta obsesión poética del padre para satisfacer el sueño
último de una hija próxima a desaparecer. Como si fuesen el anverso y el
reverso de la moneda de la realidad y no hubiera ningún sueño, por hermoso que
sea, que, en un mundo paralelo, no tenga su pesadilla. De todo eso es de lo que
nos habla Magical girl, aún en forma de tentativa, pero estoy seguro de que
Carlos Vermut pronto lo hará, en su nueva película, en forma de tentación,
porque el final del film nos deja un regusto tan bueno en los ojos que
pedíamos, mientras lo contemplábamos, que eso fuera el principio de la historia,
en lugar de su punto y final.